Mi aprendizaje quirúrgico empieza cuando estudiaba segundo curso de medicina de la mano de mi padre (José Puente Castro), cirujano de número del Hospital Real de Santiago (1).
Se iniciaba junto a la mesilla de instrumental que llamábamos étagère (2). En él aprendíamos a conocer la forma y el nombre de los diversos instrumentos quirúrgicos (por cierto, bien escasos en la época). Los conocíamos muy a fondo porque entre otras cosas había que dejarlos bien limpios y secos al terminar de operar; sabíamos cómo dejar muy brillantes las más finas articulaciones después de engrasarlas con vaselina. Los bisturís los afilábamos la víspera y los asentábamos cuidadosamente junto con las navajas para rasurar el campo operatorio. Nos esmerábamos mucho en esta tarea esperando recibir el elogio del patrón al día siguiente, o también para evitar el comentario irónico: ¿quién fue el merluzo que afiló esto?
Los instrumentos no eran demasiado “finos” ni estilizados como los actuales (la industria fue siempre años detrás de los deseos de los cirujanos). Basta comparar la boca de un “mosquito” actual con la de una pinza de Kocher o de Pean de aquella época o la flexibilidad de sus ramas. Los portaagujas eran muy largos, duros y pesados, entre otras cosas porque tenían que fijar gruesas agujas triangulares en uno de cuyos extremos había una especie de pequeña U con 2 resortes para introducir el hilo de sutura. El ojo de la aguja aún tardó años en aparecer. ¡Cuántos años hemos tenido que esperar los cirujanos hasta la aparición de las agujas atraumáticas! Y, sin embargo, con aquellos materiales se realizaban complejas operaciones quirúrgicas.
Los jóvenes ayudantes alternábamos el étagère con la anestesia y la narcosis. Recuerdo muy bien el gota a gota; con un sencillo frasco cuentagotas se vertía el éter (en mi época ya se había abandonado el cloroformo) sobre una elemental mascarilla que consistía en un simple armazón de finas varillas cubierto con varias capas de gasa.Había siempre una buena toalla junto a la cabeza del enfermo para limpiar la enorme insalivación que producía el éter y que se escapaba por los bordes de la mascarilla. El aparato de Ombredane aún tardó varios años en aparecer; luego se prolongó bastante su empleo. En el año 1949 traje desde Londres el primer vaporizador de Oxford diseñado por Macintosh para ser empleado en nuestro hospital.
Con aquellas narcosis (3) tan elementales se operó a miles de enfermos. No había relajantes musculares y, por eso, el enfermo estaba medio dormido pero no relajado; para cerrar una laparotomía teníamos que introducir un trozo de un neumático de automóvil convenientemente cortado dentro del abdomen, y el ayudante, con una mano, empujaba las vísceras hacia dentro para que el cirujano pudiera dar los puntos de sutura y cerrar la pared.
Se utilizaba mucho la anestesia local; en el año 1943 vi a Finnsterer en Viena hacer gastrectomías con infiltración local de los plexos nerviosos viscerales con una perfecta tolerancia por parte del paciente. La solución anestésica se preparaba en una mesilla junto a la mesa operatoria. Se disolvían unos pequeños sobres con la novocaína en cápsulas con suero fisiológico: cada sobre se disolvía en 20 ml de suero. Una enfermera preparaba la mezcla y el profesor la aspiraba con una jeringa, y con este método se anestesiaba, por ejemplo, toda la cirugía anal. Recuerdo que un día, por un descuido de la enfermera, se olvidó de disolver la novocaína y entregó una jeringa cargada sólo con suero fisiológico; se trataba de una intervención de hemorroides. Estoy viendo al paciente dar un salto fantástico hasta casi la lámpara del quirófano.
¿Cómo eran los quirófanos de aquellos años? Elementales. En el centro, la mesa operatoria; de movimientos muy limitados: subir, bajar y Trendelenburg, no había más posiciones. Para colocar al operado en la posición que exigían determinadas intervenciones –cirugía perineal– recurríamos a ingenioso sistemas, con brazos metálicos que llamábamos pernetas que se fijaban a la mesa mediante artilugios más o menos sólidos; del otro extremo colgaban las piernas del paciente. Las muñecas y las piernas del operado se fijaban a la mesa mediante fuertes cinchas para impedir movimientos más o menos involuntarios. ¡Con aquellas anestesias todo era posible!
Las lámparas eran sencillas pantallas en forma de cúpula con 3 bombillas, que se colgaban del techo; apenas tenían movimientos, además de mala luz. Por eso se ayudaba a iluminar el campo operatorio con todo tipo de lámparas auxiliares. Las primeras lámparas “scialíticas” francesas no aparecieron hasta después de la década de los cuarenta. A lo largo de las paredes había amplios estantes de mármol donde se colocaban los “bombos” con paños, batas y compresas. La esterilización se hacía en autoclaves grandes y cilíndricos que se calentaban con mecheros de gasolina a presión. Una vez alcanzadas las 2 atmósferas, se abría la válvula de seguridad –muy despacio– para evitar que “se mojara” la ropa. El instrumental se hervía en grandes recipientes metálicos, durante al menos media hora. El de corte se introducía en bateas llenas de alcohol, donde permanecía desde la noche anterior. Hasta el año 1942 no llegó al hospital el famoso “Poupinel” o gran estufa eléctrica donde se esterilizaba la totalidad del instrumental.
Se cuidaba mucho la asepsia, no había otra defensa frente a la infección. Los cirujanos usaban unas batas larguísimas, casi hasta los pies. El pijama operatorio tardó bastante en aparecer. El calzado se cubría con una especie de polainas de paño blanco y muy fuerte que se ataban debajo de la rodilla. Se colocaban sobre el pantalón y el calzado de la calle. El cirujano se lavaba las manos en lavabos situados dentro del propio quirófano, en una esquina. Usaban un mandil de goma que retiraba la enfermera antes de enfundar la bata esterilizada. Utilizábamos agua fría y jabón corriente con un cepillo de uñas bastante tosco. Al final se pasaban las manos bajo un goteo de alcohol.
Durante muchos años, hasta el final de la Guerra Civil, usábamos los guantes de Chapout gruesos y toscos que se hervían; a veces quemaban las manos al ponerlos sin esperar algún tiempo. Los finos guantes actuales aparecieron más tarde. (¡Siempre la industria por detrás de los médicos!) No había aspirador eléctrico ni bisturí eléctrico. Este último lo trajo mi padre desde Berlín en 1935. Durante el viaje no se separó un minuto del aparato. Sirvió bastantes años en perfectas condiciones. Entonces, los aparatos duraban años con un buen funcionamiento porque eran muy sólidos. Algún aparato de rayos X de la clínica de mi padre funcionó durante más de 20 años sin cambiarle un cable. Y la mesa camilla donde se acostaba a los enfermos para hacer radiografías está útil y llena de libros en mi casa actual, 70 años más tarde: era una Siemens.
¿Cómo era un hospital norteamericano en el año 1935? Transcribo la descripción que hace Claude Welch en su artículo “Un estudiante se hace cirujano en 1932” publicado en 1989 1
Cuando Welch ingresa en el famoso Massachusets General Hospital de Boston, éste contaba con casi 100 años de existencia y era el hospital de referencia para los estudiantes de la Harvard Medical School. Los quirófanos eran iguales a los de Santiago del Hospital Real. No había más que una sencilla camilla y mesitas auxiliares. Ni aspiradores, ni bisturí eléctrico, ni máquinas de ningún tipo. La anestesia la hacían las nurses que acababan de instalarse y con el clásico gota a gota. El Onbredane tardó años en llegar al Hospital de Boston. Seguían la evolución del operado con un esfigmomanómetro y tomando el pulso: igual que nosotros. Usaban también unas batas larguísimas, con gorro pero sin mascarilla.
Los enfermos se alojaban en grandes salas con 20-30 camas separadas por un biombo. Había 2 váteres para toda la sala. Ésta se calentaba con una estufa de carbón ubicada en el centro. Recuerdo muy bien a nuestros enfermos sentados alrededor de la famosa estufa con una manta sobre los hombros para resistir mejor el frío: recordemos que en Boston hace más frío que en Santiago.
Escribe Welch que en su servicio no había más que un solo aparato de rayos X y una larga mesa donde se acostaba al paciente para hacerle los enemas de contraste. Nosotros teníamos la misma mesa, pero no hacíamos enemas de contraste durante aquellos años. Nuestros enfermos eran atendidos por Hermanas de la Caridad con una ejemplar dedicación: vivían en el mismo hospital y cobraban una cantidad simbólica que, en gran parte, dedicaban a comprar mantas y sábanas para las camas hospitalarias. Esto no consta en ningún documento de la administración de la época, por eso me interesa dejar aquí constancia del dato. Estaban de guardia permanente y alguna llegó a ser una muy competente anestesista. Con una falta de medios increíble, mantenían a los enfermos limpios y bien alimentados. En todo el servicio no había más que 1 baño, que se utilizaba la víspera de la operación para bañar al paciente, no sin fuerte resistencia en más de una ocasión.
Como resumen, hay que destacar la similitud entre el Hospital de Boston de los años treinta y el nuestro de Santiago, sobre todo en los que se refiere a las carencias.
¿Qué tipo de cirugía se hacía con aquellos mediocres medios?En el año 1905, el Dr. Caldelas, maestro de mi padre, operó la primera gastrectomía con éxito por una estenosis ulcerosa, pocos años después de que la hubiera realizado el Prof. Billroth, en Viena. Hasta entonces sólo se hacían gastroenterostomías. Se inició la cirugía biliar con drenajes que se prolongaban ¡hasta 2 meses! Se operaban muchos tumores de partes blandas, incluso grandes desarticulaciones, con supervivencia. Conservo fotografías de los operados. Eran frecuentes las enteritis y peritonitis tuberculosas, que mejoraban con la simple laparotomía y aireación de la cavidad abdominal. También las tuberculosis ganglionares del cuello, que se reoperaban varias veces con unas cicatrices tremendas, y algún tumor de colon o recto. Las primeras amputaciones abdominoperineales no se hicieron hasta pasados los años cuarenta. Se hacía muy bien la cirugía del canal anal, cuya patología no ha cambiado mucho. Los bocios se operaban como en la actualidad. Mi padre había aprendido con Kocher, en Berna, la técnica de la tiroidectomía con anestesia local. Eran muy frecuentes las osteomielitis, que había que reoperar a menudo con cincel y martillo. El mal de Pott se trataba con corsés de yeso y baños de sol.
Las fracturas se trataban con apósitos de yeso, que preparábamos junto a la camilla, mezclando muy bien el yeso con el agua.
La cirugía urológica la practicaron los cirujanos generales durante muchos años. El primer catedrático de urología de nuestro hospital llegó en 1960.
Se hacían mastectomías con la técnica de Halsted hasta pasados los años sesenta, en que empezamos con la conservación de los pectorales.
En resumen, con unos medios escasos se hacían operaciones de gran dificultad gracias a la depuradísima técnica quirúrgica, rápida, segura y delicada, de los cirujanos de la época.
¿Cuál era la situación de un cirujano universitario ya a mediados del siglo XX?Antes de tomar posesión de la Cátedra de Cirugía de Santiago, decidí pasar unos meses en Heidelberg, en la recién inaugurada Clínica Quirúrgica, en un modernísimo hospital, dirigida por uno de los cirujanos más distinguidos de Alemania: el Prof. K.E. Bauer.
En aquella clínica vi operar a Bauer, entre otras cosas, lo siguiente: una técnica personal para el cáncer de recto, la técnica perineoabdominal; una técnica personal para el tratamiento de las fracturas del cuello de fémur, el doble clavo de Bauer; una técnica personal para la coagulación del ganglios de Gasser. He visto a Bauer introducir la aguja hasta el “foramen oval” sin el menor control radiográfico (la radiografía la mandaba hacer después para comprobar que la punta de la aguja estaba exactamente en el ganglio). Y, además, lobectomías pulmonares (a punta de tijera) y una de las primeras comisurectomías de la válvula mitral. No hay que olvidar que Bauer era, a la sazón, uno de los mas destacados cirujanos europeos.
Yo podría haber intentado seguir su ejemplo. Pero comprendí que aquello no era el futuro de la cirugía universitaria. Por eso decidí, ya desde el principio, organizar la cátedra por especialidades.
Pero hacía falta encontrar especialistas, y una vez elegidos no había casi nada que ofrecerles aparte de un título casi honorífico, y naturalmente ninguna remuneración.
Pues bien, en poco tiempo logré reunir a un grupo de especialistas que durante muchos años, apenas sin título y con escasísima remuneración, son hoy catedráticos de las especialidades quirúrgicas más importantes.
Me parece obligado rendir homenaje a su estupenda entrega al trabajo, que permitió crear un departamento de cirugía muy eficaz en una época en que los especialistas quirúrgicos apenas tenían cabida en las cátedras de cirugía.
La cirugía actual alcanzó un notable grado de eficacia. Un solo ejemplo lo demuestra: hay hospitales donde se operan pancreatectomías totales por cáncer sin mortalidad y con una supervivencia muy elevada. Hace 15 años esto era impensable. Pero, junto a esta extraordinaria eficacia, se ha perdido el calor humano que cada cirujano debe saber encontrar en su trato con el paciente; la queja que oigo con una rara unanimidad por parte de los enfermos en el momento actual es: “El médico apenas habla conmigo”.
Después de sesenta años de profesión, transmito a los cirujanos de hoy y de mañana mi último consejo: sentaos al borde de la cama de vuestro enfermo, cogedle la mano, llamadlo por su nombre.
(1)Actual Hostal de los Reyes Católicos.
(2) Étagère , del francés: pequeña mesilla, aparador o soporte adosado a la pared para depositar objetos
(3) Narkos , del griego: grado de inconsciencia o estupor producida por un narcótico.
Correspondencia: Prof. J.L. Puente Domínguez. Hospital Clínico Universitario. Universidad de Santiago de Compostela. Travesía de Choupana, s/n. 15706 Santiago de Compostela. La Coruña. España.
Manuscrito recibido el 30-11-2004 y aceptado el 16-12-2004.