Nuestro país, al igual que muchos de su entorno, está viviendo una segunda ola de la pandemia por el virus SARS-CoV-2, de modo que la circunstancias a las que nos enfrentamos son diferentes y requieren de nuevo, un análisis profundo. Al igual que en el inicio de la pandemia, en estos momentos existe un aumento exponencial del número de casos registrados, de ocupación de camas de hospitalización y cuidados intensivos y de pacientes fallecidos por COVID-191. Esto ha motivado una nueva declaración del estado de alarma en todo el territorio nacional2. Durante el primer pico de la pandemia existía un desconocimiento prácticamente completo y sin apenas evidencia científica que lo sustentara sobre el manejo de este tipo de pacientes. Por otro lado, hubo dificultades para establecer circuitos asistenciales apropiados tanto en hospitales como en centros de atención primaria, existiendo asimismo escasez de las pruebas diagnósticas requeridas. La necesidad de dar una respuesta asistencial a una situación sin precedentes en nuestra sanidad hizo necesarias una serie de medidas drásticas que incluyeron fundamentalmente una redistribución y priorización de los recursos tanto humanos como materiales para tratar a los pacientes afectados por la COVID-19.
Esta redistribución de recursos, a priori lógica y necesaria, tuvo una gran repercusión en la actividad programada y urgente de la práctica totalidad de servicios de cirugía de España, llegando a suspender su actividad quirúrgica programada por completo en algunos casos3,4, existiendo además un fenómeno de disminución inicial del número de cirugías urgentes debido tanto a una menor afluencia por miedo al contagio como a un retraso de la asistencia de los pacientes a los hospitales, lo que derivó posteriormente en la necesidad de intervenir pacientes con casos más evolucionados.
Si bien se logró detener tanto la curva de contagios como minimizar las consecuencias de la pandemia en cuanto a mortalidad y secuelas en pacientes infectados, dicha disminución de la actividad quirúrgica programada tuvo como consecuencias un retraso de muchas intervenciones5, lo que, en algunos casos, ha derivado en la realización de cirugías en estados de enfermedad más evolucionada. Este hecho tiene un mayor impacto en los pacientes oncológicos, aunque sin duda, y siendo más difícil de medir y determinar, este hecho también impacta en la patología benigna que precisa una atención precoz por el peligro de desarrollar cuadros más evolucionados6–8. Así pues, dentro del conjunto de las «segundas víctimas de la pandemia», los pacientes quirúrgicos constituyen una parte importante del mismo, sin olvidar por otra parte, los retrasos diagnósticos de este tipo de pacientes por la ralentización global del sistema sanitario.
Las diferentes sociedades científicas contribuyeron en ese momento y de forma decisiva a la redacción de diversas recomendaciones y guías de prácticas clínica9 con varios objetivos: para establecer las pautas de comportamientos de los profesionales sanitarios, tratar de ayudar a optimizar la distribución de los recursos disponibles dentro de nuestro sistema sanitario, crear circuitos específicos dentro de los hospitales que faciliten el manejo de la situación y también, para facilitar la toma de decisiones sobre la priorización de pacientes. En estos documentos se establecían diferentes escenarios dentro de la pandemia en función de la utilización de recursos, diseñando escalas para la priorización de pacientes en función de su enfermedad de base, incidencia local de la pandemia, riesgos asociados a una eventual coinfección por SARS-CoV-2 y complejidad del procedimiento10,11. Estas herramientas, algunas generadas por la propia AEC y validadas por otras sociedades12, han permitido reiniciar de manera segura y eficiente la actividad quirúrgica en nuestro país. Las recomendaciones efectuadas siempre han tenido un carácter dinámico y fueron diseñadas para adaptarse a diferentes contextos epidemiológicos y de presión asistencial. En ellas, se aboga por un modelo que regula la actividad quirúrgica de manera proporcional a los recursos disponibles, tanto humanos como materiales. Por todo esto, consideramos que estos parámetros deben seguir teniéndose en cuenta y guiando la toma de decisiones, especialmente ante situaciones con una creciente incidencia de casos nuevos de COVID-19, de manera que se traten de mantener los tratamientos quirúrgicos, en la medida de lo posible, sin que se suspendan o minimicen de manera unilateral.
Esta segunda ola de la pandemia nos llega con algo más de evidencia, aunque aún muy escasa, pero al menos con lecciones aprendidas que debemos poner en práctica. Sin duda, la situación va a volver a generar una exposición masiva de profesionales al virus, debiendo ser extremadamente cuidadosos en mantener las medidas de protección en nuestros hospitales para evitar la contaminación entre los compañeros y los pacientes, así como estar también muy alertas a nuestra responsabilidad en nuestro comportamiento a nivel social para evitar convertirnos en vectores de transmisión hospitalaria. Asimismo, debemos hacer una llamada a la población para que los pacientes y familiares sigan las normas básicas de comportamiento y protección dentro de los centros sanitarios para evitar el contagio y el desarrollo de infecciones nosocomiales. Actualmente tenemos más datos y recursos para detectar a pacientes asintomáticos portadores del virus en los que su identificación es clave ante el incremento asociado de la morbimortalidad como consecuencia del propio trauma quirúrgico en pacientes pauci/asintomáticos13.
De la misma forma que se hizo en el inicio de la pandemia, desde la AEC insistimos en la necesidad inexcusable de contar tanto con equipos de protección individual (EPI), como con herramientas para el cribado sistemático de pacientes y de profesionales. En este sentido, este nuevo pico trae consigo nuevos retos como son determinar el balance coste/efectividad de la enorme diversidad de EPIs empleados hasta ahora (sin que se haya podido determinar que los más aparatosos sean superiores a los más cómodos), la obtención de pruebas diagnósticas más rápidas y precisas, determinar el momento óptimo de la intervención en pacientes con infección pasada o en asintomáticos con pruebas previas de cribado positivas o determinar los periodos de confinamientos prequirúrgica. Lo que es evidente es que debemos insistir en la necesidad de minimizar los contactos pre-intervención de los pacientes, así como el establecimiento de criterios de cribado inequívocos, incluyendo los pacientes intervenidos de urgencias y aquellos previamente ingresados que vayan a requerir una intervención no prevista inicialmente.
Desde del Grupo de Trabajo COVID-19, así como desde la propia AEC creemos que, si bien la pandemia va a requerir de nuevo una planificación cuidadosa y una respuesta extraordinaria por parte de los profesionales sanitarios, ni la sociedad en su conjunto ni la propia comunidad científico-médica entenderían que dicha respuesta sea la misma que se dio en el primer pico de la pandemia. Debemos conseguir detener la COVID-19 sin que esto vuelva a suponer una paralización del resto de actividades, especialmente la quirúrgica y los circuitos para diagnosticar entidades potencialmente curables, ya que, si no, las consecuencias van a ser incluso peores que las generadas por el propio virus. Del mismo modo que en la primera fase, el conjunto de los cirujanos volverá a estar a disposición de nuestro sistema sanitario volviendo a aportar todas las competencias de una especialidad polivalente como la nuestra y la innegable vocación de servicio que define a nuestra profesión.
Josep M. Badia, Inés Rubio Pérez, Esteban Martín Antona, Sandra García Botella, Mario Álvarez Gallego, Elena Martín Pérez, Sagrario Martínez Cortijo, Isabel Pascual Miguelañez, Lola Pérez Díaz, Jose Luis Ramos Rodriguez, Eloy Espin Basany, Raquel Sánchez Santos y Victoriano Soria Aledo.