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Vol. 55. Núm. 1.
Páginas 1-4 (enero 2008)
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Persistencia del control glucémico en función de los fármacos antidiabéticos orales
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José Miguel González-Clemente
Autor para correspondencia
gonclem@yahoo.es

Dr. J.M. González-Clemente. Grupo de Riesgo Cardiovascular. Servicio de Diabetes, Endocrinología, y Nutrición. Hospital de Sabadell. Corporació Parc Taulí. Parc Taulí, s/n. 08208 Sabadell. Barcelona. España.
Servicio de Diabetes, Endocrinología y Nutrición. Hospital de Sabadell. Corporació Parc Taulí. Sabadell. Barcelona. España
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A principios de los años noventa, el tratamiento farmacológico de la diabetes mellitus tipo 2 (DM2) era relativamente "sencillo". Se limitaba básicamente a una disyuntiva: sulfonilureas, introducidas en el mercado en los años cincuenta, o insulina, con una historia todavía más larga a su espalda. Las primeras arrastraban dudas en cuanto a su seguridad a raíz de los resultados de la tolbutamida en el University Group Diabetes Program (UGDP)1. Ese estudio, publicado en los años setenta y realizado en una población con alrededor de un tercio de individuos con intolerancia a la glucosa en lugar de diabetes, obtuvo un aumento de mortalidad cardiovascular en los pacientes con tolbutamida respecto a los que recibieron insulina o placebo. No obstante, la fenformina todavía salió peor parada, y ello sirvió, junto con el riesgo de acidosis láctica, para que las biguanidas prácticamente quedaran proscritas del arsenal terapéutico de la mayoría de los médicos. Hay que recordar que en ese estudio ya se observó que los pacientes que recibían fármacos orales (fenformina o tolbutamida) sufrían un progresivo deterioro del control glucémico con el tiempo, aunque dicho deterioro no ocurría en los que recibían dosis variables de insulina con el fin de conseguir unos objetivos más estrictos de control glucémico (glucemia en ayunas < 130 mg/dl y tras la sobrecarga, < 240 mg/dl).

El estudio UGDP fue criticado hasta la saciedad por sus problemas metodológicos, que sin duda pusieron en cuarentena sus resultados, sobre todo en cuanto a las sulfonilureas. Con las incertidumbres que generó, se manejó a los pacientes con DM2 durante más de veinte años hasta disponer de otro estudio suficientemente amplio, que también se planteaba cuál era la mejor estrategia farmacológica inicial en la enfermedad, el United Kingdom Prospective Diabetes Study (UKPDS), aunque lo hacía fundamentalmente en cuanto al desarrollo de complicaciones crónicas2,3. Ese estudio se empezó a fraguar en 1983, cinco años después de la última publicación del UGDP y, como éste, presentó serios problemas metodológicos4, aunque rara vez se los reconoce. El UKPDS sirvió para rehabilitar en el tratamiento de la DM2 la utilización de una biguanida que se había sintetizado casi setenta años antes: la metformina. De hecho, a partir de entonces la metformina pasó a considerarse progresivamente como el tratamiento de primera elección en los pacientes con DM2, por delante de insulina y sulfonilureas. Además, el UKPDS reafirmó otro concepto importante, ya esbozado en el UGDP: independientemente del fármaco oral utilizado desde el inicio de la enfermedad (sulfonilureas o metformina), con el tiempo, inexorablemente, todos estos fármacos pierden su eficacia. Esto, además, también ocurría en el grupo con insulina. Esta observación llevó a la idea de que todos los fármacos disponibles eran incapaces de detener la historia natural de la enfermedad y, por lo tanto, se precisaba investigar más sobre la patogenia de la enfermedad y desarrollar nuevos fármacos para combatirla más eficazmente. No obstante, hay que matizar esta conclusión, ya que los resultados del UKPDS se consiguieron en pacientes que, en más de la mitad de los casos, tenían la glucohemoglobina (HbA1c) por encima del 7%. Posiblemente, si el control glucémico conseguido desde el inicio de la DM2 hubiera sido mejor, los resultados habrían sido diferentes, aunque lamentablemente no tenemos ningún estudio de larga duración con fármacos orales en este sentido.

En la patogenia de la enfermedad, es evidente que en ella participan dos factores fundamentales: un déficit relativo de secreción de insulina y un incremento de la resistencia a la acción de la insulina5. También parece claro que el déficit en la secreción de insulina es, de esos dos factores, absolutamente imprescindible para el desarrollo de la DM2, ya que muchos individuos pueden presentar una significativa resistencia a la insulina durante casi toda la vida, mientras que sólo en algunos se desarrollará la enfermedad (básicamente los que tengan un déficit de secreción de insulina "suficiente"). De hecho, a partir de estimaciones del propio UKPDS se pudo determinar que los individuos con DM2 presentaban en el momento del diagnóstico una pérdida de aproximadamente un 50% de su capacidad para secretar insulina, medida mediante el homeostasis model assessment6. Curiosamente, estudios necrópsicos recientes, corroborando trabajos previos de hace años, han encontrado que los pacientes con DM2 tienen aproximadamente un 50% menos masa celular beta de lo que les correspondería7. Causaría esa pérdida, fundamentalmente, un incremento de los fenómenos apoptóticos que sufrirían las células beta del paciente con DM27.

Mientras se producían todos estos avances en el conocimiento de la historia natural de la enfermedad, en los últimos años se han desarrollado fundamentalmente dos nuevas grandes familias de fármacos para combatir la DM25. Una actúa esencialmente sobre la resistencia a la insulina: los agonistas del receptor activado por el proliferador de peroxisomas gamma (PPARγ), representados actualmente sobre todo por las glitazonas o tiazolidinedionas (rosiglitazona, pioglitazona). Otra, aún no comercializada en nuestro país, lo hace fundamentalmente potenciando el efecto incretina del péptido similar al glucagón 1 (GLP-1): los agonistas del receptor del GLP-1 (exenatida, liraglutida), y los que inhiben la enzima dipeptidilpeptidasa 4 y, por tanto, alargan la vida media del GLP-1 (sitagliptina, vildagliptina o saxagliptina, entre otros)8. Ante este incremento del número de fármacos disponibles para el tratamiento de la DM2, parece importante definir cuál es la mejor estrategia farmacológica inicial en el tratamiento de la enfermedad. En este sentido, un consenso entre la American Diabetes Association y la European Association for the Study of Diabetes, publicado en 20069, estableció que la metfomina debía ser el tratamiento de elección inicial en los pacientes con DM2 y deja para un segundo escalón tanto la insulina como las sulfonilureas y las glitazonas.

Pocos meses después de ese consenso, acaba de aparecer el Diabetes Outcome Progression Trial (ADOPT)10. Dicho estudio se gestó hace más de 7 años y se enmarca dentro de los que evalúan la "durabilidad" del efecto hipoglucemiante de los fármacos orales en monoterapia (es decir, lo que antes se conocía como fracaso secundario de los antidiabéticos orales). En estos estudios subyace la hipótesis de que cuanto más tiempo permanezcan controlados los pacientes desde el inicio de la enfermedad con un único fármaco, sin necesidad de utilizar los otros, mejor, ya que más tiempo será posible mantener la normoglucemia de los pacientes y, por lo tanto, evitar el desarrollo de complicaciones crónicas. El estudio ADOPT no es, obviamente, el único estudio que ha abordado este problema en los últimos años, pero sí se trata del más relevante, porque los pacientes fueron seguidos bastante tiempo (una mediana de 4 años) y se comparó representantes de los tres grupos principales de fármacos orales actualmente disponibles para la DM2: rosiglitazona, metformina y glibenclamida. En particular, el estudio fue diseñado específicamente para comparar la rosiglitazona con los otros dos fármacos, ya que estuvo financiado por GlaxoSmithKline, el laboratorio que comercializa la rosiglitazona.

El estudio ADOPT fue un ensayo clínico aleatorizado y, a diferencia del UKPDS, con doble enmascaramiento. En él se incluyó a 4.360 individuos con DM2 de reciente diagnóstico (menos de 3 años, sin tratamiento farmacológico)10. Se aleatorizó a los pacientes a cualquiera de los tres fármacos en monoterapia y en dosis diarias que podían alcanzar hasta los 8 mg de rosiglitazona, los 2.000 mg de metformina y los 15 mg de glibenclamida, si el paciente presentaba glucemias basales > 140 mg/dl tras las dosis diarias iniciales de cualquiera de los tres fármacos (4 mg, 500 mg y 2,5 mg respectivamente). Como criterio para definir el fracaso terapéutico de cualquiera de los tres fármacos, se utilizó una glucemia en ayunas > 180 mg/dl (en consonancia con las recomendaciones de la época de la American Diabetes Association para añadir nuevos fármacos orales tras el inicio de una monoterapia), confirmada tras 6 semanas de recibir la dosis máxima tolerada de cada fármaco. Por tanto, no se utilizaron los valores de HbA1c para cambiar la dosis de los fármacos ni para definir el fracaso terapéutico, tal y como recomiendan las guías actuales. Este hecho no deja de ser sorprendente, ya que desde hace más de una década se conoce que la HbA1c es la medida de la glucemia que mejor se correlaciona con el desarrollo de las complicaciones. Unas cifras de glucemia basal en torno a 140 mg/dl, en lugar de los 180 mg/dl elegidos, posiblemente habrían estado más acordes con los objetivos de HbA1c actuales y que ya hace años se viene proponiendo. Otro aspecto mejorable del estudio es su alta tasa de abandonos, que fue de aproximadamente un 40% de cada grupo. Este hecho sin duda limitaría la aplicabilidad de sus resultados.

El estudio ADOPT obtuvo como resultado principal que la rosiglitazona en monoterapia presentaba un riesgo de fracaso terapéutico un 37% menor que la metformina en monoterapia y un 63% menor que la glibenclamida en monoterapia, en ambos casos con diferencias significativas10. Al final del estudio, los pacientes con rosiglitazona presentaban una HbA1c 0,13 puntos porcentuales menor que los pacientes con metformina y 0,42 puntos porcentuales menor que los pacientes con glibenclamida, ambas diferencias también significativas. Estas diferencias entre rosiglitazona y metfomina no parece que tengan relevancia clínica, aunque sí la tendrían las que existen entre rosiglitazona y glibenclamida, especialmente si tenemos en cuenta el poder hipoglucemiante, en términos de descenso de la HbA1c, que presentan muchos de los fármacos orales que se están comercializando en los últimos años. Cuando se analizaron estas diferencias en función del incremento anual medio de HbA1c, tras los primeros 6 meses del estudio, se apreció que este incremento era de 0,07 puntos porcentuales de HbA1c en el grupo de la rosiglitazona, de 0,14 en el grupo de la metformina y de 0,24 en el grupo de la glibenclamida. Todas estas diferencias también fueron significativas y se podrían interpretar como que la rosiglitazona prácticamente detuvo la evolución de la enfermedad. Al analizar el porcentaje de individuos con una HbA1c por debajo del 7% al final del estudio, esa cifra fue del 40% para la rosiglitazona, el 36% para la metformina y el 26% para la glibenclamida (diferencias, todas ellas, también significativas). Si los mismos resultados se analizan en función del tiempo que los respectivos fármacos mantuvieron la HbA1c por debajo del 7%, dicha cifra fue de 60 meses con rosiglitazona, 45 con metformina y 33 con glibenclamida. Si las tasas de incremento anual de la HbA1c se mantienen más allá de los 4 años de seguimiento del estudio comparativamente más bajas que con los otros dos grupos, un estudio de mayor duración probablemente habría aumentado las diferencias entre los grupos. En resumen, la rosiglitazona se mostró más eficaz y con una acción más duradera que la glibenclamida, aunque con menos diferencias respecto a la metformina.

El estudio ADOPT también se ha adentrado en los mecanismos patogénicos de la DM2 y ha estudiado, mediante el homeostasis model assessment, tanto los cambios en la sensibilidad a la insulina como en la secreción de la insulina10. En cuanto a la primera, en dicho estudio se observó en los primeros 6 meses una mejoría de la sensibilidad a la insulina con metformina y sobre todo con rosiglitazona, sin que aparecieran diferencias en el grupo de glibenclamida en el seguimiento. En relación con la secreción de insulina, el grupo con glibenclamida mejoró significativamente la capacidad de secreción de insulina en los primeros 6 meses, pero luego cayó significativamente en los tres grupos, aunque menos con rosiglitazona (el 2% anual) que con los otros dos fármacos (metformina, 3,1% anual; glibenclamida, 6,1% anual).

El estudio ADOPT también ha proporcionado resultados sobre los efectos secundarios de los fármacos utilizados10, aunque se debe tomarlos con cautela, ya que no fueron el objetivo primario del estudio. Los pacientes que recibieron glibenclamida presentaron una menor tasa de eventos coronarios graves que los individuos de los otros dos grupos, lo que claramente va en contra del muchas veces comentado posible efecto cardiotóxico de las sulfonilureas (por inhibición del mecanismo de precondicionamiento isquémico). En este sentido, recientemente, un metaanálisis ha indicado que la administración de rosiglitazona podría acompañarse de un incremento de eventos cardiovasculares11. Ese metaanálisis ha dado lugar a una fuerte polémica, y es previsible que se prolongue durante bastante tiempo, dados los problemas técnicos tanto del metaanálisis como de los estudios que supuestamente apoyarían la seguridad cardiovascular de la rosiglitazona12,13. Se ha intentado vincular este posible efecto secundario de la rosiglitazona a sus efectos ya conocidos en el perfil lipídico, que son diferentes de los de la pioglitazona14. En el estudio ADOPT, los pacientes con rosiglitazona experimentaron un incremento en las concentraciones de colesterol de las lipoproteínas de baja densidad (cLDL) respecto a los otros dos grupos, que obligó a utilizar con mayor frecuencia fármacos hipolipemiantes. A pesar de ello, los pacientes presentaron al final de estudio unas concentraciones medias de cLDL de 104 mg/dl, frente a 96,5 mg/dl en el grupo con metformina y 99,3 mg/dl en el grupo con glibenclamida, significativamente mayores en el grupo con rosiglitazona que en los otros dos grupos. Otro hallazgo interesante fue que no hubo diferencias entre rosiglitazona y metformina en la tasa de insuficiencia cardíaca, y que de nuevo la glibenclamida presentó una tasa menor de este efecto secundario que los otros dos fármacos. Un efecto secundario del que no conocemos su importancia a largo plazo es el incremento de peso con glitazonas. En el estudio ADOPT los pacientes con dicho fármaco experimentaron un incremento de 4,8 kg, mientras que los del grupo con meformina disminuyeron 2,9 kg y los que recibieron glibenclamida aumentaron 1,6 kg. Además, la utilización de rosiglitazona en el ADOPT se asoció a un incremento de las fracturas en las mujeres en las manos, los húmeros y los pies (no en caderas ni en columna vertebral, y tampoco en varones). Sin duda nuevos estudios deberán aclararnos la importancia clínica de este efecto adverso. Por su parte, los pacientes con metformina presentaron una mayor de tasa de efectos secundarios gastrointestinales y los que recibieron glibenclamida, un mayor número de hipoglucemias, como era de esperar.

¿Los resultados del estudio ADOPT deben modificar nuestra actitud farmacológica terapéutica inicial en los pacientes con DM2? La respuesta creo que es negativa en estos momentos. Dejando aparte cuestiones económicas, las glitazonas producen un notable incremento de peso respecto a la metformina, en unos pacientes que muchas veces ya son obesos, por lo que no parece que se deba situarlas al mismo nivel que ésta en nuestro esquema terapéutico actual. Sin embargo, los resultados del ADOPT podrían situarlas por delante de las sulfonilureas cuando la metformina no es suficiente. Por último, además de la metformina, otros fármacos con un efecto neutro en el peso (inhibidores de la dipeptidildipeptidasa 4) o que incluso producen pérdidas sustanciales de peso (exenatida) podrían ser relevantes en los algoritmos iniciales del tratamiento de la enfermedad en un futuro, sobre todo si lo que se pretende es enlentecer al máximo la historia natural de la enfermedad. Estos fármacos, además, actúan sobre mecanismos fisiopatológicos implicados en la hiperglucemia de la DM2, de cuya importancia, por cierto, a menudo somos poco conscientes, como la hiperglucagonemia o la disminución del efecto incretina15. Además, podrían favorecer en humanos, como ya han demostrado en roedores, la regeneración de las células beta, además de ser cardioprotectores y estimular el sistema parasimpático, hechos en principio beneficiosos desde el punto de vista de la disminución del riesgo cardiovascular de los pacientes con DM216. Desde esta perspectiva, si la DM2 es una enfermedad en la que intervienen múltiples factores patogénicos desde su inicio, parece obvio que si se plantea un tratamiento farmacológico inicial, lo más lógico sea hacerlo con varios fármacos a la vez que actúen a través de mecanismos de acción complementarios. Esto es así sobre todo si tenemos en cuenta que, en general, al aumentar la dosis de los antidiabéticos orales en monoterapia, aumentan mucho más sus efectos secundarios que los hipoglucemiantes17. Una vez, Albert Einstein comentó que, a menudo, los problemas no se podían solucionar en el mismo nivel de conocimiento en que se planteaban. En otra ocasión dijo que la imaginación era más importante que el conocimiento. Salvando las distancias entre la física y la diabetología, probablemente la cuestión no sea qué fármaco en monoterapia controla durante más tiempo la glucemia sin deterioros glucémicos significativos, sino qué combinación de fármacos es capaz de hacerlo mejor, cuándo hay que iniciarla y qué objetivos de control glucémico deben proponerse desde el inicio del tratamiento farmacológico de la enfermedad para conseguir los mejores resultados.

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