En este momento nadie duda que la obesidad es uno de los problemas sanitarios de mayor envergadura de las sociedades desarrolladas. Se ha constatado un incremento muy importante en Europa de la prevalencia de obesidad en los últimos 30 años. En muchos países desarrollados el número de sujetos con obesidad o sobrepeso supera a la mitad de la población. La Organización Mundial de la Salud estimó que existían en el mundo 400 millones de adultos obesos en 2005 y se preveía que esta cifra se incrementaría a 700 millones en 2015.
La obesidad es importante sobre todo por las patologías a las que se asocia, al margen de los problemas mecánicos; la obesidad se asocia de forma muy estrecha a problemas metabólicos como son la diabetes, la hipertensión y la dislipemia, que son los principales determinantes del riesgo de padecer una enfermedad cardiovascular. En el momento actual, también existe evidencia de que los sujetos obesos tienen más riesgo de padecer algunos tipos de cáncer1.
El tratamiento de los pacientes obesos ha preocupado y ocupado a los médicos desde hace más de diez siglos. El primer tratamiento con éxito de un paciente obeso se publicó en el siglo x en España2. El paciente fue el Rey Sancho I (conocido como Sancho el Gordo), el médico fue Hisdai ibn Shaprut, del califato de Córdoba, y el fármaco, la triaca.
A pesar de más de diez siglos de intentos terapéuticos, la historia del tratamiento de la obesidad es la historia de un fracaso. Nadie duda que la aproximación terapéutica ideal es conseguir que el paciente obeso modifique su estilo de vida disminuyendo la ingesta calórica e incrementado el grado de actividad física, pero tenemos que reconocer que las intervenciones con esta orientación han tenido una escasa efectividad. La actuación aguda sobre el cambio de estilo de vida es muy poco eficaz si no se acompaña de una estrategia continuada motivando el mantenimiento de estos cambios.
La agencia Food and Drug Administration (FDA) considera a un fármaco como efectivo para la obesidad cuando en el grupo de tratamiento produce un descenso significativo del peso con respecto al placebo superior al 5%3. La mayoría de las drogas para la obesidad comercializadas hasta ahora han tenido como diana fundamental la reducción del apetito. Las drogas utilizadas con este efecto han logrado descensos de peso entre 5 y 10% con respecto a placebo, pérdida de peso que se recupera en parte al dejar de tomar el fármaco. A pesar de emerger con muchas expectativas, las drogas anorexígenas han ido de derrota en derrota.
El primer fracaso en la historia reciente de las drogas para la obesidad fue la asociación fenformina-fenfluramina, un fármaco ampliamente utilizado en EE.UU. en la década de 1990. En 1996, Abenhain et al4 publicaron un estudio de casos y controles en el que encontraron que el uso de drogas anorexígenas, sobre todo derivados de la fenfluramina, se asociaba con un mayor riesgo de hipertensión pulmonar primaria (odds ratio [OR] de 6,3), con una OR que se incrementaba a 23,1 si el fármaco se tomaba más de tres meses. Posteriormente, Conolly et al5 publicaron una serie de 24 mujeres sin patología previa que tomaban la combinación fenformina-fenfluramina y posteriormente fueron diagnósticadas de valvulopatía cardíaca. Todos estos acontecimientos llevaron a la empresa europea productora de la fenfluramina y dexfenfluramina a retirarlas del mercado en la primera quincena de septiembre de 1997 y a la posterior retirada del mercado por el Ministerio de Sanidad Español6.
Luego le tocó el turno a rimonabant, fármaco aprobado en Europa en 2006; su mecanismo de acción es la inhibición de los receptores CB1 a nivel central. Rimonabant provoca un descenso del apetito y de la ingesta, además tiene un efecto periférico sobre la lipogénesis hepática y adipocitaria y sobre la secreción de adiponectina. Estos efectos adicionales le añaden un efecto metabólico asociado a la pérdida de peso: mejoría del control glucémico, descenso de los triglicéridos e incremento de los niveles del colesterol de las lipoproteínas de alta densidad. Pero ya en los estudios «Rimonabant in diabetes» (RIO), que permitieron su comercialización, se encontró en la rama de rimonabant una tasa de abandonos del 2 al 5% superior al placebo por efectos secundarios psiquiátricos, entre los cuales la depresión era el efecto secundario más destacado. Posteriormente, se continuó revisando en la Unión Europea los datos disponibles de los casos notificados por los profesionales sanitarios de trastornos depresivos, ideación suicida y agresividad. Hasta diciembre de 2007 se habían comunicado 3.102 casos de reacciones adversas en todo el mundo. El 49,5% (1.537) de estos casos incluían alguna alteración de tipo psiquiátrico, de las cuales el 37% (571) se consideraron graves. En la reunión de la Agencia Europea del Medicamento (EMEA) celebrada en octubre 2008, se confirmó que se duplicaba el riesgo de trastornos psiquiátricos en pacientes que utilizaban rimonabant, y se estimó que no había garantías de que dicho riesgo se pudiera reducir con medidas adicionales y, por tanto, se suspendió de forma cautelar la comercialización del fármaco.
En el último año hemos vivido la retirada del último fármaco comercializado para la obesidad con la diana de la reducción del apetito, la sibutramina, comercializada en Europa en 1999. La sibutramina tiene un efecto anorexígeno inhibiendo la recaptación de serotonina y noradrenalina a nivel del sistema nervioso central. La sibutramina por su efecto noradrenérgico causa un incremento del pulso y de la presión arterial de 4mmHg de media7.
Tras más de 10 años de ser utilizada se retiraba por indicación de la EMEA en enero 2010 tras el análisis del estudio «Sibutramine Cardiovascular Outcomes» (SCOUT)8. En el estudio SCOUT participaban 10.000 pacientes con alto riesgo cardiovascular y se analizaba el impacto del descenso de peso con sibutramina sobre la enfermedad cardiovascular. En la rama de tratamiento con sibutramina del estudio SCOUT se encontró un incremento en el riesgo de padecer eventos cardiovasculares no fatales. En el grupo sibutramina se registraron un 11,4% de eventos frente al 10,0% del grupo tratado con placebo. En el momento de escribir esta editorial, la FDA se había pronunciado incluyendo nuevas contraindicaciones pero seguía permitiendo su uso. Esta retirada no ha estado exenta de polémica ya que la mayoría de los pacientes incluidos en este estudio no serían candidatos al tratamiento con sibutramina siguiendo las condiciones de uso con las que estaba autorizado.
Después de esta introducción, ya es hora de contestar a la pregunta de esta Editorial. Lo que está pasando con los fármacos para el tratamiento de la obesidad es que se impone el principio de precaución. Un principio desarrollado por primera vez en Alemania como un medio de justificar la intervención reguladora para eliminar vertidos contaminantes al mar en ausencia de consenso sobre la nocividad de ellos al medio ambiente6, y que lo hemos vivido recientemente con el cierre del espacio aéreo en Europa tras la erupción del volcán Eyjafjalla. Y ¿por qué se impone este principio y no el de beneficencia? Alguien podría pensar que, puesto en una balanza, el beneficio del descenso del 5% del peso es mayor que los perjuicios de los efectos secundarios. Sin embargo, en todos estos casos al ser revisado el problema por las autoridades sanitarias se impuso el principio de precaución y esto ocurrió básicamente porque estos fármacos provocan descensos discretos de peso y, además, no existen garantías de que se mantengan a largo plazo.
Como contraste a esta rigurosidad con los efectos secundarios tenemos la cirugía de la obesidad como una alternativa para los obesos mórbidos y asumimos un 0,3–1% de mortalidad operatoria y perioperatoria, a años luz de las posibles complicaciones de las drogas retiradas del mercado. La explicación de esta paradoja podemos hallarla en que con la cirugía de la obesidad conseguimos descensos de peso muy importantes y mantenidos en el tiempo. El bypass gástrico permite una media de reducción de peso entre el 35 y 40%, y los beneficios persisten tras diez años de seguimiento9.
La cirugía de la obesidad ha reportado no sólo un remedio para la obesidad mórbida, sino que nos ha dado más datos a favor de que el intestino puede ser una buena diana de investigación en la terapéutica de la obesidad y la diabetes. El intestino había sido considerado exclusivamente como diana terapéutica, hasta ahora, evitando la absorción de las grasas. Orlistat es un inhibidor de la lipasa intestinal que provoca una reducción del 30% de la absorción de las grasas ingeridas. Los efectos sobre el peso son discretos y se vuelven a situar en torno a una reducción del 5%. El orlistat es el único medicamento que tenemos en la actualidad con indicación para la obesidad. Hace unas semanas vivimos una alerta de la FDA con este fármaco, informándose de 13 casos de daño hepático grave (más de 40 millones de personas consumen o han consumido este fármaco).
Pero las nuevas dianas para la obesidad no están relacionadas con la absorción de alimentos y sí con sustancias secretadas por el intestino que tienen efectos metabólicos muy interesantes. Los análogos del péptido similar al glucagón tipo 1 (GLP1) son las primeras sustancias de esta familia que, aunque autorizado para el tratamiento de la diabetes, producen un efecto sobre el peso superior por ejemplo que orlistat10. La ghrelina es también otra interesante molécula; pero no solamente se están investigando incretinas, si no que el intestino esta colonizado por más de 15.000 especies de bacterias que tienen una importante lista de funciones, entre otras ayudar a digerir polisacáridos indigeribles. En los últimos cinco años han aparecido gran cantidad de artículos que asocian la diferente composición de la microbiota y la obesidad. Algunos elegantes estudios en animales han comprobado que trasplantando la microbiota de un ratón obeso (ob/ob) a un ratón libre de gérmenes se incrementa notablemente el peso, hecho que no ocurre si se le trasplanta la microbiota de un ratón con peso normal11.
Nadie duda que la obesidad necesita fármacos. No se puede estigmatizar a las personas obesas como personas con escasa voluntad para enfrentarse a la reducción calórica. Pero la realidad es que en el momento actual no los tenemos, y es difícil imaginar que las empresas asuman el riesgo de investigar en fármacos exclusivamente anorexígenos y, por otro lado, es probable que la salida de nuevos fármacos con estos mecanismos de acción fuera acogida por los clínicos con cierta cautela. Esperemos que nuevas dianas terapéuticas en los próximos años nos saquen de este nihilismo terapéutico que gravita sobre la obesidad.