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Cuestiones Constitucionales. Revista Mexicana de Derecho Constitucional
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Inicio Cuestiones Constitucionales. Revista Mexicana de Derecho Constitucional Ideas de libertad y modelos de derechos fundamentales. una aproximación
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Vol. 2013. Núm. 28.
Páginas 171-210 (enero - junio 2013)
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Ideas de libertad y modelos de derechos fundamentales. una aproximación
Ideas of liberty and models of constitutional rights. an approach
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Francisco M. Mora Sifuentes
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Resumen

El constitucionalismo contemporáneo puede entenderse como una fórmula que busca conciliar dos nociones básicas de nuestra gramática jurídico-política: derechos fundamentales y democracia. Los primeros tienden a satisfacer una función de límites frente al poder. Son indispensables para que los individuos gocen de cierto grado de autonomía. La segunda se refiere, básicamente, a un método de toma de decisiones basado en el principio de mayoría. Sin embargo, no está clara la forma en que se articulan ambas exigencias (tendencialmente divergentes). El presente ensayo analiza dos ideas de libertad y las traslada al ámbito de la democracia constitucional. Se argumenta que dichas ideas de libertad son relevantes no sólo para la comprensión de los derechos fundamentales o el marco institucional sino para el tipo de democracia que se proyecta. Finalmente, se destacan tanto las ventajas como los peligros de optar por uno u otro modelo.

Palabras clave:
liberalismo
republicanismo
constitucionalismo
derechos fundamentales
democracia
Abstract

Contemporary constitutionalism can be understood as a formula that seeks to reconcile two basic ideas of our legal and political grammar: constitutional rights and democracy. The former tend to bind power. Are essential for individuals to enjoy a degree of autonomy. The latter is basically a decision-making method that is based in the rule of majority. However, it is unclear how these (tendentially divergent) requirements are articulated. This paper discusses two ideas of liberty and translates them to the scope of constitutional democracy. It is argued that these ideas of freedom are relevant, not only to understand constitucional rights or the institutional framework, for the type of democracy that is projected. Finally, are highlighted advantages and the risk of opting for one or another model.

Descriptors:
liberalism
republicanism
constitutionalism
constitutional rights
democracy
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IIntroducción

Parece haber un consenso en que los derechos fundamentales están vinculados con la noción de libertad. Lo que no está del todo claro es la forma en que esta última debe entenderse o cuál es su relación con otros bienes o valores reconocidos jurídicamente. El viejo problema se sigue apreciando en su actual caracterización. En efecto, tradicionalmente los derechos fundamentales se han considerado ámbitos en los que los individuos pueden expresar libremente su voluntad,1 ámbitos frente al Estado que los resguardan de su interferencia o coacción. No obstante, en el constitucionalismo contemporáneo es frecuente asignarles una función “objetiva”. E-W. Böckenförde, por ejemplo, señala que también poseen una dimensión de normas objetivas de principio o decisiones axiológicas que tienen validez para todos los ámbitos del derecho.2

Lo más destacable de esa dimensión es que los derechos fundamentales tengan eficacia más allá de su concepción de defensa del individuo frente al poder público; más allá de su caracterización originaria. Con la vertiente objetiva adquirirán una cualificación de “valor” o se asumirá que tienen un carácter “institucional”,3 que están al servicio de determinados fines, lo que va implicar que el Estado asuma determinadas obligaciones para llevar a cabo todo aquello que sirva a su efectiva observancia. Los derechos se convierten en criterios de ordenación para todo el sistema y, como normas constitucionales de máxima jerarquía, merecedores de garantía con independencia de que exista, o no, pretensión individual.4 Van a estar en condiciones de neutralizar cualquier decisión o disposición en contrario de los poderes públicos, convirtiéndose en “criterios de validez”.5

Construcciones como el “efecto de irradiación”, los deberes de protección a cargo de los poderes públicos y las distintas soluciones al problema de los límites de los derechos, no se explican adecuadamente —a mi juicio—sin presupuestos más amplios a los de su concepción más clásica.6 En el primero de los casos, se dice que los derechos tienen un carácter “ubicuo” por el cual deben considerarse en cualquier decisión jurídica.7 El deber de protección se refiere a las acciones que los poderes públicos están llamados a realizar para que los derechos o bienes iusfundamentales se realicen efectivamente o se protejan.8 El problema de los límites adquiriría coordenadas específicas dependiendo del tipo de libertad que se propugne.

En lo que sigue analizaré dos ideas de libertad. Adscribiré a lo que puede denominarse —no sin abuso en la estipulación— “enfoque liberal” y “enfoque republicano” dos concepciones de libertad: libertad como no-interferencia y como no-dominación arbitraria, respectivamente. En el primero de los casos procuraré mostrar las tesis que estarían detrás de esta concepción. En el segundo, me interesa poner de manifiesto cómo la idea republicana de libertad modula dicha concepción y sus elementos, sin llegar a negar el “individualismo” sobre el que se funda la dimensión subjetiva de los derechos. Más bien, sus facetas subjetiva/objetiva adquieren cierto sentido en las tensiones que habría entre esas ideas de libertad: mientras que desde una posición liberal se resalta el carácter de límite de los derechos frente al poder; la republicana centra su atención en el carácter “institucional” de los mismos y, sobre todo, en el proceso democrático.

Una vez que hago referencia a las teorías de derechos fundamentales en el marco del constitucionalismo contemporáneo, que es el contexto en que se insertan, procuraré mostrar cómo esas ideas de libertad arrojan luz sobre los que pueden denominarse “modelo liberal” y “modelo republicano” de derechos. Lo haré sin detenerme demasiado en las múltiples críticas que puede hacerse a cada caracterización. En una última parte, mostraré las consecuencias que se seguirían de optar una interpretación más exigente de esta dimensión objetiva y que podría suponer la negación de los derechos. Me gustaría enfatizar que soy consciente de que la conexión entre conceptos de libertad y derechos fundamentales está firmemente extendida en la literatura especializada.9 Tampoco pretendo desarrollar las implicaciones que cada uno de los elementos en juego presentan, o hacer un análisis de otras nociones estrechamente vinculadas (por ejemplo, ciudadanía) pues se trata, insisto, sólo de una aproximación.

IISobre la idea de libertad política

Según la idea más extendida, dos son las formas en que se entiende la libertad política. En la primera, la libertad se vincularía a la capacidad de participar en el gobierno de la propia ciudad. Esa sería la concepción que prevalecía en el mundo antiguo, sobre todo en los griegos. En la segunda, la idea de libertad se refiere a un ámbito de inmunidad de los individuos para que puedan hacer lo que les plazca sin interferencias o coacción alguna, siempre que no sea contrario a un derecho similar de terceros.10 Tal caracterización, predominante desde la conferencia de B. Constant y retomada de forma relativamente reciente por I. Berlin, tendría el inconveniente de no considerar otras nociones que se han formulado, particularmente la idea de libertad como no-dominación arbitraria que aquí interesa.11

En cualquier caso, y a los efectos de aquella primera aproximación, sería en el mundo moderno cuando se comienza a proceder según el supuesto de que existe una frontera entre la vida pública y la privada, y que, por pequeño que ese ámbito privado sea, “dentro de él puedo hacer lo que quiera, vivir como me gusta, creer lo que quiera, decir lo que me plazca, siempre que ello no interfiera en derechos semejantes de otros o socave el orden que hace que este tipo de acuerdo sea posible”.12. Éste es, siguiendo al profesor de Oxford, el punto de vista liberal clásico, expresado en todo o en parte en las diversas declaraciones de los derechos del hombre de América y Francia.

Pues bien, me parece, por un lado, que estas anotaciones ponen en la palestra la cuestión fundamental a saber: que la idea de libertad suele desvincularse de la idea de participación. Dicha visión suele remontarse a la presentación que hiciera B. Constant en el Ateneo de París en 1819. Como se sabe, este autor afirmó de forma clara que el ámbito de inmunidad del individuo frente al poder público es lo que da contenido a la noción de libertad; a la distinta forma de entenderla entre los antiguos y los modernos.13 Por otro lado, parece que la idea de libertad positiva y negativa de I. Berlin se perfila en el mismo sentido, como una reformulación de las tesis que entonces sostuviera Constant. Sea como fuere, el gran tema que se perfila respecto a la noción de libertad es su relación con la idea de participación y las paradojas que encierra.

1Libertad como no-interferencia

Quizá la formulación contemporánea de libertad más influyente y difundida sea la de I. Berlin. En el núcleo de la idea de libertad está la noción de no-interferencia. Esta idea se infiere de cualquier alegato por el cual los hombres han intentado poner en claro sus convicciones, afirmando que “libertad significa libre de: que no interfieran en mi actividad más allá de un límite que es cambiable, pero siempre reconocible”.14 De tal forma que para Berlin existen dos sentidos en los que se ha hablado de libertad: el “negativo”, que responde a la pregunta ¿cuál es el ámbito en que al sujeto —una persona o un grupo de personas— se le deja o se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer o ser, sin que en ello interfieran otras personas?; y el “positivo2, que contesta a la pregunta de ¿qué o quién es la causa o control o interferencia que puede determinar que alguien haga una cosa u otra?15

En la idea negativa de libertad alguien sería libre en la medida en que ningún hombre o grupo de hombres interfieren en su actividad. La libertad política describe el ámbito en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros, de tal forma que “no soy libre en la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer si no me lo impidieran; y si, a consecuencia de lo que hagan otros hombres, ese ámbito de mi actividad se contrae hasta un cierto límite mínimo, puede decirse que estoy coaccionado o, quizá, oprimido”.16 Simplificado al extremo, tal ideal consistiría en que “no me impidan decidir como yo quiera”.17

El sentido positivo de la libertad se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. En palabras de Berlin:

quiero que mis decisiones y mi vida dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores sean estas del tipo que sean. Quiero ser sujeto y no objeto, ser movido por razones y por propósitos conscientes que son míos, y no por causas que me afectan, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie: quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser movido por naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir concebir fines y realizarlo por medios propios. Esto es parte de lo que quiero decir cuando digo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del resto del mundo.18

La libertad positiva resalta, también, la idea de autodominio como “la eliminación de los obstáculos que se oponen a mi voluntad, cualesquiera que sean estos obstáculos: la resistencia de la naturaleza, de mis pasiones no dominadas, de las instituciones irracionales o de las opuestas voluntades o conductas de los demás”.19.

Hasta aquí no parece haber un distanciamiento entre la noción positiva y negativa de libertad. No obstante para I. Berlin el asunto no es claro del todo. Por el contrario, entiende que “las ideas ‘positiva’ y ‘negativa’ de libertad se desarrollan históricamente en direcciones divergentes, no siempre por pasos lógicos aceptables, hasta que al final entraron en conflicto directo la una con la otra”.20 Eso se representaría con la idea de “ser dueño de sí mismo” en contraposición a ser esclavo de algún hombre. Sin embargo, se pregunta I. Berlin, y ¿si se es esclavo de la naturaleza o de las pasiones? o si ese yo dominador se identifica de diversas maneras con la razón, con mi “yo verdadero” que he de satisfacer a largo plazo, que se contrapone por tanto al impulso racional, a los deseos no controlados, a mi naturaleza inferior, que tiene que ser castigado si alguna vez surge en toda su “verdadera” naturaleza.

En su argumento continúa preguntándose por el supuesto en que esos “yoes” se representen separados por una distancia aún mayor, de tal forma que se identifique al “verdadero yo” con una entidad superior que acabaría por imponer su única voluntad colectiva a sus miembros. Al lograr su libertad, tal entidad conseguiría una libertad superior para sus miembros. Si se observa con atención, todo ello abriría la posibilidad de reconocer que es plausible, y a veces justificable, “coaccionar a los hombres en nombre de algún fin que ellos mismos perseguirían, si fueran más cultos, pero que no persiguen porque son ciegos, ignorantes o están corrompidos”.21 La noción de libertad positiva queda inficionada desde el momento en que puede conducirnos a resultados contrarios a la no-intervención, a resultados antiliberales. Esto es lo que sintéticamente sostiene el argumento. Este es el hecho intelectualmente incómodo que Berlin denuncia y al que hay que enfrentarse.22 En ello se funda el temor con el que la tradición liberal suele mirar el ideal del autogobierno.

Sin embargo debe hacerse una acotación rápida. Todo lo dicho hasta ahora puede llevar a pensar que si el liberal es consecuente con la noción de no-interferencia debería propugnar, en el fondo, la inexistencia del gobierno, la anarquía. Sin embargo, ésta no es siquiera una opción entre estos autores y debe aparcarse de inmediato. Aquí se habla de libertad desde una organización política y no de “libertad natural”. Además, los propios liberales sostienen que aquella posibilidad está vedada.23 En la medida en que la interacción humana no esté carente de conflictos respecto a los límites de la tolerancia y el respeto mutuo, una estructura de control social institucionalizada que resuelva disputas entre sus miembros resulta indispensable. En nuestras sociedades viven seres racionalmente limitados —no viven ángeles—. Ello hace necesario expandir todo un conjunto de normas que han de formalizarse, ponerse en práctica y hacerse cumplir.24 Por tal motivo se exige alguna coacción, pues “la prematura supresión de los controles sociales conduciría a la opresión del más débil y más tonto por el más fuerte, más capaz o más enérgico y carente de escrúpulos”.25

Presupuesta la precaria condición del ser humano, reconocida la necesidad de un gobierno que ponga coto a su violencia, a su parcialidad, emergen de forma diáfana las cuestiones básicas: ¿qué tanto gobierno debería haber?, ¿cuál es el grado de intervención estatal que puede justificarse? ¿En qué medida su acción no socava la propia libertad? Las preguntas admiten diversas respuestas y en distintos grados. Sin embargo, parece que si la premisa es que la libertad sólo puede limitarse por medio de la libertad, la propuesta más consecuente sería la liberal-conservadora que apoyaría la existencia de un “Estado mínimo”,26 centrado en la defensa de una esfera inviolable de derechos que actúan como restricciones o límites a las acciones y pretensiones de otros. Esta postura parece la más acorde con una visión negativa de los derechos y no permitiría, por ejemplo, la existencia de “derechos-positivos”, salvo en el caso de transacciones voluntarias entre personas.27 El Estado ideal sería aquel que, restringido a su mínima expresión, maximice la libertad negativa. Que hable de Estado mínimo aquí no significa que se trate de un Estado débil.

Nótese, en cualquier caso, que la libertad como no-interferencia, la libertad sin más, se entiende como algo valioso en sí mismo, que no precisa ulteriores concreciones. Se mueve al nivel de los principios. Su fuerza radicaría en considerar a los seres humanos como seres racionales; como seres libres e iguales ante la ley y titulares de derechos-barrera. Tales derechos serían “cartas de triunfo” en manos de los individuos frente a la mayoría; derechos que requieren alejarse de tal lógica y protegerse mediante el establecimiento de instituciones contramayoritarias. La libertad así entendida asegura a cada individuo no ser sacrificado en aras del bienestar de un mayor número de personas, protegería a las minorías de cualquier acción que pretendiese privarles de sus derechos básicos.28 Además, la exigencia de evitar la coerción más allá de lo estrictamente necesario para preservar la libertad impone al Estado una obligación de “neutralidad”. Esta obligación se manifiesta en la exigencia de no promover ninguna concepción comprehensiva sobre la buena vida, sin importar cuál sea su fundamento —religioso, moral o filosófico—29 dado el “hecho del pluralismo” que caracteriza a las sociedades actuales.30

La imagen de la democracia partiría también de esta última consideración: si la libertad es anterior al Estado, los derechos estarán indisponibles al proceso político. Van a marcan el perímetro de lo que puede o no decidirse. En cuanto a las relaciones entre ciudadanos y políticos, se opta por un modelo de representación en el que ambos son guiados por su propio interés. Al ciudadano, con escasa o nula vocación por lo público, lo que le interesa es el gozo de su vida privada. El político por su parte, convertido en gestor profesional que vive de esta actividad y que requiere la aprobación de su electorado, se encarga de llevar el auto-interés privado (las demandas de sus electores) al proceso de creación legislativa. Dicho proceso encontraría en la negociación de los distintos grupos e intereses en conflicto el equilibrio en la pugna y ejercicio del poder.31

Concluyendo: si la propuesta de libertad política es de no-interferencia se tiende a expresar cierta preferencia por la mínima coerción posible y por un Estado restringido. La caracterización es consistente con cierto pesimismo antropológico que aconsejaría un determinado diseño de las instituciones públicas para que funcionen sin —o con mínima— disposición hacia lo público.32 Como vimos también, ello abona a la postura según la cual la libertad entendida como ausencia de coacción, con el único límite de no interferir en los derechos de los demás, tendería a minusvalorar la idea de participación. Lo anterior no significa que no haya lugar aquí para el proceso político. Su peculiaridad, más bien, la encontramos en la forma en que tal proceso se concibe: como una democracia pluralista, cercana o próxima al pensamiento económico. De ahí que se le presente a menudo como un “mercado de las ideas” donde es posible hacer valer el interés privado de los ciudadanos, de tal modo que puedan agregarse sus preferencias a quienes ofrecen dirigir el gobierno de conformidad con dichas preferencias.33

2Libertad como no-dominación arbitraria

En esta parte me interesa tratar la idea republicana de libertad que tendría una matriz distinta, e incide en algunos de los inconvenientes de la noción de no-interferencia. Antes de entrar a su análisis considero oportunas algunas precisiones. En primer lugar, el republicanismo como ideología política resurgió para cuestionar que la Revolución de Estados Unidos de América haya sido la obra más acabada de la tradición liberal adscrita a J. Locke.34 En segundo lugar, al igual que la locución liberalismo,35 resulta muy complicado predicar alguna homogeneidad con su contrapar republicana. A muy grandes rasgos, aquí tendré presente la distinción trazada entre el republicanismo clásico y el neo-republicanismo. Salvo alguna referencia puntual, el primero no será objeto de este trabajo.36 Intento ocuparme del republicanismo contemporáneo o “neo-republicanismo” y, de modo más específico, de una idea de libertad como no-dominación arbitraria.

En tercer lugar, estimo importante que tengamos presente algunas de las objeciones a las que suele enfrentarse más a menudo el republicanismo. Parece que la más significativa es aquella que insiste en la dificultad de sostener en orígenes tan remotos o dispares (por ejemplo, Grecia, Roma, o las repúblicas renacentistas italianas) alguna teoría respetuosa de la libertad individual.37 El problema es que cierto republicanismo, sobre todo el clásico, presenta rasgos oligárquicos o asamblearios que complican la labor de compaginarlo con una defensa de los derechos individuales.38 Además, en caso de superarse esta cuestión, surge el problema de si es posible diferenciar su propuesta, y en qué medida, de la liberal.39

Si tenemos esto presente es posible apreciar algunas de las posibilidades que ofrece el republicanismo. Cass Sunstein ha insistido en que la tarea de dichos autores no debería consistir únicamente en hurgar en la historia para rescatar características de un pasado lejano, por más atractivas que parezcan.40 Para él, efectivamente, muchos aspectos del pensamiento republicano tradicional no son dignos de elogio sino manifiestamente caducos: en algunos casos, implicaban la exclusión de minorías de la deliberación sobre el bien común —por ejemplo, los no-propietarios, esclavos, mujeres—; en otros, tenían un fuerte componente militarista. No obstante, considera que “la creencia típicamente republicana en la democracia deliberativa continúa ejerciendo su influencia en la doctrina jurídica, así como en visiones contemporáneas del proceso político”.41

Este último es el punto a destacar. El republicanismo busca reivindicar aquello que no había sido defendido —o que había sido relegado— por el liberalismo: “el compromiso con una vida cívica activa (frente a la obsesión liberal con las inmunidades y derechos); el compromiso explícito con valores y con lajusticia deliberativa (en contraposición a la neutralidad procedimental del liberalismo); la defensa de los fines públicos y comunes (frente a la incapacidad del liberalismo de imaginar la política como algo más que el pluralismo de intereses de grupos)”.42 El mayor equívoco de los liberales, según los republicanos, consiste en el “distanciamiento que promueve entre ciudadanos y política; en los obstáculos que impone a todo posible control público sobre la vida económica o cultural de la comunidad”.43

Adviértase que los republicanos parecen abandonar el requisito de neutralidad avanzado desde la perspectiva liberal. De hecho, algunos de estos autores reconocen que precisan un tipo cualificado de ciudadanía. Esa ciudadanía debe caracterizarse por poseer “virtud cívica”, por tener mayor disposición hacia los asuntos públicos. Por ende, suele afirmarse que una de las señas de identidad del republicanismo es su concepción optimista del hombre. Sin ella, sin un ciudadano identificado con su comunidad y preocupado por la suerte de sus conciudadanos, la estabilidad de su proyecto se torna imposible.44 Esta es una de las diferencias más importantes respecto a la tradición liberal: la caracterización virtuosa y altruista del ser humano que le acompaña y a la que me referiré más adelante.45 Por ahora, me interesa abordar la idea de libertad como “no-dominación arbitraria”.

Cuando una persona disfruta de no-dominación está exenta de interferencias arbitrarias en las cosas que hace. Dice Pettit: “exención significa que otros son incapaces de interferir en su camino. La restricción de que está hecha aquí la exención no es cualquier interferencia, sino a la interferencia arbitraria. Y esta exención no se limita a la ausencia de intervención sino a la incapacidad de otros de ejercerla: no se trata, si se quiere, de una segura ausencia de interferencia”.46 Es en este sentido que la libertad como no-dominación es un ideal completamente diferente de la noción de libertad como no-interferencia, pero también alejado de la idea de libertad positiva. El republicanismo pretende, por un lado, conjurar los males ligados a la intervención —exigiendo que no sea arbitraria—; y, por otro, reconocer las virtudes de la libertad positiva minusvalorada por algunos planteamientos liberales, a través, precisamente, de la participación y consentimiento de los afectados.

Para comprender la noción republicana de libertad es necesario acudir a la idea de “dominación”. Para Pettit la relación de dominación es la ejemplificada por el vínculo entre el amo y el esclavo o entre el amo y el sirviente: “la relación implica que la persona dominante tiene la capacidad de interferir arbitrariamente en las decisiones de la persona dominada sin tener que buscar la aprobación de nadie y sin incurrir en ninguna falta, interferir a voluntad y con impunidad”.47 No-dominación y no-interferencia son distintas al grado que, incluso, puede haber dominación sin interferencia o interferencia sin dominación. Alguien puede estar dominado por otro sin que éste realmente interfiera en sus decisiones —por ejemplo, el caso del esclavo inteligente o del amo de carácter amable—. Asimismo, el hecho de que el Estado requiera que sus ciudadanos paguen impuestos implica, ciertamente, coerción; más no significa que ella se parezca a una voluntad arbitraria de un amo todopoderoso.48

La tradición republicana tiene especial interés en evitar los males ligados a la interferencia. Para dicha tradición hay interferencia sin pérdida de libertad cuando la interferencia no es arbitraria. No se considera una forma de dominación cuando está controlada por los intereses y las opiniones de los afectados y es requerida para servir a esos intereses conforme a esas opiniones.49 El derecho bien ordenado “no priva a los sujetos de su libertad, interfiere mas no domina”.50 En otras palabras, el derecho es constitutivo de libertad. Las leyes de un Estado, especialmente las leyes que se conforman según la imagen del Estado de derecho, y no son simplemente los instrumentos de una voluntad arbitraria de algún individuo o grupo, crean “la libertad de que disfrutan los ciudadanos; las leyes no transgreden esa libertad, ni siquiera de una forma que pueda luego ser compensada”.51

De hecho, los organismos del Estado interfieren sistemáticamente en la vida de la gente, coaccionan al común de las personas imponiéndole leyes que valen para todos, y coaccionan a distintos individuos de la población en el trance de administrar la ley y aplicar las sanciones legales. De ahí su obsesión de evitar que las interferencias que precisa el aparato estatal en su actuación devengan arbitrarias, puesto que, de lo contrario, el Estado mismo se convertiría en un agente pernicioso para la libertad. Así, la cuestión a la que tienen que enfrentarse también los republicanos es la siguiente: ¿cómo puede organizarse el Estado para que entrañe poca o ninguna arbitrariedad? La clave estará, nuevamente, en la participación: cualquier tipo de restricción constitucional no debería ser manipulada por quienes se hallan en el poder. La clave está en el mundo democrático, de tal forma que para el autor irlandés la respuesta es clara: “cualquier cosa hecha por un gobierno republicano debería poder ser objeto de disputa —deberá tomar en cuenta los intereses y las opiniones; e incluso las interpretaciones— por parte de los afectados”.52

Se perfila ya la diferencia que aportaría el concepto republicano de libertad: en el centro está la importancia que otorga a la participación política. La clave, la diferencia decisiva respecto a la propuesta liberal, la encontramos en la distinta comprensión que tienen unos y otros del proceso democrático.53 De modo similar, J. Habermas sostiene que el concepto republicano de política no se refiere tanto a los derechos, sino “a la práctica de la auto-legislación realizada por ciudadanos orientada al bien común, que se ven a sí mismos como miembros libres e iguales de una comunidad cooperativa y autogobernada. Las leyes son secundarias en el contexto particular de la vida ética de una comunidad, en la cual la virtud de la participación activa en los asuntos públicos puede desarrollarse y estabilizarse”.54 Si la tradición liberal resalta sobre —y ante— todos los derechos, la republicana intenta rescatar ideales como el autogobierno, la cooperación y la participación, a la que me referiré brevemente.

Había señalado que los republicanos precisaban de un ciudadano “virtuoso”, caracterizado por cierta inclinación hacia los asuntos públicos. Ahora bien, aún y cuando la idea de virtud es una noción central en el lenguaje republicano, lo cierto es que la misma suele presentarse de distintas maneras. Entre las diversas opciones tendría que evitarse cualquier concepción que asuma que el individuo se realiza en la participación.55 Tal sería el caso de aquél que apoyase un concepto fuerte de virtud aristotélica —el llamado “humanismo cívico”— y que dé por hecho que el individuo se realiza en la polis. Esa idea, llevada hasta sus últimas consecuencias, no resulta coherente con las premisas aquí adoptadas, pues terminaría anteponiendo la colectividad al individuo. Con ello se llevaría el péndulo nuevamente al extremo, a una idea plenamente “antigua” de libertad donde no parece posible hablar de derechos y libertades individuales.

De esta forma, la noción más afín con el republicanismo aquí esbozado sería aquella que aunque otorgue un lugar importante a la virtud no termina por imponerla. No obliga a los ciudadanos a ser virtuosos o libres.56 Se equipararía a lo que P. Pettit denomina “buena ciudadanía”, que intenta lograr un compromiso decente entre los fines individuales en conflicto y las diferentes concepciones del bien, sin imponer ninguna en particular.57 La participación entroncada con la virtud, en este sentido débil, se presentaría como requisito para la deliberación, para que el debate público pueda abocarse a la búsqueda y obtención de decisiones que incidan en el bien público, independientemente de la autorrealización de los individuos.58 Nótese cómo los republicanos pretenden, en esta parte, hacer frente a la tesis que sostiene que el ser humano es egoísta o que se conduce siempre intentando maximizar su propio bienestar. Alude, más bien, a una mínima capacidad de gobernarse y ser gobernado por leyes que, en buena medida, busca apartarse del escepticismo político.

Recapitulando: la idea de libertad de no-dominación arbitraria implica la ausencia de intervención que no tenga en cuenta la opinión o consentimiento de las personas afectadas. Los derechos desde esta perspectiva no son ni pre-jurídicos ni pre-estatales pues se considera que es el propio derecho el que les haría posibles. La propuesta adopta cierto optimismo antropológico al confiar en la disposición de los individuos a participar en los asuntos públicos. Por ello incide en el hecho de que las instituciones políticas estén diseñadas de forma tal que puedan incorporar demandas sociales. El proceso democrático, como puede apreciarse, desempeña aquí un papel de primer orden. Aunque tenga que articularse también por medio de una democracia representativa, la misma tenderá hacia un modelo deliberativo. De esta forma, se entiende ante todo como un procedimiento que —por medio de la deliberación, la participación libre e informada de los ciudadanos en contextos de publicidad— haría posible la toma de decisiones más allá de los intereses particulares o de grupo y, por tanto, al servicio del bien público.59

IIISobre los modelos de derechos fundamentales

Los derechos fundamentales han adquirido progresivamente una importancia capital para las democracias modernas de occidente. De hecho, gran parte del actual modelo jurídico-político tiene como eje fundamental el discurso y ámbito de los derechos. Esta situación se acentuó a partir de la Segunda Guerra Mundial y desde entonces puede hablarse de un fenómeno peculiar, el llamado “constitucionalismo contemporáneo”. Dicho fenómeno gira en torno a dos ideas básicas. La primera, de carácter jurídico, sostiene que los derechos fundamentales tienen fuerza normativa. Es decir, que estos son aplicables o garantizados por una jurisdicción sin necesidad de mediación legislativa, dejando de ser meras proclamas o “lírica constitucional”.60 La segunda, que también es política, ve en este constitucionalismo la confluencia del modelo de derechos norteamericano con el modelo francés. La Constitución entendida, al mismo tiempo, como “norma fundamental de garantía” y “norma directiva fundamental”.61

Por la primera nota, los derechos fundamentales adquirirán una fisonomía de derecho objetivo que es consecuencia de su incorporación en normas jurídicas plenamente eficaces y ubicadas en las gradas más altas del ordenamiento. Así, la validez de normas o actos jurídicos depende de su coherencia con las normas de derechos fundamentales y demás principios constitucionales. Por ello, por esa fuerza vinculante respecto del poder público, ni el legislador deberá aprobar ninguna ley, ni el Poder Ejecutivo decretar acto administrativo ni la jurisdicción fallar sentencia alguna que sean incompatibles con aquellos.62

Aunque parece fácil afirmar esto último, lo cierto es que no es un asunto tan sencillo. Si tenemos en cuenta que los derechos fundamentales, además de su máximo rango y fuerza jurídica, se caracterizan por regular las cuestiones básicas de la sociedad y sobre todo por su indeterminación,63 el juicio que declara la validez o invalidez de un determinado acto puede, y de hecho suele, ser discutible. Por ello se dice que las constituciones incluyen “conceptos esencialmente controvertidos”64 y que lo hacen especialmente en su catálogo de derechos. Pues bien, es ese grado de indeterminación —el no poseer antecedente de hecho y consecuencia jurídica definida o detallada— y, sobre todo, el estar vinculados con conceptos políticos o morales densos, lo que les proporciona su carácter de normas “principio”. Es decir, de normas que precisan, en mayor o menor grado, de un ejercicio interpretativo para determinar su alcance en el caso concreto.65. El cómo se interprete depende en muchos casos de la teoría sustantiva (de Constitución) que se maneje.

También puede advertirse en este contexto que la sujeción de los poderes públicos se potencia en el caso del legislador, sobre todo si se establece una “garantía del contenido esencial de los derechos”. Así, se le obliga a que en su desarrollo legislativo tenga especial cuidado para no sustraer cierto contenido mínimo que les haga reconocibles como tales. De hecho, las constituciones a las que me he referido suelen contener una peculiar arquitectura para transitar la ruta diseñada en ellas. Un diseño en el que el legislador, depositario de la legitimidad democrática, y el órgano jurisdiccional encargado de garantizar los derechos y la sujeción a la Constitución —generalmente un tribunal constitucional— suelen encontrarse en permanente tensión. Ello es comprensible si tenemos en cuenta el material normativo con el que trabajan, el espectro de posibilidades interpretativas que poseen —los “mundos constitucionalmente posibles”— o las distintas legitimidades que reconocemos a cada uno de estos órganos.66 De ahí que se haya dicho con acierto que tales constituciones intentan “recomponer la gran fractura entre democracia y constitucionalismo”.67

En el plano político, la doctrina podría resumirse en que ya no sólo pretende ser la doctrina del gobierno limitado, sino también la doctrina de los deberes de gobierno. Ello perfila alguna corrección en sus caracteres originarios, pues haría necesaria “la definición de deberes sustanciales de los poderes públicos que trascienden la mera defensa y garantía de los derechos y libertades”.68 Lleva implícita una modulación en la forma de entender el papel que está llamado a ejercer el Estado, al que ya no se le concebiría sólo como un mal a evitar, sino también como un agente para la promoción de los derechos. La proyección de cláusulas tales como la del Estado social, la igualdad, así como otras formas de entender la libertad potenció el despliegue de los derechos abriendo nuevos espacios para su tutela.

Es en este complejo marco donde tenemos que ubicar las distintas teorías de derechos fundamentales propuestas por E-W. Böckenförde, en las cuales, a excepción de la liberal, los derechos fundamentales se impregnan de contenido “objetivo”. En efecto, para la “teoría institucional” los derechos fundamentales no tienen primariamente el carácter de derechos de defensa con respecto al Estado para el aseguramiento de un ámbito de libertad individual y social de los individuos, sino el carácter de principios objetivos de ordenación de ámbitos vitales por ellos protegidos.69 En la “teoría axiológica” los derechos constituyen un “orden objetivo de valores”, según los desarrollos de R. Smend70 y acogidos después, con algún matiz, por el Tribunal Constitucional Federal alemán en la célebre sentencia Lüth de 1958. Desde esta perspectiva, se considera que los derechos fijan los “valores fundamentales de la comunidad, que norman un sistema de valores o de bienes, un sistema cultural, a través de los cuáles los individuos alcanzan un estatus material, se integran (deben integrarse) objetivamente como un pueblo con idiosincrasia nacional”.71

La concepción de los derechos desde su función pública y política es el punto de partida de la teoría “democrático-funcional”. Los derechos alcanzan su sentido y principal significado como factores constitutivos de un libre proceso de producción democrática del Estado y de un proceso democrático de formación de la voluntad política.72 Aquí, el derecho fundamental no se entiende como “una libertad sin más”, sino como una “libertad para”, por lo que su objetivación deviene más intensa. Finalmente, la “teoría de los derechos fundamentales del Estado social”, pretende subsanar el hecho derivado de la teoría liberal, en el sentido de que la garantía jurídica de los derechos no se da para un creciente número de personas, que, abandonadas a sí mismas y no acometidas por el Estado, acaban convirtiéndose cada vez más en fórmula vacía. De los derechos devienen una serie de obligaciones para el Estado: por un lado, para procurar que los presupuestos necesarios para su realización se materialicen y, por otro, para el otorgamiento de pretensiones de derecho fundamental a tales prestaciones estatales.73

De lo hasta aquí consignado, puede advertirse que todas las teorías de los derechos que surgen pretenden corregir o mitigar los problemas que en el plano político y social derivarían de la teoría liberal. En todo caso, y esto es muy importante, ello no implica escatimar su importancia: aquí, en su carácter de límite, reside el núcleo del concepto de derechos fundamentales. Más bien, el problema radicaría —dada la fuerte objetivación que avalan las teorías alternativas— en que una teoría liberal sin matices, como tendremos ocasión de analizar, pierde parte de su capacidad explicativa en el marco reseñado.

1Un modelo liberal de derechos fundamentales

Desde una perspectiva liberal, los derechos fundamentales son derechos frente al Estado que se establecen para asegurar ámbitos de libertad individual y social que están especialmente expuestos, según la experiencia histórica, a la amenaza del poder del Estado.74 La esfera de libertad del individuo es pre-estatal; es decir, la libertad que el derecho pretende garantizar jurídicamente no es creada por el Estado, le antecede. La competencia del Estado está limitada por principio, existiendo sólo, con respecto de las tareas de garantía, regulación y aseguramiento de la libertad y en la medida que basten para estos fines. Los derechos funcionan aquí como normas de distribución de competencias entre el individuo y el Estado; son normas de competencias negativas relativas al poder de obrar del Estado.75 Esta caracterización de Böckenförde es muy ilustrativa pues ejemplifica claramente que, en su faceta de derechos de defensa, los derechos pueden entenderse desde la libertad negativa.

La primera cuestión patente en el modelo liberal es su consideración como derechos pre-jurídicos. Esta idea es el remanente de tenerles como derechos naturales y, por tanto, absolutos e inviolables.76 Sin embargo, una vez que se incorporan al derecho sería un contrasentido que conservaran ese carácter. No podría ser de otra forma —tal y como se reconoce desde esta teoría— por el hecho de que tienen que compatibilizarse con derechos similares de terceros; porque se hace necesario desarrollarlos por vía legislativa o, bien, concretizarlos para su aplicación a casos concretos. Lo que sucederá es que poseerán un estatus jurídico privilegiado al consignarse en la Constitución. Dicha ubicación en el sistema de fuentes eleva su resistencia a las intervenciones del poder —en distintos grados—, pero ello no significa que sean ilimitados o absolutos.77

Un ejemplo puede ser más ilustrativo. La teoría de C. Schmitt sobre la Constitución de Weimar puede ayudarnos como modelo tipo. Sólo son derechos fundamentales para Schmitt aquellos que pueden valer como anteriores y superiores al Estado, que se limita a reconocerlos y a protegerlos como “dados antes que él”. Como esferas de libertad no reciben ningún contenido por parte de las leyes sino que “describen el ámbito incontrolable en principio de la libertad individual”.78 Los derechos auténticos son derechos absolutos que no se garantizan con arreglo a las leyes; su contenido no resulta de la Ley, sino que la injerencia legal aparece como excepción, y, por cierto, limitada en principio y mensurable, regulada en términos generales.79 Aquí puede apreciarse que los derechos no son ilimitados, sino que pueden limitarse sólo con carácter excepcional. Algo similar ocurre con las “garantías institucionales” que establecen la sujeción del legislador. Dichas garantías lo limitan con la finalidad de que no pueda suprimir determinadas instituciones por vía legislativa ordinaria.80

Todas estas notas proyectan, a su vez, una forma de organización jurídico-política determinada: el llamado Estado de derecho. Esta forma de organización surge al amparo de la idea del imperio de la ley y se basó en la primacía del Poder Legislativo, en una idea fuerte de soberanía, en el principio de separación de poderes y en la codificación. Es importante señalar que la noción de ley a la que se hace aquí referencia es aquella que la considera producto de una voluntad cualificada, la que deriva del consentimiento de los afectados y que se constituye como fuente de libertades por encima de la voluntad del monarca.81 Asimismo, y dada la necesidad de articular un sistema de tutela de tales derechos, se instituyó durante la época la importante función de control de la administración —la justicia administrativa— mediante el principio de legalidad.82

Por otro lado, desde la perspectiva de los derechos como “inmunidades” es difícil, por no decir imposible, dar cobertura a los derechos sociales.83 La libertad se refiere al Estado que se traza límites a sí mismo y “deja al individuo en la situación social que tiene; por consiguiente, también al Estado que, en esa relación de libertad, mantiene el statu quo”.84 Dicha concepción no ofrece “puente lógico para su interpretación social”, ya que esto requiere “transformar en positivos unos derechos que se habían formulado a la defensiva y, por ello, negativamente”.85 Los derechos sociales, se ha dicho, poseen una serie de defectos que les desacreditarían como auténticos derechos: son valores o normas programáticas, derechos de prestación, costosos y sin garantía jurisdiccional. O, para decirlo según un crítico notable como E. Forsthoff, que tales derechos “son conceptos bien intencionados, moralmente encomiables, pero jurídicamente en las nubes, de los que no faltan suficientes en la Ley Fundamental, no sólo no amplían la protección de los derechos fundamentales, sino que son perjudiciales porque les hacen perder seguridad”.86

El Estado de derecho entendido como “proceso paralelo al liberalismo político”87 se basa en el imperativo de tener a los individuos como seres autónomos. El Estado tendría como función esencial proveer normas jurídicas que puedan permitirles sustraerse de contextos de incertidumbre y proveer soluciones a los problemas de acción colectiva.88 Se valora especialmente aquí la posibilidad de prever con antelación las consecuencias de las acciones propias, como elemento indispensable para hablar de seres que planean sus vidas, que dedican sus esfuerzos al desarrollo de alguna industria o a la obtención de sus metas o fines. Para ello, para dotar de previsibilidad y certeza a las relaciones jurídicas, se requiere de un sistema de reglas que incorporen “las características de generalidad y estabilidad necesarias para ofrecer de antemano un marco para la mayoría de los participantes en la interacción humana y del futuro”.89

Pues bien, parece que todo lo anterior nos pone en la ruta de comprender por qué, para el caso de un modelo liberal, los derechos en sentido negativo han de tener prioridad irrestricta sobre cualquier otro tipo de derechos, o bien colectivo. Puede apreciarse cierta preferencia por una lista restringida de derechos en la medida en que facilita su protección al disminuir las posibilidades de colisión con otros derechos o bienes iusfundamentales. Dada la marcada separación Estado/sociedad y la de sus respectivos estatutos jurídicos, los derechos entendidos en esta faceta de defensa frente al Estado tienen escasa virtualidad en la órbita de las relaciones entre particulares (Drittwirkung der Grundrechte).90 Por último, no debe olvidarse que desde aquí no suele reconocérseles su dimensión prestacional.

Aun cuando lo señalado pueda ser consecuente con una concepción negativa de los derechos, esta caracterización parece tener menos capacidad explicativa sobre la estructura y función de los derechos en el marco reseñado. Teniendo en cuenta que partimos de una Constitución normativa que ha reconocido un amplio catálogo de derechos fundamentales y que, además, tiene garantizada su supremacía por medio de un órgano jurisdiccional, sería poco el asidero que éste ofrece para dar cuenta de estas transiciones. El modelo esbozado quedaría cuestionado, en la medida en que se corresponde con el modelo de Estado de derecho liberal, donde suelen ubicarse el auge del Estado legalista y el carácter de límite de los derechos. No obstante, la importancia de esta concepción radica en el hecho de reclamar su idoneidad como técnica de control social y defender determinados fines. Para decirlo brevemente: en contraposición con un Estado absolutista o arbitrario, el Estado de derecho es la primera manifestación de un entramado institucional para limitar el ejercicio del poder por medio, precisamente, de un sistema de derechos y libertades fundamentales.

De esta manera, debemos fijar nuestra atención en otros datos que se nos suministran, para rastrear algún modelo menos “rígido”. Dada la dificultad de sostener aquellas implicaciones, parece necesario ubicar algunos aspectos que nos ayuden a caracterizar otro modelo que pueda tener mayor virtualidad. Para ello propongo retomar el planteamiento hecho en la primera parte de este trabajo: fijar nuestra atención en las tensiones que hay entre los derechos como límites a las decisiones de la mayoría y el papel dado a la participación de los afectados. Así, a la vez que se hace frente a los problemas que surgen del carácter normativo de la Constitución, puede seguir siendo consistente hablar de un modelo liberal que, en última instancia, dé prioridad a los derechos entendidos como límites.

Me parece que para ello debe tenerse en cuenta una idea muy extendida en el marco de las constituciones normativas: que los derechos fundamentales funcionan, aunque no siempre, como “principios”. Si bien, esta cuestión se refiere también a la estructura de las normas más que a la idea sustantiva de libertad, de ella podemos extraer algunas consecuencias. La más importante aquí es que aquella estructura normativa sirve también para que sean capaces de desplegar su función en una dimensión objetiva. Al tenerlos como normas y, sobre todo, normas superiores —recuérdese— ejercerán un “efecto de irradiación”, lo que implica que tanto poderes públicos como privados recibirán “sus directrices e impulsos”. Debido a esto los derechos fundamentales expandirán su eficacia al seno de las relaciones entre particulares. Serán barreras contra todo poder, sea público o privado.91 Si bien la Drittwirkung modula necesariamente su concepción más clásica, parece aprehensible desde aquella, siempre y cuando se priorice su dimensión subjetiva.92

Considero que con el tema de los límites de los derechos se puede ejemplificar una postura que siga manteniendo, en el fondo, una idea de libertad negativa. Desde tales premisas las intervenciones o regulaciones tienen la presunción de incidir en el ámbito protegido por los derechos (de la libertad) y, por tanto, tienen que ser justificadas. Acudamos a un ejemplo. El distinto tratamiento de la libertad de expresión puede ser útil para graficar los distintos presupuestos referidos. En un conocido libro, C. R. Sunstein articula dos visiones posibles para los problemas que plantea la libertad de expresión en una democracia. En un modelo más liberal, la libertad de expresión en el sistema de derechos funcionaría de forma similar a los principios que regulan el mercado; es decir, lo ven inserto en un Marketplace of Ideas. Al igual que en el ámbito económico, el gobierno se presenta como enemigo de la libertad de expresión, por lo que cualquier intervención de éste en la esfera protegida por el derecho se entiende como una vulneración de su contenido.93 Si los derechos constituyen un ámbito de libre disposición individual, la protección que brindan no depende del contenido de las manifestaciones, ni del contexto en el que se viertan. Regiría el principio de neutralidad, y las cuestiones relativas al derecho fundamental sólo incumben por lo que refiere al interés particular. De esta forma, resulta presuntivo que el interés público no desempeñe ningún papel relevante al momento de determinar el contenido y los límites de la libertad de expresión.

Por último, la imagen que ofrece el modelo liberal, por lo que hace a la preferencia para articular las demandas parcialmente divergentes entre constitucionalismo y democracia, parecen inclinar la balanza, en la mayoría de los casos, del lado del primero.94 Entre más se potencie la no-intervención, el constitucionalismo acentuará su carácter contramayoritario; estará más predispuesto a dejar fuera de la deliberación pública aquellos temas que se consideran particularmente valiosos o propensos al desacuerdo.95 Además, los derechos-barrera tendrían mayor capacidad de bloquear cualquier intento de regulación, pues se entendería, en caso de duda, que esta última cae dentro de su ámbito de protección. Así, al tomar estrictamente su carácter de garante de la Constitución y de los derechos, el Tribunal Constitucional puede terminar convirtiéndose en un obstáculo difícil de sortear para cualquier política legislativa. Nos encontraríamos ante un modelo que, en definitiva, tendería hacia el “constitucionalismo fuerte”.

2Un modelo republicano de derechos fundamentales

Desde la perspectiva republicana los derechos fundamentales se constituyen en elementos estructuradores del ordenamiento jurídico, impregnándose de un fuerte contenido objetivo. Además de preservar el núcleo de su dimensión subjetiva, un modelo desde las premisas expuestas se caracterizaría por atender los ámbitos sociales que se pretenden regular y por considerar que las normas jurídicas no sólo restringen, sino que también extienden el radio de acción de los seres humanos. La libertad aquí se entiende “institucionalizada” por medio del derecho,96 abriéndose un campo de actuación más generoso para los poderes públicos en la medida en que los derechos necesitan ser configurados o desarrollados para su ejercicio. La clave está en considerar que en ellos converge el interés privado y el público: su garantía y ejercicio se caracteriza por la unión de ambos tipos de interés.

Se observa aquí un giro en la forma de comprender los derechos que va desde las libertades negativas garantizadoras de la libertad y de la legalidad, a unos “principios sustentadores del Orden jurídico que, de una forma no del todo clara, conservan su contenido de derechos-subjetivos dentro del contenido objetivo de normas constitucionales que todo lo impregnan”.97 Lo que es de destacarse, en todo caso, es que de esta caracterización “objetiva” derivaron el efecto de irradiación, la Drittwirkung der Grundrechte —en su efecto mediato— y los deberes de protección y provisión a cargo del Estado. Ese giro permitió, también, asociar las categorías del derecho constitucional con las del Estado social, sus prestaciones y funciones redistributivas.98 Al asociarlas no se niegan, o no pretenden negarse, los valores que propugnaba del Estado liberal. Por el contrario, como se dice a menudo, lo que se pretende es hacerlos efectivos dándoles una base material, “partiendo del supuesto según el cual individuo y sociedad no son categorías aisladas o contradictorias, sino dos términos en implicación recíproca”.99

Acudamos nuevamente a otro ejemplo que nos ayude como modelo tipo. Considero que la teoría institucional de P. Häberle es la que mejor concuerda con aquella primera descripción. Para este autor es esa doble vertiente subjetiva/objetiva lo que define los derechos fundamentales: “ambos aspectos forman en su conjunto el derecho fundamental; poseyendo una impronta personal y un sello objetivo-institucional. La libertad no es antítesis, sino concepto correlativo a la institución”.100 Los derechos se caracterizarían, en efecto, por “ensamblar” interés público y privado, por cumplir distintas funciones sociales. Al no haber una contraposición real entre esos intereses, la Constitución protege tanto la libertad del individuo como otros bienes jurídicos constitucionales en igualdad de condiciones. En Häberle puede advertirse cómo su teoría institucional de los derechos entrelaza con la democrático-funcional: en la medida en que se considere la libertad institucionalizada, los derechos de participación cumplirán una función pública de primer orden en los procesos de formación de la voluntad política.101

En cuanto a la forma de organización estatal, el modelo republicano de derechos posee mayor capacidad para articular las exigencias derivadas de la evolución del Estado de derecho hacia un Estado social y democrático de derecho. En efecto, fue en ese tránsito cuando comenzó a advertirse con más notoriedad que los poderes públicos asumen un papel activo para que los presupuestos igualitarios sobre los que descansa intenten hacerse efectivos. El Estado social modula y corrige las relaciones sociales, lo que supone abandonar, en cierta medida, la separación tajante entre Estado y sociedad. De otra forma no podría concebirse como “una fórmula que evite los efectos del Estado liberal-abstencionista”;102 una fórmula que responsabiliza a la administración “de proporcionar a la generalidad de los ciudadanos las prestaciones necesarias, los servicios públicos adecuados para su pleno desarrollo y que asume, entre otros, el cometido de reestructurar y equilibrar las rentas mediante un ejercicio de política fiscal”.103

Se añade así una significación positiva que impone al Estado un deber de protección para que toda persona esté en condiciones de ejercer sus derechos. Esto aparta a dichos planteamientos de la lógica de un individuo abstracto o aislado y coloca a otro “situado”, con necesidades específicas.104 Esto es relevante pues la satisfacción de necesidades básicas —por medio de derechos o prestaciones sociales— son vistas a menudo como precondición para que los ciudadanos puedan concurrir en pie de igualdad al proceso político. Konrad Hesse, por ejemplo, parece moverse en esta línea argumental cuando señala que sólo mediante una “actualización de la libertad” puede hacerse realidad la autodeterminación de los individuos y su participación responsable en la vida política y social. Para Hesse la libertad del individuo plasmada en el modelo de derechos fundamentales es más factible en una comunidad libre, la que, a su vez, presupone seres humanos y ciudadanos con capacidad y voluntad para decidir por sí mismos asuntos propios. Es decir, individuos autónomos que colaboran activa y responsablemente en una sociedad públicamente constituida.105

El Estado social y democrático implica una profundización del ideal de Estado de derecho que supone, ciertamente, elevar sus exigencias al otorgarle un papel más activo. De ahí que se precise matizar la idea según la cual los derechos son totalmente incompatibles con la acción estatal. Sobre todo si se tiene en cuenta que el disfrute de cualquier derecho depende, además de adecuadas técnicas jurídicas de garantía, de una serie de condiciones económicas y culturales que el Estado promueve e incentiva (u obstaculiza, según se mire). Esto resulta más patente en el caso de los derechos sociales, pues, una vez que sus críticas más recurrentes han sido sometidas a un análisis riguroso y han quedado de manifiesto sus debilidades, parecen abrirse nuevas perspectivas para su tutela que invitan a reconsiderar el papel exclusivamente represivo que se le ha asignado al Estado.106 Tal faceta promocional debe partir o tener siempre presente las tareas de control que habrán de ejercer los propios ciudadanos sobre el poder político a través de la participación en la toma de decisiones públicas.

Para continuar con el esquema planteado anteriormente, podríamos preguntarnos cómo se aprecian los límites de la libertad de expresión desde la óptica republicana. Pues bien, la libertad de expresión en un modelo republicano estaría inserta en un System of Democratic Deliberation. Su nota radica en entender que la libertad no sólo sirve al interés individual sino que también estaría al servicio del interés público, en la medida en que dicha libertad es de capital importancia para el buen funcionamiento de un sistema democrático.107 La libertad no se considera como algo “natural”; ni el poder político aparece como enemigo de la libertad de expresión. Ello es importante, al menos, por dos cuestiones: por un lado, porque la regulación normativa en el ámbito del derecho fundamental no se presenta como intervención.108 Por el otro, porque, en el momento de establecer sus límites, el principio de neutralidad se hace de lado y se toma en consideración el contenido del discurso que merece ser objeto de protección. Las expresiones que se refieren a la política y muestran una concepción democrática están particularmente valoradas, sobre todo si contribuyen a crear opinión pública.109

Llegados a este punto se advierten los elementos desglosados de la idea republicana de libertad, y cómo incide en este modelo de derechos capaz de reconducir los alternativos al liberal reseñados. Nótese, en primer lugar, que la participación desempeña un papel de primer orden y que los derechos no sólo se tienen al servicio del interés privado. La libertad deja de considerarse sólo “formal”, facilitando la aparición de derechos positivos o de prestación en la línea de la teoría de los derechos en el Estado social. El contenido objetivo que adquieren los derechos puede verse de forma clara en la libertad de expresión: al ser presupuesto básico para el establecimiento o mantenimiento de una democracia deliberativa, su virtualidad trascenderá lo estrictamente individual. De ahí que se diga que tiene un “carácter preferente”: bien porque se considera que está en la base funcional de la democracia o, bien, porque resulta indispensable para la protección y ejercicio de otros derechos.110 Esto no sólo implica dejar de lado el presupuesto de neutralidad, sino que, además, haría patente cierto compromiso con la idea de libertad positiva.

Las relaciones entre el legislador democrático y el tribunal constitucional adquieren otras coordenadas. Suele entenderse la función de aquel órgano jurisdiccional como un sucedáneo del proceso democrático, justificándose su intervención en la medida en que la toma de decisiones públicas, el proceso legislativo, no se lleven bajo condiciones que faciliten la publicidad y la participación de los ciudadanos en los procesos de deliberación pública.111 Al procurar el procedimiento de creación del derecho se matiza la primacía irrestricta de la libertad negativa, pues no toda regulación debe tenerse prima facie violatoria de aquella. Cuando se cumplen los requisitos señalados la legislación adquiere una presunción de constitucionalidad mayor. Si bien, con ello se expande el marco de posibilidades legislativas —hay más apertura para proyectos políticos de distinto signo—, ello no significa, en ningún caso, que no deban respetarse las precondiciones para su existencia.112 La imagen que obtenemos de todo ello es la de un constitucionalismo más “débil” que el de la opción liberal.

Finalmente queda por referirse a los peligros de potenciar la dimensión objetiva de los derechos y por considerar plenamente coincidentes interés público y privado, tal y como se predica en el modelo republicano. En efecto, debe advertirse que si se potencia la intervención del Estado y se asumen ciertos valores como “objetivos y universales”, la faceta objetiva de los derechos puede acabar por tener consecuencias desastrosas. La posibilidad de que tal idea se utilice para postular que la realidad estatal es supra-jurídica, que “se manifieste en un sentimiento de unión, de una asociación voluntaria real o espiritual de los miembros de una colectividad”,113 no puede pasar desapercibida. Parece tal el grado de homogeneidad presente en ella —en detrimento de cualquier pluralismo—que se dificulta notablemente la labor de hacerla compatible con la vertiente subjetiva de los derechos. En otras palabras: que ya no estaría en condiciones de respetar su mínimo carácter de límite frente a la mayoría.

Cuando en ciertos contextos se habla de procesos de “integración material”, tal y como hace R. Smend,114 se asume una fuerte dosis de homogeneidad social o valorativa que los posibilite. Dicho autor no duda en presentar a los derechos como factores constitutivos y determinantes de un proceso de integración; como elementos y medios de la creación del Estado que fijan los valores fundamentales de la comunidad, norman un sistema de valores o de bienes, un sistema cultural, a través del cual los individuos alcanzan su estatus material, se integran como un pueblo y en un pueblo de idiosincrasia nacional.115 En la medida en que esta posición sofoca el pluralismo, en la medida en que se aluda a una idea de identidad como uniformidad; resulta incompatible con el individualismo.116 Nótese que, más que derechos de titularidad individual, se les concibe como instrumentos que deben servir a una integración comunitaria (se habla incluso del individuo “inserto” en un proceso de integración material).117

Quizá sea en el ámbito de la interpretación constitucional donde podemos observar de mejor manera algunas de sus implicaciones. Así nos dice Böckënforde, que aquella asume una función consistente en orientarla al sentido y realidad de la Constitución. Sentido y realidad constituyen el criterio y fundamento de la interpretación, no el texto literal o la construcción de la dogmática, sino que “posee conscientemente un carácter elástico, integrador, ampliamente discordante de toda interpretación jurídica”.118 La actividad interpretativa no parece tener límite alguno, ni siquiera el propio texto constitucional, ya que la realidad no tiene por qué coincidir, ni se encuentra en él. Lo traspasa, va mucho más allá. Se adopta así una concepción material de Constitución que se funde con nociones evanescentes y de difícil control. Al estar “abierta al espíritu objetivo, tiene un sentido inmanente y autónomo, muta y es mutable, para integrar su sistema”.119

En estas circunstancias, la cuestión de quién debe tener la última palabra sobre la interpretación constitucional, de quién determina el alcance de las normas axiológicas-objetivas, se convierte, como no puede ser de otra forma, en un asunto de gravedad. Si el intérprete se reclama guardián del proceso de integración, y si tal proceso no encuentra límite alguno, no puede haber sumisión ni de los poderes públicos ni de los ciudadanos a la Constitución. La idea de Constitución normativa se desvanecería desde el momento en que ella depende única y exclusivamente de las “concreciones” que haga su intérprete. El modelo de Estado democrático de derecho, la idea de un mínimo de seguridad jurídica, parecería no encontrar ningún asidero: si el individuo aparece insertado en una realidad vital superior y el sentido de los derechos fundamentales es integrar al individuo en esta realidad, puede llegarse al extremo de negar su dimensión subjetiva y, con ello, el núcleo del concepto.120 Ese sería el fondo de tal “pendiente resbaladiza”.

IVA modo de conclusión

En este trabaj o abordé algunas formas de concebir la libertad política y su posible incidencia en algunos modelos de derechos. De esta forma, pudimos apreciar que mientras dicha noción esté vinculada a la idea de no-interferencia, entre otras cosas, se limitará el papel del Estado. La misma se corresponde con la forma de organización jurídico-estatal propia del liberalismo clásico, de la concepción liberal de los derechos y las instituciones políticas. El Estado, ante todo, debe limitarse a funciones represivas, a salvaguardar unas libertades que le anteceden y, por lo tanto, le son indisponibles. Por el contrario, la libertad como no-dominación es más próxima a la idea de participación, a la vez que pretende salvaguardar a los hombres del poder arbitrario. Aquí los derechos guardarán un significado institucional que conmina al poder público a realizar aquello que sea necesario para su promoción y disfrute. Se proyecta un Estado más propenso a incidir en el ámbito social, a su faceta promocional.

Además de sus eventuales virtudes se aprecian también algunos inconvenientes en ambos. Por un lado, el modelo liberal corre el riesgo de poseer un ámbito explicativo más reducido, al no ser capaz de articular las transformaciones que han operado en el marco del constitucionalismo contemporáneo. La salvaguarda del individuo se hace aquí al precio de mantener un rígido entramado de privilegios que conlleva en muchas ocasiones la inacción ahí donde puede resultar, o ser, necesaria. El modelo republicano, por su parte, tiene el problema de ser menos propicio para encauzar el pluralismo. La posibilidad de que el Estado abuse de las competencias que el propio derecho le confiere está aquí latente. Con ello quiero decir que no se excluye una eventual opresión del individuo por medio de regulaciones jurídicas, o del intervencionismo estatal: regulaciones que, paradójicamente, se ejercerían en nombre de la salvaguarda misma de los derechos. En el peor de los casos, la idea que en ocasiones se desliza, y por la cual los derechos constituyen un “orden objetivo de valores”, puede servir como fundamento para integrar al individuo de un cuerpo “orgánico”.

Por lo demás, cuando se habla de las implicaciones del constitucionalismo suele ponerse énfasis en la estructura principal de las normas de derechos fundamentales, en la privilegiada posición o el delicado papel del intérprete constitucional. Esto no resulta del todo incorrecto, siempre y cuando entendamos que su rasgo primordial radica en la existencia de Constituciones con un amplio catálogo de derechos garantizados jurisdiccionalmente. No obstante, si nos hacemos eco de la advertencia de M. Fioravanti, debemos tener en cuenta que tal empresa pasa también por el intento de recomponer la fractura entre constitucionalismo y democracia. Por ello es necesario insistir en la disputabilidad de las concepciones que el marco de una determinada Constitución ofrece y su influencia sobre aquellos dos elementos, derechos/democracia-juez/legislador. La “constitucionalización”121 de algún ordenamiento jurídico, que se soporta desde los anteriores presupuestos, es, ante todo, un proceso que trata de la implantación de una determinada cultura jurídica, la cual depende en parte de las concepciones políticas imperantes. Como “proceso”, no se trata de una categoría “todo o nada”, o incluso “dada”.

Por el contrario, puede transitar por caminos diversos o mostrar facetas distintas. Para entender el porqué de esas diferencias, la idea de libertad política que se maneje es una herramienta primordial. Ello no implica, y esto quiero enfatizarlo, repudiar el carácter normativo o volver a una comprensión exclusivamente política del texto constitucional. Ciertamente, saca a la luz las concepciones que tengan los operadores jurídicos de sus normas, de su grado de indeterminación, sus relaciones con el principio democrático y que resultan de capital trascendencia en la medida en que iluminan el debate. Ahora bien, que nadie se engañe: ningún planteamiento está exento de problemas, ni mucho menos. Por ello, esbozar algunas posibilidades que el binomio constitucionalismo/democracia ofrece ha sido también el objetivo que animó estas líneas.

Universidad de Guanajuato, México; becario MAEC-AECID; doctorando en la Universidad Carlos III de Madrid.

Habermas, Jürgen, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso [1992], trad. M. Jiménez Redondo, Madrid, Trotta, 5a. ed., 2008, p. 147.

Cfr. Böckenförde, Ernst-Wolfgang, “Sobre la situación de la dogmática de los derechos fundamentales tras 40 años de Ley Fundamental”, Escritos sobre derechos fundamentales, trad. de J. Requejo e I. Villaverde, Nomos, Baden-Baden, 1993, pp. 95–131.

Uno de los autores que más ha insistido en ello, tal y como tendremos ocasión de ver, es Peter Häberle. Por ejemplo en: “Recientes desarrollos sobre derechos fundamentales en Alemania”, trad. de L. Parejo, en Derechos y Libertades. Revista del Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas”, núm. 1, 1993, pp. 149–167, particularmente pp. 153 y 154.

Hesse, Konrad, “Significado de los derechos fundamentales”, Benda, Ernst et al., Manual de derecho constitucional, trad. de A. López Pina, 2a. ed., Madrid, Marcial Pons, 2001, pp. 83–115. En sentido similar, Francisco Fernández Segado (“La teoría jurídica de los derechos fundamentales en la doctrina constitucional”, REDC, núm. 19, 1993, pp. 195–247) considera que la garantía ha de ser asumida también por el Estado, quien tiene la obligación positiva de contribuir a la efectividad de los derechos, “aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano”.

Prieto, Luis, “Consecuencias de la constitucionalización de los derechos”, Estudios sobre derechos fundamentales, Madrid, Debate, 1990, pp. 114–115. Una vez convertidos en obligaciones estatales, se precisa también la aparición de mecanismos de garantía, de procedimientos que los hagan eficaces.

Véase: Grimm, Dieter, “Los derechos fundamentales en relación con el origen de la sociedad burguesa”, trad. de R. Sanz, Constitucionalismo y derechos fundamentales, estudio preliminar de A. López Pina, Madrid, Trotta, 2006, pp. 77–106.

Alexy, Robert, “Derecho constitucional y derecho ordinario-jurisdicción constitucional y jurisdicción ordinaria”, Tres escritos sobre los derechos fundamentales y la teoría de los principios, trad. de C. Bernal Pulido, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2003, pp. 41–92.

En adición a su función garantizadora de protección del individuo frente al excesivo poder estatal, “se le sumaron, las correspondientes obligaciones de seguridad y de protección por parte del Estado”, en forma de deberes y mandatos protectores de los poderes públicos y, en especial, del legislador (Stern, Klaus, “Sistema de derechos fundamentales en la República Federal de Alemania”, RCEC, núm. 1, 1988, p. 136).

Por la importancia y por el lugar que ocupa dentro de la filosofía moral y política contemporánea, “no hago justicia”, no me ocupo de la perspectiva que articula J. Rawls (el llamado ‘liberalismo-igualitario’). Sin embargo, me gustaría anotar que algunas de las nociones que plantearé dentro del esquema republicano también podrían encontrar acomodo en sus desarrollos teóricos —v. gr. el tipo de democracia—. En cualquier caso, la posición de este autor respecto a los derechos puede verse en Rawls, John, “Las libertades básicas y su primacía”, en El liberalismo político, trad. de A. Domenèch, Barcelona, Crítica, pp. 326–409.

Sigo casi textualmente en esta parte a: Berlin, Isaiah, “Libertad”, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 2004, p. 504.

Entre los enfoques distintos, además de no-dominación, se encontraría la idea de libertad desde la perspectiva de la capacidad de la que no nos ocupáremos aquí. Véase, entre su bibliografía más reciente, Sen, Amartya, La idea de justicia, trad. de H. Valencia, Madrid, Taurus, 2010, especialmente pp. 255 y ss. Para un recuento de los distintos usos del término libertad, sigue siendo de mucha utilidad el trabajo de: Laporta, Francisco, “Sobre el uso del término ‘Libertad’ en el lenguaje político “, Sistema, núm. 52, 1983, pp. 23–43.

Berlin, I., “Libertad” op. cit. En sentido similar, Friederich A. Von Hayek (Camino de servidumbre [1944], trad. de J. Vergara, San José, Universidad Autónoma de Centro-américa, 1986, p. 53), considera que “para los grandes apóstoles de la libertad política la palabra había significado libertad frente a la coerción, libertad frente al poder arbitrario de otros hombres, supresión de los lazos que impiden al individuo toda elección y le obligan a obedecer las órdenes de quien está sujeto”. En otro trabajo, (“Principios de un orden social liberal” [1967], Íd., Estudios de filosofía política y económica, trad. J. Marcos de la Fuente, Madrid, Unión Editorial, 2007, pp. 231–253) sin embargo, Hayek conmina a distinguir de entre los pensadores liberales a aquellos que terminaron convirtiendo la tradición, interpretándola “en el espíritu de un racionalismo constructivista, prevalentemente en Francia haciéndola algo muy diferente, que en lugar de defender la limitación de poderes del gobierno, llegó a sostener el ideal de los poderes ilimitados de la mayoría. Tal sería el caso de Voltaire, Rousseau, Condorcet y la Revolución Francesa. Sobre esta precisión de Hayek volveré más adelante.

La clásica referencia en: Constant, Benjamin, “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” [1819], Escritos políticos, edición de M. L. Sánchez Mejía, Madrid, C.E.C., 1989, pp. 257–285.

Berlin, Isaiah, “Dos conceptos de libertad” [1969], trad. de J. Bayón, Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 1998, pp. 215–280, (énfasis añadido). Esta idea puede rastrearse, a decir de I. Berlin, a lo largo de la tradición liberal, fundamentalmente en principios tales como la “ley natural” de Locke, el “principio de utilidad” de Bentham, el “imperativo categórico” de Kant o la santidad del “contrato social” de Rousseau.

Ibidem, p. 220.

Idem.

Idem, p. 232.

Ibidem.

Idem. p. 249. Esto es algo que no debe pasar desapercibido: con la idea de libertad positiva se hace alusión a tres cosas prima facie distintas: autogobierno, participación y autodominio.

Idem. p. 232.

Idem. p. 233. En esta parte de “Dos conceptos de libertad” puede verse reflejada la gran preocupación durante la llamada Guerra Fría: el “colectivismo” u “organicismo” como forma de organización que acompañó a los regímenes totalitarios del siglo pasado.

Escribe el autor: “la conexión que hay entre la democracia y la libertad individual es mucho más débil que lo que les parece a muchos defensores de ambas. El deseo de ser gobernado por mí mismo o, en todo caso, de participar en el proceso por el que ha de ser controlada mi vida, puede ser tan profundo como el deseo de un ámbito libre de acción y, quizá, históricamente, más antiguo. Pero no es el deseo de la misma cosa” (“Dos conceptos de libertad” op.cit., pp. 230–231). En realidad, más que una ruptura con la participación entendida como tal, Berlin advierte sobre sus posibles consecuencias. La libertad, entendida como no-interferencia se pone en peligro desde que el poder adquiere formas ilimitadas —y entre esas formas ilimitadas, podría estar, o ha estado, el poder de la mayoría—. (Cfr. “Dos conceptos de libertad”, op. cit., p. 270).

Por ejemplo, para James M. Buchanan (Los límites de la libertad. Entre el leviatán y la Anarquía [1975], trad. de V. Sardón, Madrid, Katz Editores, 2009, p. 17 y ss.) a pesar de tener un atractivo persistente, pero espurio, la utopía anarquista no puede subsistir, “si hay al menos alguien que piense que es apropiado poner límites a la libertad de los otros para elegir sus propios estilos de vida”. La anarquía como principio de organización básico del orden social, señala, se resquebraja frente a cualquier análisis cuidadoso.

Cfr. Buchanan, James M., Los límites de la libertad. Entre el leviatán y la Anarquía, op. cit., pág. 22.

Berlin, Isaiah, “Dos conceptos de libertad” op. cit., p. 249. Nótese que, en el fondo, el planteamiento contiene una tesis sobre la “naturaleza del hombre” que expresa cierto “pesimismo antropológico”. De tal manera que, y aquí está el secreto, las instituciones y la democracia estarían diseñados atendiendo en menor o mayor grado tal presupuesto.

Esta es, como se sabe, la postura de R. Nozick que justifica la existencia de un “Estado mínimo”, pues sólo él puede ser consecuente con la idea de derechos inviolables de los individuos (Anarquía, Estado, Utopia [1974], trad. de R. Tamayo, México, FCE, p. 7).

Cfr. Gargarella, Roberto, Las teorías de la justicia después de Rawls, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 46–8. Tales derechos no encontrarían cobertura, pues al requerir, entre otras cosas, regulaciones específicas alejadas de la generalidad de las normas, implica una ruptura de sus presupuestos.

Cfr. Dworkin, Ronald, “Introducción”, p. 37; y “Los derechos en serio”, p. 303. Ambos en Los derechos en serio [1977], trad. de M. Guastavino, 5a. reimp., Ariel, Barcelona, 2002.

Esta idea es consecuente con cierto pluralismo valorativo, mismo que se hace patente en la obra de Berlin cuando sostiene que la solución de conjunto perfecto, donde todas las cosas buenas coexisten “parece algo conceptualmente incoherente” (Berlin, Isaiah, El poder de las ideas, ed. H. Hardy, Madrid, Espasa-Calpe, 2000, p. 53); o cuando dice que: “algunos de los bienes más grandes no pueden vivir juntos. Estamos condenados a elegir y cada elección puede comportar una pérdida irreparable” (“Dos conceptos de libertad” op. cit., p. 249). Se asume, en definitiva, que en las sociedades actuales existen divergencias sobre lo bueno: hay conflictos entre distintos valores y dado que son inconmensurables resulta implausible establecer un orden que dirima cuál de ellos debe prevalecer.

Véase: Rawls, Jonh, “La idea de consenso entrecruzado”, Liberalismo político, trad. de A. Domènech, Barcelona, Crítica, pp. 165 y ss.

Cfr. Ovejero, Félix, Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo, Madrid, Katz Editores, 2009, p. 109 y ss., “Teorías de la democracia y fundamentaciones de la democracia”, Doxa, núm. 19, 1996, pp. 309–355, esp. 314 y ss. Ahora bien, debe decirse que el escepticismo para hablar de algo más que la mera agregación de preferencias —por ejemplo, de “racionalidad colectiva”— deriva del desarrollo de la teoría de la elección social, fundamentalmente del trabajo de K. J. Arrow, (Social Choice and Individual Values, New York, Wiley, 1951). Un análisis del “teorema de la imposibilidad de Arrow”, con perspectivas de reformulación puede verse en Sen, Amartia, La idea de justicia, op. cit., p. 117 y ss. Asimismo, suele argüirse que el individuo tiene incentivos para no contribuir al “bienestar colectivo” desde el momento en que puede beneficiarse, por definición, de los bienes públicos generados. Véase, Olson, Marcus, The Logic of Collective Action, Cambridge, Harvard University Press, 1965.

Aquí puede ayudar la tipología ensayada por F. Ovejero (La libertad inhóspita. Modelos humanos y democracia liberal, Barcelona, Paidós, 2002, p. 45 y ss.) donde proporciona un mapa con distintos “modelos humanos”, en el cual, además, analiza y critica a detalle el homo oeconomicus.

Cfr. Habermas, Jürgen, “Derechos humanos y soberanía popular: las versiones liberal y republicana”, F. Ovejero, J. L. Martí y R. Gargarella (comps.), Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad, Barcelona, Paidós, 2004, p. 199.

En los orígenes del revival republicano hay una disputa historiográfica por determinar la influencia de qué otras fuentes, más allá del paradigma “lockeano”, pudieron inspirar la Revolución Americana (Véase: Rodgers, Daniel T., “Republicanism: the Career of a Concept”, The Journal of American History, vol. 79, 1992, pp. 11–38). Bernard Bailyn, por ejemplo, ha destacado (The ldeological Origins of the American Revolution [1967], Cambridge, Harvard University Press, enlarged ed., 1992 esp. pp. 23 y 259) que en el periodo revolucionario también pueden encontrarse referencias a autores clásicos y a sus obras —por ejemplo, Aristóteles, Cicerón, Polibio, entre otros—. Asimismo, señala que en ocasiones se comparaba aquel pasado “virtuoso, frugal, patriótico y lleno de amor a la justicia” con el “vanal, cínico y opresivo” presente. También Gordon S. Wood (The Creation of the American Republic, Chapel Hill, 1969) polemizó a este respecto.

En todo caso, debe tenerse en cuenta que el término liberal, la voz liberal, como tal, es de cuño relativamente reciente. Concretamente, de origen español, remontándose a las Cortes de Cádiz de 1811. Algunos de los autores que adscribimos a esa tradición —por ejemplo, Locke— es una reconstrucción a posteriori.

Véanse: Ruíz Ruíz, Ramón, La tradición republicana. Renacimiento y ocaso del republicanismo clásico, prólogo de R. de Asís, Madrid, Dykinson, 2006; Maynor, Jonh W., Republicanism in the Modern World, Cambridge, Polity Press, 2003. La expresión “neo-republicanismo” la tomo del artículo de Ángel Rivero (“Republicanismo y neo-republicanismo” Isegoria, núm. 33, 2005, pp. 5–17).

Para un análisis crítico del republicanismo, véase: Villaverde Rico, María J. La ilusión republicana. Ideales y mitos, Madrid, Tecnos, 2008, especialmente pp. 377–386. Algunos argumentos en favor en Barranco Avilés, Ma. C., “Notas sobre la libertad republicana y los derechos fundamentales como límites al poder”, Derechos y libertades, núm. 9, 2000, pp. 65–92; y Peña, Javier, “La consistencia del republicanismo”, Claves de Razón Práctica, núm. 187, 2008, pp. 34–41. La insistencia de trasladar al renacimiento el discurso republicano se debe, entre otros, a J. G. A. Pocock (El momento maquiavélico: el pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica [1978], trad. de M. Vázquez y E. García, Madrid, Tecnos, 2002).

Para el caso de los derechos fundamentales, esta labor se dificulta si tenemos en cuenta que tal idea no se asentó propiamente sino hasta que el “individualismo” entró en escena. Véanse: Peces-Barba, Gregorio, “Tránsito a la modernidad y derechos fundamentales”, en Historia de los derechos fundamentales. Tránsito a la modernidad siglos XVI y XVII, tomo I, Madrid, Dikynson, 1998; Costa, Prieto, “Derechos”, en Fioravanti, Maurizio (ed.), El Estado moderno en Europa. Instituciones y derecho, trad. de M. Martínez Neira, Madrid, Trotta, 2004, pp. 45–64.

Debe advertirse que, en la medida en que el republicanismo se presenta como una tercera vía entre el “atomismo liberal” y el “comunitarismo organicista”, hay lugar para republicanismos más liberales o más comunitaristas. Véase: Pérez de la Fuente, Óscar, La polémica liberal comunitarista. Paisajes después de la batalla. Madrid, Dykinson-IDHBC, 2002. Para un breve análisis y crítica del comunitarismo, véase: Nino, Carlos Santiago, “Liberalismo vs. Comunitarismo”, RCEC, núm. 1, 1988, pp. 363–376.

Cfr. Sunstein, Cass R., “Más allá del resurgimiento republicano”, en Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad, op. cit., pp. 137–190.

Ibidem.

Rodgers, Daniel T., op. cit., p. 33.

Gargarella, Roberto, “El carácter igualitario del Republicanismo”, Isegoria, núm. 33, 2005, pp. 175–189.

Idem. p. 183.

A pesar de todo, advierte Félix Ovejero que desde distintos núcleos el republicanismo ha intentado defender la idea de democracia participativa y enfatiza —que es lo que aquí interesa— que estas ideas se muestran más acorde con una visión optimista de la ciudadanía, con una confianza en su responsabilidad, en su sentido de justicia y en su capacidad para entender el punto de vista de los otros; aun cuando haya lugar para republicanismos menos participativos (Véase: Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo, op. cit., p. 136).

En esta parte me baso fundamentalmente en Pettit, Philip, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, trad. de T. Domènech, Barcelona, Paidós, 1999, p. 45.

Pettit, Philip, “Liberalismo y republicanismo”, Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad, op. cit., pp. 115–135. Cfr. Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 78 y ss.

Pettit, Philip, “Liberalismo y republicanismo”, op. cit., p. 120. La tradición republicana, señala el propio autor, presenta la libertad “como lo opuesto a la esclavitud y en ver la exposición a la voluntad arbitraria de otro, de vivir a merced de otro, como el gran mal. El contrario del liber o de la persona libre era el servus o esclavo. Mientras que este vivía a disposición del amo, la persona libre tenía estatus inverso”. Una afirmación similar en Skinner, Quentin, “La libertad de las repúblicas: ¿un tercer concepto de libertad”?, trad. de A. Rivero, Isegoria, núm. 33, 2005, pp. 19–49.

Pettit, Philip, Republicanismo…, op. cit., p. 56. Nótese que el ideal republicano se refiere a la ausencia de dominación en presencia de otros agentes, no a la ausencia de dominación lograda merced del aislamiento. Se trata de libertad cívica y no de libertad natural (p. 95).

Idem, p. 64.

Cfr. Pettit, Philip, “Liberalismo y republicanismo”, op. cit., p. 124.

Pettit, Philip, Republicanismo…, op. cit., pp. 226 y 227.

Para P. Pettit (“Liberalismo y republicanismo”, op. cit., p. 117) las dos grandes áreas en las que republicanos y liberales entran en conflicto son en la forma en que conciben la libertad y la forma en que operan o deberían de operar las sociedades democráticas.

Habermas, Jürgen, “Derechos humanos y soberanía popular: las versiones liberal y republicana”, op. cit., p. 198.

Aquí sigo a Félix Ovejero, (“Republicanismo: el lugar de la virtud”, Isegoria, núm. 33, 2005, pp. 99–125, quien propone un esquema con cuatro modelos de virtudes cívicas.

Cuando Hayek conminaba a distinguir los “pensadores liberales”, de aquellos que terminaron haciendo una interpretación racional-constructivista de esta tradición, hacía referencia expresa a J. J. Rousseau (supra nota al pie núm. 12). Pues bien, Rousseau se cita entre quienes aceptarían que el ser libre o virtuoso pueda imponerse. Esta interpretación la hace, por ejemplo, M. José Villaverde en su “Nota introductoria” a J. J. Rousseau, El contrato social o Principios de derecho político, 5a. ed., Madrid, Tecnos, 2007, p. XXIII).

Pettit, Philip, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 318 y 336.

Cfr. Sunstein, Cass R., “Más allá del resurgimiento republicano”, op. cit., p. 144.

Las decisiones así tomadas tendrían una presunción de racionalidad. En este sentido: Habermas, Jürgen, “¿Tiene aún la democracia una dimensión epistémica? Investigación empírica y teoría normativa”, Ay Europa!, Madrid, Trotta, 2009, pp. 144 y 145; Nino, Carlos Santiago, “Los fundamentos de la concepción deliberativa de la democracia”, La Constitución de la democracia deliberativa, pp. 154–201. Un espléndido análisis crítico del pretendido carácter epistémico de la democracia en Bayón, Juan Carlos, “¿Necesita la republica deliberativa una justificación epistémica?”, Diritto & Questionni Pubbliche, núm. 9, 2009, pp. 189–228. Por otra parte, las acepciones de democracia que adscribí al liberalismo y al republicanismo se corresponden con los modelos de democracia de mercado y de democracia deliberativa. Para una breve caracterización, análisis y crítica de tales modelos, véase: Elster, Jon, “The Market and the Forum: Three varieties of Political Theory”, en Elster, J. y Hyland, A. (eds.) Foundations of Social Choice Theory, Cambridge, CUP, 1989, pp. 103–132.

Alexy, Robert, “Derechos fundamentales y Estado constitucional democrático”, trad. de A. García Figueroa, en Carbonell, Miguel (comp.), Neoconstitucionalimo(s), Madrid, Trotta, 2003, p. 33.

En el caso norteamericano, la configuración de los derechos se afirma contra toda versión estatalista de los derechos y libertades. Así, el gran hilo conductor tiene dos peculiaridades relevantes: su marcada crítica a la omnipresencia de los legisladores y el problema del poder constituyente. (Fioravanti, Maurizio, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones, 4a. ed., trad. de M. Martínez Neira, Madrid, Trotta, 2003, pp. 55 y ss.). Por ello, el constitucionalismo que entiende a la constitución como norma superior y la garantiza jurisdiccionalmente, no se olvide, es creación estadounidense —concretamente a partir de Marbury v. Madison—. Esta es la diferencia con el constitucionalismo continental europeo más tendiente hacia el modelo francés de soberanía popular. En efecto, el constitucionalismo francés expresa, además, un proyecto a futuro que guíe la actuación de los miembros de la sociedad —poderes públicos y sociedad civil— para alcanzar los fines o valores que se ha propuesto el pueblo soberano. Desde esta aportación se pone énfasis en la doctrina de los deberes de gobierno, como es el caso de los derechos sociales en relación con el valor igualdad a promover y realizar (cfr. Fioravanti, Maurizio, Los derechos fundamentales, op. cit., p. 94).

Schneider, Hans-Peter, “Peculiaridad y funciones de los derechos fundamentales en el Estado constitucional democrático”, trad. de J. Abellán, REP, núm. 7, 1979, pp. 7–35.

Cfr. Alexy, Robert, “Derechos fundamentales y Estado constitucional democrático”, op. cit., pp. 33–36.

Como se sabe, la expresión “conceptos esencialmente controvertidos” (Essentialy Contested Concepts) suele atribuirse al filósofo Walter Bryce Gallie, quien publicó un trabajo seminal del mismo nombre en 1956 [Proceedings of the Aristotelian Society, vol. 56, (1956), pp. 167–198]. Un análisis de tales conceptos, y su aplicación a otros que aquí interesan, puede verse en Ansuátegui Roig, Francisco J. “Las definiciones del Estado de derecho y los derechos fundamentales”, Sistema, núm. 158, 2000, pp. 91–114. Véase también: Iglesias Vila, Marisa, “Los conceptos esencialmente controvertidos en la interpretación constitucional”, Doxa, núm. 23, 2000, pp. 77–104.

Aunque la distinción reglas/principios es recurrente en la literatura, no se trata de una distinción pacífica. Además de los trabajos de Dworkin (El modelo de normas (I) en Los derechos en serio, op. cit.) y Alexy (Teoría de los derechos fundamentales [1985], 2a. ed., en castellano trad. y estudio preliminar de C. Bernal, Madrid, CEPC, 2007, p.63 y ss.), véanse: Atienza, Manuel y Ruiz Manero, Juan, Las piezas del derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, Barcelona, Ariel, 1996, pp. 6 y ss; y Prieto Sanchís, Luis, Sobre principios y normas. Problemas del razonamiento jurídico, Madrid, CEC, 1992, pp. 32 y ss.

Véase: Ferreres, Víctor, Justicia constitucional y democracia, 2a. ed., Madrid, C.E.P.C., 2007, p. 21 y ss. La expresión “mundos constitucionalmente posibles”, la tomo de Moreso, José Juan, La indeterminación del derecho y la interpretación de la Constitución, Madrid, CEPC, 1997, pp. 167 y ss. Cuando se afirma que la constitución ofrece un marco de interpretación, se evita, en cierta medida, caer en dos extremos: el que diría que es absolutamente indeterminada y que, por tanto, “sería lo que los jueces dicen que es” independientemente del texto. El segundo diría que, por el contrario, la constitución es absolutamente determinada; que no hay lugar para la interpretación y que, por ello, la labor del juez se reduciría a “descubrir” dicho significado en una labor estrictamente cognitiva. (Véase “La interpretación de la constitución”, La indeterminación del derecho…, cit., pp. 183–238).

Fioravanti, Maurizio, Constitución. Desde la antigüedad hasta nuestros días, 1a. reimp., trad. de M. Martínez Neira, Madrid, Trotta, 2007, pp. 163 y 164.

Fioravanti, Maurizio, Los derechos fundamentales, op. cit., p. 131.

Böckenförde, Ernst-Wolfgang, “Teoría e interpretación de los derechos fundamentales”, op. cit., p. 53. O, para decirlo con P. Häberle (“Recientes desarrollos sobre derechos fundamentales en Alemania”, op. cit., p. 154), que los derechos “representan la garantía constitucional de esferas de vida reguladas y organizadas según principios de libertad, que, a causa de su significado objetivo-institucional, no se dejan enclaustrar en el esquema de libertad individual/límite a la libertad individual, se rebelan a la relación a unidimensional individuo/Estado y no se dejan fundar sobre el solo individuo”.

Para R. Smend, en efecto, los derechos fundamentales “son los representantes de un sistema de valores concreto de un sistema cultural que resume el sentido de la vida estatal contenido en la Constitución. Desde el punto de vista político, esto significa una voluntad de integración material, desde el punto de vista jurídico, la legitimación del orden positivo estatal y jurídico. Este orden positivo es válido sólo en cuanto que representa este sistema de valores y precisamente por él, se convierte legítimo”. Véase: Smend, Rudolf, Constitución y derecho constitucional [1928], trad. José Ma. Beneyto Pérez, Madrid, CEC, 1985, p. 232.

Böckenförde, Ernst-Wolfgang, “Teoría e interpretación de los derechos fundamentales”, op. cit., p. 57. Ahora bien, debe advertirse que de todas las teorías, tanto por el peculiar método del cual se sirve —las “ciencias del espíritu”—, como por su deficitaria capacidad de dar cauce al pluralismo, esta sería la que más problemas generaría. Lo cual no significa, evidentemente, que no se reconozca la influencia de Smend y su teoría de la integración para ulteriores desarrollos de las teorías de los derechos.

Ibidem, p. 60.

Ibidem, pp. 63 y 64.

Ibidem, p. 48.

Ibidem, p. 49.

Para G. Jellinek, los derechos fundamentales presentan un estatus negativo o status libertatis. En efecto, dicho status libertatis sería el “residuo de la libertad natural” que preservaría el individuo después de deducir la parte que le sería requerida para la existencia de un poder coactivo que le asegure la coexistencia con otros. Para Jellinek el momento decisivo para convertirse en derechos públicos subjetivos, ya como categoría técnica jurídica, pasa por su positivación que les coloca en el siguiente estatus de su teoría. Véase: Estrada, Alexei Julio, La teoría de los derechos públicos subjetivos en la obra de Georg Jellinek, Bogotá, Instituto de Estudios Constitucionales Carlos Restrepo Piedrahita, 1997, especialmente pp. 42–72.

Prieto, Luis, Estudios de derechos fundamentales, Madrid, Debate, 1991, pp. 111 y ss.

Schmitt, Carl, Teoría de la Constitución, trad. de F. Ayala, Alianza, Madrid, 1928, p. 169.

Idem., p. 171.

En palabras de Schmitt: “mediante la regulación constitucional, puede garantizarse una especial protección a ciertas instituciones. La regulación constitucional tiene entonces la finalidad de hacer imposible la supresión en vía legislativa ordinaria. Con terminología inexacta se suele hablar aquí de derechos fundamentales; si bien la estructura de tales garantías es por completo distinta, lógica y jurídicamente, de un derecho de libertad” (Schmitt, Carl, Teoría de la Constitución, op. cit., 175). Nótese cómo la garantía institucional —que no es un derecho fundamental— también ejerce cierto rol restrictivo para el legislador.

Díaz, Elías, Estado de derecho y sociedad democrática, Madrid, Taurus, 9a. ed., 1998, pp. 39 y 40. A pesar de que en un primer momento ese consentimiento se restringía a un pequeño número de personas —varones y propietarios—, el derecho a participar y conformar el gobierno comenzó a ser determinante en la expansión futura de la titularidad y garantía de otros derechos.

En efecto, el modelo tiene como seña particular el sometimiento de la acción del Estado por parte de los ciudadanos con base en el principio de legalidad. Todo aquél que se sienta lesionado tendrá la posibilidad de acudir ante una jurisdicción independiente de la propia administración que decida en cada caso planteado sobre la legalidad de sus actos. La Ley es la norma jurídica aprobada por el Parlamento democráticamente elegido, sólo anulable por otra ley y que somete a las demás normas (reglamentos dictados por el Ejecutivo), que serán válidos si se dictan dentro del ámbito delimitado por ella y siempre que no le sean contrarios. Y, finalmente, el desarrollo del principio de reserva de ley como imperativo de que toda regulación que se refiere a los derechos fundamentales de los ciudadanos, especialmente a la libertad y a la propiedad, sólo pueden tener lugar en forma de ley o con base en una ley. (Cfr. García Pelayo, Manuel, “Estado legal y Estado constitucional de derecho”, Obras completas, t. III, 2a. ed., Madrid, C.E.P.C., 2009, pp. 3025–3039).

Es contundente la afirmación de Ernst Forsthoff, (El Estado de la sociedad industrial [1971], trad. de L. López Guerra y J. Nicolás Muñiz, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1975, p. 250) según la cual los derechos tienen una significación jurídica primigenia de “elementos de la configuración constitucional del liberalismo”.

Forsthoff, Ernst, “Concepto y esencia del Estado social de derecho”, Abendroth, Wolfgang, et al., El Estado social, Madrid, CEC, 1986, pp. 71–106.

Ibidem, p. 252.

Idem, p. 258.

Fernández García, Eusebio, “Hacia un concepto restringido de Estado de derecho”, Sistema, núm. 138, Madrid, 1997, pp. 101–117.

Laporta, Francisco, El imperio de la Ley. Una visión actual, Madrid, Trotta, 2007, pp. 44 y ss.

Ibidem, p. 68. Esta última referencia es importante. La preferencia de F. Laporta porque el derecho se conciba y funcione próximo a un sistema de reglas se enmarca en un programa teórico más amplio de corte positivista y liberal, que encuentra su piedra de toque en la autonomía del individuo y que, según el autor, se ha visto mermado por la impronta neo-constitucionalista (principialista) que viene adquiriendo el discurso y la práctica jurídica.

El problema de la Drittwirkung entra a escena en virtud de la fuerza normativa de la Constitución: una vez que se predica tal, es complicado rechazarla. La literatura sobre el tema (cfr. Hesse, Konrad, Derecho constitucional y derecho privado, trad. de I. Gutiérrez, Madrid, Civitas, 1995, pp. 59–62) pone especial énfasis en que un modelo liberal estricto dicho efecto frente a terceros no tienen cabida pues se considera totalmente incompatible con sus presupuestos, con las categorías jurídicas acuñadas por aquél y, sobre todo, por la idea de que dicha teoría vuelve superfluo al derecho privado. Para un análisis de la Drittwirkung y su relación con el principio de autonomía de la voluntad, véase: Venegas Grau, María, Derechos fundamentales y derecho privado, prólogo de R. de Asís, Madrid, Marcial Pons, 2004.

Si bien la Drittwirkung parte de la fuerza normativa de la Constitución, se pone énfasis también en el hecho de que en el mundo en que vivimos la libertad individual se encuentra amenazada no sólo por la actuación de los poderes públicos sino también por poderes sociales y económicos. Véanse: Peces-Barba Martínez, Gregorio, Curso de derechos fundamentales, con la colaboración de C. Fernández Liesa, R. de Asís, y A. Llamas, Madrid, Universidad Carlos III de Madrid-B.O.E., 1997, pp. 617–625; Sheuner, Ulrich, “Fundamental rights and the protection of the individual against social groups and powers in the constitutional system of the Federal Republic of Germany”, VV. AA. René Cassin. Amicorum Discipulorumque Liber, t. III, París, Editions A. Pedone, 1971, pp. 253–268, especialmente p. 255; Ferrajoli, Luigi, “De los derechos del ciudadano a los derechos de la persona”, Derechos y garantías. La ley del más débil, trad. de P. Andrés Ibañez y A. Greppi, Madrid, Trotta, 4a. ed., 2004, pp. 97–124.

Ello será así si se está por un “efecto directo o inmediato”. Fui conscientemente ambiguo en resaltar que la Drittwirkung deriva, también, de la faceta objetiva de los derechos. En este caso, el efecto preferido sería uno “mediato o indirecto”. Con todo, debe advertirse que las diferentes construcciones, aunque apunten a distintos operadores jurídicos, terminan siendo equivalentes en resultados. Sobre este tema y los distintos problemas a que debe hacer frente la cuestión (sustancial, procesal y el de la colisión de derechos) véase, por ejemplo, Alexy, Robert, Teoría de los derechos fundamentales, op. cit., pp. 471 y ss.

Sunstein, Cass R., Democracy and the Problem of Free Speech, The Free Press, Mc. Millan, 1993, pp. 16 y ss.

A efectos de mi trabajo, no es necesario detenerme en la fundamentación del constitucionalismo: recuérdese que partí de una Constitución normativa y garantizada por un Tribunal. No desconozco, ni niego, que pueda haber garantía de derechos sin necesidad de un TC o de que éste tenga la última palabra institucional sobre lo que los derechos son. De hecho, quienes propugnan un constitucionalismo débil suelen adoptar esta última posición: además de problematizar el asunto de la rigidez constitucional, consideran que no es en absoluto necesario que la última palabra institucional recaiga en el juez. De la misma forma sobra decir que puede haber y ha habido cultura de derechos, incluso, sin Constitución escrita (Véase: Bayón, Juan Carlos, “Democracia y derechos: problemas de fundamentación del constitucionalismo”, Betegón, Jerónimo et al., Constitución y derechos fundamentales, Madrid, CEPC, 2004, pp. 67–131, especialmente pp. 85 y ss.). Por lo demás, el argumento más desarrollado contra el “atrincheramiento constitucional” puede verse en los trabajos de J. Waldron. Véase: “Entre los derechos y las cartas de derechos”, Derecho y desacuerdos, trad. de J. L. Martí y A. Quiroga, Madrid, Marcial Pons, 2005, pp. 251–275.

Para un panorama de la cuestión, véanse: Holmes, Stephen, “El precompromiso y la paradoja de la democracia” y “Las reglas mordaza o la política de la omisión”; Sunstein, Cass R., “Constituciones y democracias”; todos ellos en Elster, Jon y Slagstad, Rune, Constitucionalismo y democracia [1988], trad. de M. Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.

Son algunas características del enfoque “institucionalista” del derecho. Véase: La Torre, Massimo, “Teorías institucionalistas del derecho (esbozo de una voz de Enciclopedia)”, trad. de F. J. Ansúategui Roig, Derechos y libertades, núm. 14, 2006, pp. 103–112; “Institutionalism Old and New” Ratio Iuris, vol. 6, 1993, pp. 190–201.

Cfr. Habermas, Jürgen, Facticidad y validez, op. cit., p. 321.

Ibidem, p. 320. En sentido similar, Böckenförde, E.-W., “Sobre la situación de la dogmática de los derechos fundamentales tras cuarenta años de la Ley Fundamental”, op. cit., p. 110, y Forsthoff, Ernst, El Estado de la sociedad industrial, op. cit., p. 252.

Cfr. García-Pelayo, Manuel, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, Alianza Universidad, 3a. ed., 1982, p. 25. Para profundizar al respecto, véase el espléndio trabajo de: Sotelo, Ignacio, El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive, Madrid, Trotta-Fundación Alfonso Martín Escudero, 2010.

Cfr. Häberle, Peter, “El doble carácter de los derechos fundamentales: el aspecto de derecho individual y el institucional”, La libertad fundamental en el Estado Constitucional, trad. de C. Ramos, Lima, Pontificia Universidad Católica, 1997, pp. 163–252. Ahora bien, el adjetivo “institucional” empleado para las garantías institucionales de ascendencia “schmittiana” o aplicado a la teoría de los derechos de Häberle significa cosas diferentes. Mientras que la garantía institucional hará referencia a ámbitos particularmente protegidos, indisponibles o restringidos para el legislador —básicamente para que pueda suprimirlos—; el adjetivo institucional, como teoría de los derechos fundamentales, pretende abrir un campo de actuación más amplio para el poder público en la medida en que el aseguramiento de la libertad no concibe como espacio cerrado su intervención. Por el contrario, dicho aseguramiento de la libertad precisa actuaciones, de complejos normativos, que les asignen contenido y función. Es decir, con en el primero se restringe y en con el segundo se habilita.

Böckenförde, Ernst-Wolfgang, “Teoría e interpretación de los derechos fundamentales”, op. cit., pp. 60 y 61.

Díaz, Elías, Estado de derecho y sociedad democrática, op. cit., p. 101.

Pérez-Luño, Antonio Enrique, Derechos humanos, Estado de derecho y Constitución, 9a. ed., Madrid, Tecnos, 2005, p. 230.

Véase, por ejemplo, Denninger, Erhard, “La reforma constitucional en Alemania: entre la ética y la seguridad jurídica”, trad. de A. E. Pérez Luño, Revista de Estudios Políticos, núm. 84, 1994, pp. 69–78, especialmente pp. 75 y ss.

Cfr. Hesse, Konrad, “Significado de los derechos fundamentales”, op. cit., pp. 90 y 91.

En efecto, nada hay en ellos que los haga “esencialmente” distintos a los derechos civiles y políticos (cfr. Holmes, Stephen, y Sunstein, Cass R., The Cost of Rights. Why Liberty Depends on Taxes, Londres-Nueva York, Norton & Company, 1999, p. 15; Abramovich, Víctor y Courtis, Christian, Los derechos sociales como derechos exigibles, prólogo de L. Ferrajoli, Madrid, Trotta, 2a.ed., 2004 p. 37 y ss., y, Pisarello, Gerardo, Los derechos sociales y sus garantías. Elementos para una reconstrucción, Madrid, Trotta, 2007, pp. 59 y ss.

Cfr. Sunstein, Cass R., Democracy and the Problem of Free Speech, op. cit., p. 21.

Böckenförde, Ernst-Wolfgang, “Teoría e interpretación de los derechos fundamentales” op. cit., p. 54

En este sentido: Barranco Avilés, María del Carmen, “El concepto republicano de libertad y el modelo constitucional de derechos fundamentales”, Anuario de Filosofía del Derecho, núm. XVIII, 2001, pp. 205–226, especialmente pp. 212 y ss.

Cfr. Alonso García, Enrique, La interpretación de la Constitución, prólogo de F. Rubio Llorente, Madrid, CEC, 1984, pp. 280 y ss. Como se sabe, la teoría de las Preferred Freedoms se remonta al caso United States vs. Carolene Products. Co. decidido por el Tribunal Supremo de Estados Unidos y que supone, efectivamente, salir de los presupuestos de una óptica estrictamente neutral para ingresar en a cuestiones “valorativas”.

Cfr. Habermas, Jürgen, Facticidady validez, op. cit., p. 354.

Véase: Bovero, Michelangelo, “Los adjetivos de la democracia”, Una gramática de la democracia. Contra el gobierno de los peores, trad. de L. Córdova, Madrid, Trotta, 2002, pp. 37–53.

”Si el Estado existe, es únicamente gracias a esas diversas manifestaciones, expresiones de un entramado espiritual, y, de un modo más decisivo, a través de las transformaciones y renovaciones que tienen como objeto inmediato dicho entramado inteligible. El Estado existe y se desarrolla exclusivamente en este proceso de continua renovación y permanente reviviscencia. Para este proceso, que es el núcleo central de la dinámica del Estado, he propuesto ya en otro lugar la denominación de integración” (Smend, Rudolf, op. cit., pp. 62 y 63).

El problema de la noción de integración material tiene que ver con los tipos de “integración” que avala. Ello puede verse de forma clara cuando Smend señala que, “independientemente de la valoración que en su conjunto se haga”, entre las “grandes virtudes” del fascismo es “haber sabido detectar la necesidad de una integración global” (Smend, Rudolf, Constitución y derecho constitucional, op. cit., pp. 112 y 113). Las teorías materiales son particularmente problemáticas para gestionar el pluralismo y por hacer referencias constantes a nociones “extra” o “supra jurídicas”. Véase también Mortati, Constantino, La Constitución en sentido material [1942], trad. y estudio preliminar de A. Bergareche (epílogo de G. Zagrebelsky), Madrid, CEPC, 2000, pp. 128 y ss. Para una crítica a la teoría de Smend, véase: Kelsen, Hans, El Estado como integración. Una controversia de principio [1930], trad. y estudio preliminar de J. García Amado, Madrid, Tecnos, 1997.

Cfr, Böckënforde, Ernst-Wolfgang, “Teoría e interpretación de los derechos fundamentales”, op. cit., p. 57

Cfr. Lucas, Javier de, “Derechos humanos y pluralismo cultural”, El desafío de las fronteras. Derechos humanos y xenofobia frente a una sociedad plural, Madrid, Temas de Hoy, 1994, pp. 35–169, pp. 74 y ss.

Este tipo de concepción presenta una serie de problemas que derivan de su implantación en el marco de las “ciencias del espíritu” que sería la metodología que utiliza. Como se sabe, la teoría de Smend pretende “entrelazar” el ámbito de lo estatal y lo jurídico, desde la metodología de las ciencias del espíritu, en concreto, a partir de los trabajos de Th. Litt (Smend, Rudolf, Constitución y Derecho Constitucional, op. cit., p. 39).

Cfr. Böckënforde, Ernst-Wolfgang, “Los métodos de la interpretación constitucional-Inventario y crítica”, op. cit., pp. 26 y 27.

Ibidem. p. 29

Cfr. Barranco Avilés, María del Carmen, La teoría jurídica de los derechos fundamentales, Madrid, Dykinson, 2000, p. 397.

Como se sabe, la idea de constitucionalización del ordenamiento jurídico parte de una Constitución normativa fuertemente invasora que no deja nada fuera de su influencia. Véase: Guastini, Riccardo, “La constitucionalización del ordenamiento jurídico italiano”, trad. de A. Lujambio, Neoconstitucionalimo(s), op. cit., pp. 49 y ss.

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