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Vol. 48.
Páginas 305-310 (enero 2013)
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Una biografía histórica: más allá del estigma de la amante
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Pamela J. Fuentes
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Los libros, según su contenido, el momento y la razón por la que decidimos leerlos se significan como algo particular: compañía, distracción o fuente de conocimiento e información. Se llamaba Elena Arizmendi es, además de lo anterior, una lección de historia.

En esta obra, Gabriela Cano reconstruye la biografía de Elena Arizmendi Mejía a partir de una labor detectivesca en diversos repositorios documentales de México y Estados Unidos. En palabras de la autora: “la investigación [...] tuvo visos de búsqueda arqueológica. Fue necesario cavar hondo y remover piedras para hallar los pocos datos disponibles, dispersos” (28). Y es que sobre Arizmendi solo se podía encontrar escasa información acerca de su papel en la fundación de la Cruz Blanca y algunas menciones sobre ella en obras de escritores de su tiempo. La referencia más famosa (por no decir inevitable) es Adriana, el sensual personaje que José Vasconcelos construyó a partir de la apasionada relación que tuvo con Elena Arizmendi.

La escasez de fuentes y la influencia —en su momento e incluso ahora— de la narrativa vasconceliana hicieron que biografiar a Arizmendi significara, textualmente, traerla a la luz tanto desde los archivos como de las sombras de su alter ego literario. Ambas situaciones representaron un reto para la autora en varios sentidos: por un lado, era necesario tomar distancia de las memorias de Vasconcelos, pero teniendo claro que siguen siendo la fuente primaria más importante para acercarse a la vida de Elena. Asimismo, debía sacar el máximo provecho de las pistas que la investigación iba arrojando y entretejerlas con los elementos históricos adecuados que permitieran realzar la fragmentaria información que ofrecían. Todo esto sin perder de vista un elemento básico de la investigación: la objetividad. Sabemos que todos estos son requisitos indispensables para los estudiosos de las humanidades, en particular para quienes hacemos historia. Pero también sabemos que las horas frente al escritorio no siempre dan los frutos que deseamos, en la medida y tiempo que nos gustaría... y el buen equilibrio de todos estos elementos en la obra que hoy nos reúne es, evidentemente, producto de la maestría y la paciencia.

Empecemos analizando las dificultades de la objetividad en este caso particular. Se dice que, cuando una persona se enamora o debe dinero, la ventaja siempre es de alguien más. En el caso del tórrido romance Arizmendi-Vasconcelos, en cuanto al amor se refiere, es difícil saber (y además sería injusto tratar de adivinar) quién de los dos estuvo más enamorado. Para esta pareja, el dicho podría ajustarse a que, cuando alguien se enamora de un otro que tiene a su favor las circunstancias para difundir sus memorias, la ventaja es de alguien más.

Confrontar la figura de Adriana —contenida en relatos tan seductores como ella— para dimensionar a Elena Arizmendi en una biografía histórica, con tantos claroscuros como fuera posible, implicó la búsqueda de datos que dieran cuenta de sus 65 años de vida y no solo de los cinco de su romance (1911-1916). En el camino, cuenta la autora, fue necesario “tomar distancia crítica de la envolvente prosa autobiográfica de Vasconcelos” (29). Además de eso, me atrevo a pensar que Cano también puso distancia crítica de la Elena Arizmendi real que se iba revelando ante sus ojos, alejándola de la heroína que el entusiasmo pudo haberle invitado a crear.

Digo lo anterior porque, a lo largo de las páginas de la obra, es posible conocer a una mujer interesantísima que se desenvolvió en distintas esferas: jovencita de formación liberal; estudiante de enfermería en San Antonio, Texas, en donde trabajó con migrantes y obtuvo los conocimientos necesarios para apoyar a heridos y enfermos durante la Revolución mexicana; migrante ella misma años después en Nueva York, ciudad en la que se probó como escritora, lugar también donde se alimentó intelectualmente de las enseñanzas de los clásicos griegos y del feminismo de la sueca Ellen Key, cuya influencia estuvo presente en actividades posteriores de Elena Arizmendi con feministas de México y otras partes del mundo.

Al mismo tiempo, el libro va dando cuenta de una mujer con una curiosidad intelectual y una capacidad de acción notables que le permitieron fundar la Cruz Blanca Neutral en el momento en que la Cruz Roja no apoyó a quienes se levantaron en contra de la dictadura de Porfirio Díaz. Esas mismas habilidades la llevaron a formar, hacia 1920, la Liga de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas (conocida también como la Liga de Mujeres de la Raza), una red intelectual de periodistas y escritoras de diferentes países en la que por dos décadas se intercambiaron nociones sobre temas como el voto, la maternidad, la infancia y el matrimonio, a la luz de la formación de una identidad moderna para las mujeres hispanoamericanas de clase media.

Sin hacer menos la pericia de Elena Arizmendi, el libro nos deja muy en claro que mucha de su ideología y experiencias de vida estuvieron influidas, de forma muy definitiva, por la clase social a la que pertenecía. Esta situación fue aprovechada por Arizmendi en diversas ocasiones: su ímpetu, así como su habilidad para poner en marcha sus deseos, casi nunca fueron interrumpidos por falta de recursos económicos. Hay dos ejemplos en la biografía muy ilustrativos: el primero tiene que ver con la separación matrimonial de su primer marido, Francisco Carreto, con el que contrajo nupcias a los 15 o 16 años. Después de una relación marcada por la violencia, Arizmendi promovió el divorcio sin solicitar manutención, además de cambiar su residencia por un tiempo, lo que le permitió poner fin de tajo a la relación. El segundo ejemplo revelador es cuando la autora nos cuenta que, con 25 años de edad, Elena logró que su padre le entregara parte de su herencia con el objetivo de estudiar enfermería en el Hospital de Santa Rosa, en Estados Unidos. Es probable que la independencia económica y emocional que perfeccionó con el tiempo haya contribuido a alejarla de una vida marcada por la desventura, a diferencia de otras de sus contemporáneas, como Antonieta Rivas Mercado, Frida Kahlo o Nahui Ollin, a quienes Cano bien llama “la trilogía de mujeres trágicas biografiadas en los ochenta y noventa del siglo xx” (28).

Esto no significa que la vida de Arizmendi pierda atractivo ni que haya estado exenta de tropiezos o conflicto. Su salida de la Cruz Blanca, por ejemplo, estuvo envuelta en acusaciones por mal uso de los recursos de la institución e insubordinación. Además, el estigma de la amante permeó sus proyectos profesionales: el Congreso Panamericano de Mujeres de Baltimore, en 1922, es muestra de ello. Si bien Arizmendi Mejía se mantuvo distanciada de la delegación mexicana por las diferencias políticas que se acentuaron a medida que el evento se desarrollaba, la relación con las representantes del gobierno de Alvaro Obregón estaba viciada desde el principio, pues la profesora Elena Torres, quien encabezaba el grupo, era amiga personal de Vasconcelos y no simpatizaba con su tocaya, a pesar de que habían transcurrido seis años de la separación de la pareja.

Estos y otros matices en la obra están a nuestro alcance gracias al partido que la autora supo sacar de las fuentes que fue posible recuperar. Documentos de archivo, imágenes, entrevistas y conversaciones fueron fundamentales para reconstruir la vida de Arizmendi, y, en las partes en donde se formaron lagunas, el contexto histórico tendió puentes. El libro sigue con destreza la máxima que Marc Bloch dejó plasmada en Introducción a la historia: “Allí donde es imposible asegurar, se impone sugerir”. Como resultado, no solo es posible apreciar los cambios de una mujer que siguió las pautas de la modernidad a principios del siglo pasado; al mismo tiempo, se pueden observar diversos cambios en el mundo político, intelectual y social de México. Con la debida distancia, la lectura de Se llamaba... me recordó el género literario del road trip en el que los principales personajes muestran su propio crecimiento enmarcados en un paisaje que, a la par, se va transformando.

Para nuestra fortuna, uno de los aciertos de que la obra esté escrita de esa manera es que puede servir como fuente de consulta para múltiples temáticas relacionadas con el género durante la primera mitad del siglo pasado. A vuelo de pájaro se me ocurren tres: el papel de las mujeres en las instituciones médicas y de beneficencia; los grupos feministas en México e Hispanoamérica, así como su participación en reuniones internacionales y la compleja relación del feminismo mexicano con el de otras latitudes, particularmente, el estadounidense. Y bueno, si la fuerza de la costumbre insiste en llevarnos a pensar en Elena Arizmendi como la amante de Vasconcelos, el libro nos otorga una perspectiva que nos permite analizar su relación no solo dentro de los conflictos consecuencia de la ilicitud y el estigma, sino como una mujer y un hombre que, libremente, decidieron amarse. Esto, además de permitirnos pensar en José Vasconcelos como el amante de Arizmendi, nos invita a reflexionar sobre los cambios que tuvieron las relaciones de pareja durante los últimos cien años.

A lo largo del último siglo, las personas encontraron diferentes maneras de combinar la tríada sentimiento, matrimonio y sexualidad, de tal manera que, además de existir matrimonios sin amor ni placer, o matrimonios por amor sin placer, una de las grandes conquistas culturales ha sido el disfrute del amor y el placer sin matrimonio. Todo lo anterior, con el objetivo, o no, de tener hijos. La vida y las relaciones personales de Elena Arizmendi estuvieron marcadas e influidas por todas estas posibilidades. En el caso del romance que tuvo con Vasconcelos, no solo el atractivo físico, sino los mismos gustos en las actividades de esparcimiento y las afinidades políticas e intelectuales se añadieron como ingredientes para fortalecer la relación. Se construyeron, a sí mismos, como una pareja moderna, en la que los elementos tradicionales, como la imposibilidad de la procreación o de la disolución del matrimonio de Vasconcelos, lo mismo atizaron que apagaron el deseo.

Esta es, pues, una de las muchas historias de amor que forman parte de la historia del amor. Es, también, solo una de las piezas que conformaron la existencia de Elena Arizmendi, quien relató algunas de sus vivencias, incluyendo su relación con Vasconcelos, en la novela autobiográfica de 1927 titulada Vida incompleta. Ligeros apuntes sobre mujeres en la vida real. Indudablemente, Elena quería hacerse escuchar. Ahora, gracias al trabajo de Gabriela Cano tenemos en nuestras manos una versión, lo más completa posible, de la vida de una mujer que se asumió real, que negoció espacios y lo mismo enfrentó que admitió reglas sociales. Una mujer tan real como extraordinaria

[Gabriela Cano, 2010]
Cano Gabriela.
Se llamaba Elena Arizmendi.
2da., Tusquets Editores, (2010), pp. 259
Copyright © 2013. Universidad Nacional Autónoma de México, Programa Universitario de Estudios de Género
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