The most diverse knowledge domains are currently contributing to the treatment of socioenvironmental problems. Many papers and books have been published in the fields of Green Chemistry, Industrial Ecology, Environmental Engineering, Green Economy (low in carbon), Environmental Education, etc. But very recently it has been understood that these contributions are insufficient and that we need a Sustainability Science that integrates all of them. This paper studies the emergence of this new field of knowledge and research, which explicit aim is to contribute to the transition to a sustainable society.
Con este número dedicado al tema “Sustentabilidad y educación química”, Educación Química sigue dando una respuesta positiva a los llamamientos dirigidos a la comunidad científica y a la educativa (Lubchenco, 1998; Vilches y Gil, 2003) para que contribuyan a profundizar en el estudio y tratamiento de los graves problemas estrechamente vinculados entre sí que ya en la década de los noventa condujeron a hablar de emergencia planetaria (Bybee, 1991).
Esto es algo a lo que Educación Química contribuye desde hace tiempo; recordemos, por ejemplo, que en 2009 su número 4 incluyó trabajos relativos a la Química Verde, y que ese mismo año, su Consejo Editorial decidió dedicar los números de 2011 al Año Internacional de la Química que se celebró bajo el lema “Química — nuestra vida, nuestro futuro”para concienciar al público sobre “las contribuciones de esa ciencia al bienestar de la humanidad”. Cabe destacar que, para justificar este evento, el director general de UNESCO, Koïchiro Matsuura, hizo hincapié en la contribución de la química a la sostenibilidad al señalar que “Sensibilizar al público de la importancia de las ciencias químicas es una tarea de suma importancia, habida cuenta de los desafíos que debe afrontar el desarrollo sostenible. Es indudable que la química desempeñará un papel muy importante en el desarrollo de fuentes alternativas de energía y la alimentación de la creciente población mundial”.
En respuesta al llamamiento para mostrar la contribución de la química y la educación química a los desafíos de la construcción de un futuro sostenible, Educación Química publicó “Papel de la Química y su enseñanza en la construcción de un futuro sostenible” (Vilches y Gil-Pérez, 2011a). Sin embargo, ahora el objetivo es mucho más ambicioso, puesto que todo este número está dedicado a “Sustentabilidad y educación química”, después de haber dedicado este mismo año un número a la Química Verde (Doria-Serrano y Miranda-Ruvalcaba, 2013).
Podría pensarse que quienes escribimos en 2011 el artículo sobre el papel de la Química y su enseñanza a la sostenibilidad, poco podríamos añadir ahora sobre la misma problemática. No vamos a repetir, por supuesto, los argumentos desarrollados en aquel trabajo para cuestionar estereotipos simplistas como la atribución de los problemas actuales a los que se enfrenta la humanidad a la actividad de la química y, más en general, de la ciencia y la tecnología, o el que confía exclusivamente en la tecnociencia para la resolución de dichos problemas. Tampoco nos extenderemos en detallar cuáles son los problemas socioambientales, que se potencian mutuamente; ni en justificar que ya se conocen las medidas correctoras y que está en nuestras manos contribuir a su puesta en práctica, por lo que es posible poner freno al proceso de degradación. Nos remitimos para estos aspectos fundamentales al mencionado artículo y a otros trabajos (Vilches y Gil-Pérez, 2011b).
Nuestro propósito ahora es particularmente ambicioso: intentaremos mostrar el notable paso adelante que se está dando en el estudio y tratamiento científico de la situación de emergencia planetaria con el surgimiento de un nuevo campo de conocimiento, la Ciencia de la Sostenibilidad, en el que se integran contribuciones procedentes de los más diversos campos científicos, incluidos el de la llamada Química Verde y el de la Educación Química para la sostenibilidad.
Comenzaremos, para ello, haciendo un breve recorrido histórico acerca de cómo la problemática de la sostenibilidad se ha convertido en el mayor desafío para la ciencia, la educación y la acción ciudadana de nuestra época, dando lugar, entre otros, a una profunda revolución científica para avanzar hacia un futuro sostenible.
Origen de la atención científica, educativa y ciudadana a la problemática de la sostenibilidad¿Por qué tanto hablar de Sostenibilidad (o Sustentabilidad)? Hoy los científicos, las ONG ecologistas, Naciones Unidas, etc., hablan continuamente de sostenibilidad y de desarrollo sostenible. Asimismo, lo hacen los políticos, los economistas, y hasta las petroleras y otras grandes empresas transnacionales. ¿Cuánto hay en ello —como algunos critican— de simple moda, de eslogan superficial? O, lo que es peor, ¿cuánto de maniobra de intoxicación para justificar la continuación de un desarrollismo depredador e insolidario?
Vayamos al origen. Conviene recordar que el concepto de sostenibilidad surge por vía negativa, como resultado de análisis científicos concordantes acerca de la situación del mundo que muestran su insostenibilidad:
Es insostenible el actual ritmo de utilización de todo tipo de recursos esenciales, desde los energéticos a los bancos de pesca, los bosques, las reservas de agua dulce y el mismo suelo cultivable, entre muchos otros. Un ritmo muy superior al de su regeneración, cuando son renovables, o al de su sustitución por otros que sí lo sean.
Es insostenible el ritmo de producción de residuos contaminantes, que es mayor a la capacidad del planeta para digerirlos, dando lugar a una contaminación pluriforme y sin fronteras que envenena suelos, ríos, mares y aire y afecta ya a todos los ecosistemas.
Es insostenible, en particular, el acelerado incremento de gases de efecto invernadero que está provocando un desarreglo climático visible ya, por ejemplo, en el aumento de la frecuencia e intensidad de los fenómenos atmosféricos extremos (huracanes, inundaciones, sequías e incendios…). Nos encontramos así frente a un proceso de degradación generalizada que corre el riesgo de hacerse irreversible y hacer inhabitable la Tierra para la especie humana.
Es insostenible el proceso de urbanización acelerada y desordenada que potencia los efectos de la contaminación (a causa del transporte, calefacción, acumulación de residuos, etc.) y el agotamiento de recursos (con la destrucción de terrenos agrícolas, el aumento de los tiempos de desplazamiento y consiguiente consumo de recursos energéticos, etc.).
Es insostenible el crecimiento explosivo de la población mundial, más allá de la capacidad de carga del planeta: la especie humana acapara ya casi tanta producción fotosintética como el resto de las especies y su huella ecológica ha superado ampliamente la biocapacidad del planeta.
Es insostenible la acelerada pérdida de biodiversidad, que obliga a hablar de una sexta gran extinción ya en marcha, que amenaza con romper los equilibrios de la biosfera y perjudicar a la propia especie humana, causante de esta extinción.
Es insostenible e inaceptable el desequilibrio entre una quinta parte de la humanidad abocada a un consumismo sin control y miles de millones de personas que sufren hambre y condiciones de vida insoportables.
Es insostenible, en definitiva, un sistema socioeconómico que apuesta por el crecimiento económico indefinido en un planeta finito. Es este sistema económico el responsable de los problemas enumerados y de otros igualmente graves como la pérdida de diversidad cultural o los confictos y violencias causados por la competitividad y la anteposición de intereses particulares a la cooperación y defensa del bienestar general.
Como ya hemos indicado, todos estos problemas se encuentran estrechamente interconectados y están creando una situación de auténtica emergencia planetaria (Worldwatch Institute, 1984-2012; Bybee, 1991; Vilches y Gil Pérez, 2011b) que reclama una urgente transición a la sostenibilidad, un profundo replanteamiento de las relaciones de los grupos humanos entre sí y con el medio ambiente para poner fin a la degradación socio ambiental y sentar las bases de un futuro sostenible. Esa es la razón por la que la sostenibilidad o sustentabilidad se ha convertido en “la idea central unificadora más necesaria en este momento de la historia de la humanidad” (Bybee, 1991).
Conviene insistir en que se trata de un concepto muy reciente, que supone haber comprendido que el mundo no es tan ancho e ilimitado como habíamos creído (algo que ha constituido una sorpresa incluso para los expertos). Además, este concepto es nuevo en otro sentido aún más profundo: se ha comprendido que la sostenibilidad exige planteamientos holísticos que tomen en consideración la totalidad de problemas que caracterizan la situación de emergencia planetaria porque están estrechamente interconectados y se potencian mutuamente.
La sustentabilidad es un concepto que surge a principios de la década de los años 80, con la publicación de varios documentos relevantes, como la Estrategia Mundial para la Conservación (UICN, 1980) y Nuestro futuro común, también conocido como Informe Brundtland (CMMAD, 1988). No obstante, su origen es deudor de un largo proceso de estudios científicos sobre la relación entre el medioambiente y la actividad humana, que hunden sus raíces en el siglo XIX, con obras como Man and Nature (Marsh, 1864), uno de los primeros análisis detallados del impacto de las actividades humanas sobre el medio ambiente y un grito de alarma contra la destrucción de la naturaleza (Bergandi y Galangau-Quérart, 2008).
Hemos de señalar, además, que no se trata exclusivamente de una preocupación académica: los debates sociales se prodigan ya en el siglo xix. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en las reflexiones que el escritor ruso Antón Chéjov pone en boca de uno de los personajes de su obra teatral Tío Vania (escrita entre 1898 y 1899): “Los bosques rusos crujen bajo el hacha, perecen miles de millones de árboles, son devastadas las viviendas de las bestias y de los pájaros, los ríos pierden caudal y se secan, desaparecen irremisiblemente paisajes maravillosos…”. No es un discurso de mera lamentación: “… cuando paso junto a los bosques de los aldeanos que he salvado del hacha, o cuando oigo cómo susurra mi joven bosque, plantado por mis manos, me doy cuenta de que el clima está un poquito en mi poder. Y si dentro de mil años el hombre es feliz, también yo tendré mi pequeña parte en ello”.
En este proceso de toma de conciencia social podemos señalar toda una serie de hechos relevantes como, por ejemplo, el surgimiento de los movimientos ambientalistas, la creación de los parques nacionales, el impacto de obras como Primavera silenciosa, publicada por Rachel Carson (1962) que condujo a la prohibición del DDT, el primero de los contaminantes orgánicos permanentes denunciado, o el logro en 1987 de un acuerdo universal y vinculante (Protocolo de Montreal) para resolver el gravísimo problema de la destrucción de la capa de ozono por los compuestos cloroflúor-carbonados (CFC), dado a conocer por científicos como Crutzen, Rowland y Molina. Algo que no debemos olvidar es que la prohibición del DDT proviene, además de los estudios científicos de Raquel Carson, de la intervención de grupos ciudadanos que fueron sensibles a sus fundamentadas llamadas de atención. De hecho, Rachel Carson fue violentamente criticada por gran parte de la industria química, los políticos e incluso numerosos científicos, quienes negaron inicialmente valor a sus pruebas y le acusaron de estar contra un progreso que permitía dar de comer a una población creciente y salvar así muchas vidas humanas. Sin embargo, apenas 10 años más tarde se tuvo que reconocer que el DDT era realmente un peligroso veneno y Carson es hoy recordada como “madre del movimiento ecologista” por la enorme influencia que tuvo su libro en el surgimiento de grupos activistas que reivindicaban la necesidad de la protección del medio ambiente, así como en los orígenes del denominado movimiento CTS. Sin la acción de una ciudadanía con capacidad para comprender los argumentos de Carson y la voluntad de incidir en la toma de decisiones, la prohibición se hubiera producido mucho más tarde, con efectos aún más devastadores. Conviene, pues, llamar la atención sobre la influencia de este “activismo basado en el conocimiento” y su indudable contribución a la toma de decisiones acertadas. Al exigir controles rigurosos de los efectos del DDT, que acabaron convenciendo a la comunidad científica y, posteriormente, a los legisladores, los movimientos ciudadanos aceleraron su prohibición. Algo similar sucedió con la firma en 1987 del Protocolo de Montreal para poner fin al uso de los CFC que destruían la capa de ozono estratosférico que nos protege de las radiaciones ultravioleta.
Estos y otros muchos ejemplos permiten comprender que la participación ciudadana en la toma de decisiones constituye un hecho positivo y una garantía de aplicación del principio de precaución, que se apoya en una creciente sensibilidad social frente a las implicaciones del desarrollo tecnocientífico que puedan comportar riesgos para las personas o el medio ambiente. Ello constituye un argumento decisivo a favor de la alfabetización científica y educación socioambiental del conjunto de la ciudadanía, cuya necesidad aparece cada vez con más claridad ante la situación de auténtica emergencia planetaria (Bybee, 1991) que estamos viviendo. Por ello, en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro en 1992 y conocida como Primera Cumbre de la Tierra, se reclamó una decidida acción de los educadores para que los ciudadanos y ciudadanas adquirieran una correcta percepción de cuál era la situación y pudieran participar en la toma de decisiones fundamentadas.
Se reconocía así la importancia del desarrollo de la Educación Ambiental, tanto reglada (enseñanza formal), como no reglada (museos, documentales, creación de ONGS). Esta educación ambiental fue evolucionando desde la simple atención a los aspectos físicos y biológicos locales a un enfoque integral de las realidades ambientales, poniendo en evidencia la estrecha vinculación entre desarrollo económico y conservación o degradación del medio, así como la necesidad de una solidaridad mundial, tal como se propuso en la Conferencia Intergubernamental sobre Educación Ambiental, celebrada en Tbilisi en 1977 (Girault y Sauvé, 2008).
Una creciente y fructífera atención a la problemática socioambientalA finales del siglo xx nos encontramos ya con una creciente y justificada atención —tanto por parte de la comunidad científica, como por la educativa y los movimientos sociales— a los graves problemas a los que la humanidad ha de hacer frente, al estudio de sus causas y de las medidas a adoptar. Por lo que se refere a la comunidad científica podemos recordar, por ejemplo, el llamamiento realizado en 1998 por Jane Lubchenco, presidenta a la sazón de la AAAS (American Association for the Advancement of Science) —la más importante asociación científica a nivel mundial, tanto por el número de miembros como por la cantidad de premios Nobel y científicos de alto nivel que forman parte de la misma— reclamando que el siglo xxi fuera, para la ciencia, el siglo del medio ambiente y que la comunidad científica “reorientara su maquinaria” hacia la resolución de los problemas que amenazan el futuro de la humanidad (Lubchenco, 1998).
Estos llamamientos no han dejado de multiplicarse; se puede destacar como ejemplo reciente el denominado Memorando de Estocolmo: Inclinando la balanza hacia la sostenibilidad, documento firmado el 18 de mayo de 2011 por los laureados con el Nobel participantes en el Tercer Simposio sobre la Sustentabilidad Ambiental, promovido por Naciones Unidas (http://globalsymposium2011.org/es). En dicho Stockholm Memorandum, más de cincuenta laureados con el Nobel —entre los que figuran los Nobel de Química Mario Molina y Paul Crutzen (quien propuso el términoantropoceno al periodo actual, para destacar la responsabilidad de la especie humana en los cambios que están teniendo lugar), el laureado en economía Amartya Sen o la Nobel de Literatura Nadine Gordimer, embajadora de buena voluntad del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)— conminan a una urgente transición a la sostenibilidad reclamando, entre otros, una transformación radical en la forma de usar la energía y las materias primas mediante mecanismos que desacoplen el desarrollo económico de la utilización de recursos energéticos contaminantes y no renovables. El documento termina con estas palabras: “Somos la primera generación consciente del nuevo riesgo global que enfrenta la humanidad, por lo que recae sobre nosotros cambiar nuestra relación con el planeta para asegurar que dejaremos un mundo sostenible a las futuras generaciones”.
Mención especial merece el programa de investigación de 10 años “Future Earth – Research for Global Sustainability” (http://www.icsu.org/future-earth) lanzado en 2012 tras la Cumbre de la Tierra Rio+20 por el International Council for Science (ICSU), que pretende movilizar a millares de científicos y reforzar los vínculos con los responsable en la toma de decisiones, para fundamentar la transición hacia la sostenibilidad global.
De forma convergente el Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, lanzó en agosto de 2012 la Red de Soluciones para el Desarrrollo Sostenible, una nueva red mundial, de carácter independiente, integrada por centros de investigación, universidades e instituciones técnicas. Como parte del mandato de la ONU para después del año 2015 y de la Conferencia Río + 20, la red está dirigida por el profesor Jeffrey Sachs, director del Earth Institute y Asesor Especial del Secretario General de la ONU sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
Estos y otros llamamientos han dado ya lugar a desarrollos científicos y tecnológicos importantes en campos como la puesta a punto de recursos energéticos limpios y sostenibles, el aumento de la eficiencia de aparatos y procesos (con el consiguiente ahorro energético), la producción ecológica de alimentos, la reducción y reciclado de los desechos, la prevención de catástrofes, la recuperación de ecosistemas dañados, etc. De hecho, en publicaciones científicas e incluso en Internet pueden encontrarse una multitud de contribuciones explícitamente orientadas al logro de la sostenibilidad, relacionadas con “Química sostenible” o “Química verde” (Vilches y Gil Pérez, 2011a; Summerton, Hunt y Clark, 2013), “Biotecnología para la sostenibilidad”, “Ecología industrial”, “Ingeniería para el medio ambiente”, “Ciencia y Tecnología para la sostenibilidad”, “Economía baja en carbono”, etc.
Del mismo modo, una amplia literatura muestra innumerables contribuciones de la Educación Ambiental, con tratamientos que contemplan el ambiente en su sentido más amplio; es decir, que incluyen a la especie humana como parte del mismo, tal como se propuso ya en la Conferencia de Naciones Unidad sobre Medio Ambiente Humano (Estocolmo, 1972). Se trata, pues, de una Educación Ambiental no reduccionista, consciente de la vinculación entre problemas como la degradación de los ecosistemas o la pérdida de biodiversidad con el consumismo de una quinta parte de la humanidad y la pobreza extrema de otra quinta parte. Consciente, pues, de la necesidad de planteamientos holísticos.
Nos encontramos así, por una parte, con una creciente gravedad de problemas que amenazan con una degradación irreversible de las condiciones de vida en el planeta y, por otra, con un número también creciente de estudios y propuestas para hacer frente a dichos problemas. Como parte de este proceso surgieron, entre otras cosas, las propuestas de Educación para el Desarrollo sostenible (EDS) y se aprobó por la Asamblea General de Naciones Unidas el lanzamiento de la Década de la Educación para el Desarrollo Sostenible 2005-2014 (también denominada en su origen Educación por un Futuro Sostenible), con el propósito de implicar al conjunto de la población en la transición a la sostenibilidad, solicitando para ello el apoyo de todas las áreas y todos los niveles educativos, tanto de la educación formal como de la no reglada (http://www.oei.es/decada).
Dicho lanzamiento ha contribuido, sin lugar a dudas, a la implicación de sectores que hasta entonces habían permanecido ajenos a la problemática socioambiental o la habían abordado desde perspectivas no vinculadas institucionalmente con la educación ambiental, como el movimiento CTS (que solo más adelante algunos pasarían a denominar CTSA, añadiendo la A de Ambiente para hacer explícita la atención a la problemática ambiental) y otros campos de estudio como la sociología y la filosofía de la ciencia; sin embargo, también generó el rechazo de quienes —apoyándose en los trabajos y acuerdos de la Conferencia Intergubernamental sobre Educación Ambiental de Tblisi 1977— vieron en este impulso de la EDS una maniobra de los sectores favorables a la continuidad del actual modelo socioeconómico, responsable de la situación de emergencia planetaria (Girault y Sauvé, 2008).
No podemos detenernos aquí en el debate surgido en torno a la Educación Ambiental (EA) versus Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS) y nos remitimos a la abundante literatura existente al respecto (González Gaudiano, 2006; Vilches, Gil y Cañal, 2010). Tan solo señalaremos que se trata de un debate que se originó en las ambigüedades existentes en la interpretación de qué entender por Educación Ambiental y por Educación para el Desarrollo Sostenible. Hoy, sin embargo, existe un consenso creciente en que no se puede acusar a la Educación Ambiental de “reduc-cionismo” (por supuestamente olvidar la dimensión social) ni a la Educación para el Desarrollo Sostenible de “una nueva mistificación del Norte” (Girault y Sauvé, 2008) para seguir defendiendo un crecimiento depredador (confundiendo interesadamente desarrollo sostenible con crecimiento sostenido), aunque haya ejemplos de ambas distorsiones. Este consenso, fruto de un estudio más sosegado y objetivo de ambas corrientes entre quienes comparten un fundamentado rechazo del actual crecimiento insostenible e insolidario, permite hoy aceptar como equivalentes las expresiones “Educación ambiental para la sustentabilidad (o sostenibilidad)” (González Gaudiano, 2006), “Educación para el desarrollo sostenible (o sustentable)” y “Educación para la sostenibilidad (o sustentabilidad)”. Quizá la más clara expresión de esta convergencia entre Educación Ambiental y Educación por la Sostenibilidad la encontramos en el comunicado de la Conferencia Intergubernamental de Educación Ambiental para el Desarrollo Sostenible, Tbilisi+35, celebrada en septiembre de 2012, en cuyo apartado cuatro podemos leer que dicha Declaración: “reconoce que las recomendaciones de la Primera Conferencia Intergubernamental de Educación Ambiental y la Declaración de Tbilisi en 1977 han jugado un papel crucial en la articulación de la educación en torno a la protección ambiental y al desarrollo sostenible, proporcionando así los principios fundamentales de la eds”.
Este consenso no debe evitar dar respuesta a una cuestión clave: ¿Se gana realmente algo con añadir “para la sos-tenibilidad” a la “Educación ambiental”, con introducir la “Educación para la sostenibilidad” o con hablar de “Química para la sostenibilidad” en vez de “Química verde”, etc.? Intentaremos responder a esta pregunta apoyándonos en el reciente, pero potente surgimiento de la “Ciencia de la Sos-tenibilidad”. Algo que, en nuestra opinión, constituye una auténtica revolución científica, a la que estaríamos asistiendo en la actualidad.
Más allá de la contribución de cada ciencia a la sostenibilidad: Necesidad de una Ciencia de la SostenibilidadComo ya hemos señalado, las más diversas áreas de conocimiento están haciendo contribuciones desde hace tiempo al tratamiento de los problemas socioambientales. Nos encontramos así con numerosos trabajos de química verde, ecología industrial, ingeniería para el medio ambiente, economía verde (baja en carbono), educación ambiental, etc. Sin embargo, recientemente se ha empezado a comprender que dichas contribuciones son del todo insuficientes y que se precisa una nueva área de conocimiento, una Ciencia de la Sostenibilidad, que las integre todas, para acercar campos aparentemente tan alejados como, por ejemplo, el de la economía y el del estudio de la biodiversidad, pero que tienen en común el referirse a acciones humanas que afectan a la naturaleza. Así lo destacan 23 investigadores procedentes de distintas áreas en un artículo conjunto publicado en la revista Science en 2001: “Está emergiendo un nuevo campo de ciencia para la sostenibilidad que busca comprender el carácter fundamental de las interacciones entre la naturaleza y la sociedad” (Kates et al., 2001). Y otro trabajo colectivo (13 autores) publicado en 2003 en los Proceedings of the National Academy of Science (PNAS) precisa: “La emergencia de la ‘Ciencia de la Sostenibilidad’ se construye hacia la comprensión de la interacción humanidad-ambiente con el doble objetivo de atender a las necesidades de la sociedad al tiempo que se preservan los sistemas que dan soporte a la vida en el planeta” (Turner et al., 2003).
Esta necesidad de integración de conocimientos viene impuesta por la estrecha vinculación de problemas que se potencian mutuamente y que, por tanto, no puede abordarse aisladamente. A este respecto, Jared Diamond, después de referirse en su libro Colapso a 12 grupos de problemas —que van desde la destrucción acelerada de hábitats naturales a la explosión demográfica, pasando por la incorrecta gestión de recursos como el agua o la contaminación provocada por las industrias y el transporte— afirma: “Si no resolvemos cualquiera de la docena de problemas sufriremos graves perjuicios (…) porque todos ellos se influyen mutuamente. Si resolvemos once de los doce problemas, pero no ese décimosegundo problema, todavía nos veríamos en apuros, con independencia de cuál fuera el problema” (Diamond, 2006, p. 645).
Ese es precisamente uno de los argumentos esgrimidos para justificar la creación en 2006 de una revista específicamente dedicada a la “Sustainability Science”: “Los problemas a los que la Ciencia de la Sostenibilidad ha de hacer frente no solo son complejos sino que están interconectados. Para encontrar soluciones a los mismos, debemos clarificar primeramente sus relaciones” (Komiyama & Takeuchi, 2006).
En particular, Komiyama y Takeuchi se referen al necesario reconocimiento de la existencia de un “vínculo fundamental entre ciencia y economía”, algo que, debemos insistir, no tiene nada que ver con poner a la tecnociencia al servicio de la economía; muy al contrario, supone el reconocimiento de que la economía no puede desarrollarse autónomamente, ignorando los problemas socioambientales estudiados por otras ciencias; y que, paralelamente, dichos problemas no pueden ser resueltos y ni siquiera comprendidos si no se analiza su vinculación con el crecimiento económico. En efecto, hoy conocemos, gracias a estudios como los de Meadows sobre “Los límites del crecimiento” (Meadows et al., 1972; Meadows, Meadows y Randers, 1992; Meadows, Randers y Meadows, 2006), la estrecha vinculación entre los indicadores de crecimiento económico y los de degradación socioambiental, cuestionando la posibilidad de un crecimiento continuado. El concepto de huella ecológica (que se define como el área de territorio, ecológicamente productivo, necesaria para producir los recursos utilizados y para asimilar los residuos producidos por una población dada) permite cuantificar aproximadamente estos límites. Se estima que en la actualidad la huella ecológica media por habitante es de 2,8 hectáreas, lo que multiplicado por los más de 7000millones de habitantes supera con mucho la superficie ecológicamente productiva (incluyendo los ecosistemas marinos) o biocapacidad de la Tierra, que apenas alcanza a ser de 1.7 hectáreas por habitante. Puede afirmarse, pues, que, a nivel global, estamos consumiendo más recursos que los que el planeta puede regenerar y produciendo más residuos que los que se pueden digerir. Todo ello justifica que hoy hablemos de un crecimiento insostenible. Como afirma Brown (1998) “Del mismo modo que un cáncer que crece sin cesar destruye finalmente los sistemas que sustentan su vida al destruir a su huésped, una economía global en continua expansión destruye lentamente a su huésped: el ecosistema Tierra”. No es posible, pues, seguir “externalizando” los costes ambientales, es decir, no tomando medidas para evitar la degradación ambiental; eso favorece el beneficio económico a muy corto plazo, pero supone un grave atentado al bien común.
Ello ha llevado al sociólogo Anthony Giddens (2000) a afirmar: “La sostenibilidad ambiental requiere, pues, que se produzca una discontinuidad: de una sociedad para la cual la condición normal de salud ha sido el crecimiento de la producción y del consumo material se ha de pasar a una sociedad capaz de desarrollarse disminuyéndolos”. Disminuyéndolos a nivel planetario, por supuesto, porque son muchos los pueblos que siguen precisando un desarrollo social y tecnocientífico y, en definitiva, un crecimiento económico, capaz de dar satisfacción a las necesidades básicas de toda la población (Sachs, 2008). Como señala Christopher Flavin, presidente del Worldwatch Institute en su informe de 2008, “Todavía quedan más de mil millones de personas desesperadamente pobres en el mundo actual, y los países en desarrollo que no se han beneficiado aún del inmenso crecimiento de la economía global durante el siglo pasado, están determinados a superar esta brecha en las próximas décadas” (Flavin, 2008, p.30).
Se hace evidente, pues, la necesidad de abordar globalmente, sin reduccionismos, el sistema cada vez más complejo constituido por las sociedades humanas y los sistemas naturales con los que interaccionan y de los que, en definitiva, forma parte. Esa es la razón de ser de la naciente Ciencia de la Sostenibilidad, cuyo objetivo explícito es contribuir a la transición a la sostenibilidad (Clark y Dickson, 2003), es decir, señalar el camino hacia una sociedad sostenible (Komiyama & Takeuchi, 2006). Se trata de una ciencia nueva para un nuevo período de la historia de la humanidad, el Antropoceno: “La Revolución Industrial y los cambios económicos, demográficos, tecnológicos y culturales asociados a la misma han conducido a lo que muchos científicos han comenzado a denominar ‘el Antropoceno’, que podemos básicamente traducir como la Edad de los seres humanos. Una respuesta a este desarrollo es el campo emergente de la ‘Ciencia de la Sostenibilidad’, un intento multidisciplinar y sistémico de percibir y comprender esta nueva etapa. Para lograrlo, sin embargo, es necesario desarrollar metodologías y marcos conceptuales que vayan más allá de las orientaciones existentes, predominantemente reduccionistas, que puedan abordar las características emergentes de sistemas complejos en los que se integran sistemas culturales y sociales, construcciones tecnocientíficas y sistemas naturales” (Allenby, 2006).
Rompiendo con ese reduccionismo habitual, Komiyama y Takeuchi (2006) -decididos promotores de la Ciencia de la Sostenibilidad y coeditores de la revista Sustainability Science- abordan el problema de la sostenibilidad considerando tres niveles estrechamente vinculados que ellos denominan “global” (la totalidad de la base planetaria de la supervivencia humana incluida la biosfera), “social” (relaciones económicas, políticas ) y “humano” (comportamiento personal). La Ciencia de la Sostenibilidad debe, pues, adoptar un planteamiento holístico en la identificación de los problemas y de las perspectivas considerando la sostenibilidad de esos tres sistemas y de sus vínculos.
Puede pensarse por ello que nos encontramos ante una profunda revolución científica: después de la revolución copernicana que vino a unificar Cielo y Tierra; después de la Teoría de la Evolución, que estableció el puente entre la especie humana y el resto de los seres vivos…ahora estaríamos asistiendo a la integración del desarrollo social (económico, industrial, cultural…) con los procesos del mundo natural (Vilches y Gil, 2003).
La Ciencia de la Sostenibilidad como pujante nueva área de conocimientoLa Ciencia de la Sostenibilidad está experimentando ya un impresionante desarrollo respondiendo a un conjunto de preguntas clave -muchas de las cuales aparecen explícitamente formuladas en diversos documentos “fundacionales” de la nueva área (Kates et al., 2001; Turner et al., 2003; Clark y Dickson, 2003; Komiyama y Takeuchi, 2006; etc.)- que sintetizamos a continuación (en un orden que, por supuesto, no responde a ninguna jerarquización):
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Un primer grupo de preguntas se refere a ¿Cuáles son los problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad y cuáles son sus vinculaciones?
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Distintas ciencias, como la Química, la Ecología, etc., han venido abordando estos problemas desde hace ya tiempo (aunque en general separadamente), dando lugar a expresiones como Química Verde o Ingeniería Medioambiental. Ello plantea un segundo grupo de cuestiones relativas a ¿Por qué se necesita una Ciencia de la Sostenibilidad si de esta problemática ya se vienen ocupando distintas ciencias? ¿Qué se gana con ello?
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Siguen preguntas relativas a ¿En qué consiste la Ciencia de la Sostenibilidad? y ¿Cuáles son las interacciones naturaleza-sociedad? que intentan clarificar la especificidad de la nueva ciencia.
A partir de aquí se abordan cuestiones acerca del propósito fundamental de la Ciencia de la Sostenibilidad, que es contribuir a hacer posible una transición a la sostenibilidad:
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¿Por qué es necesaria una transición a la sostenibilidad? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Qué medidas se precisan para lograr la sostenibilidad y cómo llevarlas adelante?
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¿Cuál es el papel de la educación en este proceso?
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¿Cómo evaluar los avances hacia la sostenibilidad? ¿Cuáles pueden ser los indicadores?
Respondiendo a este tipo de preguntas, la nueva Ciencia de la Sostenibilidad ha avanzado en los tratamientos cuantitativos (Orecchini, 2007) y realizado ya numerosas aportaciones: “Hoy el nuevo campo ha desarrollado ya una agenda básica de investigación, está produciendo un creciente flujo de resultados, y sus métodos y contribuciones se enseñan en un número cada vez mayor de universidades. Como las ciencias agrícolas y de la salud, la Ciencia de la Sostenibilidad es un campo definido por los problemas que aborda más que por las disciplinas que emplea. En particular, este campo pretende facilitar lo que el National Research Council [USA] ha denominado una ‘transición hacia la sostenibilidad’, mejorando la capacidad de la sociedad para utilizar la Tierra de forma que simultáneamente satisfaga las necesidades de una población que sigue creciendo aunque tiende a estabilizarse, proteja los ecosistemas del planeta que dan soporte a la vida, y reduzca drásticamente el hambre y la pobreza” (Clark, 2007).
Kajikawa y otros (2007) realizaron un cuidadoso análisis bibliográfico concluyendo que se publicaban anualmente más de 3000 artículos en un número creciente de publicaciones, de las que dan una amplia enumeración y de las que podemos destacar tres, todas ellas publicadas digitalmente: Sustainability Science (http://link.springer.com/journal/11625,desde2006), Sustainability: Science, Practice, & Policy (http://sspp.proquest.com/, desde 2005) y los Proc. Natl. Acad. Sci. USA (http://www.pnas.org/). Más recientemente, Bettencourt y Kaur (2011) concluyen que “el campo está actualmente creciendo de forma exponencial, con un periodo de duplicación de 8.3”.
Es preciso insistir, por otra parte, en que el desarrollo de la Ciencia de la Sostenibilidad favorece a las propias ciencias de las que se nutre. A título de ejemplo podemos referirnos a cómo la industria química se está beneficiando de los avances en energías renovables y muy en particular en las de aprovechamiento de la biomasa. En efecto, muchos procesos químicos industriales son altamente dependientes del petróleo como materia prima, compitiendo con su uso como combustible. Los progresos logrados en el uso de biomasa (no destinada a alimentación) para la obtención de biocombustibles ofrecen alternativas para la obtención de productos esenciales (desde plásticos y tejidos sintéticos a medicamentos) sin tener que recurrir al petróleo como materia prima. Los avances en este campo están siendo tan rápidos que la formación de la próxima generación de químicos e ingenieros químicos deberá cambiar el énfasis actual en las manufacturas de base petroquímica a un énfasis mucho mayor en los procesos que utilicen productos biológicos como materias primas (Steinfeld, 2006; Spanavello, Suarez y Sarotti, 2013).
En este desarrollo, la educación está jugando, y ha de seguir jugando, un papel esencial. Así lo destacan Komiyama y Takeuchi (2006) en el Editorial del primer número de la revista Sustainability Science: “Quisiéramos enfatizar el papel clave de la educación en este proceso (…) Es particularmente esencial que se logre interesar a la generación que será adulta a mediados del siglo XXI —cuando se espera que se alcancen valores críticos en la disponibilidad de fuentes de energía y de otros recursos— en los problemas de sostenibilidad y en cómo resolverlos”.
Algunas conclusiones y perspectivasCabe saludar, para concluir, el surgimiento de una Ciencia de la Sostenibilidad y, vinculada a la misma, de una Educación para la Sostenibilidad, sin que ello haya de afectar negativamente al propio desarrollo de las distintas ciencias ni afectar a la diversidad terminológica, fruto de una evolución histórica y de aportaciones específicas que no deben ignorarse: seguirán existiendo y desarrollándose la Química Verde, la Física Ambiental, la Educación Ambiental, las Ciencias Medioambientales, la Educación CTS o la Economía Verde. Y ese desarrollo se verá enriquecido gracias al cuerpo integrado de conocimientos que está construyendo la Ciencia de la Sostenibilidad y al que, a su vez, las distintas áreas seguirán contribuyendo con el objetivo común de hacer posible la transición a sociedades sostenibles. Las distintas ciencias y la educación han de contribuir a este proceso, sin reduccionismos ni distorsiones, caminando juntos quienes, vinculados a distintas tradiciones, perseguimos unos mismos objetivos. Ese es el reto común de científicos, educadores y ciudadanos. Un reto y unos objetivos a los que la Química y la Educación Química tienen mucho que aportar.