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Cuestiones Constitucionales. Revista Mexicana de Derecho Constitucional
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Vol. 37.
Páginas 345-350 (julio - diciembre 2017)
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Sergio García Ramírez
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Hace algún tiempo elaboré el prólogo de esta obra de la doctora Mara Gómez, que constituye, como otros trabajos de la autora, una aportación valiosa a la doctrina mexicana, vinculada con derechos humanos y desempeño jurisdiccional. Aprovecho parte de ese prólogo para esta nota bibliográfica, y desde luego destaco que con el libro Jueces y derechos humanos la autora afirma su presencia constructiva en una línea de reflexiones que ha ganado territorio en las últimas décadas.

En la “Introducción” Gómez Pérez alude a dos “fenómenos [que] destacan en el panorama jurídico mundial” (p. XLIII), a saber: los derechos humanos y la proliferación de los tribunales nacionales e internacionales, que en ocasiones alienta y a menudo desconcierta. Crecen en número, pretensión y eficacia, y forman un nuevo eje en la redistribución mundial del poder, como dice Mireille Delmas-Marty.

La proclamación, admisión, recepción y práctica de los derechos humanos constituye el rostro más amable de la mundialización, y los tribunales nacionales e internacionales son su poderoso custodio. De ahí que la obra de la doctora Gómez se rotule bajo la doble invocación de los jueces y los derechos humanos.

Hoy día, el juzgador es figura central en el juego del poder y el derecho, en la libertad y la justicia. Su nueva dimensión se localiza con especial majestad o enjundia en el tribunal constitucional y en el tribunal internacional de los derechos humanos. Conocedora de este hecho, Mara Gómez se refiere a un sistema transnacional de protección judicial de los derechos humanos, constituido por tres jurisdicciones, cuyo concurso subraya (pp. 74 y ss.): la internacional universal —de diversas competencias—, la internacional regional y la nacional.

Gómez Pérez analiza definiciones de sistema para justificar y avanzar el tratamiento de su materia. A partir de una amplia doctrina cuidadosamente estudiada y documentada advierte que “lo que genera el Sistema Transnacional de Tribunales es la incesante y cada vez mayor interacción entre los tribunales del mundo, esto es, entre órganos de naturaleza similar”, y asegura que el “sistema transnacional de protección judicial de los derechos humanos… está conformado nada más, pero también nada menos, que por todos los tribunales involucrados en la protección de esos derechos, es decir, por aquellos que, de alguna manera, tienen a su cargo la resolución de mecanismos de protección judicial de los derechos humanos” (p. 61).

La autora reconoce la idea de que los tribunales puedan formar un sistema que genere entre los juristas una fuerte resistencia. Y menciona los motivos de esa resistencia, entre ellos cierta manera de entender y querer la soberanía. Hay contienda, que aún persistirá, entre el “soberanismo” a ultranza y el “garantismo” que pone al individuo en la cúspide de la preocupación y de la ocupación nacional e internacional.

El derecho internacional de los derechos humanos —la rama jurídica más novedosa, relevante y trascendente de la hora contemporánea— ha promovido el reexamen de conceptos tradicionales y de la propia jurisdicción doméstica. Actualmente, es la persona humana, no el derecho nacional (constitucional) y tampoco el internacional, quien se localiza en la cúspide de las decisiones políticas fundamentales y desde ahí impone programas, disposiciones y decisiones. Ocurre tanto en las Constituciones como en las “actas de nacimiento” del DIDH. El sistema transita en el trato entre los tribunales. La cross fertilization, el diálogo jurisprudencial —a los que se refiere esta obra— han operado por “instinto”, por “convicción”, por “apremio cultural”, si cabe el empleo de estas figuras, pero al cabo de poco tiempo organizan y formalizan lo que había sido inorgánico e informal.

A esta regularización del sistema me he referido al aludir, en otras oportunidades, a los “puentes” tendidos entre el orden internacional y el nacional, dominados por el dogma pro homine. Puentes de diversa naturaleza y distinto rango: constitucionales, legales, jurisdiccionales, políticos y culturales, son la armadura del gran sistema total de protección de los derechos humanos.

En todo caso, coincido con la autora cuando se refiere, con expresión enfática, tanto a la “inevitabilidad del sistema” (p. 51) como a la necesidad de ordenación de éste. Aquella expresión parece fatalista y pudiera promover más resistencias, no obstante, no hace otra cosa que registrar un hecho que hemos venido contemplando a lo largo de los años, y que además recibimos con interés y buenas expectativas, mientras obedezca a orientaciones humanistas y se atenga a reglas de necesidad y racionalidad.

La profesora Gómez estima que la verdadera tutela judicial de los derechos humanos es la que dispensan los tribunales a través de resoluciones que enfrentan y resuelven litigios. A mi juicio, vale la pena abarcar bajo el ala de la tutela judicial los actos de tribunales internacionales que poseen el carácter de opiniones consultivas, y que por este medio protegen a los individuos de manera indirecta, mediata y genérica. En este campo es pródiga la experiencia de la Corte Interamericana, analizada por Mara Gómez. Y quizá se agregue la experiencia que tenga Europa si adquiere vigencia el protocolo 16 al Convenio Europeo.

Los tribunales internacionales que zanjan disputas entre Estados, y sobre todo los que ejercen jurisdicción penal, no son propiamente tribunales de derechos humanos. Sin embargo, atienden problemas que entrañan afectación de derechos humanos. El catálogo mismo de los delitos es una relación de vulneraciones a los derechos básicos del ser humano: vida, integridad, libertad, propiedad, honor, etcétera.

De ahí que un estudio sobre las jurisdicciones internacionales que se despliegan para la protección de los derechos humanos pueda y deba volver la mirada hacia las jurisdicciones penales, como lo hace Mara Gómez, que destina una sección importante al examen de los tribunales penales que aportó el siglo XX y retuvo el XXI, además de los precedentes que llegan del XIX.

Se describen los casos de Nüremberg y Tokio, y de los tribunales para la ex Yugoslavia y Ruanda, así como las jurisdicciones internacionalizadas o híbridas de Naciones Unidas, punto de encuentro entre la jurisdicción transnacional —diría la autora— y la jurisdicción nacional, que pretende asistir con eficacia, pero no podría hacerlo en soledad, al escenario en que se imparte justicia sobre hechos y autores que naturalmente le competen (pp. 74 y ss.). En este orden, la obra comentada brinda noticia sobre Sierra Leona, Camboya, Timor Oriental, Kosovo, Bosnia-Herzegovina, Líbano (pp. 159 y ss.), que pretenden conciliar la exigencia de justicia con la necesidad de paz.

Esto último lleva a otro gran tema: la justicia se torna impracticable cuando prevalece la impunidad. Los tribunales de derechos humanos —y en todo caso, la Corte Interamericana— condenan la impunidad, aliento de violaciones. El más enérgico rechazo se halla en la reprobación enfática de las disposiciones de “autoamnistía” y cualesquiera otras que sustraigan de la justicia a los responsables de violaciones graves a los derechos humanos. La doctora Gómez toma en cuenta este problema bajo el epígrafe “La justicia transicional: una respuesta al dilema justicia o paz” (p. 194). Nos hallamos en terreno movedizo, delicado, dominado por la incertidumbre.

En el estudio de la jurisdicción universal aparece la Corte Internacional de Justicia, que no es una jurisdicción destinada a la tutela inmediata de los derechos fundamentales. Sin embargo, llega a la protección de aquellos derechos. La autora dice al respecto: “Pese a no ser un tribunal especializado en derechos humanos, sí ha construido algunos de los principios básicos más importantes en la protección de los derechos fundamentales de los in-dividuos” (pp. 197 y ss.). La autora revisa casos relevantes en los que hubo fallos esclarecedores de la Corte Internacional de Justicia, a los que podemos agregar LaGrand (Alemania vs. Estados Unidos) y Avena (México vs. Estados Unidos). El tema fue previamente resuelto por la Corte Interamericana al examinar el derecho de los detenidos extranjeros a recibir asistencia consular (Opinión Consultiva OC-16/99, del 1 de octubre de 1999).

El tercer capítulo de la obra comentada versa sobre la jurisdicción internacional regional (pp. 243 y ss.). Diversas condiciones distribuyen el viaje de la humanidad hacia el imperio pleno de los derechos humanos a través de navegaciones regionales, entre ellas la americana. La autora estudia el sistema europeo y en seguida el americano, que hoy atrae la atención y el compromiso de México. También aborda el el africano, enfrentado a obstáculos inmensos.

Mara Gómez propone algunos temas para el desarrollo y la fortaleza de la Corte Interamericana (pp. 323 y ss.), se interesa en la interacción entre los sistemas domésticos y la justicia interamericana, así como entre ésta y otros tribunales no nacionales. Se trata, por fortuna, de terrenos en los que hay avances notables, traducidos en la recepción nacional de la jurisprudencia interamericana, pese a obstáculos que parecieron irremontables. En lo que respecta al diálogo entre tribunales —la cross fertilization—, la Corte Interamericana ha mostrado una ejemplar apertura —que deseamos ver en otros organismos— a la influencia de diversos tribunales internacionales.

La Corte Interamericana ha logrado llevar su paso con buena velocidad de crucero, como dijo el profesor Pastor Ridruejo, refriéndose al Tribunal Europeo; ha cumplido una conveniente itinerancia en los Estados que reconocen su competencia contenciosa; ha sostenido la naturaleza que siempre tuvo como verdadero tribunal permanente; ha conservado la buena calidad de sus sentencias, al abrigo de vientos y mareas, fuego “adverso” y fuego “amigo”.

Concluye la obra comentada con un sustancioso capítulo acerca de la jurisdicción nacional, en el que examina la función de los jueces constitucionales en la protección de los derechos humanos, que naturalmente deriva de la custodia constitucional que les concierne y del papel central que poseen los derechos humanos en el espacio de una ley fundamental (pp. 352 y ss.).

Los juzgadores nacionales son además —señala la tratadista— introductores eficaces de los estándares internacionales en la normativa y en la práctica interna. Menciona decisiones recientes de la Suprema Corte de Justicia de México que ensanchan el camino hacia la tutela del ser humano y el fortalecimiento del Estado de derecho. Nuestra jurisdicción constitucional ha emprendido el examen de las obligaciones de México, a partir de los deberes de la justicia federal, derivados de sentencias adversas al Estado mexicano.

En ocasiones se oye decir que México incorporó el derecho internacional de los derechos humanos apenas en los primeros años del siglo XXI. Esta apreciación carece de fundamento, si se toma en cuenta que México adhirió en 1981 a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, e igualmente a los pactos de Naciones Unidas. Y cae por tierra si se considera que aceptamos la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en diciembre de 1998.

Avanzado el camino por la jurisprudencia, es necesario —en mi opi-nión— emitir leyes reglamentarias ordenadas por la propia enmienda constitucional de 2011 y releer el ordenamiento nacional en pleno para asegurar su congruencia con las decisiones que constan en aquélla. Así, nuestro nuevo estatuto de los derechos humanos posee una doble fuente: la tradición liberal y social que acogió el constitucionalismo mexicano y el derecho internacional de los derechos humanos. Sobre estas bases se eleva el estatuto contemporáneo del individuo.

El análisis de los avances jurisprudenciales de nuestro más alto tribunal favorece el abordaje de otros temas. Uno de ellos es el bloque de constitucionalidad. Otro, la modificación clara y franca del artículo 133 de la ley suprema, en concordancia con la reforma del artículo 1o. Ahorraríamos dudas e interpretaciones encontradas cuando entran en contacto —y en colisión— los textos que provienen de siglos distintos.

La profesora Gómez examina un tema que se abrió en el examen del Caso Radilla: el control de convencionalidad, que la autora recorre a partir de las interrogantes que suscita y de las respuestas que comienzan a proporcionar, en México, la doctrina y la jurisprudencia (pp. 365 y ss.). Aprecio las referencias que hace la autora a mi propio parecer en esta materia y al papel de mis votos en varios casos sometidos al tribunal supranacional.

Dice la profesora Mara Gómez que:

los teóricos del control de convencionalidad plantean una gran cantidad de dudas e inquietudes, sobre todo, respecto de quién debe practicar el control de convencionalidad, sobre qué debe practicarse y cuáles son los efectos del ejercicio de esta atribución [énfasis de la autora]. Se trata de complejas y muy importantes interrogantes cuya respuesta quizá no llegue en un futuro cercano, pero respecto de las cuales conviene formular algunos comentarios, aun sin intención de agotar la discusión (p. 369).

El control de convencionalidad es un factor crucial para el progreso hacia el ius commune regional. Debe operar como instrumento de armonización jurídica. Para ello es preciso evitar que se constituya en confusión y dispersión.

A propósito de la situación que guarda nuestro país frente al sistema internacional penal, conviene expresar que fue desafortunada la reforma al artículo 21 constitucional, ya que pretende establecer una “aduana” doble para la aplicación del Estatuto de Roma: ante el Ejecutivo y ante el Senado. Se trata de los “candados” con los que se busca escapar —sin acierto jurídico— a la imposibilidad de formular reservas a dicho Estatuto. Cabe preguntar: ¿cómo se pronunciaría la Corte Penal Internacional, llegado el caso —que espero no se presente jamás—, ante decisiones elusivas por parte del gobierno mexicano? Señala Mara Gómez con razón: “quedan mu-chas… reformas por hacer en el ámbito nacional en relación con (nuestra participación en el sistema penal internacional), a fin de hacer a la legislación mexicana compatible con los estándares internacionales que provee el Estatuto de Roma” (p. 435).

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