Pilar Rius de la Pola has been declared winner of the “Contest of essays 2010” offered by the National and Autonomous University of Mexico (unam) entitled “The meaning of unam in my life”, within the category of Faculty members. In her essay she mentions how she became a teacher in Mexico, after an overprotected childhood and the Spanish Civil War being a child. She finally became a quantum chemist, made computational calculations, wrote a book about it and lectured on Bohr's Wave-Particle Duality and Heinsenberg Uncertainty Principle (that is the reason of the title of her essay). “To teach at unam is a great priviledge” she says. She also includes how to prepare the lesson, about the meetings of faculty members on crucial academic topics, the invitation to selected scientists to give conferences, in a few words, all that what makes possible to develop as an outstanding teacher.
La maestra Pilar Rius de la Pola acaba de ser declarada ganadora del “Certamen de ensayo 2010” denominado ‘El significado de la unam en mi vida’, en la categoría de personal académico, convocado por los 100 años de esa institución que se llama Universidad Nacional Autónoma de México. Y dado que en la base duodécima de la convocatoria al certamen se indica que “Los creadores de los ensayos cederán los derechos de publicación a la unam”, siendo ésta una revista de esa Universidad y ella un miembro de nuestro Consejo Editorial Nacional, hemos sentido necesario darle también el reconocimiento de calidad a su escrito, que tiene que ver con las reflexiones acerca de todo eso que hace posible a un magnífico profesor, para publicarlo en esta revista, que también es muy de ella.
La primavera próxima cumpliré 50 años en la unam y en todo ese tiempo, no hay día en el que, a mi llegada al campus de cu, no me maraville de la belleza de sus zonas arboladas, las efímeras jacarandas, los edificios espléndidos, los espacios culturales, los murales de Diego Rivera, Chávez Morado, O´Gorman, Orozco y Siqueiros, los andadores y las explanadas.
En México, país de obras fascinantes, exuberante biodiversidad y milenarios testimonios de la riqueza de sus etnias, se encuentra la unam, que es el más valioso de sus patrimonios. No sólo por ser la más reconocida institución de educación superior de América Latina, aunque lo es; no sólo por los múltiples premios que ha recibido de la comunidad local y de la internacional, aunque los ha recibido, tampoco por ser una de las universidades de mayor población estudiantil del mundo. No sólo por sus maravillosos espacios, ni por sus instalaciones, ni por la sala Nezahualcoyotl y los teatros, ni por su intensa vida cultural, ni por su reconocida vanguardia en las ciencias y en las humanidades, aunque todo eso sea cierto.
La unam es la institución más reconocida y permanente del país, por su gente, la de antes y la de ahora, por quienes la construyeron, quienes la consolidaron y fortalecieron, por las eminencias de proyección internacional y los trabajadores anónimos; es irrepetible por doña Licha y por Mario Molina; por el rector Chávez y por la maestra de la Torre, por los estudiantes y por los investigadores, por los maestros que llevan a sus estudiantes a los conciertos de Minería y a las comunidades rurales, por los programas que apoyan una mejor calidad de vida para las presas de Santa Marta Acatitla y por los que merecen el Premio Príncipe de Asturias por su contribución a la ingeniería genética y la biotecnología. Por los becarios perseverantes y empeñosos que llegan a ser directores de orquesta de primer mundo, como Enrique Diemecke, y por los estudiantes que recorren la ciudad en un trayecto de tres horas —de ida y otras tres de vuelta— en metro y en autobús, para llegar a sus clases, como Diana Mercado.
La unam es el resultado de una serie de aciertos de muchas generaciones —a lo largo de varios siglos— y el acumulado de los mejores pensamientos de los mejores pensadores del país y también de la entrega y compromiso de los académicos, de los empleados administrativos, de los jardineros, de los laboratoristas y los intendentes; es, además, el mejor espacio de convivencia en la diversidad. El lugar justo para estudiar, para adquirir una formación humana, para desarrollarse y para trabajar, sabiendo que el estudio y el trabajo de los universitarios contribuirán a que nuestra gente viva mejor, sea mejor; más solidaria, más comprometida, más persona, más humana, más justa y también más feliz.
Para mí, como para cerca de medio millón de personas, que conforman la comunidad universitaria, la unam ha sido mi casa y mi abrigo, mi espacio de convivencia, además de mi lugar de trabajo y de desarrollo personal. En la unam he encontrado amigos, maestros, mentores, paradigmas, y también los mejores foros para la expresión de las ideas y una sensación de pertenencia que no es fácil de encontrar; también de orgullo de ser parte de una comunidad de verdadera excepción en lo científico, en lo humano, en lo social y en lo laboral. En la unam he visto y escuchado cosas importantes y he hecho y dicho cosas importantes: para mis estudiantes, a veces, para mis pares y muchas veces, para nadie en especial, sólo por el placer de decir lo que pienso en un lugar en el que se escucha a todos cualesquiera que sean sus corrientes de pensamiento y se respeta el derecho a manifestarlas.
Mi acceso a la unam ha sido cosa del destino. Nací en España, y de no haberse cruzado una guerra civil y otra mundial en el camino de mi infancia, probablemente no habría pisado tierras americanas en toda mi vida; mucho menos habría tenido ocasión de establecerme en una de sus universidades.
De pequeña no me llevaron al colegio, los peligros de contagios sin vacunas y una polio leve me recluyeron en casa, supongo que también fui una niña sobreprotegida, pero desde entonces, asistir a la escuela era y ha seguido siendo uno de mis sueños; hoy, a los 81 años todavía llego a mi Facultad de Química con la cálida sensación del sueño cumplido.
En los recuerdos de mis primeros años se mezcla el horror de la guerra civil española con la alegría desbordada de ir al colegio en Francia, en el exilio. Me resulta muy fácil esa asociación porque ha sido la historia de mi vida: a pesar de la tragedia que marcó mi infancia, fui una niña feliz, en París, donde descubrí que me gustaba la escuela, después, en México, en la Academia Hispano Mexicana en la que reconocí el exilio y aprendí a valorar la libertad que hubiese perdido de haberme quedado en mi país. Finalmente, ya adulta, en la unam, donde perfilé una identidad que se me estaba desdibujando en el ir y venir del trastierro. Mi condición de trasterrada ha sido la constante de mi vida Pilar Rius
Soy exiliada porque mi padre fue republicano, y lo fue porque creyó en la igualdad y la justicia entre los hombres y porque defendió sus creencias contra el fanatismo, la contumacia, la fuerza bruta y la sinrazón. Mi abuelo José Rius tenía un colegio; mi padre fue catedrático y participó en uno de tantos proyectos monumentales de la Institución Libre de Enseñanza, en los años treinta. Creo que de mi padre y mi abuelo heredé la vocación docente, y asumí el exilio como una consecuencia de su vocación democrática, que también heredé.Mi condición de trasterrada que ha sido la constante de mi vida, debió matizar de tristeza mi adolescencia, pero el salón de clase y mi ejercicio profesional me han permitido anclarme, sentirme parte de este país, de sus sueños y de sus proyectos. Creo que la conciencia de lo afortunada que fui al escapar de la dictadura franquista y la memoria de la felicidad de mis primeros años escolares han contribuido a hacer de mí una profesora alegre y vivaz. Desde luego, una clase de mecánica cuántica no puede ser muy divertida, pero estoy segura de haber cazado al vuelo cualquier situación cómica que aligerara la aridez del tema. Soy una maestra muy entregada a mi oficio, muy interesada en mis estudiantes, pero un tanto ingenua; me he dejado tomar el pelo con facilidad, aunque, bien mirado, yo también, sin proponérmelo, les he tomado el pelo a mis estudiantes alguna vez. Por ejemplo, en mis primeros años de docente, con el tema de la estructura del átomo que “descubrí” por mi cuenta, al final de la década de los 40, les tomé el pelo a mis estudiantes, sin querer, exponiéndolo como si fuera “de verdad”: “Como es bien sabido, los átomos están construidos por núcleos y electrones que giran en órbitas cuantizadas”, era así como se trataba el tema en libros de la época, y luego seguían los espectros y las transiciones. Era muy bonito y muy didáctico, lo malo es que no era verdad; entonces no sabíamos cómo están “construidos” los átomos. Tampoco lo sabemos ahora y lo admitimos, pero en la primera mitad del siglo pasado, en la contundencia de la enseñanza magistral no cabían dudas acerca de los conocimientos de la ciencia, en general, y del maestro, en particular. Lo que decían los maestros eran verdades absolutas que había que aceptar, asimilar y jamás poner en tela de juicio.
Mis primeros cursos los impartí en la Universidad Femenina de México, era muy tolerante con las jóvenes alumnas; ahora que lo pienso, creo que me daban miedo. Estaba recién salida de la licenciatura y supongo que fui adquiriendo, a la par que mis estudiantes, los saberes y haceres de la química.
Pronto adquirí un poco de colmillo y empecé a encontrarme a mis anchas en las aulas; como los grupos eran pequeños podíamos trabajar simultáneamente la teoría, la práctica, los problemas y la discusión: la fisicoquímica frente a frente al matraz y el potenciómetro; la orgánica frente al reactor, la termodinámica con la bomba calorimétrica. Ese trabajo maravilloso en grupos pequeños que casi se ha perdido por la explosión de las inscripciones, es extraordinariamente formativo. Hasta donde he podido constatar, a lo largo de muchas décadas ninguna estrategia pedagógica puede sustituir al trabajo casi medieval del profesor con un grupo pequeño de estudiantes donde todos participan, todos expresan sus opiniones, a todos se atiende por igual y todos, incluido el profesor, colaboran sobre la marcha en la construcción del conocimiento, la discusión, el experimento y la búsqueda bibliográfica. Mucho más adelante cuando tuve la oportunidad de escribir mi tesis de doctorado, me emocionó pensar cómo se potencia la capacidad de los estudiantes a partir de tutorías, es decir que pequeños grupos que se congregan en torno a una idea, guiados por un grupo de investigadores, con el propósito de construir el conocimiento.
Así fueron mis primeros años de docencia en los que mis conocimientos superaban apenas a los de mis estudiantes. Yo era buena para los estudios, me gustaba aprender cosas y un poco, también decirlas para que supieran que las sabía. Se perfilaba esa ineludible y antipática faceta de “yo me lo sé todo” de los estudiosos, que me ha traído algunos inconvenientes, pero que debe haber sido el primer atisbo de mi vocación docente a la que ya nunca habría de renunciar.
Enseñar es lo que más me gusta del quehacer académico; enseñar en la unam, es un privilegio. Es de privilegiados ejercer la docencia allí donde la libertad de cátedra es un hecho y un principio, y donde los estudiantes saben y valoran la fortuna de haber llegado a sus aulas. Donde conviven en un plano de igualdad investigadores de frontera y jóvenes novatos, estudiantes con un coche del año y los que a penas tienen para el pasaje y la torta, maestros muy jóvenes y ancianas como yo.
Suelo preparar mis clases en el pequeño estudio de mi casa y allí, casi siempre en la madrugada, decido lo que les voy a contar a mis estudiantes, lo que les voy a mostrar, lo que les voy a pedir, lo que vamos a discutir, lo que vamos a descubrir juntos. La cotidiana presencia de mis estudiantes me renueva la vida. En estos últimos años imparto Estructura de la Materia, ahora sí, con menos contundencia y más humildad; con base en el principio de incertidumbre y en la ignorancia asumida y declarada acerca de la “verdadera” naturaleza las partículas elementales. Con mis estudiantes dialogo, expongo, muestro, escucho, bromeo, por ejemplo, en relación con el principio de la dualidad onda-partícula: “¿Qué onda con las partículas?” Me río mucho con ellos y me tiene sin cuidado que se rían conmigo o de mí. La letra no entra con sangre, como sostenían los decimonónicos, entra con el humor, con la risa, con la complicidad, con los sobreentendidos, con los cuentos, con las bromas, con soltar el cuerpo y huir de la solemnidad. Con el trabajo en equipo y los logros compartidos, con el convencimiento de que todos estamos comprometidos en una hermosa tarea común que ha de llevarse a cabo entre todos. Me gusta enseñar la química de hoy, aquella que terminó con la arrogancia de la ciencia del siglo XIX
Las actitudes de mis estudiantes me muestran si estamos en sintonía, alguna veces logro que buena parte del salón se sumerja en el tema, los que no… otra vez será. Al fin de la clase, poco ha cambiado; algunos abandonan el salón con algo en qué pensar, a otros “les ha caído el veinte”, y acaso también, unos cuantos han construido sus propias propuestas, han vislumbrado vertientes nuevas de acceso al conocimiento: un modelo, un concepto, una idea, una analogía lograda, una inquietud, un tema para reflexión. A mí, como en tantas otras ocasiones, al salir de tantas otras clases, se me han caído algunos años de encima.
Me gusta enseñar y me gusta lo que enseño, me gustan los estudiantes y me gustan los electrones —cualquiera que sea su naturaleza, que ya declaré desconocer— y me gusta buscar analogías y construir modelos para explicarlos, y buscar la verdad sabiendo que es el camino el que importa y los recursos que los estudiantes van adquiriendo o construyendo en el intento. También me gusta que cada uno diseñe o adapte las herramientas que necesita para recorrer ese camino y las verdades “por lo pronto” que se van generando cuando hacen falta y desechando, cuando descubren que otras verdades —también provisionales— les permiten avanzar un poco más.
Me gusta enseñar la química de hoy, aquella que terminó con la arrogancia de la ciencia del siglo xix en la que todo estaba resuelto y sólo faltaba que la tecnología proveyese de herramientas para observar el mundo microscópico y medirlo hasta la sexta cifra decimal. La ciencia de “ya llegué a la meta, salvo detalles tecnológicos menores”, en la que nada importante quedaba por hacer. En la química de hoy, la de la dualidad, la de la probabilidad, la de la incertidumbre, no hay nada seguro, no hay ninguna garantía acerca de nada, el mundo microscópico es dual y sujeto a un principio de incertidumbre; los electrones ya no se sitúan cómodamente en regiones esféricas del espacio, o en una masa concreta como si fuesen pasas en un pastel, ni siquiera estamos seguros de que sean partículas aunque se puedan comportar como tales, tampoco sabemos si son ondas aunque se pueda demostrar su comportamiento ondulatorio, nos manejamos con modelos que no son sino la medida de nuestra ignorancia; asumimos esa ignorancia y seguimos adelante. Como la inteligencia, la creatividad y la bondad, las propuestas acerca de la naturaleza de los sistemas muy pequeños, son modelos o constructos cuyas propiedades están descritas por funciones asociadas a la probabilidad; no hay certidumbre acerca de la esencia de la materia, sólo verdades limitadas o verdades “por lo pronto”.
Cuando inicié mi trabajo docente en la Facultad de Química de la unam, en los años 60, los académicos solíamos hacer frecuentes reuniones de estudio e intercambio, a veces en la propia Facultad y otras en diferentes lugares de la República. Nos alojábamos en algún hotel, a veces una antigua hacienda, con gruesos muros de piedra, chimeneas y amplios espacios verdes.
Se alternaban las conferencias magistrales con invitados de renombre internacional como Davies, Landsberg, Eyring, Charlot, Pullman y Hoffmann, con la Guantanamera, y la Zandunga, en el atardecer, alrededor de una fogata. Hacia la puesta de sol, aparecían las guitarras y las percusiones y cantábamos: con Andoni Garritz, el Sapo Cancionero y las canciones de Tomás Méndez; con César Rincón y Xochitl Arévalo, Chabuca Granda, Gonzalo Curiel y la trova latinoamericana.
Cuando los recursos no alcanzaban para esos “lujos,” nos reuníamos en mi casa con los invitados de la ocasión. Doña Gloria nos hacía un mole de metate y nos instalábamos en mi pequeño jardín. Si nos entusiasmábamos con los funcionales de la densidad o con “la Bamba”, se nos iba el tiempo y entonces encargábamos tamales y atole.
Se dice que una de las características de la ancianidad es añorar el pasado y atribuirle virtudes de las que carece el presente. Es posible que así sea; yo recuerdo la década de los 70 en la que fui funcionaria universitaria, maestra y estudiante de doctorado, como una de las más ricas de mi vida académica y también una de las más fructíferas en materia de trabajo colegiado y de intensa actividad didáctica compartida.
Se discutían en grupo los contenidos de todas las materias del Departamento, se aportaban contenidos temáticos, ejercicios, experimentos de cátedra. Cada uno contribuía con materiales, ideas y recursos de su propia experiencia y además, con los avances de su investigación del momento. Estaban invitados profesores de otras especialidades, investigadores de casa y también extranjeros y, por supuesto, estudiantes. Entonces se creó la figura de estudiante asesor que se formaba con nosotros en el posgrado y orientaba a los estudiantes del primer ingreso de licenciaturas. Eran los años de las tarjetas perforadas para los cálculos en la computadora del Centro de Cómputo. Una corrida para un cálculo acerca del ángulo de la molécula de agua, que era el tema de mi tesis doctoral, tardaba un día; hoy se hacen millones de cálculos con un teclazo en tu propia máquina. Ése ha sido sin suda un avance espectacular pero, en cambio, la convivencia y la estructura altamente colegiada de los departamentos que enriquecía decisivamente el quehacer académico, se ha ido adelgazando, acaso por la explosión de la inscripción de primer ingreso.
Viví, al final de los años 60, la transformación de la Escuela Nacional de Química de la unam en Facultad de Química y fui una de las primeras docentes en el Programa de Posgrado, cuyas instalaciones eran una mesa de pino como de cocina y una silla en la que se sentaba el Doctor Herrán, el jefe del Posgrado. Los profesores no teníamos cubículos, ni siquiera una mesa; ésa sólo el Jefe.
Muchos de los docentes éramos a la vez estudiantes del doctorado e impartíamos nuestras clases teóricas y experimentales en los salones y laboratorios de licenciatura. Tiempos heroicos presididos por Manuel Madrazo en 1965, primer director de la Facultad, quien al poco tiempo de iniciados los trabajos del Posgrado me nombró Coordinadora de Formación de Profesores. Tampoco en esas funciones tenía una mesa propia, ni silla… ni asignación. Me sentaba en una banca del laboratorio 4 AB del edificio A de la Facultad y guardaba mis cosas en uno de los anaqueles reservados al material de laboratorio.
Hoy tenemos edificios completos destinados al posgrado y la inscripción total a los doctorados de la unam es de cerca de 25.000 estudiantes. Hemos crecido y nos hemos consolidado; el mundo entero reconoce nuestros estudios, de los cuales ha salido un Premio Nobel de Química: Mario Molina, y multitud de graduados han sido contratados en universidades de muy alto nivel. El potencial de la unam está en nosotros, en los universitarios que sabemos lo que se espera de nosotros y los hacemos, a veces en grado de excelencia y otras nada más a todo lo que da nuestro máximo esfuerzo y talento.
Pero en 1966, con escasa infraestructura y un presupuesto muy reducido, se hacían verdaderos milagros, en tres años se impartieron más de 30 cursos para profesores, a cargo de especialistas de la unam, así como de otras instituciones de educación superior del país y del extranjero.
Con frecuencia alojábamos a los profesores invitados en nuestras casas y los manteníamos, porque no había dinero para estancias y viáticos.
¿Cómo se hacían tantas cosas de tanta trascendencia, con tan pocos recursos? Pues lo mismo que hoy; hoy tenemos más recursos para honorarios, viáticos y boletos de avión, pero esta abundancia no es determinante ahora, como no lo fue la escasez de entonces, de las metas que se alcanzaban en docencia y en investigación. El factor determinante era entonces y es hoy, el extraordinario potencial de la comunidad de la unam para hacer cosas importantes en humanidades, ciencias e innovación tecnológica. El potencial de la unam está en nosotros, en los universitarios que sabemos lo que se espera de nosotros y lo hacemos, a veces en grado de excelencia y otras nada más a todo lo que da nuestro máximo esfuerzo y talento. Ésa es nuestra fuerza, ésa es nuestra vocación y ése es nuestro compromiso.
Mi nieto Javier fue admitido ayer a la Facultad de Química, en la carrera de Ingeniería Química. Júbilo familiar y respiro para los padres; todos sabemos que los aspirantes no tienen fácil el ingreso y que lamentablemente, muchos de nuestros jóvenes no alcanzan la puntuación necesaria para ser admitidos, aunque aprueben el examen de selección. Es ésa una espina que tenemos en la comunidad universitaria: la cantidad de gente que se queda fuera y ve truncadas sus ilusiones de acceder a la formación profesional, muchachas y muchachos que podrían adquirir en nuestras aulas una carrera que les permitiese vivir y servir a la sociedad y a quienes les es negada esa posibilidad.
Es claro que nuestros recursos al servicio de la formación profesional no son ilimitados; es claro, también, que nuestras posibilidades de extender ese servicio están acotadas por el cupo y los presupuestos. De cualquier manera, la unam tiene en ese rubro una asignatura pendiente y no se vislumbra en el corto plazo alguna solución viable, solución a la que, por otra parte, tendrían que abocarse la sociedad y el sector público con un poco más de decisión y compromiso que los que han mostrado hasta hoy.
Javier es el primero de mi nietos que tiene acceso a la educación superior en la unam, espero que los otros gocen del mismo privilegio. La generación anterior, la de mis hijos, también se formó en sus aulas; mi hija y el menor de mis hijos cursaron en ella la licenciatura, el mayor tomó algunos cursos aislados y el tercero se doctoró. Son profesionales exitosos; dos de ellos trabajan en la propia institución.
Como si todo lo que he recibido de la unam fuese poco, como si fuera poco haber adquirido una formación académica completa en sus aulas, y además haber tenido un trabajo permanente y justamente remunerado durante 50 años, la unam también ha formado profesionalmente a toda mi familia, ahora a mis nietos. En un exceso de largueza, la unam, además, me premió hace unos años con el Reconocimiento Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado a las profesoras e investigadoras que han sobresalido en su quehacer de docencia, investigación y difusión de la cultura.
¡Un premio por haber hecho lo que más me ha gustado! Un premio por haber vivido una intensa y muy feliz vida universitaria durante 50 años. Un premio por haber tenido el privilegio de formar parte de la institución de educación superior más reconocida de América.
Me hubiese bastado con el premio de la vida académica, de la convivencia, del desarrollo personal, de la libertad de cátedra y de la equidad institucional, de los amigos, de los colegas, y de los estudiantes. No obstante, bienvenido el reconocimiento que me asegura que si la unam ha sido generosa conmigo, también yo he contribuido a su grandeza como institución. Me llena de satisfacción que el premio tenga el nombre de Sor Juana, de una mujer que “ponía bellezas en su entendimiento y no su entendimiento en las bellezas”, una mujer excepcional en su rebeldía, en su profundo humanismo; valiente, profunda, que decía lo que tenía que decir y asumía las consecuencias. Recuerdo, que en el momento de recibir la presea de manos del Rector De la Fuente, tuve la sensación de que ese reconocimiento tenía matices de despedida no lejana. Enseñar en la unam es un privilegio
En los próximos años tendré que decidir si voy a acabar mis días en un salón de clase o voy a retirarme. Es una decisión difícil porque se trata de renunciar a más de 60 años de vida académica con lo que representan para mí todas las reflexiones de las páginas anteriores.
Gracias a la unam he gozado de una vejez holgada, sin preocupaciones, porque la institución no obliga a sus académicos al retiro; los conserva mientras puedan trabajar y con ello, mantener una buena calidad de vida el mayor tiempo posible. Aun aceptando y agradeciendo esa generosidad, creo que es tiempo de considerar la posibilidad de que mi rendimiento vaya mermando, mi memoria se debilite y mis fuerzas ya no me alcancen para la intensa actividad que representa el quehacer cotidiano. En un momento más o menos próximo, tendré que sacar mis archivos del mueble que está en mi cubículo junto a la ventana, poner en la cajuela de mi coche la maceta con la planta de sombra, sacar mis libros de los anaqueles y colocarlos en cajas con las notas, problemas, revistas, discos y memorias que he utilizado en los miles de cursos que he impartido. Arrancaré de las paredes los carteles de Luis, de Mari y de Imanol, y las fotografías de mi marido y de mis hijos. También la tabla periódica, pegada a la derecha de mi sillón, las configuraciones electrónicas y el calendario del año figurita del Quijote y el molino de viento de mi tierra manen el que habré garabateado algunos pendientes. Guardaré la chega que hace tiempo coloqué en un estante del librero que está bajo la ventana. Me despediré de mi cubículo y del jardín que se ve por los cristales, en el que hace años se celebraban misas en días de guardar y ahora es un lugar de estudio y asueto para los alumnos. Tendré que decir adiós a mi grupo de estudiantes, a mis pupilos, a mi último tesista, a mis colegas y a todas las horas que me han visto trabajar, comentar, exasperarme, discutir, reír, estudiar y todo lo que conforma una vida de dedicación a la ciencia y a la educación.
Tendré que cerrar el último proyecto concertado con la dgapa, entregar mi última publicación para su arbitraje y despedirme del Seminario, del Consejo Editorial, del Consejo nidad cuya vida y quehacer compartí. Y así, un día, saldré de de Tutores, del Departamento, del Colegio y de toda la comuquiera, de una semana cualquiera, en el que se han terminado mi cubículo con mi bastón y mi mochila, como otro día cualsus esperanzas, las metas alcanzadas y las que no se pudieron las labores, hasta que llegue el día siguiente con sus proyectos, nuevo, espléndido, prometedor, una nueva ocasión de rutina y lograr, las experiencias gratas y los momentos difíciles; un día de creatividad, en mi universidad, en mi casa, en mi cubículo, con mis estudiantes…, como siempre.