Saludo con reconocimiento la aparición del libro colectivo Impacto de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, coordinado por Pablo Saavedra Arizmendi, Jorge Ulises Carmona y Edgar Corzo. El primero, chileno, actual secretario de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y Ulises y Edgar, jóvenes investigadores del Instituto de Investigaciones Jurídicas, dueños de una sólida formación jurídica y de valiosas obras en la materia de derechos humanos.
En el prólogo, firmado por Diego García Sayán, actual presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se lee “El carácter vinculante de las sentencias de la Corte no está hoy en discusión y, en lo esencial, ellas son acatadas por los Estados. Lo más notable es que los tribunales nacionales vienen inspirándose de manera creciente en los criterios jurisprudenciales de la Corte”.
En la perspectiva del derecho internacional (Becerra, Manuel) a la que se ajusta el derecho internacional de los derechos humanos, rige el principio de la norma pacta sunt servanda, que prescribe la obligatoriedad de los pactos, consagrada por el derecho consuetudinario y por el derecho convencional, cuya máxima expresión es el artículo 26 de la Convención de Viena de 1969 sobre el derecho de los tratados y que, consecuentemente, se aplica a la normatividad interamericana y se enlaza con el artículo 68 de la Convención Americana que impone a los Estados que hayan aceptado la jurisdicción obligatoria de la Corte el compromiso de cumplir las sentencias a cabalidad (Hitters, Juan Carlos).
Son diversos los mecanismos a través de los que puede gestionarse el acatamiento de las sentencias. Como observa el autor Hitters, la Corte ha devenido en juez de ejecución de sus propios fallos por vía del nuevo Reglamento que la faculta para recibir informes de los Estados, conocer las observaciones de las víctimas o de sus representantes, así como las opiniones de la Comisión Interamericana de Derechos humanos. Asimismo, la Corte puede allegarse información por otros medios y convocar a los Estados y a las víctimas a una audiencia, además de emitir las recomendaciones que estime procedentes. No es dable menospreciar la actividad que realizan organizaciones no gubernamentales internacionales y nacionales que permanecen vigilantes y desarrollan campañas en todos los niveles con el fin de constreñir a los Estados al cumplimiento cabal de las sentencias.
Con todo, su observancia suele recorrer caminos tortuosos, sea por que los Estados parte no están dotados de las herramientas jurídicas convenientes en su derecho interno (Corzo, Edgar, “Introducción”), bien porque a la hora de la verdad surgen enredos de complicidad para castigar a los responsables de las violaciones señaladas por la Corte o por reticencias dentro de los gobiernos que llegan a intentar el abandono de la Corte o incluso la denuncia de la Convención Americana.
El ambiente político juega a veces en contra. El discurso sobre los derechos humanos puede alcanzar acentos emotivos y declamatorios pero a la hora de los acatamientos no faltan gobernantes que miran hacia otro lado. Cuando sesiona la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos, el representante estadounidense se levanta circunspecto de su asiento y se retira cuando en la agenda toca el turno del Informe de la Corte.
Un artículo en el libro aborda el impacto normativo de las sentencias internacionales de los derechos humanos en el orden jurídico mexicano, tema sugestivo pues la experiencia del país en la recepción de sentencias del alto tribunal interamericano es reciente. El autor es Fernando Silva García. Inicia su exposición con un comentario curioso, aplicado a los rechazos defensivos de la mente para aceptar una determinada situación. Según el neurocientífico Paul D. Mac Lean, el cerebro humano se compone de tres cerebros o subcerebros que han experimentado mutaciones durante la evolución de la especie: i) el cerebro reptil que, es cierto, figura en nuestra configuración cerebral, ii) el cerebro límbico, y iii) la neocorteza. Estas tres capas cerebrales coexisten pero no necesariamente en forma armónica y, a menudo, las dos últimas sucumben por los embates del cerebro reptil que anula el orden inteligente y solidario de los otros dos. Así, el autor del artículo infiere que es posible que el cerebro reptil condicione “la resistencia de algunos jueces y autoridades nacionales hacia las sentencias internacionales sobre derechos humanos”. El autor hace la mención con ironía.
Más seriamente, con el peso de su experiencia profesional, el autor nos recuerda las discusiones al interior de la Suprema Corte de Justicia de la Nación respecto al caso Radilla Pacheco sobre la índole vinculante de la sentencia interamericana. Jugaron entonces tres posiciones: i) la de los ministros que opinaban que las sentencias y la jurisprudencia internacional no obligaban a la Suprema Corte (a estas alturas y por egregios juzgadores); ii) la que sí reconocía su fuerza vinculante para el caso concreto en el que estuviera involucrado el Estado pero sin extender esa obligatoriedad a la totalidad de la jurisprudencia de la Corte, y iii) la postura de avanzada que proponía la obligatoriedad tanto de la sentencia particular como de la jurisprudencia de la Corte Interamericana.
El desarrollo espectacular en el plano interamericano del control de convencionalidad difuso, y la propagación de su sentido e importancia por sobresalientes académicos e incluso de algunos juzgadores mexicanos, ha propiciado que la tercera interpretación fuera aceptada finalmente por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y aquí nos conectamos nuevamente con las palabras iniciales del presidente García Sayán: “los tribunales nacionales vienen inspirándose de manera creciente en los criterios jurisprudenciales de la Corte Interamericana”.
La colaboración de Jorge Ulises Carmona, coincidente en algunos términos con la de otros autores, da pie a varias reflexiones. Me confino a las siguientes: en primer lugar, a la Ley de Celebración de Tratados de 1992 de México. Es motivo de concordancias que la reforma de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos del 10 de junio de 2011 es un hito formidable en la historia constitucional del país y un avance grandioso para la causa de los derechos humanos, aunque una laguna pendiente de colmar todavía es la ausencia de alguna mención expresa sobre la obligatoriedad del Estado de cumplir las sentencias de los tribunales internacionales y de cumplirlas a cabalidad. La obligatoriedad del Estado es incuestionable pero no sobra que se alce una adición constitucional sobre este punto o en una legislación específica. De todas maneras, Jorge Ulises explora las disposiciones de la legislación secundaria sobre esta cuestión y se adentra en la Ley de Celebración de Tratados de 1992. Resalta el artículo 11, en donde se consigna que las sentencias, laudos arbitrales y demás resoluciones jurisprudenciales, derivados de los mecanismos de solución de controversias, tendrán eficacia y serán reconocidas en la República. Cualquiera opinaría qué maravilla de modernidad, de hecho se emitió ésta curiosa Ley en el sexenio gubernamental que tuvo como lema de identidad la modernización del país, sólo que, como subraya el maestro Fix-Zamudio en su colaboración, los fallos y decisiones judiciales a los que se refiere el instrumento se limitan a las emitidas en materias de carácter civil y mercantil. Aun así, desde entonces advertimos y criticamos acremente lo dispuesto en el artículo 9o., un as bajo la manga, que menoscaba al precepto anterior al disponer que las resoluciones internacionales mencionadas en el 11 no serán reconocidas por causas de seguridad del Estado, de orden público o cualquier interés esencial de la nación. Esto es, de manera unilateral, conforme a esta normativa, el cumplimiento de un fallo internacional queda al arbitrio del gobierno escudándose en pretextos enteramente subjetivos. Si nos fijamos en el año de expedición de la Ley, 1992, resulta creíble la insinuación que hace Jorge Palacios Treviño, embajador en retiro, en su libro Tratados; legislación y práctica en México. La finalidad de esa Ley obedeció a una petición —llamémosla así— de los Estados Unidos durante el proceso de negociación del Tratado de Libre Comercio con miras a que se respetaran los acuerdos ejecutivos que se habían venido celebrando con México en la materia, no previstos hasta ahora en la Constitución Política. Por ello, la Ley contuvo realmente como plato fuerte los “acuerdos interinstitucionales”, un eufemismo para disfrazar los acuerdos ejecutivos que se perfeccionan sin la participación del Senado. De pilón se incorporó el artículo 11 y su contrapeso, el inconcebible artículo 9o., una perla del “planeta México”, en donde lo internacional palidece ante un recalcitrante chauvinismo jurídico, que se resiste a desaparecer como lo demostró la reforma al artículo 21 constitucional referente a la “aceptación” de la competencia de la Corte Penal Internacional. No es la oportunidad para abundar en este punto, los interesados tienen a su disposición el artículo en donde Jorge Ulises se explaya en el asunto.
Si la reforma constitucional de 2011 no abarcó lo relativo al cumplimiento de las sentencias, menos tuvo en cuenta las recomendaciones de los comités de los tratados de derechos humanos que son una innovación interesantísima dentro del apartado del derecho convencional. En la dimensión del principio “pro persona”, estos tratados, los del orden universal y los del orden regional, contienen un mecanismo para supervisar y estimular el cumplimiento de su régimen, se reciben quejas directamente de los afectados, se requieren informes periódicos a los Estados y se les formulan recomendaciones no necesariamente obligatorias, pero con ellas acontece algo parecido a lo que ocurre con las recomendaciones de los ombudsman internos: tienen un gran peso y están revestidas de una gran exigencia social para su observancia.
Hay un tipo de actos internacionales de importancia mayúscula que no se ha visualizado, las recomendaciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adoptadas conforme al capítulo VII de la Carta de San Francisco en materia de sanciones, de rango obligatorio contra Estados infractores del régimen de paz y sujetas a obediencia y ejecución por la sociedad internacional de Estados. Ya existen casos que han arribado a la administración pública federal en donde se solicita al Estado el cumplimiento de los términos contenidos en una resolución, por ejemplo, el congelamiento de los fondos financieros de un gobierno o de personas sancionadas. Es ilustrativa la R. 1793, adoptada el 28 de septiembre de 2001 con motivo de los atentados terroristas del 11 de septiembre. En este tenor, es dable mencionar que dentro de Naciones Unidas se creó la figura del ombudsperson como órgano subsidiario del Consejo de Seguridad para tratar las quejas de las personas o de empresas que han sido incluidas en la lista de sancionados por mantener una supuesta vinculación con Al Qaeda sin que se les haya dispensado una garantía de audiencia y la ocasión de aportar pruebas en su provecho. Lo cierto es que mientras no se pronuncie la ombudsperson excluyendo a alguno o varios de los sancionados, los Estados tienen la obligación de cumplir las sanciones y no existe dentro de nuestro país una previsión legislativa al respecto.
El maestro Fix-Zamudio, con su inmensa creatividad que tantas aportaciones ha dado al derecho positivo mexicano y a la estructura del Estado, considera en su colaboración que una futura legislación debería atender los siguientes puntos, además de un mecanismo que facilite el cumplimiento fluido de las sentencias de la Corte Interamericana: a) la regulación del cumplimiento y la ejecución de las recomendaciones de los comités de Naciones Unidas; b) igual, las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y c) las decisiones del Comité de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Convendría ponderar igualmente la conveniencia de agregar las recomendaciones de los comités de las convenciones de derechos humanos del sistema interamericano y también las recomendaciones que emiten en sus informes los relatores de Naciones Unidas y los de la Organización de los Estados Americanos; además, por supuesto, las sanciones impuestas por el Consejo de Seguridad.
Dentro de la relación de puntos que comprende la reforma de 2011, Jorge Ulises Carmona alude al nombre del capítulo primero de la Constitución. A no dudarlo, él recuerda que hace algunos años, cuando se discutía la aprobación en el Senado del Estatuto de la Corte Penal Internacional, fuimos invitados a una sesión de trabajo, él, el maestro Fix-Zamudio y el que escribe. Nuestros argumentos fueron claramente en favor del régimen del Estatuto de Roma y emergieron temas conexos. Jorge Ulises llamó la atención sobre el nombre tradicional del capítulo “Garantías individuales”, que debería cambiarse por el de “Derechos humanos”, y abogó por la inclusión de preceptos de la naturaleza de los hoy consagrados por la reforma de 2011. Yo aludí a la pena de muerte que yacía en el artículo 22, pues vivíamos diferencias diplomáticas agudas con los Estados Unidos con extensión a la población porque el país norteño aplicaba la pena capital a nacionales mexicanos sin que se les hubiera dado la notificación a que tenían derecho de acudir al puesto consular de su país. Sostuve que era una incongruencia que atacáramos la pena de muerte practicada por algunas entidades de la Unión Americana y que nuestra Constitución la siguiera manteniendo en su texto. Éramos un país “abolicionista de facto” y no costaba gran cosa subir un peldaño hacia el nivel de país “abolicionista de jure”. Unos meses después prosperó la reforma merced al trabajo comprometido del Senado de la República. Debe decirse que hay de reformas a reformas; a ver si es tan sencilla la reforma que viene en materia petrolera. Ya entrados en gastos, Santiago Corcuera, de la Universidad Iberoamericana, habló del artículo 33 constitucional que permitía al titular del Ejecutivo federal expulsar discrecionalmente y sin juicio previo a un extranjero cuya presencia considerara inconveniente en tierras del Anáhuac y anexas. Desde el Constituyente de 1917 hubo reparos sobre el precepto, pero pervivió en sus términos tal vez como nota de orgullo del presidencialismo exacerbado que distinguió al sistema político mexicano, y sucedía que cada vez que se ratificaba un tratado relacionado con la expulsión de extranjeros, como el Estatuto de los Refugiados o la aceptación de la jurisdicción obligatoria de la Corte Interamericana en 1998–1999, se introducían reservas de muy dudosa elegancia. El celebérrimo artículo 33 fue matizado en la reforma de 2011.
Otra cuestión que campea en la reforma constitucional es la concerniente al artículo 89 fracción X sobre los principios de la política exterior, incorporados en 1988 a la Constitución de la República. El primero que bordó por 1980 sobre la necesidad de concederles estatura constitucional fue el internacionalista Alejandro Sobarzo, inclusive, en su condición de diputado federal presentó un proyecto formal de reforma tendente a ese fin. A él, al internacionalista y amigo, rindo tributo de afecto y reconocimiento. En 1985 nuestro insigne amigo Diego Valadés era diputado y dirigía el Instituto de Estudios Legislativos de la Cámara de Diputados. Un buen día me solicitó que elaborara un proyecto de reforma para incluir los principios de la política exterior en la norma fundamental. En el proyecto que le entregué figuraban varios principios incontestables, labrados en el transcurrir histórico de México y vigentes en el derecho internacional. Incluí el del respeto y promoción de los derechos humanos en el proyecto que me gusta llamar Valades-Méndez Silva, aunque no tengo ninguna prueba de que haya sido tomado en cuenta. La reforma cuajó tres años después con prescindencia de este principio. Todavía el planeta México ejercía su fuerza gravitacional. ¡Cómo obligarnos ante el orden internacional si no teníamos problemas graves de derechos humanos y nuestra normatividad daba cobijo suficiente a la población! Tarsicio Navarrete, diputado del Partido Acción Nacional, propugnó sobre la necesidad de añadir el principio del respeto a los derechos humanos durante varios años. En 2011 culminó felizmente la cruzada pero sigue la de darle efectividad honesta e intransigente a éste y los demás principios.
La referencia a testimonios personales es inevitable porque el Instituto de Investigaciones Jurídicas ha sido casa de los derechos humanos. Aquí el maestro Fix-Zamudio ha cultivado magistralmente el derecho de amparo. Como un episodio con tintes legendarios, recuerdo que en 1968 Rene Cassin visitó al Instituto semanas después de haber recibido el Premio Nobel de la Paz por haber sido uno de los autores de la Declaración Universal de 1948. El maestro Fix-Zamudio fue juez y presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y cargos idénticos ocupó el dignísimo doctor Sergio García Ramírez; Eduardo Ferrer MacGregor investigador de nuestro Instituto ha iniciado este año el cargo de juez de la Corte Interamericana; Rosita Alvárez González fue jueza ad hoc en el caso Campo Algodonero en el mismo Tribunal; Jesús Orozco, también investigador, preside la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; de este recinto salió Jorge Carpizo para fundar la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, seguido en el mismo puesto por Jorge Madrazo, José Luis Soberanes y Raúl Plascencia. Pero destaco sobremanera el gran calibre del conjunto de colegas, amigas y amigos, una pléyade de académicos que en el quehacer de sus disciplinas trabajan naturalmente el tema de los derechos humanos. Es el ambiente, las discusiones, el ejemplo de las grandes figuras, el material publicado, los eventos extensionales, las charlas informales, el rigor y la dignidad de los demás, las que nos motivan, forman y enriquecen.