Propone hacer una profunda reflexión sobre el desarrollo tanto como proyecto humano, como construcción social, donde se considere a la política, la cultura, y a las acciones y decisiones del poder del Estado y así poder avanzar en el desafío de superar las condiciones de pobreza y desigualdad. Señala nuevas formas de insertarse en la globalización, mediante una configuraciones del Estado y de sus capacidades de intervención, regulación y rectoría económica. Advierte que se requiere cambiar de enfoques y maneras de actuar desde la sociedad sobre la economía y contra el discurso convencional que reclama su reconocimiento como pensamiento único. Plantea que frente a los frenéticos cambios globales se requiere hacer un replanteamiento estratégico del Estado para revigorizar su accionar y así favorecer el cambio hacia el desarrollo económico con democracia y con equidad social.
To propose to do a deep reflection on the development so much as human project, as social construction, where it is considered to the politics, the culture, and to the actions and decisions of the power of the State and to be able like that to advance in the challenge of overcoming the conditions of poverty and inequality. It indicates new ways of being inserted in the globalization, by means of one configurations of the State and of his capacities of intervention, regulation and economic parsonage. He warns that it is needed to change approaches and ways of acting from the company on the economy and against the conventional speech that claims his recognition as the only thought. It raises that opposite to the frantic global changes it is needed to do a strategic rethinking of the State to re-invigorate his to gesticulate and this way to favor the change towards the economic development with democratic and with social equity
Conviene tener presente que el desarrollo, cuyo rescate proponemos, en lo esencial es un fenómeno histórico reciente, estrechamente asociado a la evolución del capitalismo y, en alguna medida, diferente a los grandes momentos de cambio histórico largo, muchos de ellos imperceptibles para los hombres mientras ocurría, sobre los que nos enseñó magistralmente Fernand Braudel. Como construcción social, podríamos incluso proponer que sólo fue a partir del fin de la Segunda Guerra cuando el tema adquirió singular relieve para convertirse en proyecto internacional y hasta civilizatorio.
Si entendemos al desarrollo como una combinación dinámica de crecimiento económico, progresivamente monetizado y vinculado a la evolución de los mercados, con procesos y momentos sostenidos pero no necesariamente permanentes de redistribución social, demográfica y de actividades productivas, ingresos y riquezas, tendremos que convenir que se trata de una combinatoria que con dificultades y contradicciones fue forjándose a lo largo del siglo xix y logró volverse una dinámica de aparente larga duración sólo a partir de los inicios de los años cuarenta del siglo xx. Fue hasta entonces, que el mundo avanzado empezó a redescubrirse como parte de un todo mayor cuyos otros componentes reclamaban reconocimiento y derechos, que tendrían que ser el fruto de correcciones importantes de las asimetrías del sistema económico internacional, hasta esas fechas vistas y postuladas como naturales desde las cumbres del poder económico y político mundial.
Desde entonces, mucha agua ha corrido por la faz y los intrincados sistemas económicos y financieros del planeta. Los acontecimientos de los últimos años, tanto los que acompañaron a la gran globalización de fin de siglo xx como los que han emergido con la gran crisis global que irrumpiera en 2008, han evidenciado la reversibilidad de esos proyectos de corrección internacional así como de las tendencias y dinámicas igualitaristas de las que se nutrió la idea del desarrollo.
Hoy, en medio de una recesión sometida a poderosas tendencias al estancamiento relativo pero de larga duración, es obligado volver sobre tal idea y tomar nota de la complejidad del fenómeno, su carácter multivariado y estocástico y de su impronta “no natural”, ni siquiera desde la perspectiva de la matriz estructural y las variables primordiales del capitalismo. Como acaeció en los albores del nuevo mundo que emergía de la terrible Segunda Guerra, la idea del desarrollo como proyecto humano y construcción social, debe verse como un relato marcado y condicionado férreamente por los movimientos de la sociedad y sus estructuras profundas, así como por la política, la cultura y las acciones y las decisiones del poder en y fuera del Estado.
Proponer la reflexión sobre el desarrollo como tema central de nuestro tiempo puede parecer una excentricidad, habida cuenta de las exigencias inmediatas de la recuperación de la actividad económica y del empleo, así como del predominio impasible de las visiones y enfoques estabilizadores y de revisión a la baja del Estado social. Sin embargo, esta recuperación conceptual es indispensable para darle a la política, en y frente a la crisis, otros contornos y perfiles y, a la vez, para que la economía política del desarrollo sea un aporte a los debates abiertos por la crisis.
Lo anterior adquiere particular intensidad y relevancia si además nos planteamos, como debe hacerlo América Latina en su conjunto, el desafío de superar sostenidamente las condiciones de pobreza y desigualdad prevalecientes en la región y, al mismo tiempo, avanzar en la consolidación de las democracias. Rumbo a lo que puede ser el fin del ciclo de expansión propiciado por el boom internacional de las materias primas, dicho desafío vuelve a presentarse como un reto primordial para la continuidad del crecimiento económico y la propia subsistencia y consolidación democrática de la región. Para evitar que la “pesadilla de Prebisch”, como algunos la llaman, vuelva a apoderarse del escenario del desarrollo latinoamericano, después de tantos años de penuria y desperdicio social y productivo.
La perspectiva abierta por la coyuntura actual del mundo, en especial a partir de lo que ocurre en algunos de los países “periféricos del Centro” en Europa, permite arriesgar otra afirmación aventurada: calificar al desarrollo con objetivos de justicia social e igualdad, como ha propuesto la cepal, no es una opción académica más. Implica un esfuerzo mayor de revisión analítica de las hipótesis con que hemos estudiado y entendido el desarrollo capitalista, así como sus diferentes puntos de inflexión políticos y estructurales a lo largo de su complicada historia nacional, internacional y ahora global.
En realidad, esta recuperación implica un cambio de orden en los objetivos y las prioridades de la sociedad. Al hacerlo, podremos replantearnos las funciones básicas que ordenan nuestro entendimiento de la economía política y, en particular, de la macroeconomía, para inscribir a lo social en el ojo del huracán de las deliberaciones políticas actuales, no sólo sobre la recuperación económica y del empleo o el futuro del (des) orden global, sino sobre el porvenir mismo de las democracias.
Adjetivos, opciones y restriccionesEsta operación, que deberíamos pretender que fuese paradigmática, impone una reflexión cuidadosa sobre los adjetivos, las opciones y las restricciones que implica la reconquista de la idea y la senda del desarrollo. Se trataría de una recuperación que, como ocurrió en los inicios del pensamiento histórico moderno, cuando se avizoraba un cambio profundo en las estructuras sociales y la emergencia de una ciudadanía que apenas se asomaba a la configuración del poder estatal moderno, tendrá que llevarnos a concebir el desarrollo como un proceso complejo que involucra grandes y pequeños cambios sociales así como diversas formas de aprendizaje democrático.
Será a partir de una recuperación como ésta, sugerida entre otros por Joseph Stiglitz2 así como por José Antonio Ocampo,3 que la economía política podrá recuperar su carácter de disciplina histórico-social, que es parte de las humanidades, y reivindicar su origen como filosofía moral cultivada por la Ilustración. Hasta allá deberían llevarnos las duras lecciones impartidas por la crisis global, que han hecho de la nuestra una disciplina “avergonzada”, como lo dijera lord Skidelsky, el gran biógrafo de Keynes.
Lo que plantea esta circunstancia impuesta por la globalidad de la crisis, no sólo son mutaciones en la conducción económica o la protección social, significativas o epidérmicas según sea el caso. Lo que está en el centro es la o las maneras en que las sociedades y sus Estados puedan sortear el laberinto actual que es posible resumir en la propuesta de que lo que vivimos es no sólo una época de cambios sino todo un cambio de época, en palabras de Alicia Bárcena, la secretaria ejecutiva de la cepal.4
La inversión valorativa sugerida arriba, pasa por una incorporación de variables ayer desdeñadas por casi todas las agendas de la economía política o pospuestas para “tiempos mejores”, cuando la acumulación de capital, material y financiera, permitiera plantearse las problemáticas vinculadas con la redistribución social o el cuidado y la protección del entorno. Hoy, es posible asegurar que ni el desafío del cambio climático ni el que encierran la exacerbación de la desigualdad y la ampliación de la pobreza, permiten soslayos y posposiciones; por el contrario, exigen que la agenda del desarrollo los asuma como retos centrales. La o las formas, estrategias y políticas, como se les encare y busque superar definirán la calidad y el sentido del proceso, así como los contenidos específicos de las políticas que puedan desplegarse.
Desarrollo y democracia encuentran aquí un difícil pero estimulante punto crítico de encuentro. En él, se pone a prueba la capacidad institucional y política de las naciones y de sus estados para lidiar con los “trilemas”5 que la globalización, ahora en abierta crisis, le plantea a las sociedades, a sus democracias y a los estados cuya misión principal es, precisamente, más que administrar recursos resolver dilemas.
De aquí la importancia de las tres entregas hechas por la cepal en lo que va del siglo. Dirigidas a ampliar y profundizar la gran ponencia sobre la “Transformación productiva con equidad”, hecha por la Comisión al inicio de la década de los noventa del siglo pasado, “Equidad, desarrollo y ciudadanía”, primero, y luego “La hora de la igualdad” y “Cambio estructural para la igualdad”, planteamientos que constituyen una plataforma robusta y novedosa para llevar a cabo una renovación consistente de nuestras maneras de entender y “actuar” el desarrollo.6
La sincronía entre economía, política y sociedad que se busca en estos textos miliares, puede conformar el basamento maestro para imaginar nuevas y mejores maneras de insertarse en la globalización poscrisis y de asegurar combinaciones productivas, hasta virtuosas, entre soberanía, democracia y desarrollo.
La reivindicación de la economía política del desarrollo… y de la macroeconomíaEl gran vuelco del mundo que trajo la hegemonía neoliberal a partir de los años setenta del siglo pasado, puso a la economía política del desarrollo en los márgenes de la discusión académica y política internacional y dio lugar a una radical reversión de los objetivos que orientaban la intervención de los estados en la vida económica y social. La “nueva economía política” supuso mudanzas radicales en la manera de entender los procesos productivos y distributivos, privilegiando excesivamente los teoremas sobre la eficiencia de los mercados y la imperiosa necesidad de la estabilidad fiscal y financiera, de precios y cambiaria, como condiciones sine qua non para vivir y aprovechar la globalización.
El sueño liberal del siglo xix de separar tajantemente a la economía de la política, tanto para fines analíticos como en los hechos cotidianos de la vida de las sociedades y los estados, se retomó con vigor en estos años cuando, además, los grandes saltos tecnológicos y su inscripción en los procesos económicos hacían pensar en una economía libre del espectro de los ciclos, las recesiones y, desde luego, las depresiones. Ahora, frente a lo acontecido a partir de 2008 cuando irrumpió la crisis financiera y pronto se volvió recesión global, puede proponerse que la economía política centrada en la macroeconomía y comprometida con el desarrollo debe volver por sus fueros.
No se tratará de un relevo festivo, pero en la medida en que la academia y los propios comandos políticos de la economía se vean impelidos a reflexionar sobre el largo plazo, como condición obligada para lidiar con las tormentas del presente, el cambio de estafeta y mando en el pensamiento y la acción habrá de tener lugar. Quizá, una primera tarea a cumplir para avanzar en este empeño sea el reconocimiento explícito, para fines conceptuales y de política, de que la economía del desarrollo, como la del crecimiento, “también nació siendo macro”, como lo ha recordado con tino y brillantez Jaime Ros.7
Además, como lo plantea también Ros, parece indispensable resaltar y recalcar que, desde la mirada de la economía política del desarrollo, el crecimiento económico mismo debe ser visto como “un proceso de cambio estructural más que como una mera acumulación de factores combinada con cambio técnico”.
Volver a los clásicos y a lo básico debe entonces entenderse como voltear a la historia, a la mecánica y la dinámica del cambio social así como a la centralidad del poder y de la política que, en nuestro caso, quiere decir reivindicar la macroeconomía como la concibieron y legaron Keynes y los suyos. De otra forma, se asuma o no, el presente continuo del globalismo neoliberal devendrá ominoso estancamiento y la recesión se apoderará no sólo de la producción o el empleo, como ocurre todavía hoy en buena parte del mundo, sino del conjunto de la vida social y, en especial, de la democracia y la cultura.
Por qué y cómo unas naciones fallan y otras no; por qué unas naciones se enriquecen y otras se mantienen sometidas a los círculos viciosos de la pobreza; cómo y en qué condiciones las elites gobernantes deciden girar sus políticas y estrategias, revisar la ortodoxia que suele acompañarlas y tranquilizarlas, para arriesgarse a acometer tareas que en su despliegue son portadoras de cambios sociales y aún políticos para el desarrollo, son cuestiones que dan voz, hasta hacerles eco, a las proclamas por otro desarrollo y el alter mundismo que ahora se empata con los reclamos de la indignación juvenil y el rechazo activo a las cúpulas de Wall Street.
En el centro de estas cuestiones, se ubica la necesidad de cambiar los términos y criterios de evaluación de la política económica para poner a la macroeconomía al mando. Así se abrirá la posibilidad, cancelada por el enfoque neoliberal, de inscribir el intervencionismo estatal en estrategias comprehensivas para el desarrollo, entendido de nuevo como un proceso de cambio social que es, a la vez, político y cultural. Al poner bajo su foco variables como el crecimiento económico o el empleo, esta macroeconomía tendrá que derivar en estrategias mayores y políticas explícitamente dirigidas a promover la redistribución social y recuperar los horizontes de igualdad que inspiraran la construcción de los estados sociales, también a la búsqueda de transformaciones productivas que abran la puerta para desempeños dinámicos que a la vez puedan combinarse con objetivos de equidad, universalización de derechos y expansión de la ciudadanía.
Ciertamente, no se trata de una empresa fácil de acometer y menos de convertir pronto en realidad promisoria. El globalismo, entendido como la primera derivada ideológica del canon neoliberal, se tornó sentido común al calor del gran cambio del mundo que irrumpió con la globalización de fin de siglo y el fin del régimen bipolar de la guerra fría. Este canon, pretendió volverse código universal con el Consenso de Washington. Su origen específico y coyuntural, ubicado en las grandes dislocaciones y peligros que le planteara al mundo avanzado la crisis internacional de la deuda externa estrenada por México en 1982, no impidió que pronto se impusiera como conocimiento universal, como pensamiento único y válido urbi et orbi
Más allá de las conmociones y turbulencias con que cerró el siglo xx, con la serie de grandes descalabros y crisis financieras en México, Asia, Rusia, Brasil y Argentina, y de las que acompañaron desde su inicio la instauración de este nuevo credo sobre el mundo y la especie; a pesar también de los acontecimientos traumáticos recientes producidos por la Gran Recesión, este sentido común fue construido y ha podido reconstruirse en y desde la crisis. Para ello han sido altamente funcionales y eficaces las esferas mediáticas y los centros dominantes de pensamiento y formación de opinión, generalmente vinculados con el poder constituido o los poderes de hecho. Tan sólo por este contexto y, desde luego, por su génesis “guerrera” (el fin de la guerra fría y la bipolaridad), el globalismo en clave neoliberal no se presta a una deliberación destinada a fomentar el surgimiento de nuevas ideas sobre el gobierno del Estado y la economía, para desde ahí proponerse el gobierno de la globalidad. De aquí la subordinación de la macroeconomía a la micro economía, y de la política fiscal a la política monetaria.
Es de esta urdimbre de relaciones y sometimientos de la que surge la exclusión de la política social y su sometimiento a los criterios de estabilización y equilibrio financiero y macroeconómico. Tal marginación se vuelve un conflicto de alta intensidad cuando la política social, o en un sentido más amplio la estrategia de desarrollo, trae consigo mensajes y propuestas de redistribución del ingreso, la riqueza y el poder. Por ello es que la visión asociada al globalismo ha conformado una poderosa serie de trincheras contra ideas renovadoras y su conversión en paradigmas alternativos, también ha servido y sirve como soporte de revisiones y renovaciones cosméticas del pensamiento y de las corrientes principales, cuya reproducción ha continuado a través de la crisis.
En realidad, esta reproducción no ha sido ni será lineal sino mediante las casamatas institucionales e ideológicas dentro de las cuales tienen lugar el conflicto social y clasista y la confrontación política permanente que es propia de las sociedades complejas. Este conflicto y su extensión como confrontación política, en nuestros días han adquirido especial plasticidad y agudeza en la problemática de las finanzas públicas por un lado y, por otro, en lo tocante a los usos de emergencia de la política monetaria y las formas específicas para acometer el rescate y restructuración de los sistemas financieros devastados por la crisis. Tal vez sin quererlo, la ofensiva de la ortodoxia y la defensa del llamado pensamiento único han sacado a la superficie el carácter esencialmente político e ideológico del corazón de la economía política capitalista, despojado de esos contenidos por la embestida globalista neoliberal.
Estamos, entonces, frente a y en medio de una suerte de gran contienda hegemónica cuyos perfiles no logran definirse aún como nuevas configuraciones del Estado y sus capacidades de intervención, regulación y rectoría económica. Cambiar enfoques y maneras de actuar desde la sociedad sobre la economía a través de los gobiernos se plantea, una y otra vez, como una necesidad vital para la supervivencia misma del sistema político-económico del capitalismo moderno; necesidad que se estrella, también una y otra vez, contra el imperio de los intereses creados y un discurso convencional que sigue reclamando su reconocimiento como pensamiento único.
Como ha escrito David Ibarra: Los cambios paradigmáticos en la economía no siempre resultan de planteamientos que perfeccionen la formulación anterior o que den una mejor explicación del comportamiento de ciertos fenómenos humanos. Invariablemente ofrecen verdades, anhelos sociales e individuales, entremezclados y sintetizados en planteamientos ideológicos atractivos.8
Los acontecimientos en Europa y Estados Unidos hablan de un sinuoso rumbo de confrontación ideológica y, desde luego, de lo difícil que es dejar atrás la crisis actual. Pareciera que los poderes de hecho y de derecho estuvieran preparándose para una fase larga de ajuste y relativo estancamiento, de la cual pudiesen emerger, eventualmente, las condiciones de rentabilidad necesarias para una recuperación de la acumulación de capital lo menos condicionada que fuese posible por las exigencias de compensación y redistribución social heredadas de la era de los estados de bienestar.
Estas formas y realidades difíciles de la recomposición capitalista a través de la crisis, deben ser de particular interés para nosotros en la búsqueda de un cambio de curso que, sin soslayar las enormes mudanzas estructurales y mentales que ha traído consigo la globalización, se proponga la construcción de estrategias de desarrollo renovadas y renovadoras. Tanto desde el mirador del retorno del crecimiento basado en la exportación de materias primas del que ha gozado el Cono Sur, como desde las experiencias poco exitosas de México, Centro América y El Caribe con el libre comercio con Estados Unidos, la reconquista del futuro supone la recuperación conceptual y semántica del desarrollo, entendido e imaginado como proceso nacional a la vez que global.
El reto estriba en hacer un riguroso inventario de lo existente, heredado o creado en los ciclos recientes de auge y cambio estructural y ser capaces de dilucidar su utilidad para sostener o impulsar una nueva forma de crecimiento y desarrollo, un nuevo curso. Esta operación “conservadora”, en el mejor sentido del término, permitiría no incurrir en uno de los excesos más nocivos en que cayó la estrategia neoliberal del cambio globalizador: echar al niño junto con el agua sucia de la bañera.
Así ocurrió en México a partir del ajuste externo destinado al pago de la deuda y, sobre todo, cuando se impuso la visión del agotamiento de la estrategia de desarrollo basada en la industrialización dirigida por el Estado. Una vez acuñada y formulada esta visión como estrategia de relevo, los dirigentes del Estado y los principales grupos de poder económico se aprestaron a realizar una cirugía mayor en las instituciones que daban sentido a la evolución económica y la coordinación y cohesión sociales. Pero, al no darse una sintonía adecuada entre el abandono de unas instituciones y el surgimiento de nuevas, capaces de modular el cambio y proteger a los más débiles tanto en la economía como en el resto de la reproducción social, se crearon vacíos que la política, también en transición a la democracia, no pudo ocupar. La consecuencia está a la vista: casi tres décadas de ínfimo crecimiento; altas cuotas de pobreza y desigualdad; subempleo masivo, en especial de los jóvenes; desarticulación regional y ética del Estado nacional, como resultado de la criminalidad organizada y las reacciones también violentas de poblaciones y organizaciones cívicas.
“Limpiar la mesa” del desarrollo cuanto antes, demoler las adiposidades e inclinaciones corporativas en que se había sustentado el autoritarismo desarrollista e incluyente del pasado, devino en nuevas formas de dualismo productivo, “trialismo” lo llamó hace años el estudioso Enrique Hernández Laos,9 sin que fuera redefinido positivamente por la apertura externa y el indudable éxito exportador logrado en buena medida gracias al Tratado de Libre Comercio con América del Norte. La globalización mexicana, concebida e instrumentada de modo unidimensional como fruto de la relación especial con la economía y el Estado americanos, auspició una creciente integración regional pero también una desintegración del tejido productivo nacional que conspiró contra el aprovechamiento interno de las ganancias externas.
La consecuente desigualdad se expresa tridimensionalmente en el territorio, la convivencia social y la producción económica, pero ahora se extiende por toda Norte América mediante la emigración masiva y la afiliación mental, a través del consumo y la adopción de estilos de vida, a un Estados Unidos presa a su vez de agudas contradicciones sociales y políticas. Tal es, puesta en una nuez, la triste lección de la “gran transformación mexicana” de fin de siglo: una sociedad perdida en su transición múltiple y sin destrezas políticas para emprender una traducción positiva de sus cambios hacia nuevas y mejores formas de vida comunitaria.
La experiencia de México, cuyos extremos no la hacen radicalmente distinta de otras narrativas contemporáneas, debería servir para buscar darle a la globalización un sentido propio, que se corresponda con las historias y las visiones nacionales. Sin embargo, lo que se ha impuesto es un intento por sofocar y encorsetar dichas historias en pensamientos pretendidamente uniformes. Para retomar el camino, sin negar las grandes mudanzas del mundo y de los países emergentes o en desarrollo, es indispensable rescatar al bienestar social y a la justicia distributiva como el gran binomio donde deben incrustarse el cambio económico y las estructuras productivas que resulten de dicho cambio. Es la economía la que se debe a la sociedad, donde se determinan carencias, necesidades, anhelos. No al revés, como ha querido la revolución de los ricos.10
En presencia de una despolitización intencionada y sistemática de la cuestión social, promovida por la llamada revolución neoliberal, una conversación renovada entre economía y política, entendidas como mercado, Estado y democracia, no podrá enfilarse por la senda de una modernidad robusta y consistente; por ello, donde se pueden encontrar las claves para darle al crecimiento económico un rostro humano y a la globalización un aprovechamiento efectivamente planetario es precisamente en una radical inversión de visiones, conceptos y valores.
Si bien la sistemática separación de lo social y lo económico ha sido un proyecto intelectual y político de larga data, buscado por el liberismo actual o el liberalismo manchesteriano del siglo xix, ha sido sólo en la historia reciente cuando este proyecto alcanzó una materialidad política, institucional e ideológica formidable. Por ello, la insistencia en reposicionar al desarrollo, adjetivándolo con objetivos de equidad para la igualdad y, también, como un legítimo derecho humano fundamental, como también lo es su necesaria traducción en políticas y responsabilidades estatales.
Cuando hablamos de desarrollo y bienestar social así como de políticas de Estado, en el sentido anotado, apuntamos a la posibilidad de empezar a reconstituir el presente con una visión rigurosa del o los futuros posibles. Esto reclama esfuerzos intelectuales y voluntades políticas destinados a reconfigurar el entramado de las relaciones humanas, para que pueda servir de cauce racional y progresista, democrático y de equidad, para un desarrollo no sólo desde adentro, como lo ha planteado Osvaldo Súnkel,11 sino desde una globalización cuya crisis material e institucional exige medidas de emergencia, a la vez que transformadoras, para asegurar la reproducción de nuestras sociedades.
La búsqueda de un régimen económico y social planetario al servicio del “factor” humano, como lo dijera la gran pensadora italiana Rossana Rossanda para su país, comprometido con la participación activa de sus miembros en nuevos experimentos democráticos, ha dejado de ser una utopía.12 Se trataría de recuperar lo verdaderamente básico, como es el entorno natural y desde luego el trabajo, como condición para ofrecer una salida viable a las mudanzas globales frenéticas. Sería una propuesta destinada a ofrecer a la especie no sólo visos de supervivencia, sino horizontes de evolución colectiva sostenibles y sustentables: defensa y promoción de la cohesión social y del medio ambiente.
Nada más lejano del individualismo a ultranza, “posesivo”, que la reaparición del darwinismo social quiso imponer como credo y principio para el mundo que se adentraba en la gran y riesgosa aventura de la globalización. Lo que hemos podido aprender es que, en todo caso, una globalización sostenida en la ambición aislada y una supuesta elección racional basada en el cálculo individual no puede ser sustentable ni socialmente productiva.
En palabras de Adela Cortina:13 “La afirmación liberal según la cual hay individuos aislados que un buen día deciden sellar un contrato no deja de ser una hipótesis ficticia. No existen esos individuos aislados, sino personas vinculadas a los demás seres humanos, es decir, en relación política”.
El desarrollo ayer y hoy: aventuras y desventurasUn marco de referencia para imaginar, diseñar y evaluar sendas políticas como las sugeridas, debe partir de la economía política del desarrollo. También, de asumir que en toda discusión sobre el desarrollo y sus perspectivas, hay una economía política y una historia nacional peculiares que no se pueden desdeñar ni subsumirse indiferenciadamente en una historia mundial homogénea o sobre determinante.
El desarrollo, visto como un proceso de cambio social, político y económico, requiere de un correcto funcionamiento de las instituciones: “las instituciones importan”, como dijera el Banco Mundial a fines del siglo pasado.14 Sin embargo, suele soslayarse el papel del factor humano en la construcción, conducción y aplicación de dichas instituciones. Al observar el cambio institucional que se considera indispensable para lanzar o relanzar el proceso, salta a la vista la disonancia que se da entre países que han realizado tales cambios conforme al mismo código. De aquí la necesidad de inscribir el vector institucional en un contexto histórico específico donde se resume la historia peculiar, idiosincrática, de los estados nacionales y, también, de asumir el esquivo tema de los valores, la ética y las actitudes no sólo de la sociedad en su conjunto sino especialmente de los actores directamente involucrados en el cambio y el manejo institucionales.
La idea del desarrollo como progreso, como “estar al día”, a la par de lo que se considera lo más avanzado, es tan vieja como la modernidad. Forma parte del pensamiento clásico de las ciencias sociales, así como de la experiencia política internacional de los dos últimos siglos. No por casualidad, Adam Smith, el padre fundador de la economía política, intituló su obra más célebre Una investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones (1776).
Sin embargo, la preocupación por este proceso central en la vida de los estados se volvió universal y estratégica hasta la segunda mitad del siglo xx. Antes, más bien pertenecía al arsenal de los estadistas del “círculo íntimo” de las naciones poderosas, entre cuyos retos siempre estaba alcanzar al que llevaba la delantera e impedir que los que les seguían subieran la escalera por la que ellos ascendían. El resto del planeta era visto, en todo caso, como la “carga del hombre blanco”.15
La Segunda Guerra fue devastadora, pero también constituyó una formidable licuadora para las culturas y las experiencias humanas. En más de un sentido, fue la primera gran vivencia masiva de la globalización; puso en contacto a hombres de todas las latitudes, los desplazó por territorios hasta entonces desconocidos para el habitante promedio e introdujo a poblaciones enteras de las regiones atrasadas en lo que hoy llamaríamos la modernidad. Ciertamente lo hizo a través de la destrucción más violenta imaginable, pero sus lecciones fueron asimiladas por las elites emergentes o en formación y traducidas pronto en un reclamo de descolonización, mejoramiento material, independencia nacional y avance social.
En América Latina, en condiciones y perspectivas diferentes tras más de un siglo de vida independiente como estados nacionales, pero a la vez familiares en sus aspectos estructurales respecto de lo que luego se dio en llamar el “tercer mundo”, también se empezó a vivir el sueño del desarrollo. Urbanización, industrialización, sustitución de importaciones, nuevas maneras, más sólidas y controladas nacionalmente, de vincularse con la economía mundial que se reconformaba, formaron parte del arsenal de políticas y visiones transformadoras a que convocaran Raúl Prebisch y sus compañeros de la cepal apenas terminada la guerra.
Una “fantasía organizada”, como la llamara Celos Furtado, trataba de recoger en y para la región las lecciones teóricas y políticas de la gran depresión para buscar una reformulación de la economía política que hasta entonces había inspirado los esfuerzos de conducción, incluso de transformación de estados, economías y sociedades. En el centro, se instaló pronto el desarrollo económico basado en una industrialización dirigida por el Estado, como la bautizaran mucho después José Antonio Ocampo, Enrique Cárdenas y Catherine Thorp.16
Por su parte, los combatientes del mundo avanzado y sus familias, enriquecida su memoria con las crisis de los años treinta por la experiencia dolorosa del conflicto bélico, empezaron a asumir la protección social y la presencia activa del Estado como un derecho adquirido y hasta exigible; lo que derivaba, racional y políticamente, en la centralidad universal del desarrollo. Así, el mundo se dio a la búsqueda explícita del crecimiento económico, considerado como indispensable para el bienestar social y la consolidación de las democracias.
Con el triunfo de la revolución china y la independencia de India, una parte significativa de la población del globo pareció capaz de concretar las expectativas de progreso material para todos, así como la posibilidad de trazar trayectorias históricas novedosas, incluso radicalmente distintas a las conocidas como exitosas. Asimismo, la capacidad de la urss para saltar hacia delante en medio de la gran depresión de los años treinta y de resistir victoriosamente la invasión nazi en los cuarenta, contribuía a convertir al desarrollo en la idea fuerza del mundo que emergía en la posguerra.
Al imponerse la ideología como factor determinante de la política mundial, el desarrollo se convirtió en una variable estratégica en el enfrentamiento bipolar; paradójicamente, fue al calor de este nuevo conflicto que muchos países intentaron rutas propias de progreso económico y social, buscando recoger lo mejor de las dos experiencias que entonces se presentaban como las únicas alternativas. Si bien las “terceras vías” de aquellos años fueron poco exitosas, quedó en reserva la idea de explorar y potenciar tradiciones e idiosincrasias como condición inicial para el desarrollo económico y, ahora, en medio de las tormentas de la globalización, reclama un lugar estelar en el inventario de las políticas y las instituciones para el desarrollo.
Por décadas, en medio de un equilibrio delirante de destrucción mutua, el mundo se las arregló para concretar el desarrollo; como paradigma central, estaban el pleno empleo y la protección social y, en el “lado oscuro” del planeta se veía a la expansión económica sostenida como la ruta por excelencia para arribar a plataformas de progreso que se resumían en los estados de bienestar.
Intervenciones sistemáticas del Estado en las decisiones y en los procesos económicos; aprovechamiento intenso de los fondos externos de ayuda, préstamo o inversión; protección y hasta invención del precario empresariado doméstico, eso y más se puso en juego en aquellos años bajo las divisas del crecimiento y el arribo pronto a actividades del más alto valor agregado posible. La acumulación de capital y la inversión productiva, junto con la industrialización ampliada de las economías, eran los vectores de la gran transformación de la segunda mitad del siglo xx.
Tanto la eficacia política como la creación material sostenida, fueron puestas por encima de las “mejores prácticas” o de las políticas correctas, las instituciones adecuadas y la eficiencia. El resultado fueron años de expansión productiva y cambio social, plasmado en la urbanización, la ampliación de los sectores medios, la diversificación y expansión de las esferas del Estado y de lo público.
Más tarde, en los años ochenta del siglo xx, una nueva mutación se impuso como exigencia para el logro de equilibrios y balances globales exigidos por los países desarrollados como condición para realizar transformaciones productivas que los sacara de su crisis de estancamiento con inflación. Sobrevino entonces el inicio de la revisión a la baja de los estados sociales así como de los regímenes salariales y de protección del empleo, complementos indispensables de los estados de bienestar y del paradigma dominante del pleno empleo.
La extensión de este cambio de visión y de enfoque impuso ajustes draconianos de las cuentas externas y fiscales, bajo el pretexto de corregir lo que se consideraban errores y excesos. El endeudamiento dejó de verse como un instrumento útil para promover la actividad económica y auspiciar balances financieros y monetarios globales favorables, y empezó a entenderse como el gran resumen de los desequilibrios que bloqueaban el avance de la economía internacional hacia una formación propiamente mundial, globalizadora como se le llamaría poco tiempo después.
A partir de las crisis petroleras que arrancan en los años setenta se le plantea al orden de la posguerra un “conflicto estructural” de grandes proporciones que agudiza las tendencias al estancamiento y que se acompaña de altas tasas de inflación. A su vez, dichas crisis trastocan el sistema financiero y bancario internacional, impulsan una explosión del crédito mediante los llamados petrodólares, y el endeudamiento externo de los países en desarrollo se expande vertiginosamente. Al final, con la gran erupción de la crisis de la deuda externa, inaugurada por México en 1982, se trazan nuevos y radicales linderos al desarrollo; se fue tan lejos en esta segunda ronda del vuelco mundial, que llevaría a una radical reversión de los criterios maestros del régimen forjado en la segunda posguerra que, incluso, se pretendió desaparecer del mapa de las prioridades internacionales la idea misma del desarrollo.
Sin embargo, el equilibrio macroeconómico y el control de la inflación, difícilmente podrían dar lugar a un paradigma eficaz para un sistema político-económico y unas sociedades para las que el crecimiento económico, la transformación social y el balance político son vitales para dinamizar sus contradicciones primordiales. Ahora se vive con particular intensidad y evidencia esta improductividad sistémica e histórica del llamado paradigma monetarista-neoliberal.
Los vericuetos de la globalizaciónCon las convulsiones que propulsaron la globalización de fin de siglo, sobrevino un radical cambio paradigmático; el derrumbe del comunismo soviético constituyó un acicate para proceder a revisar de modo radical los criterios de los vastos acuerdos sociales y políticos que, como se ha dicho, daban sentido a la reconstrucción y a la recuperación económica y social que marcaron la posguerra. También fueron rigurosamente enjuiciados los valores que se habían podido acuñar para propiciar un desarrollo internacional menos asimétrico.
En vez de pleno empleo y protección social se impuso la lucha contra la inflación, la estabilidad financiera y su posterior desregulación y la reducción de los compromisos del Estado de bienestar, en pos de una dinámica orientada a la eficiente asignación de los recursos a cargo del libre juego de los mercados.
En los países en desarrollo, se volvió consigna la noción del ajuste externo, la revisión a la baja de los Estados intervencionistas y la mutación radical de políticas de fomento en consonancia con lo que se llamó el Consenso de Washington, orientado a redefinir el perfil global del mundo y a asegurar la implantación de un nuevo orden mundial.
Sin renunciar del todo a la idea del crecimiento económico, la historia en que se sustentaban las visiones y estrategias que dieron cuerpo a la economía del desarrollo fue revisada y vuelta a escribir. El éxito económico y social se vio como el resultado de una combinación virtuosa de libre mercado global, libre iniciativa local e instituciones correctas, reduciendo al mínimo la intervención política en la economía a través del Estado. La democracia misma tenía que ser repensada, como condición sine qua non de una gobernanza que fuera capaz de superar los supuestos excesos propiciados por una pluralidad política renuente a asumir sus crecientes costos sobre las finanzas del Estado y las ganancias de la empresa.
Al proponerse a la globalización como sendero único hacia una sociedad internacional, el entendimiento del desarrollo y de su historia cambió hasta llegar a los excesos ideológicos neoliberales para los que no sólo el futuro sino el presente y el pasado tienen una sola racionalidad, derivada del pensamiento deductivo y los modelos abstractos. Las identidades locales y nacionales habrían de quedar subsumidas en esta idea unidimensional de la evolución económica y de la historia política y social.
Esta ronda no ha terminado con las primeras disrupciones de la globalización realmente existente; lo que ahora priva es más bien una incertidumbre espesa que domina el ánimo de las comunidades e impone al miedo y a la inseguridad como parámetros de una nueva perspectiva del futuro. La dificultad para asumir la profundidad de la crisis actual y su desigual forma de desplegarse y reproducirse, ahonda dicha situación y, al agravar la cuestión social que vuelve a presentarse como una combinación intensa de desigualdad y pobreza, plantea nuevos retos a los sistemas políticos democráticos cuyos cimientos precisamente fueron el gran acuerdo social para el bienestar y el pleno empleo.
Frente a la globalización como trayecto y pensamiento único, se ha postulado que “otro mundo es posible”, y frente a la dictadura del ajuste financiero y el equilibrio fiscal se plantean nuevas maneras de vincular el comercio exterior y los fondos de financiamiento a las tareas fundamentales de la acumulación y el desarrollo social. Consecuentemente, se exploran enfoques alternativos al “déficit cero”; sin embargo, tanto en Europa como en Estados Unidos, el criterio de estabilización a ultranza se mantiene como primera casamata contra cambios progresivos y progresistas y se le impone como condición sine qua non para recuperar el dinamismo económico. Lo anterior implica, como se vive hoy, asumir al estancamiento relativo como presente continuo y, a la vez, concebir al desarrollo como un horizonte lejano, cuando no de plano inviable.
Sin embargo, la problemática asumida por las Naciones Unidas en sus “Metas del Milenio” junto con la cotidiana constatación de que frente a las asimetrías mundiales acentuadas por la globalización las sociedades atrasadas se “ajustan” subversivamente al mundo, mediante la migración en masa, obligan a recuperar la idea del desarrollo para hoy y para mañana.
Es en este cruce de visiones que puede empezar a gestarse una visión sobre el presente que alimente la ambición de “reconquistar” el porvenir, mediante una nueva fase de transformación productiva que asuma a la igualdad y a la protección del entorno como centrales para la evaluación y la búsqueda de alternativas productivas y tecnológicas. De esta revisión, pero también de la gravedad de la crisis, es que puede emanar otra ronda de pensamiento y acción colectiva que recupere para el desarrollo su lugar central en la historia moderna no sólo de Occidente sino del planeta en su conjunto.
Con las mudanzas culturales e ideológicas con que se cerró ese siglo, las nociones de ciudadanía y de los derechos humanos registraron ampliaciones y mutaciones; así, la ciudadanía se presenta como indivisible en sus varias dimensiones –civil, política y social– y los derechos se expanden y son concebidos como derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, lo que abre una perspectiva generacional ilimitada. En este contexto, el derecho al desarrollo que reclamaron las naciones atrasadas al término de la Segunda Guerra se acuña como derecho fundamental e impulsa el desarrollo de los derechos como sostén primordial de la equidad, la ciudadanía y la democracia misma.
La encrucijada latinoamericanaEn América Latina, los primeros grandes impactos de la globalización se combinaron con una de sus peores crisis económicas, probablemente la más larga y compleja. En más de un sentido, si se atiende a lo ocurrido con las principales variables productivas y, sobre todo, con las que tienen que ver con el nivel y la calidad de vida de la población, podría incluso decirse que esa crisis no ha terminado. Al ocurrir en medio de una acelerada urbanización y en un contexto político dominado por un reclamo democrático muy amplio, la crisis indujo a revisar las instituciones económicas y políticas, así como las estrategias sobre las que se había fincado la expansión económica de la región a partir de la Segunda Guerra.
Así, se tejió la “leyenda negra” del desarrollo latinoamericano donde se magnificaron los excesos y defectos, y los logros se minimizaron; esta tabula rasa, intentada con furia en varios de nuestros países, si bien impulso cambios, fue incapaz de propiciar la consolidación de nuevas formas de crecer y de distribuir compatibles con una convivencia política y social que es inherente a la democracia representativa. La “vieja” manera de entender y de vivir el desarrollo, resumida en la industrialización dirigida y protegida por el Estado y en los distintos autoritarismos que la acompañaron permanente o intermitentemente durante medio siglo, no ha tenido una solución de continuidad virtuosa.
Los mecanismos productivos e institucionales necesarios para acometer una nacionalización de la globalización no se han podido concretar, por lo que para América Latina y para México todavía tiene que hablarse de una encrucijada que reclama audaces apuestas políticas e institucionales que, como ocurrió en la fase anterior de desarrollo, se propongan “hacer época”.
Este empeño, como decimos, le plantea a los estados complicados “trilemas” a partir de los cuales la centralidad de la política vuelve por sus fueros en la medida en la que la sintonía entre democracia, soberanía y globalización dista mucho de tener una operación normal si se le evalúa con criterios clásicos como lo son el de la equidad y la inclusión social. En realidad, se está frente a equilibrios provisionales e inestables, en tanto el mundo pueda alcanzar un efectivo nuevo orden.
La política necesaria para este trance debe hacerse cargo de la subjetividad transformada por la “revolución de los ricos”, pero también incluir los matices de la realidad transformada y su entorno específico, interno y externo, para poder imaginar y poner en acto mecanismos de adaptación al proceso global desde coordenadas históricas nacionales. Más que adoptar procesos y “modelos”, como ha querido hacerse en las últimas décadas, lo que urge son fórmulas variadas de adaptación de tecnologías y, sobre todo, de estrategias de inserción en la globalidad hoy en crisis pero también en tránsito a nuevas formas de producción, intercambio y gobierno del Estado.
Tanto la mundialización de la política y de la economía, como el choque cultural que impulsa a gran escala el avance tecnológico, se vinculan en un proceso desarticulador, de individualización y despolitización social, que hace peligrar la estabilidad y la legitimidad de las instituciones. La resultante, hasta el momento, es una polarización aguda de visiones e intereses, que desgasta los mecanismos creativos de hacer política con visión de largo plazo.
Señalar que el estallido de la crisis internacional de la deuda, iniciada en México en 1982, determinó el arranque de esta revisión formidable de la economía política de la región no es menor. El significado de esta coyuntura trascendió con mucho los problemas de liquidez internacional que aparecieron en la superficie y pronto se puso sobre la mesa, en toda su complejidad política y social, el tema de la estructura productiva y de los mecanismos y formas de producción y uso del excedente económico, uno de cuyos componentes era, y lo sigue siendo, la forma como estas economías se relacionaban con el resto del mundo.
Si bien es cierto que, en este sentido, la región ha hecho avances, en la medida en que varios países latinoamericanos han redefinido a fondo la estructura de sus exportaciones y que la deuda externa parece haber dejado de tener el peso fatal y letal que tenía, sin demérito además de la participación en las fases simples de las complejas cadenas de valor de la producción internacional, no deja de ser cierto que en prácticamente toda la región se vive o se teme la resurrección de la vulnerabilidad financiera externa. La exacerbada dependencia de las exportaciones primarias, renacida con la portentosa reaparición de China en el mercado mundial, acentuada ahora por el gran peso que han adquirido los movimientos de capital internacional de corto plazo, conforman indudables vectores de inestabilidad si no en lo inmediato sí en el mediano y largo plazos.
Por otro lado, la producción y el uso del excedente social, que tiene que ver directamente con la distribución del ingreso y su destino, apenas ha recibido atención por parte de los Estados y de los partidos que protagonizan la vuelta o el estreno democráticos. En la actualidad, buena parte del éxito exportador logrado depende de pautas salariales y del empleo que redundan en una mayor concentración de los frutos del crecimiento económico alcanzado.
Más allá de la transferencia tecnológica inherente a las firmas transnacionales, los avances en la productividad de ciertos núcleos exportadores en buena medida son resultado de acciones defensivas de las empresas, que más que modernizar sus plantas se empeñan en reducir sus costos, con cargo al desempleo directo y a bajos salarios medios; a su vez, como ocurre en México y Centro América, la opción por la maquila no ha llevado a la búsqueda de una progresiva integración nacional de esas actividades y en consecuencia su capacidad de irradiación de sus frutos es muy limitada. Así, los efectos esperados de la apertura comercial y del cambio estructural para la globalización, en términos de empleo, salarios y distribución de la productividad, lejos están de haberse concretado.
En el caso de México, por ejemplo, las expectativas iniciales de la apertura comercial y del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan), de que se atraería inversión hacia los sectores con mano de obra abundante, poco o nada calificada, no se han cumplido del todo y el formidable dinamismo exportador alcanzado no ha trasminado al resto de la economía. El crecimiento del empleo total ha sido del todo insuficiente para absorber la demanda de trabajo y el mercado interno ha caminado con lentitud; en consecuencia, la brecha social tan sólo por el peso de una demografía en transición, se ha ampliado.
Hasta la crisis de la deuda, se otorgaba al Estado un papel central en la industrialización de la región, a la que se confió el papel de dinamizar e integrar las economías y las sociedades latinoamericanas. La apuesta de largo plazo estaba fincada en que el crecimiento industrial permitiría mantener altas tasas de crecimiento, cerrar progresivamente la brecha externa y mejorar el nivel de vida de la población, sobre todo con la ampliación y el mejoramiento del empleo urbano. Entonces, se prestaba poca atención a lo que Prebisch ya había advertido y resumía en su noción de “insuficiencia dinámica” del crecimiento.
Esta insuficiencia se expresaba tanto en un desempeño externo crónicamente deficitario, que asociaba el crecimiento con déficit crecientes en la cuenta corriente de la balanza de pagos, como con una precaria articulación doméstica de la estructura productiva, donde encontraba su raíz lo que se llamó la “heterogeneidad estructural” latinoamericana, que cruza mercados de bienes y trabajo y desemboca en cuotas de desigualdad y, ahora de pobreza, muy por encima de lo que podría esperarse de estructuras productivas como las que América Latina pudo construir en el siglo xx.
Esta forma de crecimiento, llevó a las economías latinoamericanas a una fuerte dependencia de su capacidad para absorber capital externo, en especial mediante el endeudamiento. La fórmula que se consideraba como central para elevar el bienestar general de la población puede verse hoy como simplista, literalmente aritmética: bastaba con que creciera la producción por encima de la población para garantizar un aumento en el ingreso per cápita que se reflejaría en el incremento de los ingresos y las oportunidades para los distintos sectores de la población.
Se postulaba así un círculo virtuoso, articulado por la modernización económica y social fruto del desarrollo industrial, cuyos encadenamientos productivos serían el impulso para el resto de los sectores. En los hechos, en prácticamente toda la región se descuidó la construcción de redes sociales de alcance universal, lo que se agravaba por la progresiva segmentación de los mercados laborales que apuntaba a dosis de marginalidad crecientes. Con la hecatombe de la deuda, el modelo se declaró agotado sin haber superado los rasgos más negativos de la desigualdad económica que ha caracterizado a la región a lo largo de su historia. Tampoco se pudo superar la vulnerabilidad externa, que imponía una aguda dependencia financiera del crecimiento global.
Como resultado de la crisis de la deuda y del ajuste externo a que fueron sometidas las economías de la región, se impuso la idea de ir “más allá del ajuste” y realizar un cambio estructural que permitiera superar la crónica debilidad externa del desarrollo y abriera paso a una fase distinta de la evolución económica. Esta es, a la fecha, la franja de transición en la que se mueven la política y la democracia, pero también los resortes más profundos que organizan la subsistencia y la coexistencia de los latinoamericanos. Más que transición, para muchos se trata de una interminable tierra baldía.
Los ajustes que tuvieron lugar en los primeros años ochenta fueron recesivos, afectaron negativamente el ritmo de crecimiento de la economía y del empleo y desembocaron en un empeoramiento de la distribución del ingreso. En esa década adquiere carta de naturalización la pobreza extensa y extrema, como resultado del estancamiento productivo y la caída de la ocupación, así como de las devaluaciones y el agravamiento de la inflación que acompañaron al periodo de ajuste.
La combinación de todos estos factores permite hablar de una fase de crisis profunda y más o menos general, dentro de la cual tiene lugar, sin embargo, una búsqueda afanosa y muy costosa del cambio hacia una nueva forma de crecimiento. La crisis, como se ha sugerido, amplió y volvió más severas las desigualdades sociales, sectoriales y regionales; puso al descubierto profundas fallas fiscales y financieras, e hizo evidentes los grandes nudos que sofocaban y deterioraban la organización estatal.
Así, a los rezagos históricos de tipo social y productivo que caracterizaron el desarrollo anterior, se añaden los costos sociales acumulación de faltantes que debe inscribirse, además, en el marco de las limitaciones que la globalización impone a las decisiones y visiones estatales. Con esta combinatoria, se puede tener una idea inicial y aproximada de la magnitud de los retos que se plantean a la región. Todos son desafíos para el desarrollo, el de hoy y el de mañana.
Por un replanteamiento estratégico: el redescubrimiento del EstadoLa circunstancia crítica de la situación actual debería conducir a replantearse los términos de la estrategia seguida; la explosión financiera y su impronta de implosión valorativa al implantar urbi et orbi a la codicia como cultura, llevan a la necesidad redescubierta de su regulación. La exigencia de contar con estados fiscales fuertes y dinámicos es insoslayable, porque sólo así podrá intentarse reeditar la delicada y siempre veleidosa combinación de crecimiento económico con equidad y estabilidad social y política y no sólo monetaria y fiscal.
Si hubiera que fechar el origen de intentos reciente de recuperación del Estado, podría proponerse que fue en 1997, cuando el Banco Mundial liderado por Joseph Stiglitz desató este empeño:17 “(…) las enseñanzas de los grandes éxitos conseguidos… desde la industrialización de algunos países en el siglo xix hasta el ‘crecimiento milagroso’ alcanzado en la posguerra por Asia Oriental (…) lejos de respaldar la teoría del Estado minimalista, demuestran que el desarrollo exige la existencia de un Estado eficaz”.
A este respecto, no está por demás recordar la categórica advertencia de Polanyi en su análisis del colapso de la primera fase de globalización que terminara con la primera guerra y las crisis que le siguieron: si el mercado pretende subordinar a la sociedad, terminará por destruir sus propios cimientos. “La civilización del siglo xix, escribió Polanyi,18 se asentaba sobre cuatro instituciones. La primera era el sistema de equilibrio entre las grandes potencias (…) La segunda fue el patrón-oro internacional (…) La tercera, el mercado autorregulado (…) La cuarta, en fin, fue el Estado liberal.
“(…) La clave del sistema institucional del siglo xix se encuentra, pues, en las leyes que gobiernan la economía de mercado. La tesis defendida aquí es que la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica. Una institución como ésta no podía existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad”.
El papel del Estado social y generador de externalidades tecnológicas e institucionales, así como su función de “empresario colectivo”, responsable de la visión de conjunto y de largo plazo, donde se inscriben el cambio estructural y el progreso técnico, es fundamental para una etapa de recuperación del crecimiento y de reapropiación de la idea del desarrollo. En un contexto de riesgos globales, la consigna de sustituir la política y el Estado por la economía es cada vez menos convincente y eficaz.
Por ello es que la nueva agenda para reformar el Estado no tiene nada que ver ni con un discurso de tabula rasa, ni con un imposible regreso al pasado “glorioso”; por el contrario, la agenda tiene que ser fruto de una recapitulación conceptual y de experiencias, de una puesta al día que, sin renunciar a la historia, ayude a emprender un nuevo curso de desarrollo que abra cauces para un proyecto de inclusión social cooperación productiva entre agentes, sectores y regiones y de consolidación democrática.19
La reforma del Estado que la época reclama para encaminarse a un cambio fundamental debe tener como eje maestro una reforma social del propio Estado, no puede reducirse a cambios en el uso de los recursos o la conformación institucional; para ser un componente y un catalizador de una efectiva y radical “reforma de las reformas” del Estado, debe centrarse en la reconstrucción de los tejidos y procesos sociales básicos, lo cual implica una redistribución del poder, un reacomodo radical de las relaciones y pesos entre las esferas de la economía y su comando en la asignación de los recursos y la distribución de los ingresos y la riqueza. También, sin duda, en la esfera del poder político y administrativo y en la propia división del trabajo dentro del Estado.
Cambio de rumboEl liberalismo, nos enseñó Bobbio, no es sinónimo del liberismo manchesteriano que pretendía reducir toda la vida social, económica y política a los criterios y mandatos de la competencia y del mercado. La historia ha dado la razón a pensadores como Stuart Mill, quienes siempre pensaron que el catecismo de Adam Smith era inseparable de sus sentimientos morales y de un papel relevante del Estado, tanto en la economía como en la política y el conjunto de la vida social de las naciones.
Hipótesis que, por cierto, fueron reelaboradas a lo largo del siglo xx por pensadores y promotores del socialismo liberal, de la revolución keynesiana y, luego, del Estado de bienestar, que fundió en un pacto civilizatorio las inspiraciones de cristianos, católicos, liberales y socialistas democráticos, para forjar el sendero de progreso económico con equidad. A lo largo de los “treinta gloriosos”, como llamaron los franceses o la “edad de oro” del capitalismo, como la bautizara Erick Hobsbawn, tuvo lugar una gran emulsión de ideas e instituciones que habría de desembocar en la constitución de la Unión Europea y su mensaje de democracia, innovación e inclusión social.
Al fin de la guerra fría y del régimen bipolar, el gran pacto europeo parecía destinado a ser el soporte de una nueva era donde la certeza colectiva sobre una “paz eterna” kantiana se combinara con la confianza compartida en un futuro de equidad y seguridad sociales para todos. Luego sobrevino la primera crisis global de la globalización y el mundo desarrollado entró en un tobogán de revisiones y reversiones en cuanto al mantenimiento y durabilidad de tales certezas y confianzas esperanzadas.
Para el mundo en desarrollo, por el contrario, se han abierto caminos posibles inspirados en la experiencia asiática, el impetuoso crecimiento chino, la modernización acelerada de Corea y el propio avance de India. En América Latina, en especial en el Cono Sur, se vive una era de auge en el comercio internacional de sus materias primas y para muchos observadores de lo que se trata es de poner a prueba la fortaleza y el vigor de los estados para propiciar una efectiva redistribución de esas rentas extraordinarias y, a la vez, sembrarlas para crear los cimientos de un crecimiento futuro más diversificado y denso. Para evitar, se dice, que la “pesadilla” de Prebisch vuelva a presentarse.
Los países centroamericanos y México, por el contrario, han tenido que sufrir una acentuada interiorización de la crisis y la recesión americana sin las suficientes capacidades instaladas para responder de manera contra cíclica o para explorar caminos alternativos de expansión. Con todo, en esta subregión septentrional de América Latina también se vive un momento de aliento y esperanza en cambios de rumbo, en la dirección de procesos de maduración e integración de estructuras productivas, internacionalizadas abruptamente pero tal vez todavía en condiciones de plantearse un mejor aprovechamiento.
La crisis, en efecto, ha (re)abierto la posibilidad de plantear que frente a la globalización, entendida hasta hoy como trayecto y pensamiento únicos, es factible proponer la diversidad de formaciones sociales y rutas para el desarrollo. Frente a la dictadura del ajuste financiero y el equilibrio fiscal, entendido unívocamente como “déficit cero”, se pueden imaginar nuevas maneras de estructurar los estados nacionales, reestructuración que puede auspiciar nuevas combinaciones entre la apertura externa y la promoción interna que, sin renunciar al comercio exterior y a la interdependencia, ponga por delante la noción operativa pero trascendente del desarrollo humano.
Colocar lo social como punto de partida para reordenar objetivos y visiones de la macroeconomía y del desarrollo, puede probarse no sólo útil para la estabilidad social sino convertirse en una fuente de renovación de la legitimidad de la política y del Estado. Pensar la política social como componente indispensable del desarrollo democrático, como fuente adicional y renovadora de inversiones productivas desde la salud y su cuidado, desde la educación y su despliegue a la investigación innovadora, es empresa civilizatoria. Reasumir las dimensiones nacionales para abordar lo global, y no para exorcizarlo, es tarea central.
El camino del mundo a una eventual globalización de la política económica parte de, se imagina y prepara en los estados nacionales y pasa por una modulación cuidadosa de las políticas en las que se condensan las diversas y encontradas voluntades sociales. La mundialización de la política económica en consonancia con los requerimientos de una globalización reconstruida, no podrá seguir eludiendo el gran divorcio entre la economía y la demografía que se despliega en la escisión, convertida en parámetro de la visión neoliberal, entre la política económica y la social.
Se trata de disonancias que están en el fondo de la gran división social que amenaza la cohesión fundamental de las naciones, a través de una anomia impasible y de una migración internacional convertida en la vía por excelencia para el gran ajuste subversivo del mundo desigual de nuestros días. “Volver a la normalidad va más allá de hacer que las tasas de crecimiento se recuperen y que el aparato productivo salga de su recesión. Implica que se volverá una ‘normalidad’ distinta (…)”.20
Vale la pena insistir: la equidad y la justicia social son objetivos legítimos y centrales del desarrollo; además, la experiencia reciente ofrece argumentos robustos de que son también condiciones esenciales de una estabilidad macroeconómica comprometida con el crecimiento económico, así como de una gobernabilidad democrática comprometida con la inclusión social. La justicia social es inseparable del derecho al desarrollo. La noción de justicia social, decía Jorge Carpizo,21 no se encuentra en desuso: (…). La fuerza especial del concepto de justicia social se encuentra en que además de su significado jurídico y constitucional, se impregna de carácter sociológico y, en particular, de un sentido de equidad”.
La crisis puede ser un acicate para identificar y reflexionar sobre los límites de la autorregulación global; “volver a lo básico”, consigna preferida del neoliberalismo, puede y debe cambiar de signo y convocar a redescubrir la pertinencia y la vigencia de los estados para crear regímenes de seguridad humana y protección del entorno. Para poder articular un sentido de futuro, es indispensable poner el desarrollo por delante y a la equidad para la igualdad en el centro. La ruta del globalismo, entendido como la ideología a modo de la fórmula neoliberal, no puede seguir presentándose como receta única. Democracia y modernidad económica sólo serán viables en la medida que las sociedades pongan en el centro a la equidad; en donde lo social ya no sea residuo de lo económico ni referencia contingente de la política. Democracia y mercado, dice Rapoport,22 no son términos intercambiables (…) si los ciudadanos no pueden intervenir en el dominio de una economía cada vez más desconectada de lo social y a la que se le niega la posibilidad de utilizar los instrumentos de política necesarios para corregir los desequilibrios que el mercado por sí mismo no puede solucionar, la sociedad civil deja de tener sentido (…).
La pertinencia de incorporar la dimensión de los derechos para buscar modular los acomodos de la globalización, adquiere particular fuerza desde la perspectiva de la economía política de la crisis. Sólo es desde esta atalaya que puede empezar a (re)conocerse el derecho al desarrollo como un derecho central y fundamental de la modernidad globalizada. Aprender a leer productivamente las señales de un entorno mundial marcado por la incertidumbre, la desigualdad multidimensional y la pobreza masiva y planetaria, y traducirlas en el desarrollo de los derechos. Estado democrático, economía ética y ciudadanía activa forman el trípode en el que se sustenta una sociedad desarrollada. En articular los esfuerzos de estos tres poderes –el político, el económico y el cívico– reside la piedra filosofal de los nuevos tiempos, y en hacerlo atendiendo inteligentemente a las bases, desde el empoderamiento de quienes, por ser los afectados, deberían ser los auténticos protagonistas.23
La oportunidad de inscribir a la democracia en los objetivos del desarrollo, tan integrales e integradores como sea posible parece ser la senda más segura, aunque tal vez la más ardua, para hacer factible la ambición, revigorizada por el cambio del mundo, de avance económico con profundización democrática y equidad social.
Una versión de este texto sirvió como base para la participación en la Primera Reunión Regional Iberoamericana de sase, “Democracia y crisis económica en Iberoamérica”, realizada en Ciudad Universitaria los días 5 y 6 de diciembre de 2013.
Joseph Stiglitz and World Bank, The Rebel Within, London, Edited with a commentary by Ha-Joon Chang, Anthem Press, 2001.
Reconstruir el futuro. Globalización, desarrollo y democracia en América Latina, Colombia, cepal y editorial norma, 2004.
“¿Época de cambios o cambio de época”?, en periódico Reforma, jueves 13 de noviembre de 2008, p. 15.
Dani Rodrik, La paradoja de la globalización. Democracia y el futuro de la economía mundial, España, Antoni Bosch editor, 2012.
Introducción a “Repensar el desarrollo económico, el crecimiento y las instituciones”, en revista Economíaunam, núm. 30, septiembre–diciembre 2013, México, pp. 12–14.
David Ibarra, “Oteando el futuro”, en revista Economiaunam, núm. 18. http://www.economia.unam.mx/publicaciones/econunam/pdfs/18/02davidibarra.pdf
Enrique Hernández Laos y Jorge Velásquez Roa, Globalización, desigualdad y pobreza. Lecciones de la experiencia mexicana, México, uam, Plaza y Valdés, 2003.
Cfr., Carlos Tello y Jorge Ibarra, La revolución de los ricos, México, Facultad de Economía, unam, 2012.
Cfr., Osvaldo Sunkel (comp.), El desarrollo desde adentro. Un enfoque neo estructuralista para la América Latina, México, cepal y fce, 1991.
Cfr., Rossana Rossanda, “Desde dónde volver a empezar”, 2012. http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5469
Entrevista con Adela Cortina, “Competir o convivir”, en suplemento Babelia, sábado 18 de mayo de 2013, pp. 4–6.
Cfr., Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial. El Estado en un mundo en transformación, 1997.
Cfr. Ha-Joon Chang, Kicking Away the Ladder. Development Strategy in Historical Perspective, Nueva York, Anthem Press, 2003.
Cfr., Enrique Cárdenas, José Antonio Ocampo y Rosemary Thorp (comps.), La era de las exportaciones latinoamericanas. De fines del siglo xix a principios del xx, México, fce, 2003,
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Karl Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, pp. 22–26. http://paje.fe.usp.br/~mbarbosa/cursopos/polanyigt-esp.pdf
Cfr. Ha-Joon Chang, Globalization, Economic Development and the Role of the State, London, Zed Books, and Third World Network y Penang, 2003. Principalmente la primer parte.
Eugenio Anguiano, Mercados financieros internacionales. Su historia, evolución y crisis, México, unam, 2012.
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Mario Rapoport, “Orígenes y actualidad del “pensamiento único”. En Julio Gambina, “La globalización económico financiera. Su impacto en América Latina”, Clacso, 2002. http://sala.clacso.edu.ar/gsdI252/cgi-bin/library?e=d-000-00---0grup--00-0-0--0prompt-10---4------0-1I--1-es-50---20-about---00031-001-1-0utfZz-8-00&a=d&cl=CL3.13&d=HASH9915fab88bc7073cbf0838.4.2
Adela Cortina, “Ética del desarrollo: un camino hacia la paz” http://www.etnor.org/doc/A.Cortina-Etica-Desarrollo-Paz.pdf