El imparable incremento de la resistencia microbiana y del gasto farmacéutico junto a la constatación de un uso de los antimicrobianos, con frecuencia inadecuado, han determinado que sociedades científicas y organismos de salud pública recomienden establecer medidas de control sobre el empleo de estos fármacos1,2. El conjunto de directrices y estrategias encaminadas a controlar y mejorar su empleo es lo que se ha denominado clásicamente con el término "política de antibióticos". Ello incluye debería incluir la selección de los antimicrobianos disponibles en el formulario del centro sanitario, el grado de disponibilidad o las condiciones para emplear cada uno de ellos, la elaboración de guías terapéuticas, la formación continuada de los prescriptores, el estudio de la evolución del consumo y de las resistencias y, finalmente, la implementación de intervenciones específicas encaminadas a modificar la prescripción.
Después de varias décadas en las que se han ensayado diferentes estrategias y medidas ha llegado el momento de evaluar los resultados y reflexionar sobre la pertinencia, orientación y utilidad de las "políticas de antibióticos". La tarea es, evidentemente, muy compleja debido a la gran variedad de las acciones, la diversidad de los entornos epidemiológicos y las dificultades metodológicas inherentes a la evaluación de estrategias o políticas sanitarias.
Aunque el incremento del gasto farmacéutico supone un importante problema, no es menos cierto que el peso de los antibióticos en la factura global de la farmacia hospitalaria ha descendido debido a la aparición de fármacos como nuevos antitumorales e inmunomoduladores o los propios antirretrovirales. No obstante, no debemos perder de vista que el coste de algunos de los últimos antibacterianos y antifúngicos comercializados para el tratamiento de las infecciones en los hospitales es muy elevado y los límites para indicarlos, frente a otras alternativas de mucho menor coste, son a menudo imprecisos. En cualquier caso, la principal motivación para la implantación de políticas de antibióticos hospitalarias, actualmente, es la resistencia microbiana3.
Que el empleo de antibióticos genera la resistencia es obvio (como lo es que la conducción de vehículos produce accidentes de circulación). Más complejo resulta indagar en las relaciones entre el consumo, sus oscilaciones y las diversas formas de estudiarlo y el mayor o menor riesgo de generar la resistencia. La aproximación a estas relaciones se ha basado en formulaciones demasiado simples para lo que cada vez se muestra más como un asunto extraordinariamente complejo4. Emplear menos antibióticos constituye una de las ideas más generalizadas. Ahora bien, ¿de dónde reducir?, ¿conocemos los límites para cada antibiótico o pareja bacteria-antibiótico que permita evitar la resistencia? Puesto que no es así, las medidas encaminadas a "reducir por reducir" podrían llevarnos a situaciones de conflicto con los prescriptores o los propios pacientes sin que de ello se derivaran necesariamente beneficios. Aunque a nadie se le oculta que en el medio extrahospitalario demasiados pacientes son tratados con antibióticos de forma innecesaria (como demuestran las extraordinarias diferencias en el volumen y perfil del consumo de antibióticos en diferentes países europeos)5,6, no es evidente que pueda decirse lo mismo de los pacientes hospitalizados. Recordemos que, según datos del proyecto EPINE, hasta el 16,5 y el 7% de los pacientes ingresados tienen una infección adquirida en la comunidad o en el hospital, respectivamente.
Otro principio clásico, pocas veces cuestionado, es el que culpa a los antibióticos de mayor espectro de la selección de resistencias. Sin embargo, la mayor o menor capacidad de selección probablemente radique más en actividades y dosificaciones subóptimas que en el espectro en sí. Por ejemplo, en la selección de resistencias a la penicilina en el caso de S. pneumoniae, las penicilinas serían igual de selectoras (o poco selectoras) de cepas resistentes, con independencia de que las administremos asociadas o no a inhibidores de betalactamasas7. Por otra parte, la restricción de unos antibióticos suele llevar al consumo de otros, por lo que la presión antibiótica persiste, cambiando simplemente de dirección sin que los resultados mejoren necesariamente (squeezing the balloon)8. Un tercer tópico consiste en asumir que, puesto que a menudo encontramos asociaciones entre incrementos en el consumo y la resistencia bacteriana, lo contrario también debe ser cierto. Esta idea se sustentaría, fundamentalmente, en la observación del control de brotes producidos por bacterias resistentes. Sin embargo, es probable que lo que en muchas ocasiones se reviste del término política de antibióticos, no sea algo tan sencillo como que dejamos de emplear lo que ya no nos sirve y, verosímilmente, sean otras las razones por las que un brote resulta finalmente controlado. Por otra parte, también se publican observaciones en las que reducciones importantes del consumo de determinados antibióticos no se siguen de reduciones en la resistencia a los mismos9,10. Fenómenos como la coselección de resistencias o las mutaciones compensadoras explican, al menos en parte, que no sea tan sencillo reducir la proporción de cepas resistentes en una especie una vez que han aparecido11.
Resulta extremadamente difícil establecer relaciones entre las políticas de antibióticos y la evolución de la resistencia3,4. A pesar de que se publican estudios con aparentes efectos beneficiosos de ciertas intervenciones sobre la resistencia12,13, el grado de evidencia de estos es considerablemente bajo. En una reciente revisión se ha constatado que menos de un tercio de los estudios de intervención en política de antibióticos contienen una metodología adecuada, no ya para demostrar efectos sobre la resistencia, sino para la evaluación en general de las mismas. La mayor parte de los estudios no son controlados e, incluso, si se trata de series temporales disponen de menos de tres observaciones (es decir, sólo se mide "antes y después")14. A ello habría que añadir otros importantes problemas como los sesgos de participación, la ausencia de aleatorización, la falta de seguimiento tras las intervenciones estudiadas, la escasez de estudios multicéntricos que permitan generalizar los resultados o las dificultades en establecer si los efectos se deben a los propios programas o a factores personales o institucionales. Por otra parte, en la evolución y diseminación de la resistencia microbiana es probable que los factores epidemiológicos (relaciones entre poblaciones, nichos ecológicos, medidas de control, etc.) y los puramente biológicos (naturaleza de los mecanismos de resistencia, posibilidades de expansión de éstos) sean más determinantes que nuestras políticas de antibióticos, limitadas por la imperiosa necesidad de emplearlos15.
¿Significa todo ello que no hay que controlar el uso de antibióticos? En absoluto. Son numerosos los estudios que demuestran su utilización inadecuada en los hospitales. La cuestión no es si hay que controlar el uso de antibióticos, sino cómo hacerlo16. Tal vez deberíamos convencernos de que las políticas de antibióticos son obligadas por un imperativo de calidad, incluso aunque no pudieran demostrarse beneficios claros en la lucha contra la aparición de resistencias. Quizá nuestro objetivo debería ser (sólo aparentemente) más modesto: mejorar la calidad de la prescripción. Y ello implica volver la mirada al paciente concreto. Responder a la pregunta: ¿cuál es la prescripción antibiótica ideal para este paciente hoy? implicaría también seleccionar en cada caso la antibioterapia (elección y dosificación) con menor riesgo de selección de resistencias y emplearla sólo durante el tiempo preciso. Cómo implementar políticas o estrategias que permitan optimizar los tratamientos de los pacientes y cuál es su coste son cuestiones pendientes de resolver. Desde luego es más sencillo tomar la decisión de restringir el empleo de uno o varios antibióticos mediante el establecimiento de barreras o trabas para el prescriptor como, por ejemplo, que su prescripción quede sujeta a la eventual aprobación o permiso del infectólogo12. Estos programas están muy extendidos en Estados Unidos. Una reciente encuesta ha mostrado que se practican hasta en el 71% de los hospitales universitarios norteamericanos, si bien hasta la mitad de los que así lo hacen piensa que ello afecta de manera negativa a sus relaciones como consultores con los prescriptores17. Entre los problemas que estos programas suscitan debe destacarse que son mal aceptados y que no inciden sobre la mayor parte de los tratamientos antibióticos que se prescriben en los hospitales.
La investigación en antibioterapia en la última década orienta en tres direcciones que deberían tenerse en cuenta a la hora de diseñar políticas y estrategias:
1. Acertar desde el principio es clave, al menos en los pacientes graves. Son ya muchos los estudios que lo confirman18-20. (No deja de escandalizar que para poder hacerlo haya sido necesario constatar que en una proporción considerable de los casos los pacientes graves no reciben tratamientos empíricos adecuados.) Por lo tanto, ninguna política de antibióticos, por bienintencionada que sea, debería poner en riesgo que el tratamiento empírico sea adecuado o, más aún, el primer objetivo de una política de antibióticos hospitalaria debería ser que la mayor proporción posible de pacientes con infecciones graves reciba una terapia antibiótica empírica adecuada.
2. La dosis importa. Es probable que la optimización farmacodinámica evite las resistencias y mejore los resultados clínicos. Lo sustenta la investigación básica y algunas observaciones clínicas comienzan a refrendarlo21-23. La importancia de los factores farmacodinámicos tiene implicaciones para la recomendación de tratamientos empíricos y para la dosificación y monitorización en pacientes de riesgo, pero también para la emisión (en rapidez y precisión) de la información microbiológica.
3. La duración de muchos tratamientos probablemente pueda reducirse. Por ejemplo, disponemos de buenos ensayos clínicos para defender pautas inferiores a la semana en la neumonía de adquisición comunitaria24 o de 8 días en la neumonía del paciente ventilado25.
Estas novedades llevan a una cierta liberalización en la elección y dosificación inicial de los antibióticos en los hospitales (ocupados cada vez más por pacientes más graves y debilitados) que se pretendería contrarrestar con un compromiso en la reevaluación tras la mejoría inicial, en la suspensión de lo innecesario y en la reducción de la duración. Es aquí donde las estrategias basadas en ofrecer recomendaciones a los clínicos una vez que se dispone de más información clínica y microbiológica tienen su papel, puesto que gran parte de los prescriptores desaprovechan la oportunidad de hacerlo26. Equipos multidisciplinarios de control de antibióticos aportarían su conocimiento y mayor sensibilidad por el problema27. El trabajo de López-Medrano et al28 muestra y confirma que ello es posible. Los clínicos aceptan de forma habitual estas recomendaciones, que redundan en una mayor calidad de la prescripción de los antibióticos. El impacto sobre el consumo en términos de dosis diaria definida (DDD) es discreto, aunque sí se obtienen sustanciales beneficios sobre el gasto sin afectar negativamente a los resultados clínicos. Como mencionamos, el posible impacto ecológico de este tipo de intervenciones será difícil de evaluar, si bien los datos aportados en el estudio que se publica en este número permiten el optimismo, al menos en los que se refiere a sobreinfecciones por Candida spp. y Clostridium difficile.
Una de las diferencias entre los antibióticos y otros grupos terapéuticos es que los primeros son empleados por prácticamente todos los especialistas con actividad clínica que, habitualmente, no sitúan entre sus prioridades de estudio y formación continuada la antibioterapia y las infecciones. Conviene no olvidarlo para no criminalizar, sino comprender al prescriptor. Aunque es cierto que, con frecuencia, se detectan actitudes poco racionales en la prescripción de los antibióticos (particularmente en la profilaxis), proporcionar las herramientas y ayudas necesarias que no son otras que asesoría y una formación continuada adaptada, comprensible y atractiva es seguramente la mejor forma de aproximarse al problema. En España son aún pocos los estudios publicados sobre política de antibióticos lo que traduce, sin duda, que se interviene poco. El estudio de López-Medrano invita a extender programas de control que mejoren la calidad de la prescripción. Al menos contribuirán a que más pacientes sean tratados adecuadamente en los hospitales, y ese esfuerzo merece la pena.