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Vol. 20. Núm. 4.
Páginas 471-474 (octubre 2009)
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Por Carlos Amador Bedolla
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Vaclav Smil no tiene comparación. Quizá lo recuerden. Es el profesor canadiense con quien coincidí hace dos años en Harvard al que “se la prenden unos foquitos en los ojos […] —justo a un lado de un letrero que no alcanzo a ver pero que juro que está ahí y que dice on— y empieza a hablar”. Entre aquella visita y ahora, ya publicó dos libros (y tiene planes para publicar dos más este año y otros dos en 2010): Energy in Nature and Society —que presentaremos en este espacio próximamente— y el que ahora nos ocupa: Global Catastrophes and Trends: The next fifty years. Me imagino a Smil pensando “y ahora, ¿qué escribo?”, y respondiéndose inmediatamente que nos va a hacer una lista pormenorizada de las catástrofes —las que le parecen amenazadoras y las que le parecen absurdas— que podrían hacerle un serio daño súbito a la humanidad. Además, añade todas aquellas acciones globales en curso que pueden, poco a poco, destruir a la humanidad tal y como la conocemos. Y hace una cosa más: limita su estudio a lo que puede ocurrir con estas dos formas de tragedia —las catástrofes y las acciones globales— en los próximos cincuenta años, como diciendo que más allá de eso ya no nos garantiza nada.

Veamos con detalle la diferencia entre estas dos posibilidades. En la primera se encuentran aquellas cosas horribles que nos pueden llegar de repente sin decir siquiera “agua va”: el meteorito que en su trayecto sin sentido se tope con nuestro planeta —se calcula que uno de un kilómetro de diámetro generaría tanta energía como la explosión de un millón de megatones—, la megaerupción de un volcán que suelte unos miles de kilómetros cúbicos de ejecta en lugar de los meros veinte kilómetros cúbicos que soltó Krakatoa al este de Java —o sea, más bien como el de Toba al norte de Sumatra, de hace unos 74000 años, y que, se sospecha, sólo dejó a unos diez mil humanos vivos en todo el mundo—, la guerra mundial o el ataque terrorista de buen tamaño —no nos da ya tanto miedo que se caliente la Guerra Fría, pero ¿qué tal de loco nos parece Kim Jong-il?— y, finalmente, la que, debido a los últimos sucesos, merece comentario aparte: la pandemia. Así que vulneraremos las reglas básicas de la reseña y en lugar de continuar inmediatamente con la descripción de las acciones globales en curso, daremos una vuelta por lo que Smil dice de la pandemia.octubre de 2009

Primero, Smil nos recuerda que vivimos el siglo de oro del animal humano, y que nunca en la historia de la humanidad habíamos estado tan protegidos como ahora —higiene, vacunación, descubrimiento de infecciones e inmunización de urgencia— en contra de bacterias y virus. También nos recuerda que no estamos totalmente a salvo, que el más reciente antibiótico efectivo contra la tuberculosis data de 1968, y que la polio anda queriendo regresar por sus fueros. Así que tenemos multitud de potenciales enemigos: Ebola, Creutzfeldt-Jakob (vacas locas), criptoesporidiosis, cicloesporiasis —estos dos nombres como de programa del Dr. House—, SARS y HIV. Pero éstos no son, en opinión de Smil, los que debemos temer:

[E]n lo que concierne a discontinuidades impredecibles, sólo una amenaza somática es capaz de asustarnos: seguimos siendo altamente vulnerables a otro episodio de pandemia viral … [la] influenza [es] una infección aguda del tracto respiratorio causada por los virus de serotipo A y B que pertenecen a la familia Orthomyxoviridae. Las epidemias de influenza barren anualmente el mundo, principalmente durante los meses invernales, pero con intensidades diferentes … [L]a pandemia de influenza ocurre cuando uno de los 16 subtipos (H1-H16) de virus de serotipo A, distinto a las cepas previamente presentes en humanos, emerge inesperadamente, se difunde con rapidez por todo el mundo (usualmente en unos seis meses) y contagia entre 30% y 50% de la gente. La enfermedad, con sus síntomas característicos de fiebre, mialgia, dolor de cabeza, tos, coriza, debilidad y malestar general, se desarrolla rápidamente (su periodo de latencia es de 1 a 4 días) y a menudo se complica con neumonía bacterial o viral. La primera puede aliviarse con el uso de antibióticos, pero como no hay tratamientos para la segunda, ésta se convierte en la principal causa de muerte durante una pandemia de influenza (pp. 40-41).

La historia de las pandemias es alucinante. La más antigua de la que tenemos datos confiables ocurrió en 1580, y hubo seis en los últimos 200 años. Cinco de ellas fueron “normales”: las de 1830, 1836 y 1889 —de esta última ya se sabe que el subtipo fue H2/H3— se originaron, hasta donde se sabe, en Rusia; la de 1957 —tipo H2N2, dos millones de muertos— se originó en China, y la de 1968 —tipo H3N2, un millón de muertos— se originó en Hong Kong. Pero la que se lleva las palmas, la madre de todas las pandemias, es la de 1918 que se conoce como la Influenza Española, aunque seguramente se originó en Estados Unidos:

[L]a pandemia de 1918-1919 ha sido, por mucho, el mayor desastre infeccioso súbito de la modernidad. La interpretación más aceptada es que su primera ola, moderadamente virulenta, se originó en marzo de 1918 con las infecciones registradas en [un campo militar en Kansas] … Para mayo el virus había cubierto casi todo Estados Unidos, Europa occidental, África del norte, Japón y la costa este de China; para agosto había llegado a Australia, Latinoamérica y la India. La segunda ola, entre septiembre y diciembre de 1918, fue la responsable de la mayoría de las muertes causadas por la pandemia, con una tasa de mortalidad de hasta 2.5%; la tercera ola (de febrero a abril de 1919) fue menos virulenta (p. 41).

Los datos disponibles acerca de esa pandemia no son tan precisos y abundantes como los que podemos adquirir en la actualidad —incluso por internet, sin que haga falta ser un profesional de la salud—, pero se sospechan interesantes peculiaridades. Por ejemplo, que a diferencia de las epidemias anuales, que se caracterizan por un patrón de mortalidad en forma de U —si se grafica el número de muertes como función de la edad del difunto, la curva tiene una forma de U ya que mueren sobre todo niños y ancianos—, ésta causó gran mortandad entre gente de 15 a 35 años de edad, y 99% de los muertos eran menores de 65 años. Tampoco se sabe con exactitud cuántos decesos produjo esta pandemia; aunque normalmente se dice que hubo entre 20 y 40 millones de víctimas fatales, un documento oficial de la OMS menciona más de 40 millones y el paper más reciente asegura que fueron 50 millones.

Dice Smil,

[L]a probabilidad de otra pandemia de influenza durante los próximos 50 años es virtualmente 100%, aunque sólo se puede especular acerca de la estimación de las probabilidades de que sus efectos sean leves, moderados o severos, ya que simplemente desconocemos cuán patogénico será el nuevo virus ni qué categorías de edad atacará preferentemente. La estimación del tamaño probable de su morbilidad y su mortalidad es aún más difícil. A pesar de los enormes avances en la virología y la epidemiología, muchas de las preguntas científicas fundamentales acerca de los orígenes, la virulencia y la difusión de la influenza siguen sin respuesta. El origen de la pandemia de 1918-1919 sigue sin identificarse, y la propia cepa virulenta fue genéticamente distinta de cualquier otro virus analizado desde entonces. En consecuencia, la preocupación actual acerca del H5N1 aviar puede resultar injustificada, aunque una cepa nueva puede resultar la causante de una pandemia. […] Las predicciones optimistas de una nueva pandemia de influenza asignan la tasa de infección en 20% de la población mundial, con el ingreso hospitalario de una de cada cien personas enfermas (si es que alcanzan las camas) y siete millones de muertos en los primeros meses. […] Sus efectos, sin embargo, no pueden predecirse con certeza porque no hay manera de conocer la virulencia de las cepas infecciosas nuevas. […] Lo cierto es que, cualquiera que sea su magnitud real, no estamos adecuadamente preparados para sus consecuencias (pp. 46-47).

En resumen, Smil asegura en su libro de 2008 que viene una pandemia. Y yo lo leo en abril de 2009 al mismo tiempo que inicia la pandemia en la ciudad de México. Ha pasado ya un mes y el número de muertos todavía no llega a 100, lo que nos ha ayudado a recuperar el ánimo. Pero Smil tiene un párrafo más:

Una ola inicial moderada de infecciones, meses antes de la ola principal (como ocurrió en 1918 en Estados Unidos), puede no ser útil: en vez de darnos más tiempo para prepararnos, podría ocasionar más desánimo y temor ya que una nueva vacuna —cuyo desarrollo se echaría a andar después de que el virus de la pandemia haya empezado su difusión— no estaría disponible antes de que el virus cubriera todo el mundo. Pero si la pandemia se parece al episodio de 1918-1919, entonces el evento podría durar más de seis meses, la mortalidad sustancial podría continuar durante la segunda estación y muchas ciudades y países encontrarían particularmente difícil enfrentar la segunda ola (p. 48).

Y ya nomás para terminar, Smil se pregunta cuál sería el efecto de una pandemia en la atención desigual a los habitantes de un país en donde la riqueza está de por sí altamente polarizada entre la población, léase México.

Pero regresemos a las amenazas súbitas y a las producidas por acciones globales en curso.

Entonces ya quedó claro de qué se tratan las catástrofes súbitas que nos pueden hacer serio daño: asteroides, erupciones, guerra nuclear y pandemia de influenza. Ninguna de ellas, con la excepción de la pandemia de influenza, tiene una probabilidad apreciable de ocurrir en los próximos cincuenta años. Vamos ahora con las catástrofes debidas a acciones globales en curso. La idea es que la humanidad ha mantenido ciertas acciones durante los últimos tiempos —decenas, cientos y, en algunos casos, miles de años— las cuales poco a poco nos han puesto en una situación que puede modificar sustancialmente la forma en que vivimos. La primera, y mi favorita sentimental, es el uso de la energía.

Como sabemos, el motor de la modernidad, la causa principal del siglo de oro del animal humano, lo que nos ha permitido tirar la casa por la ventana en la fiesta de la humanidad, es la abundancia de energía barata. Hay mil maneras de contarlo. Hoy escogeré la que dice que consumimos diariamente una cantidad total de energía equivalente a poco más de 200 millones de barriles de petróleo, sin contar la que consumimos quemando madera. En esta cantidad se incluye lo que obtenemos del petróleo —35%—, del gas —24%—, del carbono —29%—, de la energía nuclear —6%— y de la hidroeléctrica —6%—. En 1900 usábamos la vigésima parte de esa cifra, llegamos a la mitad en la década de los cincuenta y a las tres cuartas partes en 1990. De la lista anterior sólo la hidroeléctrica es renovable —la solar y la del viento suman menos de 1%—. Ahí, pues, está la acción de la humanidad que se ha mantenido durante poco más de cien años y que paulatinamente nos ha llevado —o nos llevará en poco tiempo— al borde del derrumbe. Porque no es posible que sigamos aumentando el nivel de consumo de energía —que es, insisto, no renovable—; de hecho, tarde o temprano será imposible mantener siquiera ese mismo nivel de consumo. Smil enumera las esperanzas que tenemos en los métodos alternativos para proseguir la fiesta: el etanol de biomasa —tache—, las turbinas de viento —tache—, las celdas fotovoltaicas —tache—, el hidrógeno —tache y risa loca— y las celdas de combustible —tache. La razón principal de tantos taches es que ninguna de esas tecnologías puede producir la cantidad de energía que estamos usando: no hay manera de crear una cantidad suficiente para reemplazar a la que disfrutamos ahora. Así que la única posibilidad que ve para los próximos 50 años es que sigamos usando la energía no renovable proveniente de los combustibles fósiles —petróleo, gas y carbono— y, si acaso, la que podamos sacar de los combustibles nucleares. Porque también está seguro de que no vamos a disminuir nuestro consumo de energía a menos que nos veamos obligados a hacerlo por la fuerza. Tan sólido realismo desbarra un poco, a juicio de este reseñista, cuando asegura que nos quedan en la Tierra combustibles fósiles suficientes para llegar como vamos a la meta de los próximos cincuenta años y aún más allá.

Como hemos intentado mostrar en estas páginas, la discusión acerca de la disponibilidad de combustibles fósiles ha producido Montescos y Capuletos. Yo me identifico claramente con la familia Montesco, la que cree que no nos durarán por mucho tiempo. Pero, luego de ver a Julieta, he tratado lo imposible por acercarme un poco a los Capuleto, a quienes trato de hacer entrar en razón diciéndoles que no importa si los combustibles fósiles se van a acabar pronto o no. El punto es que debemos pensar qué tan conveniente es seguir aumentando nuestro consumo de energía. Porque, así como vamos, cada vez hay que sacar y quemar más combustibles, y si no dejamos de crecer, inevitablemente en algún momento habrán de agotarse los que no sean renovables. Los familiares de Julieta responden recordándome que la humanidad siempre ha sido capaz de resolver sus problemas con la inventiva y creatividad que la define. Y que ahí vienen la biomasa, las turbinas de viento, etcétera. A eso es a lo que contesta Smil diciendo que esas posibles soluciones no pueden producir energía en las cantidades en las que la estamos obligando a aumentar. Mi esperanza es que ese argumento haga pensar a los Capuletos que quizá no tenga sentido seguir aumentando nuestro consumo de energía. Para ello les muestro las actividades en las que hemos invertido nuestra energía extra en los últimos años, que incluye las carreras de automóviles o el uso de botellas de plástico, pero esa historia se las contaré en otra ocasión. Entonces, los Montesco aprovechan la distracción y añaden el argumento de que el uso de combustibles fósiles produce gases de efecto invernadero, con las consabidas consecuencias en el calentamiento global. Y se oyen a gritos palabras como Gore y DiCaprio y las espadas se vuelven a desenvainar y salta la sangre. Smil, astuto, deja para otro capítulo ese tema, a pesar de que es, claramente, uno de las posibles catástrofes debidas a acciones globales en curso.

En cambio, se arriesga a incluir un conjunto de acciones globales fuera del camino común de un científico que se confiesa forjado en el estudio de las ciencias naturales —biología, química, geografía y geología—, pero es, en el fondo, “incorregiblemente interdisciplinario”.1 Así, se lanza a evaluar las acciones globales en curso que pueden modificar el orden mundial existente. En tiempos recientes tenemos un magnífico ejemplo de cómo puede suceder algo así de manera estrepitosa e inesperada. Nadie pudo predecir con eficacia la desaparición, en pocos meses, de la Unión Soviética hace menos de 20 años, pero su principal efecto fue que transformó el orden mundial previo —el orden bipolar de la Guerra Fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos— en el actual —que puede interpretarse como unipolar, con la presencia exclusiva del gabacho. Según Smil, los candidatos para suceder en el predominio global, además de Estados Unidos —tache—, son Europa —tache—, Japón —tache—, el mundo musulmán —doble tache—, Rusia —en una de esas— y China —tache.

Despacha a los eurotrash —se refiere literalmente a la eurohubris— que pronostican un resurgimiento de la Unión Europea como potencia dominante. Su principal problema es la demografía —70 de cada 100 trabajadores estarán jubilados en 2030—, además sus compromisos con sistemas de salud y pensiones insostenibles en la actualidad y que sólo pueden empeorar en el futuro. A Japón le va peor en dos aspectos: el primero es que su demografía tiende aún más hacia la vejez que la de Europa —la función de distribución de su población en 1950 es la típica pirámide con abundancia de niños y escasez de viejitos, la de 2000 tiene máximos locales por ahí de 30 y de 50 años, la pronosticada para 2050 es la improbable pirámide invertida, más bien parecida a un bat de béisbol en donde, por primera vez en la historia de la humanidad hay más octogenarios que niños. Y el segundo, que la actividad económica del gigante de otros tiempos cayó a partir de la década de 1990 y su crecimiento promedia casi cero en los últimos diez años. Del mundo musulmán ni hablar: no hay país musulmán que esté participando exitosamente de la modernidad. Y si creemos que sólo en la modernidad es posible el dominio polar global…, pues eso. Rusia es enigmática y contradictoria. Tiene recursos naturales —petróleo, gas— que pueden volverse aún más importantes en el futuro próximo. Pero tiene también problemas demográficos como los de Europa y Japón, agravados por la deficiente salud de una población particularmente predispuesta al chupe. Finalmente, China tiene todo lo que hace falta para convertirse en una superpotencia excepto por un detalle. Tiene la población, la disciplina, el impulso y el tamaño. El detalle es que le falta todo lo demás: recursos naturales, agua, aire limpio, suelo, etcétera.

Así que no esperamos la creación de un nuevo régimen unipolar, sino más bien la desaparición del actual. Ahora bien, tanto como pronosticar los cambios que esta modificación general hará sobre el estado actual de la humanidad, puede que no se vaya a poder. Si acaso se puede pronosticar que la globalización será menos eficaz en un mundo menos regimentado.

No debe sorprender a nadie que México no sea considerado por Smil en esta lista de países con posibilidades de dominio —todavía no nos recuperamos de la sorpresa que nos causó alguna vez la FIFA cuando nos consideró entre los cinco mejores países. Quizás esto sea una ventaja. Quizá México ha logrado estar lo suficientemente cerca de los líderes para gozar de las mejores ventajas del siglo de oro de la humanidad y suficientemente lejos para no tener que pagar por esa cercanía —México en actitud de perro chico, diría Cortázar.

Exageré. Smil no se limita al calentamiento global, sino que generaliza y se refiere al cambio ambiental. Como de eso estamos hablando todo el tiempo, no vale la pena que nos detengamos en los detalles que relata Smil. Pero sí hay que señalar lo que distingue por su importancia: una tendencia menos conocida que la del calentamiento global, la del ciclo del nitrógeno. Nuestras necesidades de fertilización de cosechas, las cosechas de leguminosas y nuestra combustión de gas, carbón y petróleo, agregan 150 millones de toneladas de nitrógeno por año al ambiente, igualando la producción natural. ¿Qué pasa con ese nitrógeno? Parte se disuelve en los ríos, parte se mete en los pozos de agua dulce —generando enfermedades—, parte se denitrifica —los microorganismos lo vuelven N2 y, según se acaba de descubrir, NO y N2O— y parte es transportada atmosféricamente a los océanos —donde genera zonas hipóxicas en las que no se ve un ser vivo, nunca. Creo que a Smil le hubiera gustado citar a Schlesinger2 diciendo: “En general, nuestra comprensión del ciclo del nitrógeno… es análoga a … la que existía para el ciclo de carbono en la década de los sesenta … [L]o único que sabemos es que las concentraciones crecientes de nitrógeno en lugares inesperados causarán daños ambientales significativos que habremos de lamentar”. Lo que sí dice Smil es

La interferencia humana con el ciclo global del nitrógeno es una amenaza inherentemente más difícil de tratar que la descarbonización del suplemento de energía mundial. Esta última no será una transición sencilla, pero inevitablemente tendremos que llegar a un sistema energético libre de carbono. En contraste, no pueden existir los organismos libres de nitrógeno, y la población mundial más numerosa y más onerosa del siglo veintiuno demandará una mejor alimentación que tiene que provenir de la mayor aplicación de fertilizantes… (p. 202).

Ni Smil ni nadie puede pronosticar cuál de estas amenazas —súbita o paulatinamente— ocurrirá. Smil nos dice que son amenazas, que son auténticas y que pueden ocurrir. Él ya hizo su chamba al respecto. Ahora faltaría que el resto de los humanos decidamos si seguimos en la búsqueda de los tres pies del gato. La búsqueda de los tres pies de los muchos cuadrúpedos felinos que, gracias al trabajo de muchos científicos como Smil, sabemos que pueblan el vasto mundo.

http://www.americanscientist.org/bookshelf/pub/vaclav-smil

W. H. Schlesinger. On the fate of anthropogenic nitrogen, Proceedings of the National Academy of Sciences, 106(1), 203, 2009.

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