Teniendo como punto de partida los persistentes y triunfalistas anuncios de los últimos gobiernos chilenos, sosteniendo que el país se encontraría próximo a cruzar el umbral del desarrollo económico, el artículo se interroga, de manera crítica y comprensiva, sobre tres cuestiones directamente relacionadas y de alcance más general: a) ¿Qué se debe entender por desarrollo económico?; b) ¿Qué posibilidades de desarrollo existen para una economía primario-exportadora como la chilena bajo las actuales condiciones del capitalismo globalizado?; c) ¿Cómo es posible orientar la lucha por el desarrollo económico en estas condiciones?
Taking as starting point the persistent and triumphalist announcements of recent Chilean governments, arguing that the country would be next to cross the threshold of economic development, the article asks, in a critical and comprehensive way, on three directly related questions and of more general scope: a) What is meant by economic development?; b) What development opportunities exist for a primary-exporting economy like Chile under current conditions of global capitalism?; c) How is it possible to orient the struggle for economic development under these conditions?
En su cuenta anual del 21 de mayo de 2005 ante el Congreso Pleno, el entonces Presidente de Chile Ricardo Lagos, con la solemnidad requerida por la ocasión, afirmó: Chile, en este siglo xxi, ya no es ni será un caso de desarrollo frustrado, como lo señalara Aníbal Pinto, refiriéndose al paso del siglo xix al xx. Chile está siendo, y será, un caso de desarrollo logrado, exitoso, donde los frutos de este crecimiento y desarrollo llegan a todos los rincones y a todos sus hijos.
Desde entonces esta misma idea se ha hecho presente de manera reiterada, como un hechizo, en los pronunciamientos de los distintos gobiernos que le han sucedido, al recibir también el aval del grueso de los economistas del mundo académico chileno. Durante el gobierno de Sebastián Piñera se llegó incluso a desarrollar anualmente un seminario internacional sobre el tema Chile hacia el desarrollo, convocado y organizado por el Ministerio de Hacienda, el que contó con la participación de destacados economistas extranjeros, entre ellos varios premios Nobel, especialmente invitados por el gobierno para realzar la significación de estos eventos.
Lo que se ha sostenido, básicamente, es que Chile se encontraría ya a las puertas mismas de convertirse en un país desarrollado y que, para consumar este viejo y apetecido anhelo, solo bastaría realizar un último y decisivo esfuerzo, perseverando en el camino emprendido en las últimas tres décadas, vale decir, en la implementación de políticas de sello neoliberal. Lo cuestionable, sin embargo, como lo ha evidenciado el abrupto eclipse de estas expectativas triunfalistas gatillado ahora por la pronunciada caída en el precio del cobre, es el pobrísimo, y en definitiva erróneo, concepto de desarrollo que se encuentra a la base de tales anuncios. Así, por ejemplo, en el documento especialmente preparado por las autoridades chilenas para el primero de los seminarios antes aludidos se sostiene que: Si bien no existe una definición única, algunos organismos han definido umbrales para clasificar a un país como desarrollado dependiendo típicamente del ingreso per cápita de los países. El Fondo Monetario Internacional (fmi) utiliza un Producto Interno Bruto (pib) per cápita superior a los US$17 000 a tipo de cambio de mercado y mayor a US$22 000 a Paridad de Poder de Compra (…) en 2010 para definir país desarrollado. En 2009 nuestro país registró un pib per cápita de US$ 9 525 medido a tipo de cambio corriente y US$14 341 a ppp de acuerdo a las cifras del fmi. Es decir, enfrentamos una brecha cercana a los US$ 8 000 por persona para alcanzar la clasificación de país desarrollado (Gobierno de Chile, 2010:12).
En esta misma línea, los expertos neoliberales suelen identificar a un país desarrollado simplemente como aquél que, como consecuencia de un mayor pib por habitante, se mostraría aparentemente capaz de ofrecer a su población una «mejor calidad de vida», invocando luego como indicador clave para validar dicha tesis al Índice de Desarrollo Humano del pnud: La evidencia avala que los países desarrollados tienen mejor calidad de vida. Una forma de mostrarlo es por medio del índice de desarrollo humano publicado por la Organización de Naciones Unidas (onu). Es así como países con mayor pibper cápita tienden a liderar este ranking de desarrollo humano, donde Chile aparece en el número 44, de acuerdo a datos de 2007. Es decir, mejor rankeado que países como China (92), Brasil (75), Rusia (71), Argentina (49), pero peor que países tales como República Checa (36), Portugal (34), Estados Unidos (13), y Noruega (1) (Gobierno de Chile, 2010:14).
En consecuencia, y de acuerdo a los estándares asociados a esta nueva teoría de los «umbrales de desarrollo», Ricardo Lagos se había anticipado para anunciar que Chile sería ya un país desarrollado al momento de conmemorar el bicentenario de su Primera Junta de Gobierno, es decir, para el año 2010. Los sucesivos anuncios posteriores han ido postergando la fecha del magno acontecimiento. Así, al momento de llevarse a cabo el primero de los seminarios realizados bajo el gobierno de Sebastián Piñera, sus expertos estimaron que, creciendo a una tasa promedio de 6% anual, Chile podría alcanzar la anunciada y anhelada meta en el año 2018, con niveles de pibper cápita similares a los exhibidos en 2009 por países como Portugal o la República Checa.
Más allá de lo pertinente o no que puedan resultar con respecto al objetivo específico que se proponen alcanzar las medidas propuestas por tales expertos, en su mayor parte orientadas a promover y facilitar la acción del gran capital, la pregunta relevante es por el concepto mismo de desarrollo que subyace a estos anuncios. Un concepto que, como ya hemos dicho, ha sido acuñado por los principales organismos económicos internacionales y avalado luego por el nutrido contingente de economistas que forman parte del «colegio invisible» de la profesión. La pregunta que se plantea entonces, es ¿qué debemos entender por un país y una economía desarrollados? ¿Simplemente, como se nos dice a través de estos anuncios, aquellos que logran cruzar un determinado umbral de pib por habitante medido en dólares ppa (Paridad de Poder Adquisitivo), sin importar mayormente cuál sea la naturaleza, independencia y sustentabilidad de sus actividades productivas? ¿qué debemos entender por un país y una economía desarrollados?
Vale la pena, aunque sólo sea por la amplia difusión alcanzada por tales planteamientos y el impacto que esto tiene sobre la comprensión general del problema, detenerse a examinar más de cerca lo que el desarrollo económico efectivamente significa con el propósito de determinar si los anuncios formulados en tal sentido, sea respecto de Chile o de cualquier otro país, resultan o no pertinentes a la luz de los rasgos que son característicos de la realidad económica a que se alude. En consecuencia, nos proponemos responder brevemente aquí a tres cuestiones directamente relacionadas: a) ¿Qué debemos entender por desarrollo económico?1b) ¿Qué posibilidades de desarrollo existen para una economía primario-exportadora como la chilena bajo las actuales condiciones del capitalismo globalizado?; c) ¿Cómo es posible orientar la lucha por el desarrollo económico en estas condiciones? ¿Qué es una economía desarrollada?
Sin duda, lo más llamativo de los planteamientos antes aludidos sobre el desarrollo económico, es que las enormes complejidades estructurales que aparecían asociadas a la problemática del subdesarrollo en los debates académicos de las décadas de 1950 y 1960 desaparecen ahora como por encanto. El problema se revela, de golpe, infinitamente más simple, claro y comprensible que entonces. Todo se reduce a lograr que, de acuerdo a los indicadores convencionales de desempeño,2 la economía «crezca» de manera más o menos sostenida, sin que importe cómo y a una tasa lo más elevada posible, hasta lograr superar un determinado monto de producto por habitante. La «calidad de vida» viene por añadidura como efecto inevitable de un ulterior «derrame» de la riqueza producida. Eso es todo.
Una clara expresión de la frivolidad intelectual que en este aspecto anima a la elite de economistas neoliberales la proporciona la cándida manera de reflexionar del reconocido «Chicago-boy» Cristián Larroulet contenida en su libro Chile camino al desarrollo, escrito cuando aún era miembro del gabinete político del gobierno de Sebastián Piñera. Allí, al interrogarse sobre las causas del subdesarrollo, sostiene: ¿Por qué Chile, no obstante sus esfuerzos, no ha alcanzado la meta del desarrollo? … esa ha sido la cuestión principal desde hace más de un siglo. Enrique Mac Iver, Francisco Antonio Encina y Aníbal Pinto estaban entre los que habían buscado una explicación a nuestros males en tiempos pasados. Pero las conclusiones de ellos y otros muchos eran decepcionantes, pues apuntaban a factores estructurales muy difíciles, si no imposibles, de modificar (Larroulet, 2012:13-14).
Como puede verse, Larroulet se declara decepcionado de las explicaciones ofrecidas en el pasado por destacados intelectuales sobre las causas del subdesarrollo de Chile, no porque las considere en algún sentido erróneas o falsas –que es el terreno donde corresponde situar cualquier consideración seria sobre las tesis y planteamientos que suscita una determinada problemática– sino, simplemente, porque ellas apuntan a factores estructurales que le parecen «muy difíciles de modificar». Y de esta manera despacha, sin más trámite, toda la riquísima discusión existente sobre el tema. Por lo tanto –señala–, limitémonos a alcanzar y sostener en el tiempo altas tasas de crecimiento. ¡Eso es todo!
Pero si, confrontados a esta nueva visión del problema, nos proponemos abordar seriamente esta cuestión, no podemos dejar de plantearnos algunas preguntas elementales: ¿qué justificación puede tener semejante reducción del concepto de desarrollo económico al de mero crecimiento utilizando como indicador al producto por habitante medido en dólares ppa? ¿Acaso ella permite una mejor comprensión de la naturaleza del problema o, por el contrario, la empobrece? ¿Qué es lo que debemos entender, en definitiva, por una economía desarrollada?
En una primera aproximación, podemos reconocer, sin mayor dificultad, como tales a las economías de países como Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Francia o Japón. ¿Qué es lo que nos hace tenerlas por desarrolladas? Es indudable que todas ellas exhiben un alto nivel de ingreso por habitante, pero este es también un rasgo característico de muchas otras economías que difícilmente evocan con la misma fuerza la imagen del desarrollo económico. Tal es, por ejemplo, el caso de algunos pequeños Estados como los Emiratos Arabes Unidos, Brunei, Kuwait o Baréin, pero también de países mayores como Australia y Nueva Zelanda.
Al utilizar el producto por habitante como indicador es posible categorizar a este último tipo de economías como de altos ingresos, o simplemente «ricas», pero difícilmente como desarrolladas. Esto porque, en la mayor parte de ellas, la base del alto nivel de ingreso de que actualmente disfrutan no es más que la explotación intensiva de recursos naturales no renovables y, por lo tanto, aun cuando ésta se lleve a cabo con los métodos de producción más avanzados, se trata de una situación que en el largo plazo resulta insustentable. Baste recordar lo sucedido en su momento en Chile con la bonanza salitrera. Las que, por su parte, disfrutan de condiciones agroclimáticas favorables disponen de un recurso que puede ser de importancia, sobre todo en el marco de la crisis alimentaria global actualmente en curso, pero que, en los rubros de cultivos más esenciales, no ofrece características de exclusividad que les permita alcanzar una fuerte posición de mercado. ¿qué justificación puede tener semejante reducción del concepto de desarrollo económico al de mero crecimiento utilizando como indicador al producto por habitante medido en dólares ppa?
En consecuencia, lo que nos lleva a considerar al primer grupo de países como economías desarrolladas no es, en primer término, su alto nivel de ingreso por habitante, sino las características más peculiares y sobresalientes de su sistema productivo. En efecto, todas ellas forman parte de las clásicas economías industrialmente desarrolladas, que alcanzan y sustentan sus elevados niveles de ingreso en las capacidades productivas que han logrado crear y desplegar en relación con los procesos de transformación de la materia y en la invención de un amplio repertorio de aplicaciones que se diversifica de manera ininterrumpida y que experimenta, además, en cada una de sus múltiples líneas de producción, constantes procesos de innovación. Son, apoyándonos en un término que ha sido utilizado por la Comisión económica para América Latina y el Caribe (cepal), aquellas que producen y exportan bienes categorizados como «difusores del progreso técnico». Al utilizar el producto por habitante como indicador es posible categorizar a este último tipo de economías como de altos ingresos, o simplemente «ricas», pero difícilmente como desarrolladas
Las reales fuentes de su riqueza no son, por tanto, importantes dotaciones de recursos naturales, sean renovables o no renovables, las que en este último caso se hallan por lo demás muy desigualmente repartidas sobre la superficie del planeta, sino el conocimiento de las técnicas que permiten la producción, en términos comparativamente ventajosos, del muy amplio y siempre creciente repertorio de bienes y servicios que son propios y característicos de las formas de vida que se imponen en el presente. Son, en otros términos, sus capacidades de producir los bienes y servicios más propiamente característicos del siglo xxi. En consecuencia, se trata de fuentes en principio inagotables pero que son, a la vez, en una importante medida, monopolizables por quienes han estado y están en condiciones de «llegar primero».
Esto último, a su vez, significa que, como quedó ya suficientemente establecido en la célebre controversia sobre el desarrollo de la década de 1970, el subdesarrollo no puede ser simplemente entendido como expresión de un «rezago», patentizado en el predominio de técnicas de producción arcaicas y estándares culturales premodernos, con el correspondiente cúmulo de carencias materiales que golpean las condiciones de vida de vastos sectores de la población. Dicho en otros términos, no puede entenderse como expresión de un mero estado de «inmadurez», lo que supondría un patrón de adultez social fijo e inmutable, como en el caso de los seres vivos. Dado el carácter dinámico y siempre cambiante de la sociedad, el significado de esos conceptos no puede ser sino relativo y referido siempre a un momento histórico determinado puesto que, desde que sus vidas se hallan socialmente relacionadas, todos los seres humanos viven un mismo tiempo histórico. El retraso tecnológico y la pobreza constituyen solo síntomas del problema mayor cuyo real significado y causas interesa esclarecer.
Es perfectamente posible, incluso, que un país pueda alcanzar los estándares de la modernidad y la prosperidad sin dejar de constituir por ello un espacio económico de base débil y vulnerable, como lo ilustra muy bien el caso de algunos de aquellos que señalamos anteriormente. Por lo demás, cuando en este contexto se habla de «atraso», ¿se trata de algo clara y unívocamente dimensionable? Los indicadores cuantitativos usualmente utilizados para ello ofrecen algunas luces pero están lejos de brindar una información capaz de dar cuenta del fenómeno en sus aspectos efectivamente relevantes. Ello, porque sus aspectos clave no son claramente cuantificables. En rigor, más allá de lo equívoco que pueda resultar el propio término de «desarrollo», que evoca de manera espontánea o bien la imagen del ciclo vital de los seres vivos y sus distintas fases evolutivas o bien la idea del progreso, sólo podemos hablar con propiedad de una economía desarrollada cuando ésta posee la capacidad de operar de manera dinámica y en forma autosostenida, es decir, con un alto grado de autonomía. Son, en otros términos, sus capacidades de producir los bienes y servicios más propiamente característicos del siglo xxi. En consecuencia, se trata de fuentes en principio inagotables pero que son, a la vez, en una importante medida, monopolizables por quienes han estado y están en condiciones de «llegar primero»
Sin embargo, ello es algo que las estadísticas corrientemente utilizadas para medir el desempeño económico no permiten captar de manera efectiva y que sólo un tejido productivo tupido y complejo, conformado por actividades suficientemente diversificadas e interdependientes, y operando además con niveles de productividad relativamente homogéneos, puede lograr. El solo hecho de llamar la atención sobre la interdependencia entre los distintos sectores productivos que se eslabonan y potencian mutuamente nos indica ya que este problema nos confronta, necesariamente, a una realidad de carácter sistémico y que, en consecuencia, sólo puede ser captada mediante una representación teórica de equivalente naturaleza. El ostensible mecanicismo de los modelos basados en relaciones funcionales entre variables se evidencia aquí completamente estéril.
En efecto, la experiencia histórica nos muestra, de manera suficientemente clara, que una economía desarrollada se configura como un sistema autocentrado, con dinamismo propio y, además, que como principal soporte de ese sistema económico hallamos, precisamente, a las actividades productivas más dinámicas, que operan como verdaderos motores de la economía, arrastrando tras de sí a muchas otras actividades que, por ese sólo hecho, se van encontrando inevitablemente, sea en términos de demanda de mercado, sustento financiero o soporte tecnológico, en una situación estructural de subordinación y dependencia. Dicho dinamismo propio se evidencia particularmente claro en el caso de aquellas manufacturas de la frontera tecnológica cuya sola oferta es capaz de generar automáticamente, al menos durante algún tiempo, la demanda que necesitan. Es posible que un país pueda alcanzar los estándares de la modernidad y la prosperidad sin dejar de constituir por ello un espacio económico de base débil y vulnerable
Por lo tanto, la diferencia entre desarrollo y subdesarrollo económico no es esencialmente cuantitativa sino cualitativa. No es, en otros términos, la diferencia entre una fase de inmadurez y otra de madurez, y mucho menos cabe determinarla en términos de una mera brecha estadística entre determinados niveles de ingreso por habitante, como se acostumbra a hacer en el marco del pensamiento económico convencional en sus diversas variantes, puesto que ella es, ante todo, de carácter estructural y tiene esencialmente que ver con:
- a)
el tipo, calidad, dinamismo, diversificación y entrelazamiento de los procesos productivos que tienen lugar en un determinado espacio económico nacional
- b)
la capacidad de una parte importante de ellos de autoimpulsarse y autosostenerse de manera más o menos autónoma, induciendo procesos de adaptación en su entorno inmediato y mediato
En última instancia, y dado el alto grado de entrelazamiento alcanzado por el conjunto de los espacios económicos del planeta, esa diferencia entre desarrollo y subdesarrollo se expresa en la composición del comercio exterior de los distintos países, que nos informa claramente sobre lo que una economía está en condiciones de ofrecer al resto del mundo y sobre lo que a su vez ésta demanda del resto del mundo para sustentar sus actividades productivas y las condiciones de existencia de sus habitantes. El contraste que, a manera de ejemplo, podríamos establecer a este respecto entre las economías de Chile y de Suecia, países de dimensiones físicas y poblacionales legítimamente comparables, permite apreciar bastante bien el carácter cualitativo de la diferencia entre desarrollo y subdesarrollo económico: Básicamente, Chile hoy sólo está en condiciones de venderle al mundo productos con escaso grado de procesamiento procedentes de sólo cuatro sectores básicos: la minería, la silvicultura, la fruticultura y la pesca. Es decir, productos fuertemente dependientes de su dotación de recursos naturales y de sus condiciones agroclimáticas, siendo por lo demás claro que con las políticas actualmente en aplicación difícilmente podrá modificar esta situación a futuro. Suecia, en cambio, le ofrece al mundo un siempre creciente y variado repertorio de productos industriales de alta tecnología, que son los propios y característicos de las formas y estilos de vida del presente: una variada gama de automotores y maquinaria pesada, máquinas-herramientas, centrales nucleares, dispositivos de telecomunicaciones, rodamientos de acero de máxima calidad, sistemas de empaque industrial, instrumentos de precisión y sofisticados sistemas de armas.
En efecto, tras el proceso de apertura y reprimarización de su economía experimentado a partir de la aplicación de las políticas neoliberales desde el golpe de Estado de 1973, en torno a un 90% del valor de las exportaciones de Chile está constituido por productos primarios sin o con un escaso grado de elaboración, porcentaje que se ha mantenido bastante estable a lo largo de las últimas décadas. Así lo ilustran claramente los datos de la siguiente tabla elaborada con cifras de la cepal:
Composición del valor de las exportaciones chilenas por tipo de producto (en porcentajes)
1992 | 2007 | |
---|---|---|
Productos Primarios | 37.70 | 37.10 |
BI basados en Recursos Naturales | 49.90 | 53.40 |
BI de Baja Tecnología | 3.20 | 1.40 |
BI de Tecnología Media | 3.90 | 4.50 |
BI de Alta Tecnología | 0.50 | 0.40 |
Otras transacciones | 4.90 | 3.10 |
Total | 100% | 100% |
Fuente: CEPAL STAT (BI = Bienes industriales). http://www.generoycomercio.org/indicadores/Chile/IndicadoresMacro_ExpPrim.shtml
Entendiendo de esta manera, vale decir en términos de las capacidades productivas disponibles por un determinado espacio económico3 y su articulación con los demás, tanto el desarrollo como el subdesarrollo, los anuncios formulados por los sucesivos gobiernos chilenos no tienen ninguna base de sustentación efectiva. Son mera retórica de fuegos de artificio. La realidad maciza en que se sustenta la diferencia entre desarrollo y subdesarrollo económicos –que no es básicamente entre riqueza y pobreza sino entre independencia y dependencia productiva y que por ello conlleva relaciones de dominio y subordinación– no se verá alterada en lo más mínimo por el solo hecho de que el país pudiese alcanzar la meta estadística proyectada de ingreso por habitante. En este contexto, la alusión a la posición alcanzada por Chile en el idh solo sirve para confundir y escamotear el verdadero problema, obligando a hacer presente de pasada una duda más que razonable sobre la validez de la metodología con que dicho índice es elaborado. ¿Qué posibilidades de desarrollo existen hoy para una economía primario-exportadora como la chilena?
Definida la diferencia entre desarrollo y subdesarrollo en los términos en que lo hemos hecho, cabe preguntarse ahora por las posibilidades de desarrollo para países o economías primario-exportadoras como la chilena. Pero ello, a su vez, nos lleva a interrogarnos por las causas de este subdesarrollo industrial y tecnológico, y no sólo en el caso específico de un país como Chile, sino asumiendo también que se trata de una problemática que corresponde a un fenómeno más general y característico de la época en que vivimos. No hay que olvidar que éste es, por sus rasgos definitorios, un campo de estudio enteramente contemporáneo, que ha irrumpido de manera sistemática en las ciencias sociales establecidas hace sólo poco más de medio siglo y en virtud de sus ostensibles implicancias políticas en el contexto de la «guerra fría».4 El mapa del subdesarrollo guarda correspondencia con el de las regiones que en su momento estuvieron sujetas al dominio colonial
Al dejar de lado las explicaciones más burdas, portadoras de fuertes tintes etnocéntricos, el mapa del subdesarrollo guarda correspondencia con el de las regiones que en su momento estuvieron sujetas al dominio colonial. Cabe preguntarse entonces ¿es el subdesarrollo explicable como una herencia de la dominación colonial ejercida durante un largo espacio de tiempo por las potencias europeas sobre el resto del mundo? Ese factor es, indudablemente, parte fundamental de la explicación, pero no se puede pasar por alto que Estados Unidos constituyen, a este respecto, una importante excepción y que en la mayor parte de los demás casos el subdesarrollo se ha visto reproducido y amplificado de manera persistente luego de que el vínculo de la subordinación colonial fue roto. ¿Es entonces el resultado de la indolencia e incompetencia de los sucesivos gobiernos que no han atinado a poner en pie las políticas de desarrollo apropiadas? Esto, que a su vez requeriría ser explicado, a lo más podría servir para comprender la suerte de uno u otro país en particular, pero no el fenómeno mismo del subdesarrollo en términos globales.
Es precisamente este tipo de ceguera de perspectiva la que padecen las voces críticas que actualmente se alzan en el marco del pensamiento económico convencional (Stiglitz, Krugman, Ffrench-Davis y otros), que suelen subrayar, a lo más, como posible solución, la necesidad de mantener un Estado activo a través del diseño e implementación de políticas macroeconómicas y sociales adecuadas y constatar el fracaso experimentado en este sentido por el paradigma neoliberal. Pero no van al fondo del problema. Las descripciones acerca de la realidad económica y social que ofrecen los documentos de los organismos técnicos internacionales, como la cepal, si bien frecuentemente certeras y pormenorizadas, se limitan a los aspectos más directa e inmediatamente observables y lo hacen como si se estuviese aludiendo a fenómenos puramente naturales, que simplemente ocurren, sin que ellos respondan a la voluntad o intereses de los sujetos sociales y a las relaciones de poder existentes entre estos. La crítica y las propuestas se limitan a juzgar la pertinencia, mayor o menor, del modo como se reacciona frente a tales acontecimientos a objeto de mitigar sus efectos adversos y aprovechar mejor las oportunidades que conllevan. Circunscriben su análisis, por tanto, al mejor modo de adaptarse a un entorno social –más precisamente a un orden social– que se supone, en su esencia, inmodificable.
Es por ello que en sus propuestas, si bien se busca poner límites a la discrecionalidad con que actúan los poderes fácticos del capital, postulando un fortalecimiento de las instituciones que permita resguardar los “intereses de la nación”, no se llega nunca a cuestionar la propia legitimidad de esos poderes que condicionan hoy, de una manera absurda –por lo abismal y escandaloso de las desigualdades sociales existentes– no sólo el presente sino también las perspectivas de futuro de los pueblos. Así, si bien se reivindica el principio de la soberanía popular, se lo hace sólo de una manera formal, sin atreverse a sostener que ella debiese extender su imperio también sobre las decisiones económicas clave. Pero esto significa que, si los problemas de fondo derivan de la propia naturaleza del sistema económico imperante, y no simplemente de la «calidad de las instituciones»5 y, consecuentemente, de un mal diseño de políticas macroeconómicas o de su deficiente implementación, entonces la propia crítica que surge desde organismos como la cepal no solo no está dando en el blanco sino que está, objetivamente, contribuyendo a desviar la atención de los problemas de fondo.
Apreciados desde una perspectiva histórica suficientemente amplia y global, es completamente incuestionable que el desarrollo y subdesarrollo económicos resultan ser, como lo sostuvo en su oportunidad André Gunder Frank (1969), “las caras opuestas de la misma moneda”, es decir, del mundo que se fue configurando a lo largo de los dos últimos siglos con el establecimiento y expansión dinámica del capitalismo a escala mundial. La sola amplitud y persistencia del fenómeno indican que no se trata de algo fortuito ni atribuible a factores puramente contingentes. Por el contrario, se torna obligado concluir que se trata de un resultado al que inevitablemente conduce el criterio de racionalidad económica que impulsa y orienta el desarrollo del sistema económico-social imperante, vale decir el capitalismo. Ese criterio de racionalidad económica no es otro que la continua e ininterrumpida valorización del capital, fruto y expresión de la apropiación privada de la riqueza socialmente producida, precisamente en la época en que la posesión de la riqueza material se ha transformado ya en la base del poder social.
La relación social que sirve de base al capitalismo como modo de producción y a su dinámica expansión, es decir, la relación trabajo asalariado/capital, permite potenciar de un modo nunca antes visto –sobre todo desde que se abre paso el explosivo desarrollo del maquinismo– la capacidad de generar trabajo social excedente, que es lo que en realidad nutre el proceso de valorización del capital. Este, a su vez, parapetado tras discurso político de igualdad de derechos va erosionando hasta su disolución definitiva la vieja sociedad estamental, al mismo tiempo que impone, consolida y acrecienta permanentemente la primacía del interés particular de los muchos capitales individuales sobre el interés social en la toma de las decisiones económicas, abriendo paso a una creciente diferenciación, tanto a escala nacional como mundial, en torno a un polo de riqueza y otro de pobreza.
Esto último se produce porque la imposición de dicho criterio de racionalidad económica como eje articulador del proceso a través del cual las fuerzas productivas logran experimentar un ininterrumpido y vertiginoso desarrollo, ampliando los mercados y diversificando la producción, exacerba la competencia entre los diversos agentes económicos individuales por imponerse frente a sus rivales en una suerte de guerra larvada permanente. El incremento constante de la productividad del trabajo aparece entonces como la vía más segura para alcanzar ese objetivo y obtener las ganancias extraordinarias que los capitalistas, por la propia lógica del sistema económico del que participan, son impelidos a buscar de manera incesante.
Pero los vencedores no solo aventajan a los vencidos en esta despiadada competencia, capturando importantes fuentes de ganancias extraordinarias, sino que además van desplazándolos sistemáticamente de las actividades económicamente más promisorias y relegándolos a una situación subordinada. En ese contexto económico social, y más allá de las circunstancias históricas que le han dado su actual fisonomía, resultaba inevitable el establecimiento de un definido esquema de división internacional del trabajo en el que, contradiciendo las previsiones optimistas de Ricardo, pero en plena correspondencia con el carácter explotador del modo de producción capitalista que proyecta su sello sobre las relaciones de intercambio, los resultados del esfuerzo productivo se distribuyesen de manera marcadamente desigual.
Quedan así trazadas en el marco del capitalismo, de manera más o menos permanente desde hace aproximadamente un siglo, las fronteras geográficas, sociales y productivas entre un centro industrial dinámico, asentado sobre bases tecnológicas y financieras cada vez más sólidas, y una periferia cuyas actividades productivas son económicamente dependientes y enteramente funcionales a los requerimientos de dicho centro. El desarrollo capitalista, fundado en la explotación del trabajo, revela claramente así su carácter estructuralmente desigual y “combinado”. El desarrollo capitalista, fundado en la explotación del trabajo, revela claramente así su carácter estructuralmente desigual y “combinado”
No se trata, por cierto, de una dicotomía polar absoluta, y no podría serlo cuando lo que se trata de captar a través de un razonamiento puramente teórico es el significado profundo de una realidad económica y social sistémica tan diferenciada, compleja y dinámica como la del mundo contemporáneo. Pero es algo que resulta claramente discernible a través de comparaciones como la que hacíamos más arriba entre la oferta exportable de una categoría de países y la otra. El espectro de diversificación, nivel de productividad y grado de complementariedad interna de los procesos productivos que tienen lugar en un determinado espacio económico nacional, así como las características de su inserción en el mercado capitalista mundial, son sumamente variados de país a país. A pesar de ello, la distinción entre centro imperialista y periferia dependiente sigue siendo una parte esencial en la descripción y explicación del fenómeno.
Sin duda, es posible diseñar también una especie de ranking con respecto a los aspectos antes señalados, estableciendo así un ordenamiento con diferencias de grado entre la situación de los diversos países, tanto del centro como de la periferia. Buscando captar de mejor manera tales diferencias, se puede postular una cierta variedad de subcategorías, como por ejemplo la de periferia integrada, de la que participarían las economías ricas pero dependientes, frente a otra periferia con nexos económica y socialmente más débiles con el centro, con mayores niveles de pobreza y exclusión social, situación en la que se encuentran por ejemplo en la actualidad la mayor parte de los países de Africa. Y es cierto también que la creciente relocalización de los procesos productivos por las Empresas Transnacionales van tornando algo borrosas estas fronteras, dados los procedimientos usualmente utilizados para reunir y presentar la información empírica y la tendencia a considerar solo los aspectos superficiales del problema. Pero aun así, la diferencia de fondo permanece. La distinción entre centro imperialista y periferia dependiente sigue siendo una parte esencial en la descripción y explicación del fenómeno
Además, la tendencia del desarrollo capitalista a concentrar y centralizar el capital no adquiere una expresión en términos puramente geográficos, puesto que a partir de cierto momento el gran capital se ve en la necesidad de salir a conquistar al mundo para poder proseguir su expansión. Se pone en marcha, entonces, un proceso de gradual colonización de los espacios económicos nacionales de la periferia por el gran capital de los centros industrializados que se traduce en una progresiva extranjerización de aquellos espacios, acrecentando así su dependencia y vulnerabilidad, puesto que los centros de decisión económica claves comienzan a estar radicados fuera de los mismos y operando sobre la base de sus intereses imperialistas. Ello, a su vez, añade a los mecanismos del intercambio desigual, que opera a través de los circuitos de la circulación de mercancías, los de la exacción directa del plusvalor generado en las economías periféricas, acrecentando así, sustancialmente, el drenaje de recursos desde éstas hacia el centro. En el caso de Chile, las cifras oficiales de los principales agregados macroeconómicos permiten apreciar claramente esta continua pérdida. La tendencia del desarrollo capitalista a concentrar y centralizar el capital no adquiere una expresión en términos puramente geográficos, puesto que a partir de cierto momento el gran capital se ve en la necesidad de salir a conquistar al mundo para poder proseguir su expansión
Principales Agregados Macroeconómicos en millones de pesos a precios del año anterior encadenado
Año | pib | pnb | pib-pnb | inbd | pib-inbd |
---|---|---|---|---|---|
2008 | 93 847 932 | 87 102 053 | -6 745 879 | 88 625 492 | -5 222 440 |
2009 | 92 875 262 | 86 849 159 | -6 026 104 | 87 732 277 | -5 142 985 |
2010 | 98 227 638 | 91 212 946 | -7 014 692 | 93 395 545 | -4 832 093 |
2011 | 103 963 086 | 97 846 389 | -6 116 697 | 99 151 688 | -4 811 398 |
2012 | 109 558 126 | 104 624 411 | -4 933 716 | 105 621 299 | -3 936 827 |
2013 | 114 022 307 | 109 305 732 | -4 716 575 | 110 400 488 | -3 621 819 |
Fuente: elaboración propia en base a datos del Banco Central de Chile.
En este marco sistémico, las posibilidades de desarrollo realmente existentes para un espacio económico actualmente subdesarrollado en términos productivos, vale decir la posibilidad de una transformación económica que posibilite dejar de ser parte de la periferia y pasar a formar parte del centro, son prácticamente iguales a cero. Las experiencias clásicas no son ya en modo alguno emulables debido, precisamente, al carácter sistémico de las relaciones económicas del mundo actual (una sola economía globalizada que refuerza constantemente sus nexos internos) y a los criterios de racionalidad económica que rigen bajo el capitalismo, imponiendo los condicionamientos propios de un escenario fuertemente competitivo de la concentración y centralización de capitales resultantes del mismo (concentración y centralización que ha alcanzado niveles que, en el marco de este sistema, se evidencian ya prácticamente irreversibles).
Es en este sentido que el desarrollo económico en su verdadero significado resulta ser hoy como meta sólo una suerte de espejismo, aunque ideológicamente continúe operando como un mito, según lo señalara muy acertadamente años atrás el destacado economista brasileño Celso Furtado (1975). En este contexto, en el marco del capitalismo, con su bien definido y coercitivo criterio de racionalidad económica, y bajo el falso supuesto de que el capitalismo como sistema fuese realmente sustentable en el largo plazo, para los países de la periferia solo quedarían abiertas dos posibilidades:
- a)
aspirar a constituirse en periferias estrechamente integradas a los centros, como lo son actualmente algunas economías: Noruega, Australia y Nueva Zelanda.
- b)
esforzarse a fondo en un persistente empeño por conquistar algún nicho productivo de alto nivel tecnológico, posibilidad que puede ser bien ilustrada con el ejemplo de un país como Finlandia.
Sólo que este último camino requiere de una clara voluntad política, plasmada en una decidida intervención pública, que no sintoniza con las políticas neoliberales actualmente en boga y que además resulta ser, en definitiva, dado el escenario fuertemente competitivo en que se sitúa, bastante incierto en sus resultados. Además, de resultar exitosa, esta vía finesa de desarrollo solo podría serlo para algunos, dejando en pie la realidad del subdesarrollo como rasgo característico del mundo contemporáneo. En el marco de un sistema que por sus propias reglas del juego está llamado a generar inexorablemente una pirámide de “ganadores” y “perdedores”, sólo a una ínfima minoría le está reservada la posibilidad de ocupar algún lugar en la cima.
En todo caso, el camino que sigue hoy la economía chilena, desde que se la forzó a amoldarse a las orientaciones vigentes ya por casi cuatro décadas, es claramente el primero. Se ha buscado convertir a Chile en una periferia lo más estrechamente integrada y funcional posible a los centros hegemónicos del capitalismo mundial. Es decir, en un espacio económico dócil a los requerimientos e intereses del gran capital transnacional y con autoridades suficientemente “confiables” de acuerdo a los estándares fijados en tal sentido por los mismos círculos financieros internacionales. Todo ello queda claramente reflejado en las orientaciones del “Plan Maestro”, dado a conocer por el gobierno de Piñera para hacer de Chile un “país desarrollado para el 2018” –y que son en lo esencial compartidas por todos los economistas del establishment–, cuyo principal “incentivo” es, en definitiva, el altísimo grado de desigualdad social prevaleciente en el país. ¿Cómo es posible la lucha por el desarrollo en las actuales condiciones del capitalismo globalizado?
¿Significa todo lo anterior que para la inmensa mayoría de la humanidad las puertas del desarrollo se encuentran definitivamente cerradas? En el marco del capitalismo, clara y categóricamente sí, dada su naturaleza intrínsecamente competitiva, con sus efectos inevitablemente contradictorios, expresados hoy en las abismales desigualdades económicas y sociales imperantes a escala global. Pero el fracaso en este caso no necesariamente significa quedar completamente excluido de los frutos del progreso. Significa esencialmente sujeción a las condiciones que imponen los vencedores, asumiendo los costos que ello involucra y buscando nuevas formas de inserción en el sistema. En el caso de las burguesías nacionales del continente, esto ha se ha traducido en el definitivo abandono de los proyectos nacionales de desarrollo, asumiendo que llegaron demasiado tarde a esta carrera y que carecen ya de toda posibilidad real de éxito.
Pero ni el capitalismo es el único modo posible de organizar la vida de una sociedad en los tiempos que corren, ni el desafío del desarrollo económico puede seguir siendo enfrentado en los términos en que hasta ahora se ha hecho, vale decir, en el marco de proyectos de alcance puramente nacional. Esto último, porque aun cuando ello se tornase socialmente posible, superando los fuertes condicionamientos que hoy impone el sistema capitalista mundial con sus asimétricas relaciones de poder, una acrecentada expansión y proliferación de los procesos nacionales de industrialización en función de modelos de consumo como los que actualmente prevalecen en los países del centro conllevaría de manera inevitable un costo medioambiental que resulta, en las condiciones de hoy, completamente insostenible. Por lo tanto, continuar concibiendo el desarrollo económico en los mismos términos de las experiencias clásicas, aun en el marco de un sistema social distinto, sólo puede conducir a dolorosos callejones sin salida.
Ahora bien, ¿no resulta contradictorio sostener que el desarrollo equivale al dominio de capacidades industriales, criticando sobre esta base los falaces anuncios gubernamentales, y señalar luego que ello ya no es posible ni deseable para un Estado-nación sino sólo para el sistema global? No, no lo es. Primero, porque tanto en la crítica al planteamiento hoy en boga como en la perspectiva de desarrollo que proponemos el énfasis lo colocamos, precisamente, en la necesidad de no resignarnos a aceptar los condicionamientos estructurales que nos impone el desarrollo capitalista. Y segundo, porque a partir de allí se hace consecuentemente necesario delinear una estrategia de lucha por recuperar la soberanía de los pueblos en las decisiones económicas y potenciar su capacidad de acción. Se trata de impulsar procesos de democratización e integración económica regional, precisamente para contribuir de manera activa y eficaz al cambio global que propugnamos, que excede ampliamente el horizonte de objetivos trazado por la tímida agenda de reformas impulsada por la cepal. El llamado es, por tanto, a examinar con efectivo y crudo realismo la situación que encaramos, tanto a escala nacional como global, y a asumir con una clara determinación los desafíos que ella nos plantea, rechazando las voces de autocomplacencia o resignación.
Frente a la tenaz persistencia de formas de pensamiento que la propia realidad ha tornado obsoletas, se hace necesario subrayar con fuerza que la alternativa real a un capitalismo globalizado, que se asienta y recrea permanentemente una abismal desigualdad social, que excluye a una gigantesca porción de la humanidad de los frutos del progreso, en el ejercicio abierto o solapado de una violencia política de carácter clasista e imperial, que pisotea descaradamente la soberanía y derechos de los pueblos, y en una voraz, desaprensiva y creciente depredación del medioambiente, que nos arrastra a una catástrofe de incalculables proporciones, no puede ser ya una mayor proliferación de los procesos de industrialización sobre la superficie del planeta, sino más bien una lucha tenaz por la democratización global de la sociedad que coloque los principales recursos y capacidades ya adquiridas efectivamente al servicio del conjunto de la humanidad. En otros términos, la real alternativa al injusto, violento e insostenible mundo que ha sido edificado teniendo como criterio de racionalidad económica la valorización del capital es el mundo justo, pacífico y seguro que puede y debe ser construido teniendo como principal criterio de racionalidad económica la valorización de la vida.
La situación a que nos enfrentamos hoy en el mundo no puede ser más dramática y a la vez paradójica. Nunca los medios materiales y los conocimientos técnicos disponibles han sido tan abundantes como ahora, pero tampoco nunca la humanidad había experimentado el nivel de desigualdad, exclusión social y amenazas a la vida e integridad de las personas que a escala global hoy día conocemos. Los recursos y capacidades actualmente existentes son más que suficientes para garantizar a todos los habitantes del planeta el acceso a una vida digna, confortable y segura, pero los códigos sociales que impulsan y orientan el accionar de los sujetos, reproduciendo y consolidando a cada paso las estructuras de la desigualdad social impiden alcanzar ese objetivo. En efecto, los recursos y capacidades se utilizan de un modo que es completamente funcional a la reproducción ampliada de las estructuras de poder social imperantes (sostenida expansión de los gastos militares, producción de baratijas y artículos suntuarios y manipulación de las representaciones colectivas), y no a una apropiada satisfacción de las necesidades materiales y espirituales de la mayoría de la población, víctima silenciosa de la pobreza, las enfermedades, la ignorancia, el autoritarismo y la violencia política ejercida para desconocer sus derechos y la falta de oportunidades de trabajo remunerado. No resignarnos a aceptar los condicionamientos estructurales que nos impone el desarrollo capitalista. (…) se hace consecuentemente necesario delinear una estrategia de lucha por recuperar la soberanía de los pueblos en las decisiones económicas y potenciar su capacidad de acción
Más aún, la implacable lógica del desarrollo capitalista, que vulnera a cada paso los derechos, intereses y aspiraciones de la inmensa mayoría de la población del planeta, está también arrastrando a la humanidad en su conjunto, a pasos acelerados, hacia su propia autodestrucción. Tal es el significado que reviste la formidable catástrofe ambiental que se desarrolla actualmente ante nuestros propios ojos y sin que los gobiernos, completamente dóciles a las estructuras de poder realmente existentes y a la lógica de funcionamiento económico que éstas imponen, se muestren capaces de adoptar las medidas que imperativa y urgentemente esta situación reclama. Nos hallamos enfrentados así, a una muy grave y profunda crisis civilizatoria.
En estas condiciones, lo que se impone es llevar tan lejos como sea posible un persistente esfuerzo democratizador que permita politizar, centralizar y coordinar las decisiones económicas clave, superando definitivamente los rígidos condicionamientos que el capital hoy día impone sobre el desarrollo de las fuerzas productivas y la orientación en que lo hacen. Esto significa, al revés de lo que suelen sostener hoy con gran determinación los círculos gobernantes, los poderes fácticos empresariales y todos aquellos que se desempeñan como sus “intelectuales orgánicos”, que la resolución de los grandes problemas económicos y sociales del mundo actual no se juega en un plano de decisiones ni exclusiva ni principalmente técnicas, sino ante todo en el terreno de las decisiones políticas. En otros términos, de aquél mismo tipo de decisiones que tan pronto asoman tímidamente en las políticas económicas de algún gobierno suelen ser inmediatamente descalificadas como “populistas”. Es necesario subrayar una alternativa real a un capitalismo globalizado, que recrea una abismal desigualdad social, que excluye a una gigantesca porción de la humanidad de los frutos del progreso, en el ejercicio abierto o solapado de una violencia política de carácter clasista e imperial, que pisotea descaradamente la soberanía y derechos de los pueblos
Por lo tanto, el problema de fondo que es imperativa y urgentemente necesario abordar es, en definitiva, el de la relación entre desarrollo económico-social y democratización de la sociedad en todos los planos, lo que colocado ante la situación actual del mundo nos lleva a plantearnos directamente la cuestión de los poderes fácticos que existen actualmente y que gobiernan la economía desde las sombras, haciendo de los procedimientos e instituciones democráticas un cascarón vacío que sólo cumple un rol de legitimación formal de las relaciones de poder realmente existentes. La soberanía popular como principio fundante de un ordenamiento democrático pierde todo significado cuando se ve sometida a la extorsión permanente del pequeño grupo de personas que hoy gobierna la economía y cuyos intereses priman, por tanto, sobre los de la inmensa mayoría. Por lo tanto, es necesario luchar por restaurar su verdadero significado, como el único capaz de asegurar no sólo un sistema de toma de decisiones que sintonice cabalmente con los derechos, intereses y aspiraciones de la mayoría, sino también con las demandas «técnicas» de la mayor eficiencia y eficacia posibles en el uso de los recursos disponibles.
Las grandes y absurdas desigualdades que imperan hoy en el mundo, con amplios sectores de la población marginadas del acceso a una vida decente, las grandes tensiones y conflictos que ellas inevitablemente acarrean, tanto en un sentido vertical (ricos/pobres) como horizontal (exacerbación de la competencia y de las rivalidades asociadas), la desaprensiva destrucción del medioambiente natural, gatillada por una insaciable búsqueda de ganancias, son los jinetes del apocalipsis capitalista. El principio de la soberanía popular debe hacerse valer en todos los planos, extendiendo también su dominio al campo de la economía, permitiendo gobernarla en función de los intereses de la humanidad, y restringiendo, por tanto, el ámbito de la acción económica individual al de los emprendimientos en pequeña y mediana escala, con las debidas salvaguardas a los derechos de los trabajadores y al bien común.
Es, por otra parte, evidente que las relaciones de fuerza hoy imperantes en el mundo tornan extremadamente complejo e incierto en su desenlace este desafío. Pero lo que en él se juega en este momento histórico es mucho más que la vieja y sentida aspiración de construir y poder vivir en un mundo más justo. Lo que el desarrollo anárquico y voraz de las inmensas fuerzas productivas desatadas bajo el capitalismo está poniendo en juego es la supervivencia misma de la humanidad y en plazos históricos que no dejan margen posible a la incredulidad y la complacencia. Es necesario alzar la mirada y colocarla a la altura del desafío a que nos enfrenta el tipo y nivel de desarrollo que hemos alcanzado, al buscar contribuir activamente a la generación de un cambio democratizador profundo y global. Debemos avanzar con determinación desde una economía de la competencia global, de todos contra todos, a una economía de la solidaridad global, de todos con todos, decidiéndonos a dar los pasos concretos, grandes y pequeños, que efectivamente nos lleven en esa dirección. El principio de la soberanía popular debe hacerse valer en todos los planos, extendiendo también su dominio al campo de la economía, permitiendo gobernarla en función de los intereses de la humanidad, y restringiendo, por tanto, el ámbito de la acción económica individual al de los emprendimientos en pequeña y mediana escala, con las debidas salvaguardas a los derechos de los trabajadores y al bien común
Se puede y se debe avanzar resueltamente, por ejemplo, en la integración económica y política latinoamericana, para poder “hablar con voz de pueblo continente” y defender con fuerza frente a los grandes centros de poder imperantes en el mundo de hoy los derechos, intereses y aspiraciones comunes de nuestros pueblos. Esto es algo que quienes nos anuncian alegremente la llegada del paraíso del desarrollo para los próximos años se han negado persistentemente a asumir, optando en cambio por la docilidad frente a los actuales amos del mundo que en esa misma medida se allanan a reconocer que Chile aparece ante sus ojos como “una buena casa en un mal barrio”, como le gusta decir a los apologistas criollos del modelo.
En suma, se puede y se debe impulsar todas las iniciativas que permitan acrecentar la soberanía de nuestro accionar para poder fortalecer, no sólo a escala nacional sino también continental y mundial, la lucha por una sociedad de efectivos derechos, prosperidad y seguridad colectivos. Entre los objetivos que permiten direccionar el avance hacia la construcción de un nuevo orden económico mundial, profundamente democrático y solidario, se puede mencionar la necesidad de:
- a)
Avanzar decididamente en la integración económica y política del continente, a través de iniciativas como el alba, Mercosur, Telesur; que buscan armonizar intereses y hacen prevalecer los de los pueblos, para estar en condiciones de hablar ante el mundo con una voz de “pueblo continente”.
- b)
Lograr mayores márgenes de soberanía y autonomía económica y financiera, intensificando el comercio intrarregional, fortaleciendo el Banco del Sur, etc. y revirtiendo, además, los anteriores procesos de desnacionalización (de recursos productivos y dolarización).
- c)
Desarrollar imperativamente una capacidad de producción e innovación tecnológica propia que le de sustento a los esfuerzos de la región por afianzar su autonomía, al menos mientras en su entorno prevalezca una economía global competitiva, como lo es la economía capitalista.
- d)
Orientar los esfuerzos productivos en una senda de desarrollo sustentable, esforzándose no sólo por preservar, sino también por recuperar el medioambiente de los daños a que ha sido sometido por el crecimiento anárquico y depredador que detona la búsqueda de ganancias privadas.
- e)
Acometer, de una vez por todas y de manera decidida, la impostergable tarea de superar las abismales desigualdades sociales existentes en la región, que ostenta en la actualidad la deshonrosa condición de ser la más desigual del planeta.
- f)
Avanzar decididamente en la democratización de la vida política, acrecentando el espectro y protección de los derechos políticos, generando una mayor transparencia en el accionar de las autoridades y abriendo también mayores espacios de participación ciudadana.
El actual desplome de los precios de las materias primas, que en el caso de Chile, golpea fuertemente a su principal producto exportable, parece haber disipado, de manera súbita, como pompas de jabón, los anuncios triunfalistas sobre el próximo e inminente ingreso de Chile al selecto club de los países desarrollados. Pero lo cierto es que tales anuncios nunca tuvieron una base sólida en los hechos ni en un razonamiento mínimamente riguroso, coherente y profundo sobre el real significado del desarrollo económico. Lamentablemente Chile, como la mayoría de los países, no cuenta con las credenciales que, en el marco del capitalismo, le permitan franquear esa puerta. En consecuencia, tales vaticinios, avalados por el arrogante stablishment de la profesión, respondieron exclusivamente al objetivo político inmediato de los sectores sociales dominantes de asegurar, mediante la aceptación resignada de sus políticas por parte de la población, los altos niveles de gobernabilidad que sus expectativas de negocios necesitan para poder prosperar. Esta ha sido, por lo demás, la tónica del discurso gubernamental chileno en los últimos veinticinco años.
En el marco de un esfuerzo intelectual riguroso dicho discurso se revela de inmediato carente de todo asidero y justificación. La pretensión de reducir el desarrollo al mero crecimiento económico, aunque sea “con equidad”, supone, en contravención a toda lógica, el infructuoso empeño de subsumir un concepto más complejo y comprensivo en uno más simple y parcial. Contar con un marco teórico y conceptual apropiado es la condición primera, sine qua non, de un diagnóstico y de una solución adecuada. Pero con la teoría del desarrollo económico ha acontecido algo similar a lo sucedido un siglo antes con la economía política que, debido a su preocupación por “la riqueza de las naciones”, se fue tornando cada vez más molesta para el gran capital. Finalmente, careciendo de intereses propiamente “políticos”, éste decidió hacerla a un lado y centrar su atención sobre un horizonte exclusivamente micro. Lo mismo ha ocurrido con la teoría del desarrollo. La razón puramente instrumental del gran capital desplaza así del escenario a la razón sustantiva.
Lo que la ciencia social dominante no desea poner en discusión, y por lo tanto, se esmera en invisibilizar, son las asimétricas relaciones de poder imperantes bajo el capitalismo, claramente incompatibles no sólo con el ideal democrático que impregna el discurso de legitimación del orden social y político existente, sino también con cualquier solución racional de los grandes problemas que encara actualmente la humanidad: la desigualdad social, la exclusión y la pobreza, la proliferación de la violencia política como expresión de los agudos conflictos de intereses que ello conlleva, la catástrofe ambiental gatillada por el insaciable y depredatorio afán de lucro como criterio dominante de decisión en materia de inversión del excedente social acumulado. Sencillamente no se desea ver allí la causa real y profunda de todos los grandes males que aquejan actualmente a la sociedad.
De manera similar, dichos anuncios gubernamentales no se sitúan en el plano de un abordaje comprensivo de la problemática que abordan sino que corresponden más bien a la resignificación banal de la misma que se operó conjuntamente con el giro hacia las políticas neoliberales, dando lugar a lo que se dio en llamar la “teoría del derrame”. Simplemente se asimiló el concepto de desarrollo al de crecimiento o, en el mejor de los casos, al de “desarrollo humano”, escamoteando por esta vía los problemas de fondo, referidos a la desigualdad que fluye del régimen de explotación social imperante. La asunción de estos problemas resulta ser demasiado onerosa para la clase dominante en la medida en que lleva a cuestionar la conveniencia, y con ello la legitimidad, de todo el orden social existente. Los apologistas del sistema no tienen reparos en apelar entonces a los manidos artilugios semánticos del “doblepensar”.
La profunda reacción conservadora que hemos experimentado en el plano de las ideas, de la que la degradación del debate sobre el desarrollo económico no es más que una expresión, no se explica, por tanto, por la supuesta fortaleza teórica de las ideas neoliberales hoy imperantes en el seno de la “ciencia económica”. En rigor, en el mejor de los casos, las ideas neoliberales equivalen a lo que Marx calificaba con desdén como “economía vulgar” (1867/1975:45). Se trata de un modo de razonar que, en relación con esta problemática, se hace presente en el marco del viejo paradigma de la modernización –al menos en sus versiones menos sofisticadas– y también del más recientemente llamado “neoinstitucionalismo”. Un cambio de esa envergadura y características en el clima intelectual prevaleciente sólo constituye la manifestación ideológica de una profunda modificación de la correlación de las fuerzas políticas y sociales a escala mundial. La pretensión de reducir el desarrollo al mero crecimiento económico, aunque sea “con equidad”, supone, en contravención a toda lógica, el infructuoso empeño de subsumir un concepto más complejo y comprensivo en uno más simple y parcial
Es ello lo que explica la virtual desaparición del keynesianismo y, en un plano regional, el profundo viraje experimentado por las orientaciones y análisis emanados de la cepal, que comienzan a evidenciarse también tributarios de aquella impropia identificación entre desarrollo y crecimiento. En rigor, cuando ésta da por irreversible la apertura comercial bajo el capitalismo, está dando por perdida la batalla por el desarrollo, porque ello equivale a cerrar cualquier posibilidad de un camino alternativo. Utilizando la clásica metáfora de List, equivale a “quitar la escalera” por la que en su momento algunos países lograron trepar hasta la cima del desarrollo. Lo que ahora se levanta como orientación económica general no es más que el espejismo de la competitividad capitalista como condición insalvable de cualquier posible desarrollo productivo, en lugar de sostener que éste debiese orientarse simplemente por la búsqueda de eficiencia productiva pero en el marco de criterios de rentabilidad no predominantemente individual sino social.
Todo esto sólo destaca la imperativa y urgente necesidad de reivindicar con fuerza el rol fundamental que está llamado a desempeñar el despliegue de un pensamiento científico-social crítico. Un pensamiento guiado por aquellas utopías que nos permiten examinar los grandes problemas del presente y sus posibles soluciones no sólo en el estrecho marco de lo que las cosas hasta aquí han sido y efectivamente son, sino también desde la perspectiva, más comprensiva y promisoria, de lo que éstas podrían y deberían llegar a ser a partir de lo que son, si tales problemas son examinados y abordados en consonancia con aquellos grandes valores con los que la humanidad hoy dice identificarse. Es la tarea y responsabilidad que, para ser fiel a sí mismo, le corresponde reivindicar al pensamiento social contemporáneo, abriendo paso a un claro y coherente proyecto histórico de transformación social.
Dejando por ahora de lado la relevante cuestión de la propia pertinencia de la dupla conceptual desarrollo/subdesarrollo para dar cuenta de la real naturaleza del fenómeno examinado, algo que desde ya resulta sumamente cuestionable.
Lo cual también plantea el problema, usualmente soslayado, de la validez y confiabilidad de tales indicadores, cuestión que ya hemos abordado en otros textos.
Una interesante línea de investigación empírica, coincidente en cuanto a la descripción del fenómeno que examinamos con el enfoque de carácter sistémico, estructural y complejo aquí señalado –aunque no con su explicación más de fondo–, es la desarrollada por los académicos César Hidalgo y Ricardo Hausmann, el primero del mit y el segundo de la Universidad de Harvard, autores del “Indice de la complejidad económica mundial”. Ver http://atlas.media.mit.edu/es/
“Fue en el día 20 de enero de 1949 que el Presidente Harry Truman, en su discurso inaugural delante del congreso, llamando la atención de su audiencia para las condiciones en los países más pobres, por primera vez definió a estas zonas como subdesarrolladas. De súbito un concepto aparentemente indeleble se estableció, apretando la inmensurable diversidad del Sur en una única categoría: los subdesarrollados.” (Sachs, 1999:28).