Manolo nos ha dejado. Ninguno de sus familiares, de sus amigos y compañeros quisimos admitir hasta el último momento que esto fuera posible, y a pesar de la larga y penosa enfermedad, hoy nos sorprendemos huérfanos del hijo, del hermano, del tío, del amigo.
Manolo ha sido un ser humano completo. Se conmovía ante el arte (en cualquiera de sus formas) y transmitía a todos los que le rodeaban esa profunda sensación del alma, indescriptible y maravillosa, de aquel privilegiado que provisto de una profundísima sensibilidad era capaz de captar todo aquello que a los demás se nos escapaba.
Esa misma sensibilidad que tenía para la música o para la literatura la extendía (no podía evitarlo) a todas sus actividades vitales. Pepe Prieto dijo una vez que Manolo «cultivaba la amistad». En efecto, la amistad esa inescrutable potencia del alma que hace que seres humanos vivan la misma experiencia, alejando la soledad la practicamos poco y la cultivamos menos. El amigo, la amiga, tiene que saber que estamos allí, no sólo cuando nos necesita, sino incluso cuando no nos necesita. Manolo lo sabía.
Esa enorme sensibilidad la llevó ¡cómo no! a su profesión. A muchas de las reuniones que compartíamos traía el caso médico y personal de algún enfermo que le preocupaba. Se le notaba atribulado, padecía con cada paciente, y como Manolo era transparente no podía ocultarlo. Como extraordinario docente, extendía esa sensibilidad a sus discípulos, y sus compañeros hemos admirado siempre en él la capacidad de atraer a los mejores profesionales, a médicos compasivos con el enfermo siguiendo sus enseñanzas.
Siempre estaba dispuesto a desarrollar su profesión, y como secretario de esta revista aportó imaginación, trabajo y profesionalidad. En ningún momento hemos querido admitir que este final pudiera ocurrir, y por ello no estamos preparados para vivir sin Manolo. El sacerdote en la misa dijo que aquellos que han amado vivirán para siempre. Manolo lo tiene asegurado.