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Vol. 48.
Páginas 292-296 (enero 2013)
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La teología tiene consecuencias: ¿qué políticas defenderá el papa Francisco?
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Mary E. Hunt
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Ahora que se ha despejado el humo de la plaza de San Pedro, el futuro de la Iglesia católica romana está en los pensamientos de muchos. Los católicos son eternamente optimistas, así que las noticias sobre la elección papal de un jesuita argentino, Jorge Mario Bergoglio, un hombre con un comportamiento sencillo, generó cierto entusiasmo.

Mi primera acción oficial en el nuevo pontificado fue llamar a una sabia amiga octogenaria en Buenos Aires, mi ciudad preferida en el mundo, para unirme al orgullo del país y obtener una evaluación inicial de este hombre. Su reacción fue lo que yo hubiera esperado de una católica en Boston si el cardenal Bernard Law hubiera sido elegido. La palabra que destacó fue “horrorífico”.

Los católicos progresistas tenían pocas expectativas sobre el cónclave porque solamente quienes entraron, saldrían; solo conservadores seleccionados con el dedo de la mano y partidarios de la línea oficial tomarían la decisión. Además, el proceso era imperfecto desde el principio por la falta de mujeres, jóvenes y laicos. Adolecía de falta de democracia. Ni siquiera la gaviota que esperaba la decisión sentada en la chimenea fue suficiente para convencernos de que el Espíritu Santo realmente estaba a cargo. Se necesitan cambios estructurales en el modelo kyriarcal de la Iglesia para que muchas voces puedan ser escuchar y muchas personas puedan participar en la toma de decisiones, tanto desde organizaciones de base, parroquias y regiones como, por supuesto, a partir de las conversaciones globales entre los/as más de mil millones de católicos/as. Sin estas transformaciones, los esfuerzos esperados del papa Francisco para limpiar la curia o para predicar con ascetismo personal serán más que un cambio superficial. Dejar a un lado el manto forrado en piel de armiño de su predecesor es un símbolo notable, pero no cambia la institución.

El proceso de selección papal, siempre pensado como secreto, es hoy bastante transparente. Una vez que ascendió el humo blanco, pero antes de anunciar el nombre, la Conferencia Episcopal Italiana se anticipaba con su e-mail de felicitaciones al cardenal Angelo Scola de Milán. Pero, ¡uy!, él no fue elegido, aunque era considerado, por la mayoría, el preferido del papa emérito y de aquellos que quieren reformar la curia. En cambio, quien había recibido la segunda cantidad de votos en el cónclave anterior de 2005, cuando se eligió a Benedicto xvi, fue el elegido esta vez. El cardenal Bergoglio fue, aparentemente, el más aceptable para la izquierda, la derecha y el centro de un grupo de electores muy conservador.

La geografía es destino. Una mirada rápida a la Iglesia católica romana en el mundo muestra más de 400 millones de católicos en América Latina, 125 millones tanto en Asia como en África, 265 millones en Europa, 100 millones en América del Norte y ocho millones en Oceanía. Un papa latinoamericano es una buena decisión de negocios, coherente con lo que un economista sugirió para una renovación total de la institución. La Iglesia católica europea simplemente ha perdido participación en el mercado —de 65% hace un siglo a 24% en la actualidad—. El sur del mundo es el futuro de la Iglesia. Por eso, un papa latinoamericano es una elección lógica. Pero que conste en acta que este viene de un país donde las cifras de asistencia a misa son más parecidas a las de Francia de hoy que a las de Italia de antaño. Argentina es una democracia cada vez más laica en la cual el cardenal Bergoglio se acostumbró a estar del lado perdedor de los esfuerzos por cambios sociales, como el divorcio y matrimonio igualitario, que ahí son legales. Argentina es Argentina.

Después de realizar una tesis doctoral en la cual comparé la teoría de la liberación latinoamericana con la teología feminista estadounidense, pasé dos años (1980-1981) como profesora visitante en isedet, el seminario ecuménico protestante en Buenos Aires. Me ofrecí como voluntaria en el Servicio Paz y Justicia, liderado por Adolfo Pérez Esquivel, donde recibí educación sobre justicia social. La guerra sucia se encontraba en su apogeo. Personas religiosas trabajaban fervientemente para encontrar a los miles que habían sido desaparecidos y para evitar que otros tuvieran el mismo destino. Muchos sacerdotes católicos murieron; los judíos sufrieron de manera desproporcionada si se tiene en cuenta el número total de judíos en la Argentina. Nuestro cuerpo docente, algunos miembros de la facultad luterana, y los del Seminario Rabínico Latinoamericano, dirigido magistralmente por el conservador rabino Marshall Myer —a quien Jacobo Timmerman dedicó su emotivo libro Preso sin nombre, celda sin número—, nos reuníamos todos los meses para almorzar y discutir cómo podíamos ser útiles en una situación tan difícil. No recuerdo ningún jesuíta entre los presentes. Los planes de organizar una reunión de fin de semana en nuestro instituto con el objeto de enfocarla en los derechos humanos y en los jóvenes terminaron con el bombardeo de la biblioteca del isedet en noviembre de 1980, lo que provocó la pérdida de 2 000 libros. Aprendí de cerca, y personalmente, que la teología tiene consecuencias.

La controversia sobre el rol de Bergoglio en el secuestro de dos jesui- tas durante este periodo es instructiva. Como líder jesuita, el padre Jorge, como le gustaba ser conocido informalmente, se opuso a la Teología de la Liberación y al modelo eclesiástico de las comunidades de base que era consistente con dicha teoría. En mi opinión, se opuso a la más creativa, políticamente útil y bíblicamente sensata manera de pensar acerca de cómo las personas empobrecidas por la avaricia de otros podían cambiar su contexto y lograr justicia. En vez de brindar el apoyo público de la orden jesuita al trabajo que algunos de sus hermanos realizaban en villas miserias y barrios marginalizados —y a las mujeres que estaban involucradas con el trabajo teológico y pastoral de esta teología—, Bergoglio ordenó que los jesuitas se limitaran a realizar tareas parroquiales. Los dos sacerdotes en cuestión decidieron apoyar a los pobres en vez de obedecer las máximas de la orden.

¿Llamó el jesuita superior, ahora papa Francisco, a los dictadores militares y consintió el secuestro? Nadie lo acusa de esto. Adolfo Pérez Esquivel, defensor de los derechos humanos y ganador del Premio Nobel de la Paz en 1980, conocía bien la situación, así que confío en su palabra. Pérez Esquivel declara que el papa no estuvo involucrado con los militares. Había obispos que jugaban al tenis con los generales, pero Bergoglio no fue uno de ellos. De hecho, se cree que el padre Jorge había intervenido ante los jefes militares para la liberación de los dos jesuitas. Pero esto sirve de consuelo mínimo.

El mayor programa teológico —públicamente opuesto a los esfuerzos de las personas de la Iglesia por obtener justicia a través de los principios de la Teología de Liberación— ayudó a generar tal situación peligrosa. La disculpa vino 30 años después, y se dijo que la Iglesia institucional no hizo lo suficiente para ayudar a devolver a los desaparecidos. La teología tiene sus consecuencias. Las oportunidades para actuar de una manera justa son escasas y estas equivocaciones no se rectifican fácilmente.

El comportamiento de la jerarquía de la Iglesia fue para Argentina lo que los casos de abuso sexual y encubrimiento episcopal han sido para los católicos estadounidenses: fueron la gota que derramó el vaso. Existe una imagen que me persigue: en ella, puede verse a las Madres de la Plaza de Mayo, madres de los desaparecidos, quienes habían ido a una iglesia donde los obispos estaban de retiro para pedir la ayuda de estos para encontrar a sus hijos. La imagen muestra una fila de policías entre las madres y los obispos, las madres de un lado de la valla y los obispos del otro. La Iglesia institucional en Argentina nunca recuperó su credibilidad. Al contrario, se reduce cada día más por casos similares en lo que está del lado equivocado de la historia de la justicia.

La elección de un papa doctrinalmente conservador, aunque con la ganadora sencillez de San Francisco, su tocayo, es, de modo especial, peligrosa en un mundo saturado por los medios. En la actualidad, la imagen muchas veces supera el contenido. Es fácil distraerse con la falta de brillo burdo que hoy caracteriza a la Iglesia institucional con la llegada de este papa, mientras que las posiciones teológicas se profundizan y se consolida la injusticia social. Un papa más amable y dulce que pone el peso de los esfuerzos de la Iglesia católica romana jerárquica en impedir el divorcio, el aborto, la anticoncepción, el matrimonio igualitario —como hizo Bergoglio en su país— es, tal y como lo señaló mi colega argentina, horrorífico. Aunque puede que limpie parte del caos burocrático dentro de la curia, sus acciones en Argentina no demuestran ninguna evidencia de que vaya a ser más sensible que su predecesor respecto de las políticas y estructuras que oprimen a los más pobres del mundo, la mayoría de los cuales son mujeres y niños.

Hay algo perverso en el hecho de oponerse al uso del preservativo y luego lavarle los pies a la gente con vih/sida. Hay algo sospechoso en la oposición al cuidado de la salud reproductiva de las mujeres que no quieran embarazarse y después insistir dadivosamente en el bautismo legal de los niños cuyos padres no están casados. Hay algo dudoso en pedirle a la jerarquía de la Iglesia que sea más sencilla e ignorar a las muchas mujeres cuyos servicios ministeriales mejorarían los resultados de la Iglesia. La frase en español que me viene a la mente es “borra con el codo lo que escribes con la mano”. Este parece el patrón jesuita del nuevo papa.

Las personas gays, lesbianas, bisexuales y trans se suicidan porque la jerarquía católica les dice que “intrínsecamente su sexualidad es moralmente desordenada”. Las mujeres mueren por abortos inseguros e ilegales porque la jerarquía católica gasta millones de dólares oponiéndose a legislación que haría más seguras las decisiones de las mujeres. Quienes sobreviven abusos sexuales perpetrados por miembros del clero viven atormentadas/os porque las estructuras clérigocéntricas de la Iglesia favorecen a los abusadores. Mientras que algunas monjas se hicieron conocidas como la redThe Nuns on the Bus —en español “las monjas del autobús”; monjas que viajan por el país para llamar la atención y buscar apoyo en su trabajo por la justicia social—, la mano dura actual del Vaticano hace que la mayoría de las monjas sienta que son arrojadas debajo del autobús. En efecto, la teología tiene consecuencias.

Es aún temprano para opinar sobre el pontificado del papa Francisco. Los/as católicos/as, e incluso esta católica, somos un grupo optimista. Los cinco mil periodistas que estuvieron en Roma por el cónclave tendrían que haber formulado preguntas más críticas. Mi conclusión es que la reciente elección papal solo sirve para reafirmar y fortalecer el poder del Vaticano. Ante la ausencia de una contranarrativa religiosa en un momento en el que las voces católicas progresistas son silenciadas, las teatralidades papales, incluso con un héroe atractivo que apareció triunfante al final, mantienen la atención en lo personal y lo espiritual, y la alejan de lo político y lo teológico. Es el momento de cambiar este patrón antes de que desaparezcan más personas

Traducción: Juliana Morgan-Trostle, María Eugenia Olmos y Natalia Gómez Calvillo

Copyright © 2013. Universidad Nacional Autónoma de México, Programa Universitario de Estudios de Género
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