COVID-19: Recomendaciones y síntesis de evidencia ante una crisis sanitaria global
Más datosLa bioética pública no debería limitarse a ofrecer un conjunto de reglas y modelos de tomas decisiones en «casos difíciles»1, debe ir más allá. Ofrecer razones públicas que contribuyan al diálogo social y a la toma de decisiones institucionales y normativas2. Desde este paradigma, la bioética no debería constreñirse a consejos morales para la toma de decisiones clínicas individuales, sino que debería servir a la argumentación y evaluación racional y razonable, de la toma de decisiones públicas en materia de salud.
En esta tarea de fundamentar «razones públicas», la bioética ha incorporado al acervo teórico el «principio de precaución o prudencia» que debe guiar la toma de decisiones en contextos de incertidumbre, cuando la estimación del riesgo potencial es elevado3. Desde la perspectiva del principio de prudencia, analizamos la gestión de la pandemia por gripe N1H1, más conocida como gripe A, que tuvo lugar en el año 20094. Al evaluar la experiencia 10 años después en el contexto de la pandemia de la COVID-19 nos preguntamos ¿puede la experiencia de la gripe N1H1 arrojar alguna luz sobre la gestión de la actual pandemia de la COVID-19?
Creemos que sí, nuestra tesis se fundamenta en que el discurso dominante que se instaló en la opinión pública y en parte de la comunidad científica, sobre la gestión de la pandemia de gripe A, influyó en la toma decisiones de la actual pandemia de la COVID-19. El desprecio de la actuación sanitaria llevada a cabo por la Organización Mundial de la Salud respecto al brote de la gripe H1N1 de origen porcino, detectada en EE. UU. en abril del 2009, ha favorecido la atenuación y devaluación del riesgo ante la COVID-19.
La pandemia de la gripe A no fue una falsa alarma. Ni tampoco un montaje de la industria farmacéutica para vender vacunas, fue una amenaza real que la reacción temprana de las autoridades sanitarias, la progresiva atenuación del virus y una movilidad internacional mucho menor que la actual (entre el año 2009 y el 2020 se han duplicado la cifra de pasajeros en el tráfico aéreo mundial pasando de 2.250 millones a 4.700 millones), evitaron lo peor5. Afortunadamente, ni la morbilidad ni la mortalidad fueron muy elevadas a pesar de que varios estudios publicados con posteridad, insisten en una cifra de víctimas mortales sensiblemente superior a las 18.631 reconocidas por la OMS al final de la pandemia6. Pero, a pesar de ello, la creencia más extendida sigue siendo que no pasó nada. Y esto generó el «efecto ingratitud» que hoy perdura.
Pero ¿qué es el efecto ingratitud? Es una ilusión cognitiva que se genera cuando al evitar un riesgo se produce la impresión de que tal riesgo no existe, ni nunca existió7. Sabemos que las políticas preventivas en salud acarrean siempre la amenaza de ser invisibles y/o estar subestimadas. Si bien, esto puede ser un efecto deseable en las políticas preventivas de seguridad, por ejemplo, al evitar un atentado, no debería ser un efecto deseable en las políticas de salud, ya que estas requieren de la participación consciente y activa de la ciudadanía.
Gran parte de la toma de decisiones epidemiológicas para que sean eficaces requieren que se adopten en un tiempo y un contexto de incertidumbre. La teoría y el sentido común, nos dice que lo más razonable es optar por la estrategia más conservadora, elegir la mejor entre las peores de las opciones posibles para minimizar los efectos más nocivos e irreversibles8. Esta fue la estrategia que adoptó la OMS ante la amenaza de pandemia de la gripe N1H1 en 2009. También fue la opción que adoptaron muchos gobiernos, entre ellos el español, al dotarse de planes de urgencia y de vacunas. Sin embargo, estas decisiones fueron muy criticadas. Diversos grupos profesionales e instancias científicas, políticas y sociales coincidían en lo injustificado y precipitado de la alerta sanitaria de la OMS y acusaron a la institución de actuar motivada por intereses ajenos a la salud pública9.
Estas críticas fueron la base de la creación del discurso «de la conspiración» que se difundió por las incipientes redes sociales y medios de comunicación. Discursos que aventaban la desconfianza y, creemos, que han favorecido que la amenaza de la COVID-19, en sus inicios, no fuera tomada en cuenta. O lo que es lo mismo, que el éxito del efecto ingratitud de la gripe H1N1, ha favorecido el retraso de la toma de decisiones de las políticas preventivas relacionadas con la COVID-19.
Pero ¿Qué elementos favorecieron la expansión del efecto ingratitud? Creemos que hay que considerar 2 elementos: las redes sociales y la escasa cultura científica. Mediante la difusión y la replicación de las noticias más alarmantes10, y una cultura científica confundida en demasiados casos con la opinión de tertulianos expertos11. Cuando en enero llegaron las señales de alerta sobre los riesgos de la COVID-19, el terreno estaba abonado para la incredulidad de los mensajes de las instituciones sanitarias. Debilidad que se trasmitió en el retraso en la toma de decisiones de actores y gestores políticos.
Aunque es demasiado pronto para esbozar una evaluación bioética sobre los costes en la toma de decisiones de la pandemia de la COVID-19, creemos que se pueden avanzar algunas enseñanzas:
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El efecto ingratitud ha favorecido la tardía y descoordinada respuesta de las agencias sanitarias y políticas ante la amenaza de la COVID-19.
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La erosión de la credibilidad de la OMS y de las autoridades sanitarias, ha debilitado la eficacia de las alertas ante la pandemia.
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La debilidad social de la cultura científica ha favorecido la instalación del discurso conspiranoico difundido mediante las redes sociales.
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Las redes sociales como fuente de información pueden generar riesgos para la salud en tiempos de crisis sanitaria.
Las evidencias aportadas confirmarían la validez y la eficiencia clínica del «principio de precaución o prudencia» en la toma de decisiones epidemiológicas. En sociedades globalizadas y sometidas a riesgos crecientes, y en gran medida desconocidos, una aplicación racional y ponderada del principio de precaución puede garantizar un equilibrio reflexivo entre las evidencias disponibles y los riegos potenciales en las decisiones que afectan a la salud pública.
FinanciaciónLa investigación no ha recibido ningún tipo de financiación pública o privada.