A comienzos de siglo xx el cáncer de tiroides (CT) era mal conocido y su pronóstico ominoso. Eran los tiempos en que Emile Theodor Kocher, gracias a su experiencia quirúrgica, lograba el premio Nobel de Medicina (1909) por su contribución al conocimiento y a la curación de los procesos patológicos tiroideos. No obstante, los progresos fueron lentos. Veintidós años después, en 1931, hace por tanto ahora 80 años, Howard D. Clute, también cirujano, publicaba en el New England Journal of Medicine una de las primeras observaciones clínicas de aspectos relacionados con el CT1. Clute clasificaba la enfermedad en 3 grupos según la apariencia histológica y el pronóstico. En el grupo I, que correspondería a lo que hoy conocemos como carcinoma diferenciado de tiroides (CDT) de estadios I y II, encontró una mortalidad del 5%. El grupo II lo constituían CDT en los que existía invasión local importante (hoy los clasificaríamos como estadio III). En estos casos la mortalidad ascendía al 24%. Para estos pacientes (grupos I y II) se recomendaba cirugía y radioterapia posterior, con lo que se conseguía mantener al paciente libre de enfermedad durante una media de 3 años. Finalmente, el grupo III estaba constituido por los tumores más agresivos (probablemente carcinomas anaplásicos o pobremente diferenciados que hoy serían catalogados como estadio IV), en los cuales ni la cirugía ni la radioterapia eran curativas. La mortalidad alcanzaba el 82% y los pacientes fallecían en el curso de pocos meses. En el artículo, Clute especificaba: Since there is so little that we can do for patients in this condition, either in the way of palliative or curative measures, it is but natural that for many years the general feeling amongst medical men has been that malignancy arising in the thyroid was an utterly hopeless condition which, fortunately, was usually of but short duration1. Y las cosas, ciertamente, fueron así durante algo más de un par de décadas.
El siguiente avance cualitativo que mejoró los resultados quirúrgicos fue la aparición, en la década de los años 1940, del tratamiento con radioyodo (I131). El I131 logró mejorar la supervivencia de los pacientes con metástasis pulmonares, que pasó a los 10 años del 25 al 75%2. Con estas 2 armas terapéuticas (bisturí y I131), el porcentaje de curaciones se aproximaba al 90-95%. Por asentarse en una glándula endocrina (con las peculiaridades que este hecho conlleva) y su habitual buen pronóstico, el tratamiento del CT recayó, de modo natural, en manos del endocrinólogo. Desde el inicio los endocrinólogos han diagnosticado el CT y han coordinado el trabajo de los diferentes especialistas implicados en su tratamiento. Tras el tratamiento inicial, también ha sido el endocrinólogo quien ha seguido y vigilado la aparición de recidivas en estos pacientes. En el panorama global ha sido especialmente crítico el manejo del CT en el pequeño porcentaje de pacientes (5-10%) para los que la previsión de Clute ha sido una realidad. Estos son los pacientes con CT avanzado y progresivo (CTA), portadores de metástasis resistentes al I131, en los que no cabe la opción quirúrgica.
Con el paso del tiempo se llevaron a cabo varios intentos para aplicar medidas terapéuticas adicionales en este grupo de pacientes con CTA. Entre 1975 y 1999 se iniciaron 15 ensayos clínicos con quimioterapia citotóxica dirigidos a estos enfermos. Ninguno de los ensayos consiguió agrupar el número de pacientes previsto y solo 5 ensayos publicaron los resultados que fueron, por lo demás, descorazonadores3. El tratamiento con doxorubicina y cisplatino solo logró remisiones completas en el 12% de los pacientes con CTA de origen folicular. La combinación de bleomicina, doxorubicina y cisplatino alcanzó una media de supervivencia de 11 meses y la respuesta al etopósido fue nula. Algo similar ocurrió en los pacientes con CTA de origen medular, en los que solo el 25% respondió al tratamiento de forma parcial o completa4. Por este motivo, entre otros, los oncólogos abandonaron el interés por esta neoplasia, que se comportaba de manera excepcional. Al doblar el siglo xx, en el año 2000, eran prácticamente inexistentes las soluciones terapéuticas que se les podía ofrecer a los pacientes con CTA.
Afortunadamente hoy en día las cosas han cambiado y estamos asistiendo a un nuevo salto cualitativo en el tratamiento del CT. Los avances espectaculares en medicina molecular de los últimos años han abierto nuevas posibilidades terapéuticas5,6. Estos avances han ido desvelando algunos de los mecanismos mediante los cuales la célula tiroidea se maligniza. Actualmente se conoce el papel de los receptores de membrana RET/PTC, EGFR y C-MET en el CDT. Además se ha podido trazar la aparición de defectos de señalización en las células tumorales tanto en la vía RAS-PI3K-AKT, así como en la vía BRAF-MEK-ERK. Se ha estudiado profundamente la importancia de la mutación V600E de BRAF que generalmente aparece en las variantes más agresivas del carcinoma papilar (CP) o se relaciona con cambios epigenéticos7,8. Los progresos se han producido tanto en el CDT de origen folicular como en el de origen medular (CM).
Descubrimientos paralelos también se han realizado en el conocimiento de los mecanismos moleculares implicados en el desarrollo de muchos otros cánceres más prevalentes. De la mano de estos avances la industria farmacéutica ha comenzado a desarrollar lo que genéricamente se han denominado «nuevas moléculas» para el tratamiento de las enfermedades malignas. Estas «nuevas moléculas» tienen como características comunes que actúan contra una o varias dianas moleculares, se administran por vía oral (generalmente con pautas diarias) y producen efectos secundarios menos nocivos que los que suele inducir la quimioterapia. La mayoría de estas «nuevas moléculas» son inhibidores multicinasas con acción variada, que interaccionan (de manera selectiva o conjunta) sobre diversas proteínas como RET, BRAF, cKIT, MET, EGFR, MAPK, PDGFRβ, etc.3,5,6. Además, tienen la ventaja adicional de que impiden de forma marcada la angiogénesis al actuar sobre los VEGFR 1, 2 y 35.
Tal como se indica, estos compuestos (al igual que la mayoría de los fármacos) no están exentos de efectos secundarios, si bien en este caso pueden detectarse rápidamente en el seguimiento habitual de estos pacientes y en general pueden manejarse de forma ambulatoria6,9. Se ha descrito la aparición frecuente de debilidad, hipertensión arterial, malestar gastrointestinal (dolor abdominal, diarrea, estreñimiento, vómitos y anorexia), lesiones cutáneas (eritema palmoplantar o síndrome mano-pie) o fatiga6,10. Los pacientes también pueden referir parestesias en las manos y los pies, hipopigmentación, inestabilidad, visión borrosa, alteración en el sentido del gusto o síntomas gripales. Se ha visto la aparición de anemia, leucopenia o disminución en el recuento de plaquetas, con aumento de riesgo de sangrado11. Raramente (menos del 10% de lo casos) puede haber alteración en las pruebas de función hepática o renal, cambios en el ionograma o aparición de hemorragia grave12. Habitualmente, los efectos adversos son dependientes de la dosis, por lo que tienden a reducirse al suspender temporalmente el fármaco o disminuir la dosis6,12.
Cabe destacar, y más en el contexto del CT, que el uso de inhibidores de tirosincinasa se ha asociado con la aparición de disfunción tiroidea13–15. Este efecto se ha visto especialmente tras la administración de sunitinib y sorafenib16,17. La disfunción más común es el desarrollo de hipotiroidismo, que en ocasiones se ha descrito tras un breve episodio de tirotoxicosis (remedando las fases clínicas de las tiroiditis). En general, los pacientes atiroideos precisan aumentar de media un 30% la dosis de L-tiroxina, ya sea para mantener la concentración de TSH suprimida o para conservar la situación de eutiroidismo18. Se especula que estos compuestos pueden generar algún mecanismo destructivo en la glándula tiroidea o interaccionar con vías de señalización de TSH, ya que estos fármacos aumentan el metabolismo de T4 y T3, probablemente a través de inducción de la desyodasa tipo 314,19. Por esta razón se recomienda evaluar de manera cuidadosa y frecuente la función tiroidea en cualquier paciente tratado con estas moléculas20.
Dado su papel de coordinadores en el manejo del paciente con CT, algunos endocrinólogos comenzaron a introducir enfermos con CTA en los ensayos clínicos de estas «nuevas moléculas» (como se ha dicho, el panorama terapéutico era prácticamente inexistente para estos pacientes). La primera historia se fraguó alrededor de motesanib, un inhibidor multicinasa (RET, PDGFRβ, FLT3 y cKIT, VEGFR 1, 2 y 3). Rosen et al., en el año 2005, comunicaron en el congreso de la American Society of Clinical Oncology (ASCO) los resultados del ensayo clínico en fase I con motesanib en 70 pacientes con tumores sólidos21. El 10% de estos participantes tenían CTA en los que había fracasado el tratamiento convencional. Al año siguiente, en el mismo foro, Boughton et al. se polarizaron específicamente en el efecto de motesanib sobre este subgrupo de 7 pacientes con CTA22. Por un afortunado golpe de azar, la histología de estos casos era variada: 3 CP, un carcinoma folicular (CF), un carcinoma de células de Hürthle, un carcinoma anaplásico (CA) y un CM. Los resultados fueron estimulantes: en 3 pacientes (casualmente uno con CP, otro con CF y el tercero con CM) se consiguieron respuestas parciales, en otros 3 se estabilizó la enfermedad y en el paciente restante la enfermedad avanzó. Estos datos ocasionaron el inicio de 2 ensayos clínicos en fase II con motesanib: uno para pacientes con CTA diferenciado y otro para enfermos con CM. El atractivo de la propuesta quedó reflejado en el hecho de que para el ensayo de CTA diferenciado se seleccionaron en poco tiempo 93 pacientes (13 más de los previstos inicialmente). En el año 2008, Sherman et al. publicaron los resultados del estudio internacional y multicéntrico23. El trabajo mostró que la enfermedad se estabilizaba en el 67% de los pacientes y el efecto se mantenía durante una media de 24 semanas (o más) en el 35% de ellos. Los resultados, además, parecían indicar que el beneficio clínico era superior en los pacientes que eran portadores de mutaciones en BRAF (33% frente a 60%), si bien el número de pacientes en los que se estudió la mutación fue pequeño, por lo que este hallazgo careció de significación estadística. A los pocos meses se hicieron públicos los resultados del ensayo en pacientes con CM24. En conjunto, se observó una menor actividad antitumoral en estos últimos, lo que se relacionó con probables diferencias farmacocinéticas por razones aún no bien conocidas.
Estos resultados fueron un revulsivo para tanto para endocrinólogos como para oncólogos. Sirvan de muestra los siguientes datos. Desde el año 2000 hasta 2005, la media de comunicaciones en los congresos ASCO que contenían en su título las palabras «thyroid cancer» fue de 2,8. Desde 2006 hasta la actualidad este mismo concepto ha subido sustancialmente hasta una media de 10,0 comunicaciones por congreso ASCO. La cifra, desde luego, está aún muy lejos del interés que los oncólogos muestran por otros cánceres como los de pulmón (293 comunicaciones en el ASCO de 201125), mama (653), linfoma (125) o melanoma (113). En el año 2011 las comunicaciones correspondientes a cáncer de tiroides en ASCO han sido 11. Como punto de comparación, en el congreso de la Endocrine Society del año 2011ha habido 705 comunicaciones que contenían el texto «thyroid cancer»26.
Tras la historia de motesanib, se sucedieron otras similares, tanto para CTA diferenciado como para los de origen medular, con resultados análogos. La lista de “nuevas moléculas” que se están administrando en pacientes con CTA camina casi paralela a la de su aparición en el horizonte terapéutico. Se publicaron enseguida resultados de otros ensayos: imatinib27, axitinib28, sorafenib12,29, AZD624430, gefitinib31, tipifarnib32, vandetanib33, sunitinib34–36, y más recientemente pazopanib37, cabozantinib (XL184)38 y lenvatinib (E7080)39. También se están abriendo, a la estela de la investigación que se lleva a cabo en melanomas, tratamientos del CP con inhibidores específicos de BRAF8,40–42. Sirvan como botón de muestra los resultados preliminares en 3 pacientes con CP incluidos en el ensayo en fase I con PLX4032 (un inhibidor específico de la actividad cinasa de la proteína BRAF mutada en V600E) ya que son alentadores43,44. El PLX4032 no altera la actividad cinasa de la proteína «wild type» o no mutada. Esto disminuye el riesgo de efectos adversos derivados de inhibir las cinasas de otros tejidos. Dado el buen resultado en melanoma y puesto que V600E BRAF es notablemente prevalente en los CP agresivos, PLX4032 puede resultar un tratamiento prometedor en el futuro. De hecho, ya se ha aprobado el inicio del ensayo en fase II para este compuesto en el que se admitirán pacientes con CP que contengan la mutación V600E en BRAF.
La información conjunta de los resultados de los ensayos clínicos muestra que estas «nuevas moléculas» logran remisiones parciales en el 20-30% de los pacientes y la enfermedad se estabiliza en el 70-90%. Aún no se han descrito remisiones completas. No obstante, cuando se compara la eficacia de los distintos fármacos se observa que existe variabilidad en los resultados. Así, por ejemplo, el tratamiento con gefitinib no aportó ningún beneficio en pacientes con CTA31. También se ha observado que hay pacientes con resistencia a una molécula que, sin embargo, tienen respuestas positivas al ser tratados con otro fármaco45. Esta diversidad en el comportamiento probablemente se justifica por la existencia de mecanismos de activación múltiples y por la especificidad de cada compuesto para corregir una serie limitada de mutaciones concretas, mientras que carece de actividad frente a otras46. Las cascadas de activación genética son de características pleiotrópicas y, por definición, las células neoplásicas tienen una base heterogénea. Igualmente las mutaciones pueden estar tanto en el parénquima o en la estroma como en las células endoteliales que dan soporte al tumor44. Además, hay que considerar que existen factores añadidos como la variación individual que condiciona diversidad en la farmacocinética. El conjunto de estos hallazgos ha propiciado el que se hayan diseñado ensayos clínicos con tratamientos combinados y que el fracaso terapéutico de una molécula concreta en un paciente no suele impedir que pueda ser admitido en otro ensayo clínico con un compuesto diferente32,47,48.
Actualmente están en marcha numerosos ensayos clínicos con estas «nuevas moléculas» dirigidos a pacientes con CTA. Una buena proporción de los mismos están seleccionando pacientes activamente, mientras que otros ya se han cerrado y se está analizando los resultados. La situación, lugares donde se desarrollan y sus condiciones se puede consultar en http://www.cancer.gov/clinicaltrials/ o http://clinicaltrials.gov/. La mayoría de estos ensayos se encuentran en fase II, si bien otros, por los buenos resultados obtenidos, ya han evolucionado a la siguiente fase. Este es el caso del de sorafenib, en el que acaba de finalizar la selección de enfermos en fase III. Ha sido un ensayo, internacional y multicéntrico, en el que se han incluido cerca de 400 pacientes con CTA (excluyendo los CM), y han participado varios centros españoles. También, entre otros, se encuentran en fase III los ensayos con vandetanib45 y cabozantinib38, dirigidos a pacientes con CM. A diferencia de lo que ocurría en los ensayos clínicos con quimioterapia citotóxica, los resultados se están comunicando y publicando incluso antes de que se cierren los estudios. Todo ello augura que dentro de poco tiempo se aprobará el uso de las «nuevas moléculas» en el tratamiento del CTA y su uso será una realidad cotidiana. Pensamos que el especialista que coordina el tratamiento del CT debe estar preparado para ese momento.
Las recientes guías de cáncer de tiroides editadas por la American Thyroid Association (ATA) recomiendan utilizar los tratamientos con «nuevas moléculas» en los pacientes con CTA49,50. Por ello, y por la trayectoria histórica que acabamos de resumir, pensamos que el endocrinólogo debe conocer el alcance y las limitaciones de las «nuevas moléculas» y de este modo aconsejar adecuadamente el momento de introducirlas en el tratamiento. También debe saber cómo abordar la aparición de sus efectos secundarios, máxime cuando alguno de ellos, como la aparición del hipotiroidismo, afecta directamente a la evolución del paciente con CT51,52. El endocrinólogo es el especialista que goza de una visión de conjunto privilegiada del enfermo portador de CT y es, a la vez, el especialista que interviene de una manera integral en su manejo, que abarca desde el diagnóstico hasta el final de la enfermedad. Esto significa que el endocrinólogo debe abrir su consulta a todo paciente con CT, cualquiera que sea el pronóstico o el estadio evolutivo de la enfermedad. Del mismo modo que los endocrinólogos no abandonan en manos de otros especialistas a los enfermos con CT que evolucionan satisfactoriamente, pensamos unánimemente que sería un error renunciar al cuidado de los pacientes con mal pronóstico o enviarlos cómodamente a otros facultativos. El endocrinólogo que adoptase una actitud pasiva con los enfermos que se encuentran en los estadios más evolucionados del CTA rebajaría la competencia de la especialidad y dicha actitud iría, en definitiva, en perjuicio del paciente. En este sentido nos ha generado sorpresa la toma de posición de los oncólogos españoles (SEOM), que aboga por un uso exclusivo de estos nuevos agentes orales, aspecto que difícilmente se compagina con la adecuada armonía que, en beneficio de nuestros enfermos, pensamos debe existir entre las diferentes especialidades médicas y quirúrgicas53. Opinamos que, al igual que sería poco razonable que los endocrinólogos reclamásemos el uso exclusivo de todo fármaco de naturaleza hormonal (glucocorticoides, insulina, inhibidores de mineralcorticoides, etc.), porque entendemos que muy diversos especialistas precisan su empleo y están plenamente capacitados para ello, nos parece que sería abusivo considerar que un determinado especialista dispone del uso exclusivo de un grupo de fármacos.
En resumen, la complejidad del manejo de los pacientes con CT exige que intervengan facultativos de diversas especialidades. Un buen diagnóstico depende en gran medida del citólogo y muchas veces el informe del radiólogo es clarificador. En el tratamiento inicial, además de la actuación del cirujano u otorrinolaringólogo que extirpa el tumor, el paciente debe ser valorado por el especialista en medicina nuclear, que pondera la necesidad de administrar I131. Además resulta imprescindible la competencia del patólogo que analiza la pieza quirúrgica, tanto desde el punto de vista morfológico como, cada vez más necesario, molecular. El laboratorio de análisis clínicos desempeña un papel clave en el seguimiento, merced a la determinación precisa de los valores de tiroglobulina, sus anticuerpos y las hormonas tiroideas. Por su experiencia en el manejo de los tratamientos hormonales, los endocrinólogos están capacitados para calcular la dosis adecuada de l-tiroxina tras la tiroidectomía, según los tipos y variaciones de la histología, así como el origen del CT, el momento evolutivo de la enfermedad y la situación del paciente: ora instaurando el tratamiento supresor, ora el sustitutivo. Los endocrinólogos también ajustan la dosis de la hormona a las diferentes circunstancias como el embarazo o las variaciones en la edad del paciente, o tienen en cuenta las posibles interacciones medicamentosas con tratamientos concomitantes. Un porcentaje de pacientes necesita, durante el seguimiento, ulteriores reintervenciones quirúrgicas o la ayuda cualificada que ofrece la medicina nuclear: ya sea para conocer la extensión de la enfermedad o para administrar nuevos tratamientos. En casos seleccionados se debe solicitar la colaboración de la oncología médica o radioterápica, o incluso de subespecialidades quirúrgicas como neurocirugía, cirugía torácica u ortopedas. Todo ello obliga a realizar un trabajo de coordinación de visión amplia y de largo recorrido que desarrolla el endocrinólogo. Para que esta tarea sea eficaz, el endocrinólogo que atiende pacientes con CT debe colaborar con los demás especialistas y conocer las posibilidades que ofrece cada especialidad, a la vez que es imprescindible que esté familiarizado con las nuevas posibilidades que abre la investigación en las diferentes áreas de la medicina para mejorar el diagnóstico, tratamiento, pronóstico y evolución de sus pacientes. Es fácil deducir que en un futuro no muy lejano los tratamientos con «nuevas moléculas» se aplicarán tras realizar a cada paciente un diagnóstico específico mediante análisis molecular del tejido tumoral y así poder conocer las dianas terapéuticas concretas que deben ser reparadas con el fármaco más adecuado. El objetivo que se busca es realizar una terapia individualizada dirigida específicamente a la diana patológica. Esto, de forma previsible, preservará las células sanas, destruyendo únicamente, de manera selectiva, las células enfermas.