La lectura de un artículo en el que se utiliza un modelo de experimentación animal suele provocar al menos tres tipos de reacción. En primer lugar el de cierta admiración por el equipo que lo ha realizado, dada la habitual escasez de recursos con que se suele dotar a la investigación en nuestro país. Esta admiración viene apoyada por la sensación de control de todos los parámetros estudiados, especialmente en comparación con los trabajos de tipo clínico, que parece dotar la utilización de modelos de experimentación de una especie de solidez científica que raya la infalibilidad. Finalmente, la sensación de artificialidad que suelen suscitar y que, lamentablemente, suelen relegar estas experiencias a una especie de limbo de irrealidad.
Efectivamente, quizá la asignatura pendiente de la investigación clínica sea la de brindar más canales de comunicación a los grupos que trabajan con modelos de experimentación animal. Tildados de demasiado "básicos" por los clínicos, y demasiado "aplicados" por los grupos de investigación básica, muchas veces caen en una especie de vacío intelectual cuando, en realidad, la finalidad última de la utilización de este tipo de metodología es la de solucionar los problemas que surgen en la práctica clínica habitual.
La obligación de todo investigador que trabaje con estos modelos es la de conocer exactamente sus límites. Por ello, en primer lugar, ha de profundizar en el estudio de la fisiopatología del proceso que va a estudiar en el ser humano, y sólo entonces podrá hacer propuestas para la utilización de un determinado modelo experimental, que en realidad no tiene por qué utilizar necesariamente animales. Aunque parezca paradójico, el investigador siempre ha de plantearse la no utilización de animales de experimentación para demostrar sus hipótesis. Este es uno de los principios basados en las 3 R (en inglés, replacement, refinement y reduction)1 en que ha de basar su praxis diaria y del que tenemos un claro ejemplo en el artículo publicado por Ribes et al2 en este número de la revista. En este caso, por ejemplo, no tendría sentido utilizar un modelo de infección intraperitoneal por Streptococcus pneumoniae en un animal para determinar la sensibilidad de las cepas a los antibióticos, cuando hay un modelo in vitro, como es la determinación de la concentración inhibitoria mínima, en que este parámetro puede ser estudiado y contrastado en la práctica clínica.
Por otra parte, donde suele reconocerse la pericia del investigador está en la R del refinamiento, es decir, el de saber encontrar la especie animal, la vía de inóculo, el período de estudio y, lo que es más importante, los parámetros que interesa estudiar y con qué finalidad específica, para resolver un tipo de problema concreto relacionado con la curación del enfermo. Por ello, volviendo al trabajo de Ribes et al2, se ha desarrollado un modelo de una gran complejidad técnica, como el de la punción intracisternal del conejo para inducir un proceso de meningoencefalitis. Indudablemente, esta técnica podría considerarse artificiosa por la vía de inoculación utilizada, por la concentración del inóculo o por la brevedad del tiempo de seguimiento de la patología, pero, además, completamente válida al cumplir con la tercera R, es decir, la de utilizar el menor número de animales posible. Para cumplir con este requisito, el experimentador tiene que desarrollar modelos con una gran reproducibilidad y altamente eficaces, como es el caso.
Concretamente, el modelo que nos ocupa ofrece una enorme solidez, puesto que fue validado en su momento por el grupo del Laboratorio de Infección Experimental del hospital de Bellvitge3 basándose en su experiencia clínica. El uso de este modelo ya ha dado sus frutos al extrapolar los hallazgos experimentales a la cabecera del enfermo en un tema tan delicado como el uso de la dexametasona como coadyuvante del tratamiento antibiótico4. No cabe duda de que nos encontramos con un modelo experimental privilegiado que ha demostrado una buena correlación con el proceso que ha querido imitar, la meningitis neumocócica en seres humanos. El artículo de Ribes et al2 nos propone en esta ocasión un nuevo interrogante, el de los factores que determinan la virulencia en S. pneumoniae, su relación con el serotipo y, lo que es más importante, con la resistencia a los betalactámicos y los cambios inducidos en las proteínas fijadoras de penicilina (PBP) de la pared celular. En todo caso, las conclusiones indican la necesidad de profundizar en el aspecto más básico de los factores determinantes de la virulencia y sobre otro aspecto más inmediato, el de buscar nuevas alternativas terapéuticas contra estas cepas, tipo B, puesto que son tan virulentas como las que tienen un patrón más habitual. Por ello, no me parece arriesgado mantener la hipótesis de que las futuras investigaciones basadas en este modelo incidirán de manera significativa en el tratamiento de esta infección.
De todas maneras, este ejemplo no nos ha de hacer bajar la guardia y descuidar el sentido crítico ante cualquier estudio basado en un modelo experimental, en el que siempre tendremos que buscar el sentido del refinamiento, en su planteamiento, y el espíritu de contrastar hipótesis concretas, en su desarrollo. Por otro lado, tampoco pueden exigirse los resultados tan claros y diáfanos como los obtenidos en este estudio. En muchos otros casos, la resolución de los problemas se basa en indicios parciales que requieren de fuertes dosis de interpretación de los resultados a la hora de obtener conclusiones. Para ilustrar este aspecto, me permito apoyarme en un modelo con el que trabajo habitualmente: el de la tuberculosis. La búsqueda actual de nuevas vacunas profilácticas se realiza a través de la demostración de la reducción de la concentración bacilar a las 3 semanas de la inoculación en más de 1 log. Este es el parámetro de protección más ampliamente aceptado por todos los grupos que trabajan en este tema5. La paradoja es que esta disminución no ahorraría la muerte por tuberculosis a los ratones en el caso de que se siguiera la evolución de estos animales durante un período más dilatado. Sin embargo, debido a la mayor susceptibilidad del ratón en comparación al ser humano, la búsqueda de una vacuna que impida efectivamente la infección ha de basarse necesariamente en la objetivación de algún grado de control de la infección inicial, puesto que en este animal la esterilización de Mycobacterium tuberculosis de sus tejidos infectados es imposible. Por ello se ha consensuado la búsqueda de un grado de protección superior al que ofrece la vacuna actual, la BCG (bacilo de Calmette-Guérin), aunque en realidad su misma utilidad en la prevención de la infección en seres humanos sea cada vez más cuestionable. ¡Pero ésta ya es otra historia!