En este ensayo se problematiza la categoría de liderazgos femeninos para argumentar la posibilidad de construir liderazgos colectivos de cuidado mutuo, que subviertan las desigualdades de género vinculadas al orden simbólico binario masculino/femenino, y promuevan una ciudadanía/autonomía relacional desde la participación y la igualdad. En principio, se estudia el orden simbólico masculino/femenino y la lógica cultural heteronormativa (Serret, 2011; Lamas, 2010, 2015). Posteriormente, se analiza la ética del cuidado (Sevenhuijsen, 2003, 2004), desgenerizándola, como alternativa en las relaciones de género y en la condición de ciudadanía. Después, se discute en torno a los estilos de liderazgo femeninos y masculinos (Lamas, 2015) y se examinan los liderazgos postheroicos (Fletcher, 2004) y colectivos (Davis, 2016) que disienten del orden binario. Por último, se reflexiona sobre el liderazgo de mujeres en organizaciones religiosas y civiles católicas a partir de estos conceptos. Se concluye que resignificando lo femenino, desgenerizándolo, es posible orientarnos hacia liderazgos de sujetxs y colectividades diversas que pongan en el centro la vida y las vidas de todxs.
In this essay, the category of female leadership is problematized to argue the possibility of constructing collective leaderships of mutual care that subvert the gender inequalities linked to the male/female binary symbolic order and promote a relational citizenship/autonomy on the basis of participation and equality. The author begins by examining the male/female symbolic order and the heteronormative cultural logic (Serret, 2011; Lamas, 2010, 2015). Subsequently, the ethics of care are analyzed (Sevenhuijsen, 2003, 2004), degendering it as an alternative in gender relations and the condition of citizenship. Afterwards, male and female leadership styles are discussed (Lamas, 2015) together with posttheroic (Fletcher, 2004) and collective leaderships (Davis, 2016), which disagree with the binary order. Finally, we reflect on women's leadership in Catholic religious and civil organizations on the basis of these concepts. The author concludes that by resignifying the feminine, by degendering it, it is possible to orientate ourselves towards the leadership of various subjects and collectivities that place the life and lives of everyone in the center.
Este artigo problematiza a categoria de liderança feminina discutindo a possibilidade de construir lideranças coletivas de cuidado mútuo, subvertendo as desigualdades de gênero ligadas à ordem simbólica binária masculino/feminino, a fim de promover uma cidadania/autonomia relacional desde a participação e a igualdade. Começa com o estudo da ordem simbólica masculino/feminino e a lógica cultural heteronormativa (Serret, 2011; Lamas, 2010, 2015) para depois passar a analisar a ética do cuidado (Sevenhuijsen, 2003, 2004), independente do gênero, como alternativa para as relações de gênero e o status de cidadania. Segue a discussão dos estilos de liderança feminina e masculina (Lamas, 2015), examinando a liderança post-heroica (Fletcher, 2004) e coletiva (Davis, 2016), dissidentes da ordem binária. Finalmente, à partir destes conceitos reflete-se sobre a liderança das mulheres em organizações religiosas e civis católicas. Conclui-se que a ressignificação e des-generização do feminino leva a orientarmos em direção às lideranças de sujetxs e coletividades diversas colocando no centro a vida e as vidas de todxs.
Estoy en transición —feminidad/masculinidad—. Estoy en la sala de espera entre dos sistemas de representación excluyentes.
Este trabajo forma parte de una investigación sobre liderazgos de mujeres en colectividades religioso/espirituales y civiles sin fines de lucro —institucionalizadas y no institucionalizadas, en México y en el mundo—,1 en el marco de la pluralidad religiosa contemporánea (Hervieu-Léger, 2005; Berger, 2012). En las líneas que siguen se problematizan supuestos en torno al orden simbólico masculino/femenino, la desgenerización de la ética del cuidado y la legitimación de los liderazgos de mujeres en dichas organizaciones. El género es el eje que vincula cuidados, liderazgos y organizaciones. Mi interés no solo estriba en examinar de qué manera las mujeres se insertan en jerarquías religiosas institucionalizadas, o en agrupaciones religiosas y civiles institucionalizadas o no institucionalizadas, sino también en reconocer de qué se constituye lo femenino2 en contextos históricos, sociales y culturales específicos, analizando las formas en las que actualmente se representa y se ejerce el “poder”.
El supuesto general que guía dicha exploración, y que aquí se discute, es que hoy en día las creencias y prácticas religioso/espirituales de algunas personas o “sujetos de género” (Butler, 2007) que ocupan posiciones de liderazgo en organizaciones vinculadas al ámbito religioso cuestionan, deconstruyen y subvierten paulatinamente la “jerarquización” o “binarismo” masculino/femenino establecido por las “religiones institucionalizadas” (Hervieu-Léger, 2005; Berger, 2012) o “mayoritarias” (Pew Research Center, 2012). Me parece relevante reflexionar, desde una perspectiva de género, sobre las formas en que se construye socialmente la realidad en este ámbito, con base en y más allá de las dicotomías hombre-mujer, mente-cuerpo, razón-emoción, alma-cuerpo, materia-espíritu, persona-divinidad, público-privado, asamblea-individuo, autoridad-corresponsabilidad, etcétera. La opresión y dominación que han ejercido las instituciones religiosas tradicionales en las sociedades, y la creciente mercantilización de las creencias, al igual que el potencial “liberador” y “subversivo” de las mismas, en contextos institucionalizados o no institucionalizados, demandan una respuesta.
¿Nuevas retóricas o cambio de paradigma?La violencia sin nombre que ocurre en México en años recientes cosifica a las personas, como si “las tenues pero fundamentales líneas que separan a los cuerpos de los objetos, y a los animales de los humanos, hubiesen sido borradas o desdibujadas” (Parrini, 2016, p. 17). La “crueldad de la hiperviolencia” es lo que caracteriza el “nuevo dominio de sexo-género”, que ahora “no solo exhibe su poder, sino su goce” (Parrini, 2016, pp. 17, 24). En la teatrocracia y la falósfera, “las nuevas formas de dominación que rastreamos conservan intacto el dominio masculino, pero bajo nuevas retóricas, camuflajeado en muchos sentidos, produciendo otras prácticas sociales” (Parrini, 2016, pp. 5-6). Y frente a las incesantes retóricas sobre la libertad, los derechos y la igualdad, la solidaridad se desvanece. Paradojas de la “modernidad capitalista” (De Sousa Santos, 2010), del “capitalismo heteropatriarcal” (Pérez Orozco, 2014) o del “capitalismo gore” (Valencia, 2010).
¿Es que el poder y la violencia siguen siendo masculinos? ¿Es todavía el falo referente identitario primigenio para las mujeres? ¿El mundo se divide aún en víctimas femeninas impotentes y potentes victimarios masculinos? ¿O es que este “poder” destruye la vida de todxs? Ante el terror, el caos y las resistencias, el Estado se “remasculiniza” mediante un giro punitivo que vulnera los derechos sociales y reanima al sistema patriarcal (Wacquant, 2013, citado en Lamas, 2016, p. 12). Y, sin embargo, algunas mujeres transitan a diario por las fronteras de las identidades y las prácticas consideradas como femeninas pues “han iniciado un proceso de destradicionalización del género; o sea, deshacer ciertas creencias, normas y habitus […]; proceso donde, en un orden social, la tradición cambia de estatus (Lamas, 2016, p. 421). Pese al recrudecimiento de la violencia y el espectáculo del yo, vislumbramos con Lamas que: Nuevas subjetividades y formas de comportamiento emergen de y se vinculan con condiciones sociales contemporáneas que cuestionan las fronteras entre “lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres. En este marco, se multiplican y ganan visibilidad social algunas modificaciones a los mandatos tradicionales de la feminidad y de la masculinidad (Lamas, 2016, p. 409).
Con, a través de y más allá del dualismo masculino/femenino, nuevas subjetividades nos obligan a repensar viejos paradigmas en todos los ámbitos sociales; entre ellos, el religioso.
Transiciones masculinas / femeninasSabemos que el orden social de género es histórico y, por ende, se encuentra en permanente disputa. Sabemos también que las identidades son fluidas, en proceso, en relación: “no se nace… llega a ser”. Entonces sabemos que es posible imaginar un orden simbólico masculino/femenino que evite perpetuar las injusticias y desigualdades asociadas a la lógica heteronormativa, resignificándola. ¿Comprender el orden simbólico posibilita su transformación?
Para Serret (2011), es necesario redefinir la categoría de género frente a los complejos desafíos que nos presentan las identidades en las sociedades contemporáneas. Ya no basta con conceptualizar género como la construcción cultural de la diferencia sexual, pues cada vez más frecuentemente nos estrellamos con mujeres fálicas, hombres feministas, mujeres transexuales lesbianas, hombres travestis heterosexuales o personas intersexuadas que no se definen ni como hombres ni como mujeres; es decir, “sujetos cuyas identidades, conductas sociales, prácticas eróticas o conformaciones fisiológico-sexuales, desafían el binarismo de género” (Serret, 2011, p. 72).
Para reconceptualizar el género, la autora observa: 1)que la distinción generalizante masculinidad/feminidad funciona como referente primario de significación en contextos presididos por una lógica simbólica —género simbólico—; 2)que este ordenador primario, a su vez, se traduce en tipificaciones sociales en el imaginario social, fluidas y variables, sobre las implicaciones de ser hombre y mujer —género imaginario social—, y 3)que estas tipificaciones e imaginarios, finalmente, se encarnan en las actuaciones de género que escenifican cotidianamente personas concretas —género imaginario subjetivo— (Serret, 2011, pp. 74-75).
En esta lógica simbólica —imaginaria pero no ficticia, pues se materializa en acciones que dependen de ilusiones—, lo masculino es central mientras que lo femenino constituye la alteridad, el Otro radical, pues “los elementos que conforman la pareja simbólica del género son: masculino, como categoría central, y femenino como categoría límite” (Serret, 2011, p. 78). En consecuencia, mujeres y hombres son aquellas personas que representan histriónicamente los tensos y contradictorios significados de la feminidad y la masculinidad (Serret, 2011, pp. 79, 93).
Llama la atención que “aunque las tipificaciones y actuaciones de esta lógica simbólica binaria son infinitamente variables de una sociedad a otra (lo imaginario, lo subjetivo), el referente último (lo simbólico), no varía” (Serret, 2011, p. 83). Así, la feminidad, vinculada con las mujeres, “da cuerpo a la vez a significados de deseo, temor y desprecio” (Serret, 2011, p. 90), y lo femenino se subordina, casi siempre, a lo masculino.
Lamas (2010) coincide en que la dicotomía feminidad/masculinidad es, en casi todas las sociedades, más que una realidad biológica, un producto simbólico/cultural que ha marcado la relación de dominio/sometimiento entre hombres y mujeres. Y pese a la “dificultad estructural de tener inscrita en el inconsciente una parte sustantiva de la identidad del yo” (Lamas, 2012, p. 57), es posible abandonar las asimetrías y privilegios implícitos en este binarismo insostenible: Desechar las identidades sociales femenina y masculina, que llevan inscritas la dependencia y la dominación, obliga a posicionarse como seres humanos sin esencias, aunque se reconozcan las marcas sexuales, sociales y culturales. Acabar con la autocomplacencia del discurso femenino de las víctimas ofrece la oportunidad de sumarnos a las reivindicaciones de otras personas que, también víctimas, están cruzadas por opresiones y discriminaciones derivadas de su clase social, su edad, su origen étnico o su orientación sexual (Lamas, 2010, p. 5).
¿Cómo desplazar las nociones naturalizadas y reificadas que sustentan la hegemonía masculina y el poder heterosexista —“ficciones reguladoras”, “ilusiones que crean identidad”— para problematizar el género (Butler, 2007, p. 99)? ¿A través de qué prácticas podemos no reproducir el orden simbólico masculino/femenino y la lógica heteronormativa que dañan a todxs lxs seres humanxs pero que, a través del tiempo y las diferencias culturales, siguen colocando en posición de desventaja a “las mujeres”? ¿La masculinidad/feminidad como modelo de dominación sigue intacta? ¿Es posible representar la identidad femenina no por carencia o castración, sino por deseo de sí mismx teniendo como referente al propio cuerpo? ¿Y de qué manera esto sirve para mejorar la situación de mujeres no blancas, no burguesas y no educadas en nuestro país?
No creo fundamental determinar dónde se halla la verdad del género: ¿en el cuerpo y la sexualidad?, ¿en la división sexual del trabajo?, ¿o en el género simbólico? Por ahora, me parece crucial reconocer la trascendencia de la dimensión simbólica de la vida en la reconfiguración de identidades y colectividades y, por tanto, en la construcción de sociedades más justas.
Desgenerizando la ética del cuidadoLa crisis de la modernidad y del pensamiento occidental nos obliga a transitar de la ética de la justicia o de derechos, a la ética del cuidado y de la corresponsabilidad; de la igualdad de jure a la igualdad de facto; de la norma universalizante a la acción situada; de la ciudadanía de derechos a la ciudadanía del cuidado. Las vidas concretas, la “sostenibilidad de la vida” (Pérez Orozco, 2014), se ponen al centro. Para Comins, siguiendo a Robinson, “no es a la idea de justicia a la que se opone la ética del cuidado, sino a la visión individualista y atómica de las personas como sujetos abstractos en lugar de concretos” (Comins, 2015, p. 168).
Según Gilligan e Izquierdo, “mientras que una ética de justicia procede de la premisa de igualdad —que todos deben ser tratados igual—, la ética del cuidado se apoya en la premisa de la no violencia: que nadie debe ser dañado” (Gilligan, 1982, citado en Izquierdo, 2004, p. 137). En esta ética “utópica”, el cuidado3 es parte de la “agencia colectiva en la esfera pública” y nos invita a pensar en términos de relacionalidad: la vida no como una carrera lineal e individual de supervivencia contra todo y contra todxs, sino como un viaje horizontal, acompañado siempre lateralmente (Sevenhuijsen, 2003, p. 35); porque “el principio que guía la ética del cuidado es que las personas se necesitan unas a otras para alcanzar vidas buenas, y que pueden únicamente existir como individuos a través y por la vía de relaciones de cuidado con otros” (Sevenhuijsen, 2003, p. 19).
Al respecto, cuestiona De Sousa, desde el sigloxviii los derechos humanos universales de Occidente se convirtieron en derechos humanos universales (De Sousa Santos, 2010, pp. 92-96). La modernidad occidental fue capaz de transformar los derechos de los vencedores en derechos universales, forzando a victimizadores y a víctimas a compartir una cultura común de dominación y exclusión, no así de reciprocidad; únicamente quienes son sujetos de deberes tendrían derecho a ser sujetos de derechos (De Sousa Santos, 2010, p. 92). En contraparte, intentando rebasar el neocolonialismo y las retóricas internacionales vigentes, la ética del cuidado se presenta no solo como una moral, sino como una práctica o agencia política (Sevenhuijsen, 1998, 2003, 2004). Ante la autosuficiencia, la autodeterminación y la autonomía liberales rebasadas, se reivindica la “autonomía relacional” (Sevenhuijsen, 2003, p. 20).
Entrelazándonos en una compleja “red de sostenimiento/mantenimiento de la vida” —life-sustaining web— (Tronto, 1993, citado en Sevenhuijsen, 2004, p. 35), las personas hallamos una nueva identidad y una nueva ciudadanía, así como la opción de una vida mejor basada en dar y recibir cuidados. En palabras de Comins: “mediante las tareas de cuidado el individuo se siente significativo, importante, necesario, y se da cuenta de que tiene cierto poder para modificar la realidad” (Comins, 2015, p. 170). Por lo tanto, mi libertad no termina donde comienza la del otro: mi libertad es la libertad y el bienestar de todxs. Concordamos con Izquierdo: no se trata exclusivamente de una relación de “aceptación recíproca”, sino de “interés” (Izquierdo, 2004, p. 147). Dependencias mutuas, mutuas libertades. El interés, quizá, se funde con placer y deseo.
¿Ética del cuidado femenina?Empero, el orden simbólico binario y la lógica heteronormativa establecen una correlación “natural” entre ética del cuidado femenina y ética de la justicia masculina, al igual que entre cuidados y feminidad: las mujeres “deben” satisfacer las demandas de niñxs, enfermxs, “discapacitadxs” y adultxs mayores; por el contrario, el ciudadano “normal” es independiente y capaz de atender sus propias necesidades. Nos reencontramos con la “masculinidad normativa” y el “self masculino”, que se imponen como subjetividad humana “neutral” (Sevenhuijsen, 2004, p. 29). Así, los mandatos de género promueven en lxs seres humanxs “fantasías omnipotentes”: Tanto el hombre como la mujer creen que la vida de los demás depende de ellos, derivando en una explosiva mezcla de amor, resentimiento y desprecio hacia los demás. Mientras que la mujer puede adoptar actitudes manipuladoras y de chantaje emocional, el hombre dirigirá su agresividad hacia aquellas personas cuyas vidas dependen de él […]. Carecen los dos de vida propia, dan su vida por los géneros, y en ese gesto se niegan el derecho y el riesgo de vivir a su manera (Izquierdo, 2004, p. 149).
Tanto en políticas públicas formalizadas por el Estado como en acciones diarias en los hogares, podríamos “desgenerizar el cuidado para generalizarlo, reivindicándolo como valor humano y no como rol de género” (Comins, 2016, pp. 44, 146). Para desnaturalizar la lógica heteronormativa y eludir “dualismos excluyentes”4 es preciso “igualar”, simbólica y materialmente, el trabajo de cuidados femenino que se produce en el espacio privado con el trabajo político masculino que se realiza en el espacio público. Ignoramos si en el futuro las actividades de cuidado dejarán de ser simbolizadas como “femeninas” para tornarse “masculinas” o “neutras”, pero resulta claro que en la ética del cuidado el interés por lxs otrxs es incluyente y permanente. Papeles situados, intercambiables y flexibles.
Generización / desgenerización de los liderazgos femeninosPara comprender las maneras mediante las cuales el poder del líder es legitimado por las creencias y la obediencia de sus seguidores, Weber distingue tres tipos ideales entre las formas de dominación/autoridad: a)racional-legal; b)tradicional, y c)carismática (Weber, 2002). Mientras que Weber enfatiza el carácter revolucionario del liderazgo carismático puro, Shils y Geertz lo entienden como un fenómeno y una característica social universal para la institucionalización de un “nuevo” orden (Hava y Kwok-bun, 2012, p. 16). Siguiendo la reflexión de Lindholm, ¿el liderazgo carismático “puro” existe en las sociedades modernas o bien únicamente es posible el tradicional y el racional-legal? ¿La dominación carismática “pura” se presenta en nuestros días como un híbrido entre institucionalización burocrática y carisma primordial? (Lindholm, 2013, p. 24).
Las mujeres han ocupado un lugar “menor” en tareas de liderazgo racional-legal o tradicional en el ámbito religioso, pero su liderazgo suele ser bienvenido en el terreno del carisma. Quizás, por femenino. En nuestros tiempos, personas diversas entrecruzan carisma, tradición e institución: entre la pasión inexplicable por un(x) sujetx excepcional y los ritos milenarios, entre la profecía y los libros sagrados, entre la orgía y la procesión, entre la comunión y la corporación, entre el pacifismo y la revolución, entre política y religión.
Hoy en día, el término “liderazgo” ha sido tan explotado por sus partidarios como criticado por sus detractores, pues refuerza el orden simbólico binario y la lógica patriarcal: mientras que los hombres están mejor dotados para liderar y mandar, las mujeres lo están para cuidar de los demás y obedecer. Este imaginario se ha venido transformando. Si bien el orden simbólico binario se mantiene firme, las cualidades femeninas se valoran ahora positivamente. En contraste con el modelo tradicional del “líder heroico masculino”, se recomienda incorporar cualidades femeninas para “ser un líder verdaderamente efectivo”;5 en suma, desplazarse de “modelos competitivos” a “modelos más colaborativos”. Los liderazgos femeninos se legitiman y, al mismo tiempo, las mujeres son “puestas en su lugar”.
Para otrxs especialistas, “la idealización o exaltación del liderazgo femenino” responde a las crisis organizacionales que instrumentalizan a las mujeres (Lavié, 2009, citado en Moncayo y Zuluaga, 2015, p. 153), pues “el liderazgo carismático masculino es históricamente obsoleto”6 (Davis, 2016). Al ahondar en la crítica, se sospecha de la vinculación “natural” entre liderazgo masculino y hombres y liderazgo femenino y mujeres, pues masculinidad y feminidad no se encarnan de manera excluyente (Moncayo y Zuluaga, 2015, p. 153).
Pese a la legitimación de los liderazgos femeninos, cuando las mujeres alcanzan posiciones de poder o se organizan en colectivos, ¿cómo se dan las relaciones de género? ¿Sus liderazgos reproducen el orden simbólico binario? ¿Prevalecen creencias en la legitimidad de instituciones burocráticas, en la santidad de tradiciones heredadas y repetidas habitualmente, o en la ejemplaridad de y compromiso con mujeres “extraordinarias”? ¿El liderazgo carismático “nace”, se hereda o se institucionaliza? Y estas mujeres ¿reproducen una lógica masculina o femenina?
Liderazgos de mujeres: ¿femeninos o masculinos?A la par de las diferencias de clase o raza, entre otras, se registran constantes en las relaciones de género entre “mujeres”. De acuerdo con Lamas (2015, p. 59), hay tres elementos culturales y psíquicos interrelacionados, presentes de manera conflictiva en organizaciones de mujeres: 1)“el mandato cultural de la feminidad” (silencio, obediencia y abnegación en menoscabo del amor propio; Lamas, 2015, pp. 38-47); 2)la “lógica de las idénticas” (forma de relación entre mujeres que no distingue diferencias entre ellas; Lamas, 2015, p. 39), y 3)las “tretas del débil” (conjunto de conductas femeninas pasivo-agresivas, desde la hostilidad y el silencio, hasta la zalamería o el coqueteo, para conseguir algo; Lamas, 2015, p. 54). La reproducción de esta “lógica cultural de la feminidad” las atrapa en una actitud de víctimas cómplices, aglutinadas frente al odio masculino, siempre y cuando ninguna se distinga de las demás (Lamas, 2015, p. 41), o bien impulsa una rivalidad destructiva entre ellas, muy distinta de la competencia abierta que promueve la socialización masculina (Lamas, 2015, p. 20).
Dado que esta lógica es dañina para las mujeres, sus relaciones entre sí y la consecución de objetivos comunes, es preciso transitar de una lógica femenina de afectos y emociones entre seres supuestamente “iguales”, a una lógica de la necesidad, pues “las mujeres nos necesitamos para afirmar nuestro sexo” (Lamas, 2015, pp. 47, 67, 78). Coincido en que debemos emanciparnos mutuamente de las ataduras que exige la lógica cultural de la feminidad, pero una vez visibilizada, intentemos ir más allá de los estereotipos jerarquizados, las oposiciones binarias y la lógica patriarcal (woman thinking male, lógica de guerra, mujeres fálicas): Hay problemas que se derivan de situaciones complejas: pugnas por el poder o conflictos emocionales no reconocidos. Hay que analizar cada caso y resolverlo cuidadosamente, con tacto y prudencia. Pero hay otro tipo de conflictos que se derivan de la lógica cultural del género, es decir, de los estilos de interacción femenino y masculino. De ahí que una recomendación de los expertos en relaciones de trabajo se refiera a la importancia de ser “bilingüe”: hablarles en “femenino” a las mujeres y a los hombres en “masculino” (Lamas, 2015, p. 69).
No se trata de que las mujeres aprendan a competir y rivalizar mediante reglas abiertas que legitimen su autoridad, o de que eludan respuestas emocionales a toda costa. Luego de reconocer la “lógica simbólico-cultural” del juego en el que participamos, imaginemos otro juego que renuncie a las “armas” del fuerte (violencias) y del débil (manipulaciones), y ponga en el centro la vida y las vidas de todxs. Afirmamos nuestro sexo al igual que nuestra interesada identidad colectiva. Jugamos con lenguajes, competencias y habilidades diversas, comprendiendo las reglas del juego “no solo de las organizaciones sino del género, o sea, del condicionamiento social de la feminidad y la masculinidad” (Lamas, 2015, pp. 62-63), para transformarlas después.
Liderazgos postheroicos (masculinos o femeninos), liderazgos colectivosSegún Fletcher, los nuevos modelos de liderazgo apuntan a que su “efectividad” dependa menos de acciones heroicas de individuos carismáticos al mando (complejo del elegido, mesianismo) y más de prácticas de “liderazgo colaborativo” distribuidas a través de la organización (leadership vs. followership). Los “modelos postheroicos” conceptualizan el liderazgo como un “conjunto de prácticas compartidas que pueden y deben actuarse por personas de todos los niveles”. Emerge una noción de liderazgo menos individualista y más relacional, enfocada en un “proceso interactivo de influencia y aprendizaje” que tiende a transformar estructuras organizacionales, normas y prácticas de trabajo (Fletcher, 2004, p. 648). Aunque todavía necesitamos ver cabezas en la cima, estos modelos captan que los héroes (o heroínas o heroínxs, el añadido es mío) visiblemente posicionados son la punta del iceberg: se mantienen ahí por una “red de prácticas personales de liderazgo distribuidas a través de la organización” (Fletcher, 2004, pp. 648, 650).
No obstante, aquí también se encarna el género: el liderazgo tradicional heroico se percibe socialmente como masculino (lógica de la efectividad para producir cosas en el ámbito laboral) y el liderazgo postheroico se caracteriza como femenino (lógica de la efectividad para criar personas en la esfera doméstica). Aunque varones y mujeres podrían encarnar cualquiera de los dos estilos, las mujeres tienden con frecuencia a confundir liderazgo postheroico con “maternazgo”, lo cual trae consigo el riesgo de la explotación: deben empoderar a otros sin pedir nada a cambio, trabajar de forma interdependiente junto con otros que no actúan igual o interactuar sin jerarquías en contextos tradicionales. En suma, condiciones que coartan la reciprocidad al equiparar maternazgo con relacionalidad (Fletcher, 2004, pp. 650-651): Cuando las mujeres usan sus habilidades relacionales para liderar, su comportamiento es comúnmente asociado no solo con la feminidad, sino también con el don desinteresado y el maternazgo. Esta confusión es problemática. El don desinteresado es, por definición, no mutuo. Y el liderazgo postheroico —sea practicado por hombres o por mujeres— depende de condiciones de mutualidad e influencia recíproca […]. El empoderamiento mutuo no puede ocurrir bajo condiciones de no mutualidad (Fletcher, 2004, p. 655).
¿Somos capaces las mujeres de reciprocidad? ¿O solo de relaciones de “sacrificio” e “incondicionalidad”? ¿Estamos dispuestas las personas a perder los privilegios del “patriarcado” y del “maternazgo”? Si no queremos reproducir estereotipos, roles y desigualdades de género, resulta insuficiente compartir o intercambiar tareas entre los sexos. Hace falta impugnar imaginarios ligados al “yo individual”, al “éxito” y a la “libertad personal”, a las identidades de género, a la vulnerabilidad y al poder, y apostar a lo que Lenkersdorf (2008, p. 262) denomina la nosotrificación del yo: “En lugar de ver la imagen tradicional del self como una entidad independiente, los modelos postheroicos refundan la relación entre el self y el otro, evocando un concepto más relacional de self como una entidad interdependiente: relacional, con fronteras fluidas, menos competitivo” (Fletcher, 2004, p. 649).
Para transitar a liderazgos colectivos de cuidado mutuo, reconocemos primero el orden simbólico masculino/femenino y las injusticias contenidas en su lógica heteronormativa. Después, resignificamos lo femenino desgenerizándolo, para crear referentes, tipificaciones e imaginarios que nos permitan establecer vínculos de reciprocidad. Por último, promovemos encarnaciones cotidianas en las que todxs las personas pueden ejercer todas las prácticas para el sostenimiento de la vida de todxs.
Liderazgos de mujeres en organizaciones religiosas: ¿reproducción del orden simbólico binario o estrategias, resistencias y competencias múltiples?“No hay una sola actividad humana que no apele al creer y lo suscite” (Hervieu-Léger, 2005, p. 169); por ello, las religiones siempre han tenido, tienen y probablemente tendrán un lugar significativo en la vida social. La resistencia de algunos científicos sociales a investigar este campo ha estado presente durante el sigloxx y lo que va delxxi debido, en principio, al “paradigma de la secularización” (Weber, 1988, 2014, citado en Blancarte, 2015), pero también a que la tendencia hegemónica en el estudio de las religiones ha sido occidental, etnocéntrica, eurocéntrica, androcéntrica y patriarcal.
Hoy la tradición es parte de la modernidad: lo secular y lo religioso coexisten (Hervieu-Léger, 2006; Berger, 2012): “el mundo, con algunas notables excepciones —Europa—, es tan religioso como siempre ha sido, y en algunos lugares —con el fundamentalismo— es más religioso que nunca”7 (Berger, 2001, p. 445). Otra paradoja moderna: mientras el proceso de secularización avanza, la religión “regresa” a la esfera política y pública (Blancarte, 2015, pp. 666, 671). Empero, la legitimación de las creencias colectivas se construye cada vez menos sobre dogmas rígidos establecidos por instituciones religiosas, y cada vez más a partir de la apropiación creativa, individual y múltiple de una tradición (Hervieu-Léger, 2005): “creyentes de todos los orígenes afirman identidades religiosas compuestas, en las cuales son cristalizadas las sucesivas y acumulativas etapas de su personal búsqueda” (Hervieu-Léger, 2006, p. 60). En sociedades secularizadas pero colapsadas, las religiones siguen ofreciendo sentido de vida, identidad, pertenencia y seguridad, a veces más reales, racionales y relacionales que los que ofrece la política o la ciencia.
Según el Centro de Investigaciones PEW, a pesar de que la lista de los líderes religiosos “más influyentes” a lo largo de la historia está integrada casi únicamente por varones, o que la mayoría de los grupos religiosos solo permite que los varones se desempeñen como sacerdotes, rabinos o imanes, aun cuando las mujeres son globalmente “más religiosas que los hombres” —sobre todo entre los cristianos; no así entre musulmanes o judíos—, la brecha de género se mantiene en el ámbito religioso y, al mismo tiempo, las religiones siguen siendo parte importante de la socialización en la vida de muchas mujeres (Pew Research Center, 2016).
Para comprender las relaciones de género en el mundo contemporáneo ¿resulta esclarecedor explorar las características del liderazgo de mujeres en organizaciones religiosas? Junto con Rochefort y Banerjee, cuestionamos el supuesto que establece una correlación “natural” entre laicidad y derechos de las mujeres, así como entre democracia y secularismo. Dado que la separación entre religión y política no trajo consigo, por sí misma, la igualdad entre sexos, conviene analizar los contextos particulares y específicos de las trayectorias a través de las cuales dicha correlación llega a establecerse —o no— en distintas sociedades de Occidente (Banerjee, 2011, pp. 259-260).
La subordinación de lo femenino a lo masculino perdura en este campo, en contraposición al discurso secular sobre la “igualdad” y al discurso teológico de la “unidad en la diversidad” o “discipulado de iguales”8 (Schüssler, 2007). Por ejemplo, en años recientes teólogas feministas en Europa, Estados Unidos y América Latina (Gebara en 1994; Reynolds y Birch en 2005; Traupman, Prejean y Akers en 2008; Forcades en 2009) han sido “excomulgadas”, “silenciadas” o “llamadas al orden” por el Vaticano debido a sus señalamientos de que la Iglesia católica es misógina y patriarcal, y mantiene una doctrina andro y antropocéntrica; así como por pronunciarse contra la pena de muerte y a favor de la interrupción legal del embarazo, la eutanasia pasiva, el matrimonio igualitario y la igualdad de oportunidades para mujeres que aspiren al sacerdocio o a posiciones de autoridad dentro de la jerarquía eclesial.
En México, muchas mujeres participan en grupos religiosos con actividades para el mantenimiento de las organizaciones, como la enseñanza y la predicación, o las relacionadas con la limpieza y arreglo de los lugares de culto, pero en la mayoría de los casos siguen sin acceder a puestos de dirección, administración o toma de decisiones (Juárez y Ávila, 2007, p. 167). En contraste, se destaca la labor de asociaciones civiles como Católicas por el Derecho a Decidir (CDD), que con base en “una mirada distinta de la tradición católica” contribuye desde hace más de dos décadas a la construcción de una sociedad más justa, por ejemplo, denunciando la pederastia clerical o promoviendo los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en el marco del respeto a las leyes civiles y el Estado laico por parte de las instituciones religiosas (CDD, 2014).
A partir del cuestionamiento de estereotipos y dicotomías acerca de los estilos de liderazgo femenino y masculino, así como del ejercicio del poder por “mujeres” y “hombres” (vertical-horizontal, competencia-colaboración, persona-equipo, pirámide-red, subordinación-inclusión, patriarcal-sororal, etcétera), considero pertinente analizar, por un lado, la manera en que están ejerciendo el poder “mujeres líderes” que se autoadscriben a distintas tradiciones o creencias religiosas, y por otro, dilucidar la forma en que se reconfigura lo femenino en estos contextos. No solo se trata de explorar de qué manera las mujeres “luchan” al interior de las jerarquías eclesiásticas institucionales, sino también de reconocer cómo se constituye “lo femenino” en contextos históricos y culturales específicos (Scott, 2006; Butler, 2007), pues “lo femenino” ya no parece ser una noción estable, y su significado es tan problemático, vago y ficticio como el de “mujer” (Scott, 2006, pp. 137-138; Butler, 2007, p. 38; Preciado, 2011, pp. 13-14; Serret, 2011, pp. 72-93).9
Tránsitos entre Dios, linajes, desobediencias, clase y género10¿Es factible cambiar algo al interior de una institución religiosa como la católica, que discrimina a las mujeres desde hace siglos? ¿Será viable la elección de una papisa en una iglesia compuesta mayoritariamente por mujeres, pero con un gobierno “patri-kyriarcal-machista” (Rojas, 2013)? ¿Veremos algún día un cuerpo de mujer consagrando la eucaristía, bautizando fieles, presidiendo misas o perdonando los pecados? ¿Mujeres esposas, madres, mártires, santas y vírgenes continuarán “velando por el porvenir de nuestra especie”?11 ¿Interesa esto a lxs creyentes y a las mujeres autoadscritas a esta religión?
Sobre los liderazgos de mujeres en organizaciones religiosas, y la correlación entre carisma e institución, Weber apunta: Naturalmente, la existencia de sacerdotisas, la adoración de adivinadoras o magas, en una palabra, la devoción más extrema a mujeres individuales, en cuyas fuerzas individuales y virtud carismática se tiene confianza, no significa nada en cuanto a una posición de igualdad en el culto por parte de la mujer. Y al revés, el principio de la igualdad en la relación con el dios, como existe en el cristianismo y en el judaísmo, con menor consecuencia en el islam y en el budismo oficial, puede ser compatible, como de hecho ocurre en esas religiones, con el pleno monopolio de la función sacerdotal y de la intervención activa en los asuntos de la congregación por parte de los varones calificados o profesionalmente formados para ese menester (Weber, 2002, p. 391).
Aunque en la primera época de las religiones son apreciados los carismas pneumáticos12 como elevación religiosa debido en parte a su “efecto” proselitista, después, “al hacerse cotidianas y reglamentarse las relaciones de la congregación, aparece siempre un movimiento contra los fenómenos pneumáticos de las mujeres, que se consideran como enfermizos y desordenados” (Weber, 2002, p. 391).
Más allá de los roles tradicionales atribuidos a las mujeres en la iglesia católica, “algunas mujeres desobedecen”.13 En grupos religiosos marginales o en espacios seculares, como las universidades, asociaciones civiles o incluso partidos políticos, mujeres laicas o consagradas participan en el debate público. Escriben libros, imparten cursos, dictan conferencias, polemizan en congresos, gestionan proyectos, participan en marchas y ruedas de prensa, administran redes sociales y realizan rituales. Teólogas feministas, catequistas, activistas o monjas cuestionan la subordinación de las mujeres dentro y fuera de sus iglesias. “Razonan sobre su fe” y argumentan sobre la igualdad ante los ojos de su Dios/a.14 Vuelven al cristianismo primitivo, a Eva y María Magdalena, y se alejan del catolicismo vaticano. Sus creencias se oponen a las doctrinas institucionales dominantes en “lucha por la legitimidad de la producción de sentido” (Gutiérrez Martínez, 2007, p. 179). Aunque los dogmas les cierran las puertas una y otra vez —por ejemplo, sobre el ministerio sacerdotal—, toman la palabra para representarse y representar la divinidad. Son pocas las que se atreven a confrontar de manera directa al clero, pero las hay.15
Hacia fuera, las mujeres son emotiva y discursivamente reconocidas por las jerarquías eclesiales, pero son excluidas del espacio de toma de decisiones; hacia adentro, se resignifica y se revalora “lo femenino”, pero sus liderazgos tienden a reproducir el orden simbólico masculino/femenino pues, al parecer, el maternazgo no varía. En diálogo con Lamas (2015) y Ferreyra (2016) se percibe que, al interior de algunas de estas organizaciones, las relaciones entre mujeres reproducen los “mandatos de género de la feminidad”, las “tretas del débil” y la “lógica de las idénticas”. Se mezclan “trabajo” y “afectos” en “complejas relaciones (casi amorosas) intrafamiliares” (Ferreyra, 2016, pp. 139-140, 164). La clase marca una sensible diferencia pues, en algunos casos, las actividades se sostienen gracias a financiamientos privados, provenientes de familias de origen, organizaciones no gubernamentales y/o congregaciones religiosas. Las decisiones se toman en círculo cerrado: quienes integran este círculo y quienes heredan su “poder” o “capital” son personas que comparten largas trayectorias o algún parentesco: el privilegio de ser “de casa”, “de la comunidad”. La rivalidad por el liderazgo es perceptible: los capitales cultural y simbólico se oponen y/o se alían con el capital económico. En este contexto, la categoría de género resulta insuficiente para explicar y comprender las desigualdades.16
Dado que, en su mayoría, estos grupos son pequeños, no funcionan con jerarquías claras sino a partir de una distribución horizontal y selectiva de tareas. Efectúan alianzas interclase, intergénero, intergeneracionales o interreligiosas que les permiten cumplir sus metas; y, de ser necesario, “actúan la impotencia” (Fletcher, 2004, p. 653). En algunos casos, la disputa por transitar hacia y ocupar el espacio público —en instituciones de educación superior, en agrupaciones políticas o en medios de comunicación— se pospone con la finalidad de concretar logros que otorguen legitimidad (publicaciones, viajes, reconocimientos, vinculación con líderes políticos y de opinión, u organismos nacionales e internacionales, etcétera). Si bien los avances en este ámbito son notables, sus acciones benefician a una población escasa, y todavía no parecen impactar radicalmente a sus iglesias. Se denuncia en medios de comunicación o en redes sociales la falocracia de la jerarquía católica, pero pocas veces se organizan acciones conjuntas para confrontarla. Se obtienen títulos académicos y se incorporan vocabularios de género, pero todavía sigue haciendo falta un debate amplio e incluyente en sus iglesias. Tal vez la estrategia por ahora sea posicionarse en el espacio secular-académico-político, para después intentar un diálogo con la cúpula eclesial-religiosa. El orden simbólico masculino/femenino se mantiene y cohesiona, mientras que el acceso a recursos económicos divide y diferencia. El mismo reto identificado en otros espacios sociales se reitera en este ámbito religioso: “pasar de la cultura del privilegio a la cultura de la igualdad” (CEPAL, 2016, p. 173). Del amor entre “nosotras” al interés y las acciones a favor de “todxs”. La desgenerización de lo femenino comienza entonces en el reconocimiento del maternazgo y su subversión; tránsitos entre la fuerza volcánica del carisma y su institucionalización.
ConclusionesSpirituality is interconnectedness. VandanaShiva (2016)
“Si piensas en un líder, estás pensando en un hombre”, se dice. Al final de este escrito nos preguntamos: si piensas en “liderazgo femenino”, ¿estás pensando en una mujer? Aunque existen trabajos desde la perspectiva de género que critican las desigualdades que persisten en las iglesias mayoritarias a nivel global, considero que el aporte de este escrito fue reflexionar sobre las maneras en que algunas mujeres líderes en estas organizaciones reproducen y, en ciertos casos, subvierten el orden simbólico binario masculino/femenino y la lógica cultural heteronormativa, problematizando la relación entre género, ética del cuidado y liderazgos.
Lo femenino no es representado de manera exclusiva y excluyente por mujeres, pues hoy lo encarnan cuerpos diversos. A través de la historia, nuevas subjetividades desarticulan la subordinación inherente ligada a lo femenino y a las mujeres. Lejos de esencialismos, jugamos a resignificar al Otro radical. Y creemos que lo femenino desgenerizado posee un potencial liberador: la fuerza simbólica de lo femenino como herramienta para desactivar las violencias de lo masculino. Proponemos “igualar” no solo macho y hembra, hombre y mujer, sino masculino y femenino. Estrategia subversiva que intenta separar “lo femenino” de “las mujeres” y su “subordinación”, así como se distingue sexo y género.
Con base en el reconocimiento de identidades y colectividades en tránsito, vislumbramos la posibilidad de producir “nuevas” relaciones que poco a poco subviertan las desigualdades ancladas en el orden simbólico masculino/femenino. Sujetxs capaces de interactuar mediante lenguajes, competencias múltiples y prácticas de liderazgo; moviéndose de adentro hacia afuera, de arriba abajo y a través en las organizaciones. Transitando hacia liderazgos colectivos de cuidado mutuo para la construcción de sociedades en donde la diferencia no se convierta en desigualdad y la vida merezca ser vivida. Resignificando el interés por el otrx, que es unx mismx, como necesidad y deseo. Cuidando a un tiempo de sí, de otrxs y del mundo. Lo femenino desgenerizado. “Nosotrxs” encarnadxs abrazando su fragilidad y su poder.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En la primera etapa de esta investigación hemos analizado varias organizaciones católicas, religiosas y civiles, en México y Cataluña. El criterio de selección fue que dichas agrupaciones —o sus integrantes— se declararan como “feministas”, o bien que orientaran su trabajo y contribuciones hacia la igualdad de género y la crítica del sistema patriarcal. Interesan más las trayectorias y prácticas disruptivas o “carismáticas” de dichas agrupaciones y/o de algunxs de sus miembros, y menos el grado de “institucionalización” de las mismas. Nos referimos de manera operativa a “colectividades religiosas institucionalizadas” a aquellas iglesias y agrupaciones que, en el marco del artículo 6 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público en México, adquieren personalidad jurídica como “asociaciones religiosas” una vez que obtienen su registro: se identifican mediante una denominación exclusiva, se rigen internamente por sus propios estatutos de acuerdo con su doctrina o cuerpo de creencias, determinan quiénes son sus representantes, realizan actos de culto público, cuentan con derechos y obligaciones. Definimos “colectividades religiosas no institucionalizadas” a las agrupaciones religiosas que carecen de registro, así como a las asociaciones civiles sin fines de lucro de carácter religioso.
Se marcan los términos “femenino” y “masculino” en cursivas a lo largo del texto para recordar a lxs lectorxs la perspectiva crítica no binaria que subyace en este trabajo. Con la conciencia de que analizamos un orden de género inestable y, por ende, el lenguaje asociado a él resulta limitado para nombrar su propia transformación, decidimos partir de estas palabras para, paradójicamente, vislumbrar el posible tránsito de un orden a otro. Con Butler, consideramos que las reglas que estructuran la significación y generan una posición (la del homosexual) a través de la injuria son las mismas que posibilitan su subversión (Sáiz y Preciado, citado en Butler, 1997, p. 13). Nos atrevemos a problematizar las categorías “liderazgos femeninos” y “femenino” —términos que pueden resultar “incómodos” u “horrorizantes” en determinados contextos— para resignificarlas/desgenerizarlas y, quizás, abandonarlas después. Asumimos también que “la vida cambiante de los términos no limita la posibilidad de su uso”: “si un término se vuelve cuestionable, ¿significa esto que ya no puede ser utilizado, y que solo podemos usar términos que ya sabemos cómo dominar? […] ¿Significa esto que la forma habitual en que asumimos ciertos términos […] y el sentido en que ‘deben’ asumirse es un sentido moral que adopta la forma de un imperativo y que, como algunas prohibiciones morales, supone una defensa contra aquello que más nos horroriza?” (Butler, 1997, p. 260).
Batthyány define el cuidado como un conjunto de bienes y actividades que permiten a las personas alimentarse, educarse, estar sanas y vivir en un hábitat propicio. Abarca el cuidado material, que implica un trabajo; el cuidado económico, que implica un costo; y el cuidado psicológico, que implica un vínculo afectivo. Incluye tanto la posibilidad del autocuidado como la de cuidar a otros; se trata de un bienestar concebido de manera multidimensional, pues todas las personas están en riesgo de perder autonomía (Batthyány, 2004; citado en ILSB e Inmujeres, 2014, pp. 13-15).
Se rechazan “dualismos excluyentes” como: trabajo (actividad y participación social) vs. desempleo (inactividad, comportamiento desviado); personas independientes (con trabajo y sin necesidad de cuidados) vs. personas dependientes (sin trabajo o que por diversas razones no son capaces de cuidar de sí mismos); o trabajo (público) vs. familia (privado); en estas parejas, los últimos se asocian con frecuencia a trabajo no remunerado y cuidados (Sevenhuijsen, 2004, p. 11).
En 1995, Daniel Goleman introdujo una tipología de liderazgos (coercive, authoritative, affiliative, democratic, pacesetting y coaching), así como el término “inteligencia emocional”, que incorpora cualidades “femeninas” o “suaves”, y no solo las consideradas como “propias” para un líder “verdaderamente efectivo” (Goleman, 2004, p. 6).
Según Davis, “históricamente los paradigmas asociados al liderazgo de las mujeres han tendido a enfatizar el liderazgo colectivo por encima del individualista. Los jóvenes de los actuales movimientos radicales están priorizando el liderazgo de las mujeres, el liderazgo queer y el liderazgo de las colectividades” (Davis, 2016).
De acuerdo con estudios recientes, 84% de la población mundial se autoidentifica con alguna tradición religiosa (5.8 billones de personas en 230 países, cuyo promedio de edad es de 28 años): cristianismo 32%, islam 23%, hinduismo 15%, budismo 7%, religiones populares o nativas 6%, otras religiones como el sikhismo, jainismo, taoísmo, etcétera 0.8%, y judaísmo 0.2%. Las “personas sin religión” constituyen 16% de la población mundial, es decir, representan el tercer grupo más grande después del cristianismo y el islam (Pew, 2010). Se estima que para 2050 el grupo religioso mayoritario a nivel mundial será el islam (Pew, 2015). Si bien México ha sido un país mayoritariamente católico, desde la década de 1970 se registra un descenso constante en esta población; proceso que coincide con el aumento de la diversidad religiosa y de personas sin religión (Juárez y Ávila, 2007).
De acuerdo con Schüssler, el cristianismo primitivo cuestionó de raíz el orden establecido —la Ley y el Templo— para incluir a todos sin excepción en una “comunidad de iguales”. El emperador Constantino, fundador de la Iglesia católica “institucional” en el sigloiv, convierte este nuevo proyecto social de todos en el proyecto político del Imperio romano; pacto entre política y religión para construir “el Reino” de unos cuantos (Schüssler, 2003, p. 43).
Para Scott, la identidad es una “fantasía” —fantasy echo— y las “mujeres” son una pluralidad de sujetos “diferentes e iguales” (Scott, 2006, pp. 137, 138). Para Preciado, “la heterosexualidad y la homosexualidad no existen, son ficciones políticas” (Curia, 2015); el cuerpo es una “somateca: una ficción política viva” (Valdés, 2014, p. 24)
Dada la extensión y objetivos de este trabajo —ensayo académico y no reporte de investigación—, y a riesgo de caer en generalizaciones, en este apartado se adelanta una interpretación construida con base en un trabajo exploratorio de tipo cualitativo —de campo y virtualizado— en agrupaciones religiosas y civiles de mujeres católicas en México y Cataluña.
En el Concilio Vaticano II, que para algunos es un momento histórico de “renovación” de la Iglesia católica, se dialoga con las mujeres en estos términos: “La Iglesia está orgullosa, vosotras lo sabéis, de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el hombre […]. Estáis presentes en el misterio de la vida que comienza. Consoláis en la partida de la muerte […]. Reconciliad a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velad, os lo suplicamos, por el porvenir de nuestra especie” (Pablo VI, 1965).
Se refiere al don del Espíritu de Dios —pneuma, soplo, aliento, vida, inspiración, energía increada, Ruah— que actúa en todxs sus criaturas, no solo en “los elegidos”. A reserva de hacer una lectura teológica feminista del mismo, se recomienda consultar a Pikaza y Silanes: “Jesús no es carismático por sus carismas aislados, es decir, por sus milagros y raptos extáticos, sino por el carisma fundante de su vida, que proviene de la misma hondura del Espíritu de Dios. Jesús no es Dios, sino un hombre divino; no es realidad sobrehumana, sino persona humana que se encuentra totalmente penetrada por la fuerza y realidad de Dios que es el Espíritu. De tal forma vive desde Dios, que su misma vida es carisma” (Pikaza y Silanes, 1998, p. 208).
En junio de 2016, una organización no gubernamental que promueve la ordenación sacerdotal de las mujeres en la iglesia católica (Women's Ordination Worldwide [WOW, 2016]) apoyó la realización de una exposición fotográfica de la artista Giulia Bianchi (www.womenpriestsproject.org/) como parte de las actividades de celebración del “jubileo” por la ordenación de las mujeres. Imágenes que representan la presencia y participación de las mujeres en esta iglesia, acompañadas de la frase “Alccune donne disobediscono”, fueron vistas y leídas en una serie de carteles colocados en las calles del barrio de Trastevere, cerca de la plaza de San Pedro en Roma. Según la citada organización, existen unas 150 “mujeres sacerdotes renegadas” alrededor del mundo (Kirchgaessner, 2016).
Para González (2006, pp. 206, 213, 218), “imaginar al Dios cristiano como ‘Ella’ es un paso radical para la mayoría de los cristianos”.
En México sobresale el trabajo de Católicas por el Derecho a Decidir: “A finales de 2013, meses antes de que se realizara la inédita comparecencia en la que el Vaticano rindió cuentas a la ONU, por iniciativa de Alberto Athié, víctimas, personalidades y organizaciones de la sociedad civil entregamos un informe sobre la pederastia en México al Comité de la Convención de Derechos del Niño. En él se menciona que desde hace varias décadas se habían detectado muchos casos de abuso sexual contra niñas y niños en nuestro país, y que el caso de Marcial Maciel se había constituido ‘en un auténtico paradigma de protección y encubrimiento institucional por parte de las máximas autoridades de la Santa Sede, incluyendo a los papas Juan PabloII y BenedictoXVI, así como autoridades de otros lugares, como el cardenal Norberto Rivera de la Ciudad de México’, quien además ha protegido a otros abusadores sexuales, como Carlos López y Nicolás Aguilar” (CDD, 2014, p. 97). Por su parte, la teóloga feminista mexicana Marilú Rojas denuncia: “Las mujeres hemos sido excluidas de los ministerios ordenados en la iglesia, hemos sido consideradas doctrinalmente como seres de segunda categoría, y a estas doctrinas apelan los hombres líderes de la iglesia para negar la ordenación” (Rojas, 2017). La teóloga feminista catalana Teresa Forcades indica que escritos canónicos y apócrifos atestiguan tanto el liderazgo de las mujeres en las primeras comunidades cristianas, como la oposición que dicho liderazgo suscitó de forma sostenida de los siglosi aliii; se constata que “el liderazgo femenino queda personificado en la figura de María Magdalena, mientras que la oposición a dicho liderazgo se personifica en la figura de Pedro […]. Reconocer este hecho permite entrever una realidad mucho más rica, sugerente y compleja por lo que respecta a la convivencia de varones y mujeres en las primeras comunidades cristianas, y deslegitima a quienes apelan a la tradición primitiva para negar obtusamente aún hoy en día el acceso de las mujeres a la totalidad de tareas y responsabilidades eclesiales” (Forcades, 2016, p. 32).
Evidenciando esta complejidad, la teóloga feminista mexicana Marilú Rojas expresa: “Soy una mujer religiosa y teóloga en el seno de una iglesia patriarcal, y una mujer mexicana en el seno de una cultura dominante, autoritaria y patriarcal como lo es la sociedad mexicana, la cual además se caracteriza por ser una sociedad y una cultura conservadora […]. Tengo un doctorado en teología sistemática por una de las más prestigiosas universidades del mundo, mi examen doctoral lo aprobé con la máxima nota que da la universidad, y no tengo trabajo de tiempo completo en ninguna universidad católica. Mi trabajo es mal pagado, no tengo un salario fijo, no tengo seguridad social, ni posibilidades de jubilarme. Tengo que demostrar el doble de mi saber y conocimiento, y veo pasar a algunos de mis alumnos varones, muchos sin título siquiera de maestría, a ocupar cargos académicos como investigadores o directores de instituciones teológicas. Soy la primera doctora en teología sistemática en México, sin embargo, son compañeras que no tienen doctorado quienes tienen las directrices de institutos teológicos. Claro, la clave está en que no son feministas o hacen el juego al patriarcado algunas de ellas” (Rojas, 2017).