La comunicación del médico con los pacientes es una acción clínica fundamental que, en el caso del paciente oncológico, adquiere una especial relevancia.
Aunque en la actualidad, el manejo terapéutico de estos pacientes se lleva a cabo por un equipo multidisciplinar, el cirujano sigue teniendo un papel preponderante con respecto a otros especialistas por 2 razones: en primer lugar, porque durante muchos años la cirugía constituía el único tratamiento «eficaz» y, aunque hoy el cirujano ha perdido el protagonismo absoluto, el tratamiento quirúrgico sigue siendo, en el ámbito de la cirugía general y de aparato digestivo, el recurso terapéutico fundamental. Y, en segundo lugar, porque las características de la relación del cirujano con este tipo de pacientes tienen una peculiaridad que la hace diferente a la del resto de especialistas: los especialistas no quirúrgicos indican un tratamiento cuya eficacia y seguridad están «más o menos» estandarizadas. Así, cuando se trata al paciente con uno o varios agentes quimioterápicos, estos se administran a la dosis estipulada, al tiempo que se previenen los posibles efectos secundarios, ya previsibles de antemano. Lo mismo ocurre con la radioterapia. Sin embargo, cuando el cirujano sienta la indicación del tratamiento quirúrgico, lo lleva a cabo de una forma «individualizada», por lo que la eficacia y seguridad del procedimiento varían considerablemente de un cirujano a otro y se establece un vínculo más «personalizado» con el paciente.
Cuando el paciente oncológico acude por primera vez al cirujano, habitualmente ya tiene información previa sobre su enfermedad. Unas veces, adecuada (generalmente proviene de un gastroenterólogo o de otro especialista) y otras, las más, proveniente de fuentes diversas e inapropiadas tales como amigos, libros de divulgación y, de introducción más reciente y fuente de muchos quebraderos de cabeza para el cirujano, Internet. Todas estas aferencias crean en el paciente una considerable confusión y una angustia aún mayor y, en muchos casos, innecesaria. A pesar de todo, o quizás, precisamente por todo eso, cuando llega a la consulta del cirujano, el paciente está pendiente de todas y cada una de las palabras que le dice la persona que, a partir de ese momento, va a enfrentarse a su enfermedad con la intención de curarlo. Como le suele decir a menudo, está «en sus manos». Está primera entrevista va a ser, por tanto, decisiva en la relación cirujano-paciente (en realidad, lo que se le diga en esta primera toma de contacto, va a constituir la primera «herramienta terapéutica»). No obstante, la comunicación con el paciente, a partir de ese primer momento, debe entenderse como un proceso continuo, diario, mientras dure la hospitalización y, con intervalos variables de tiempo, tras el alta.
Históricamente, la relación médico-paciente ha atravesado dos épocas diametralmente opuestas: la llamada era del «paternalismo» y la era de la «autonomía». La primera, que se extiende desde el año 500 a.C. hasta finales de los años 60, se caracterizaba por la estructura vertical de la relación médico- paciente (similar a la de padre-hijo). Según esta concepción, al médico se le atribuye la sabiduría y la autoridad necesarias para decidir qué es lo mejor para el enfermo, que queda, por tanto, en una situación de inferioridad, derivada de su ignorancia en el arte de curar y le hace incapaz de adoptar decisiones sobre su salud, limitándose a obedecer las indicaciones del médico. El paradigma de las obligaciones y virtudes del paternalismo en Medicina es el Juramento Hipocrático. En este sentido, Thomas Percival escribió en 1803: «El médico es el ministro de la esperanza y el confort», por lo que no se comete delito de falsedad, siempre y cuando se realice pensando en beneficiar a la persona enferma y desanimada. Posteriormente, el incesable incremento del avance tecnológico y el progreso científico fueron dando paso a un tipo de relación muy diferente entre el médico y paciente que se ha mantenido hasta la actualidad y se conoce como «era de la autonomía», dando origen a problemas nuevos y diferentes en la práctica clínica diaria que motivaron, entre otros factores, la aparición de la Bioética. En 1969 se promulgó la primera carta de los Derechos de los Pacientes, promovida por la Comisión para la Acreditación de Hospitales de EE.UU. (la conocida como «Joint Commission»). Los principios en los que se basa esta nueva concepción en la relación médico-paciente incluyen la aceptación de que éste es un ser autónomo con derecho a ser informado adecuadamente de todas las opciones terapéuticas para, posteriormente, decidir sobre sí mismo, y consentir sobre cualquier actuación médica. Es así como nació el concepto de consentimiento informado, que hoy se considera indispensable ante cualquier actuación quirúrgica sobre el paciente. Dentro de este contexto, especialmente si nos referimos al paciente oncológico, éste tiene derecho, incluso, a negarse a recibir una terapia determinada. En nuestro país, el primer antecedente en este sentido lo constituyó La Carta de los Derechos y Deberes de los Pacientes de 1973 que, posteriormente, fueron desarrollados y recogidos en la Ley de Sanidad de 1986, adquiriendo valor legal. Actualmente, la legislación española es clara en sus aseveraciones pero ambigua en la interpretación de las mismas. En este sentido, en el artículo 4 de la Ley 41/2002 (BOE núm. 274) podemos leer que «los pacientes tienen derecho a conocer, con motivo de cualquier actuación en el ámbito de la salud, toda la información disponible sobre la misma y que también debe respetarse la voluntad de la persona si ésta no quiere ser informada». Sin embargo, Ost1 expresa que el derecho a la no información no es éticamente correcto y, aunque reconoce una razón humanitaria, defiende por encima de todo la autonomía del paciente para tomar decisiones en base al derecho a ser informado.
La «política» de la autonomía en la relación médico-paciente sobre la información y la toma de decisiones terapéuticas desarrollada en EE.UU., se ha considerado por muchos como si fuera universalmente apropiada. Sin embargo, las condiciones sociales y el régimen sanitario estadounidense hacen que el sistema de información no sea extrapolable a otros países en los que no se ha experimentado este cambio tan rotundo y en los que la comunicación entre médico y paciente es bastante diferente por diversas razones. El consentimiento informado puede complicar y, potencialmente, interferir con el cuidado de ciertos pacientes, especialmente con los de algunos países y grupos culturales en los que la familia u otras unidades sociales juegan un papel muy importante en la toma de decisiones terapéuticas. En este sentido, Ruhnke et al2 llevaron a cabo el único estudio comparativo entre grupos de médicos y pacientes, en Japón y EE.UU., respecto al nivel de información y la toma de decisiones. Las conclusiones del estudio mostraron que, a pesar de tratarse de dos países altamente desarrollados, en la sociedad japonesa la decisión clínica está más influenciada por la opinión del médico y la familia que en EE.UU., lo que pone de manifiesto cómo el contexto cultural modula la relación entre el paciente, el médico y la familia en la toma de decisiones. Estos datos ponen de manifiesto la necesidad de que el médico conozca bien el entorno cultural y familiar del paciente, ya que puede jugar un papel fundamental en la respuesta al tratamiento, así como en el grado de satisfacción y aceptación del mismo. Otro estudio que apoya estas conclusiones es el de Sullivan et al3 que afirma que, aunque los pacientes, en general, quieren saber la verdad, el nivel de información requerido es directamente proporcional a su nivel educacional e inversamente proporcional a su edad. Cuanto mayor es el paciente, más requiere la participación de la familia en la toma de decisiones. Otro factor que puede modular el nivel de la información al paciente oncológico, especialmente en los detalles referentes al pronóstico, es el grado de evolución de la enfermedad. Algunos estudios4 sobre este aspecto concluyen que, conforme se van agotando los recursos terapéuticos, la actitud del médico entra en conflicto con los principios de autonomía del paciente y va adoptando progresivamente una actitud más paternalista.
De todo lo anterior puede deducirse que tanto una actitud puramente paternalista como una actitud radical de autonomía no son aceptables. Entre estas dos posturas extremas, existe un amplio espectro de actitudes «intermedias» que dependen de múltiples factores. El cirujano debe conocer y analizar todos estos factores (edad, religión, relaciones familiares, nivel cultural y educacional, situación económica, perfil psicológico, tipo de tumor y estadío evolutivo, sistema sanitario, etc.) con el fin de determinar el nivel adecuado de información para cada paciente («no hay enfermedades, sino enfermos»).
En cualquier caso, sea cual sea el nivel de información, el cirujano siempre debe de observar unas reglas y principios inamovibles: la información debe ser clara, breve, comprensible y sin ambigüedades, pensando bien cada palabra; la relación con el paciente ha de ser «personalizada» de tal forma que éste se sienta como «el más importante para el cirujano»; no hay que dar nunca la sensación de tener prisa, dando la información en el lugar adecuado y adecuándola a cada momento y lugar, sin dar detalles que el paciente no requiera; cuando hay que dar malas noticias (progresión de la enfermedad, falta de respuesta a un tratamiento, etc.), hay que tratar de dar soluciones al mismo tiempo, para que el paciente siempre tenga una puerta abierta a la esperanza («siempre debe ver una luz al final del túnel») aunque esto nos suponga una «carga psicológica» añadida que, en ocasiones, nos hace difícil conciliar el sueño.
Por último, cuando se van agotando los recursos terapéuticos, la comunicación del cirujano con el paciente vuelve a convertirse en la herramienta terapéutica fundamental, haciéndose realidad las palabras que escribiera en médico y escritor estadounidense Oliver Wendell Holmes (1809–1894), magníficamente traducidas por Piulachs5 y que expresan el carácter humanitario que todo buen médico debe tener siempre presente: «Cuando el pánico y la angustia la escena invaden, cada palabra con su tono de voz, cada mirada y cada movimiento, deben demostrarle al paciente que tú le perteneces en cuerpo y alma».