Además de señalar la originalidad y la amplitud del tema abordado, Perig Pitrou precisa en su introducción que la noción de vida abarca tanto “un conjunto de características que se observan en los seres vivos como también lo que causa estas mismas características”. Se puede mencionar además la expresión “ciencia de la vida” acuñada por Arthur Maurice Hocart (1935), al darse cuenta de que —más allá de sus diferencias— numerosos ritos en el mundo tienen como objetivo la salud, la prosperidad o la fertilidad. Ahora bien, para analizar la noción de vida se puede acudir a otras herramientas como la taxonomía, los componentes de la persona, las prácticas terapéuticas, la organización social, etc. De allí la gran riqueza de este volumen, el cual aborda un conjunto de problemáticas esenciales en el campo de la antropología desde distintos enfoques.
Empecemos por los estudios dedicados al problema de las clasificaciones indígenas. Después de un extenso trabajo de campo en Coicoyán (Oaxaca), Alejandro de Ávila analiza los términos mixtecos que se aplican a las plantas. A continuación aparece un cuidadoso estudio comparativo donde el autor coteja de manera erudita los resultados de su investigación entre los mixtecos con datos procedentes tanto de lenguas otomangues como de otras lenguas mesoamericanas. Por ejemplo, el autor constata que las terminologías cuicateca, triqui, mazateca, chocholteca e ixcateca parecen obedecer a los mismos criterios clasificatorios que el mixteco. En cambio, al analizar otras lenguas, se percata de que “la frecuencia de nombres para plantas y animales construidos a partir de marcadores genéricos disminuye conforme nos alejamos del núcleo mesoamericano” (p. 69). Sin embargo, Alejandro de Ávila señala que el náhuatl es la única lengua yutoazteca que muestra una categorización nominal comparable con el esquema de las lenguas otomangues meridionales. Al náhuatl añade el caso del purépecha, que cuenta también con clasificadores para las flores, los quelites y los hongos. La amplia investigación que reunió este autor le permite discutir las teorías taxonómicas elaboradas alrededor de supuestos universales, como las que fueron propuestas por Brent Berlin. Así, Alejandro de Ávila plantea que “[…] los grupos marcados ‘flor’, ‘quelite’, ‘escoba’ y ‘fiera’ […] no se basan en similitudes morfológicas, conductuales o ecológicas, sino que reflejan relaciones simbólicas y utilitarias” (p. 83). Para el caso mesoamericano, el autor considera que “las semejanzas de aspectos y de comportamiento, que deter-minan la clasificación y la nomenclatura de las plantas y los animales en otras regiones, parecen haber perdido algo de relevancia para varios grupos mexicanos, que se valieron más de la utilidad alimentaria y ritual para categorizarlos” (p. 85).
En cuanto a Claudine Chamoreau y a Arturo Argueta Villamar —que trabajaron con comunidades cercanas al lago de Páztcuaro—, ellos combinan el enfoque lingüístico y el antropológico. Señalan que los términos de las plantas no se pluralizan ni en náhuatl ni en huichol, ya que son consideradas como entes inanimados. Como indicio de animismo entre los purépechas, Chamoreau y Argueta observan que tanto a los animales como a los humanos se les asigna un destino o un trabajo en el mundo. En cambio, las plantas, pese a que son seres vivos (tsipiticha), no tienen destino propio sino que “están para cumplir el destino de los demás” (p. 100). A continuación se presentan varios análisis lingüísticos del fenómeno de la pluralización, tanto en textos del siglo xvi como en ejemplos actuales. Los autores detectan variaciones en cuanto a los criterios —animacidad en el siglo xvi, definitud, individuación y enumeración en el siglo xx—, a la jerarquía de estos criterios, en su organización y, por último, en la importancia y relativización del contexto y de los matices que el hablante quiere exteriorizar (p. 111). Más allá de los sistemas taxonómicos supuestamente universales, Chamoreau y Argueta argumentan que “[…] los resultados concuerdan en que existe una diferenciación animado/inanimado marcada a nivel lingüístico, aunque más que una dicotomía, los datos apuntan a que en la lengua p’urhé estas dos categorías forman parte de un continuum de marcación”.
Por su parte, para establecer las categorías de lo vivo y de lo animado entre los nahuas antiguos y los actuales de la zona de Huauchinango, Marie Noëlle Chamoux examina varios marcadores de esta lengua como algunos prefijos y el fenómeno de la pluralización. Examina también las distintas categorías de “no humanos (atlacatl, a’mo cristiano)” que incluyen a los primeros hombres, a los animales, a los difuntos, a los nahuales y a los dioses, quienes se caracterizan por comer de manera distinta a los hombres. Después, Chamoux procede a analizar los verbos yoli y nemi, que tienen que ver con la noción de vida. Mientras el primero quiere decir “nacer” o “estar vivo”, en un sentido de “movimiento intrínseco”, el segundo significa “caminar”, “andar”, “avanzar” y se usa en el sentido de vivir en su aspecto de “movimiento en el tiempo”. Estos conceptos están vinculados con las concepciones de la persona que consisten en el tonalli, la esencia de la persona, y el chicahuaztli, la fuerza. Asociado con el calor, con el sol y con el tiempo, el tonalli es un alma o entidad anímica que también designa al doble animal de la persona que comparte su destino. La índole del tonalli y de su fuerza (chicahuaztli) determinan la posición del individuo en la jerarquía. Ahora bien, Chamoux precisa que “la fuerza del tonalli, a pesar de su determinación por la especie del ‘doble’, cambia de estado y sufre altas y bajas en función de momentos en algunos procesos y de efectos de acontecimientos (o eventos), que ocurren durante una vida humana” (p. 167). La autora analiza el fortalecimiento progresivo del tonalli en el individuo, desde el nacimiento hasta la edad adulta, e incluso hasta la vejez. De esta manera “la palabra chicauac significa no solamente ‘fuerte’ sino también ‘viejo’ en el náhuatl del siglo xvi y en el del siglo xxi” (p. 169). Chamoux describe a continuación los peligros que amenazan al tonalli —tanto el de los niños como el de los adultos—, es decir, el susto, el mal de ojo, la envidia, el rompimiento de un ayuno, etc. A la vez, el tonalli se puede incrementar con la excitación, la ira, el embarazo y el parto; así como con el desempeño de cargos políticos.
Esta necesidad de tonalli o de fuerza vinculada con la fertilidad también se puede analizar con ejemplos opuestos, a saber, la carencia de fertilidad, tal como lo analiza Martha Ilia Nájera en “La esterilidad masculina entre los mayas: de la realidad al imaginario”. Basándose en un gran abanico de fuentes epigráficas, lingüísticas, históricas y etnográficas, la autora analiza una serie de conceptos asociados con el miembro viril que permiten “[…] comprender el pensamiento maya alrededor de la masculinidad, la reproducción y el linaje” (p. 235). Basán-dose en los vocabularios mayas coloniales Martha Ilia Nájera señala los vínculos entre las palabras que designan al sexo masculino y la noción de fuerza, de valor e incluso de fuego, que se puede asociar con el rayo. Asimismo, encontramos que el semen está identificado con las semillas y con la genealogía, al ser los hijos designados como flores, como productos de las semillas que los padres depositaron en las mujeres. Otros términos se refieren al hombre estéril, cuyo semen es frío, o cuyos excesos desencadenaron la sequedad de su cuerpo, la flacidez de su miembro, la cual se compara con la muerte del individuo incapaz de procrear. Para remediar estas situaciones, los mayas antiguos y actuales tuvieron varias estrategias, tanto medicinales como rituales. Aunque escasos, algunos testimonios hablan de rituales que se llevaban a cabo cerca de un manantial en el bosque. Respecto a este dato que conciernen a los mayas de Guatemala, la autora comenta que “al fusionarse el árbol [masculino] y la fuente [femenina] simbolizaban un centro con poder de vida que se transmitía a la pareja” (pp. 247-248). Consecuencia de transgresiones, la esterilidad era combatida a través de rituales de confesión, de ayunos diversos, de ofrendas y de autosacrificios documentados por cronistas del siglo xvi como Las Casas, y por estudios etnográficos de principios del siglo xx en Guatemala. A continuación, Martha Ilia Nájera analiza una serie de textos en maya yucateco incluidos en la famosa obra El ritual de los Bacabes, relacionados con las disfunciones sexuales masculinas. Se trata de textos esotéricos difíciles de interpretar que aluden a mitos de origen del coito original, que permiten al hombre participar en estos momentos primigenios y así restablecer los equilibrios perdidos para reintegrarse en la comunidad de los hombres y de los dioses. Para concluir, la autora explica cómo “la capacidad para dar vida es un regalo divino, el mayor castigo que pueden enviar los sobrenaturales es que el hombre pierda su virilidad, concretada principalmente en la imposibilidad de procrear, sólo así, como padre, se le considerará un hombre completo, acabado” (pp. 253-254).
Entre los nahuas del Balsas (Guerrero), las nociones de fertilidad y de vida dependen de un complejo sistema de circulación de fuerza. En efecto, Catherine Good plantea que existen tres mundos, social, natural y sobrenatural, en los que viven personas conectadas por medio de flujos constantes de trabajo (tequitl), de bienes y de fuerzas (chicahuaztli). De hecho, “la vida de una persona, y su identidad social, se construyen en este contexto del ‘trabajo’ que realiza, comparte y recibe con otros seres humanos y no humanos” (p. 185). El trabajo permite transmitir la “fuerza” de los que lo realizan, la cual también se transmite a los objetos producidos. Este intercambio de “fuerzas” se da también con el mundo natural y con los seres sobrenaturales, intercambio que los nahuas entienden como “amor” y “respeto”. La autora aborda después el tema de los grupos domésticos que “trabajan juntos” y la concepción de la crianza de los niños como trabajo con el cual se les transmite “fuerza” que van a devolver más tarde a sus padres. Las mismas concepciones aparecen a nivel del pueblo: “Por medio de sus grupos domésticos todos los miembros dan su trabajo al pueblo y reciben los beneficios que el mismo pueblo produce, especialmente en el servicio del sistema de cargos” (p. 190).
Después de analizar los ritos de matrimonio donde se transmite a otra familia la fuerza de la mujer joven que va a dejar su hogar, Catherine Good aborda el simbolismo complejo del maíz. Antropomorfizado como una mujer joven que puede aparecer en sueños, el maíz se compara también con los humanos según sus diferentes fases de crecimiento: “Los niños son como el maíz tierno y los elotes, y los adultos mayores son como las plantas que se van secando o las mazorcas ya secas” (p. 195). La antropóloga ilustra con testimonios conmovedores el respeto y el cariño hacia el precioso cereal que se sacrifica y sufre para alimentar a los hombres, razón por la cual estos últimos le dedican ofrendas de flores, de copal, de tamales y de mole. De manera significativa, se establece una equivalencia entre la cría de los niños por las madres definida con el concepto de huapahua y la relación entre el maíz personificado y los hombres, para la cual se usa el mismo término (p. 198).
La dimensión social y política de la noción de vida se encuentran en el centro de la contribución de Danièle Dehouve, que analiza el papel de las autoridades político-religiosas encabezadas por la pareja comisario-xiña [especialista ritual] entre los tlapanecos. La antropóloga francesa ha proporcionado argumentos sólidos para identificar al comisario con una figura de realeza sagrada de quien depende el bien-estar de los habitantes. Por lo anterior, la autora propone analizar “[…] cómo se vinculan la percepción individual y familiar y la concepción político-religiosa y colectiva de la vida” (p. 292). Así, existen rituales destinados a aumentar la fuerza de los titu-lares de un cargo. Ahora bien, la vitalidad de los gobernantes repercute claramente en la vitalidad de los otros miembros de la comunidad; de ahí la importancia de las metáforas corporales que se encuentran en los rezos, el comisario es equiparado con “la cabeza del pueblo-cuerpo” (p. 295). Danièle Dehouve, a través de varios ejemplos, demuestra cómo las autoridades se consideran responsables de cualquier catástrofe que pudiera acontecer durante su gestión. Se acusa al xiña de no haber colocado el número adecuado de objetos en las ofrendas, o bien, en el caso del comisario, de no haber guardado los ayunos necesarios. Muy interesante al respecto es el caso del suicidio de dos jóvenes en un pueblo, tragedia de la cual fueron acusadas las autoridades. Sin embargo, el xiña demostró con un ritual adivinatorio que el origen se encontraba en un acto de brujería, exculpando por lo tanto al comisario. De esta manera, los materiales tlapanecos comprobarían que, en el sistema de la realeza sagrada, la función de chivo expiatorio del rey es tan importante como su papel de responsable de la pros-peridad. Por último, el trabajo de Dehouve destaca la dimensión colectiva de la noción de vida, en efecto, “los individuos viven las vicisitudes de su historia personal de una manera colectiva que no separa el campo político del religioso”.
Carlos Lenkersdorff llega a conclusiones semejantes al analizar la noción de vida entre los tojolabales. En efecto, el concepto de kaltsiltik, “nuestro corazón”, expresa la interrelación entre la gente y las cosas. La vida no existe sin estas redes, las cuales se manejan más allá de las cosas que designan. De la misma manera, a nivel social “[…] para entender y explicar la noción de vida desde la perspectiva tojolabal se requiere que se entienda a partir de la comunidad como un todo orgánico, interconectado que, en cuanto organismo, es más que la suma de sus miembros individuales o de sus partes” (p. 311). Describe el autor los estrechos nexos entre los tojolabales y su entorno —la casa, la milpa y los animales—, con el cual se establecen relaciones de intercambio y de reciprocidad. De ahí que la capacidad de conocer se exprese como “conocimiento intersubjetivo”, es decir, “[…] que el conocer se realiza por dos sujetos conocedores de modo simultáneo” (pp. 315-316). Carlos Lenkersdorff describe a continuación el papel de las mujeres en la crianza y en la educación de los niños y el esfuerzo por mantener una estrecha vida comunitaria. Al respecto introduce el concepto de nosotrificación, que implica el involucramiento del conjunto de la sociedad: “Uno de los papeles de las mujeres tojolabales es que son educadoras, forman y mantienen al pueblo tojolabal que se destaca por la complementariedad que se explica por la nosotrificación, un distintivo de la vida entre los tojolabales”.
Al analizar las concepciones de la vida de los nahuas de la Sierra de Tezcoco, David Lorente Fernández señala “su carácter procesual”, el cual se manifiesta a través de los nexos entre los fenómenos atmosféricos y las teorías indígenas sobre el fluir de las esencias. El autor nos lleva al mundo fascinante de los ahuaques, “seres con aspecto de niños ataviados de charro y china poblana que se expresan en náhuatl o en otomí”. Constituidos por personas muertas por el rayo, niños fallecidos sin bautizo o bien por ritualistas difuntos, los ahuaque viven en el inframundo frío y oscuro, pero necesitan salir a la superficie para alimentarse de olores. Por lo anterior, el autor considera que “[…] los espíritus [los ahuaques] se sirven de los rayos y del granizo para obtener las substancias terrenas —el principio vital de los vivos— y entregan a cambio una donación: la lluvia fecundante que reproduce la vida en la tierra” (p. 263). Dominados por la figura del Rey del Mar que se confunde con Tláloc Nezahualcóyotl, los ahuaques mandan la lluvia, así como los rayos y el granizo. Son los hijos del Rey del Mar, una relación de parentesco que enfatiza el intercambio de ayuda por alimentos. Por otra parte, los ahuaques sustraen aromas para alimentarse y espíritus para poblar el mundo del agua, para lo cual usan los rayos. Los intermediarios son los famosos graniceros, los tocados por el rayo que comparten la comida de los ahuaques y tienen que alimentarlos con ofrendas. Intermediario entre los dos mundos, el granicero puede ocupar el papel de Tláloc: “Mientras los ahuaques son los hijos de Tláloc y deben obedecerlo, también son los compadres del granicero y deben corresponderlo” (p. 276). En la conclusión, David Lorente destaca la importancia de las esencias en la noción de vida de los nahuas, esencias que circulan entre los mundos y que “tienen la capacidad de cruzar umbrales ontológicos y adecuarse a otros niveles del cosmos” (p. 278).
Esta potencialidad de los rituales para entender la noción de vida es aprovechada también por Perig Pitrou, quien analiza el papel del dios Yïkjujyky’äjtpï en los ritos de los mixes de Oaxaca. Literalmente el nombre de esta deidad significa “Aquel que hace ser vivo” o “Aquel que hace vivir”, una apelación que permite distinguir entre “lo vivo” y lo que produce este fenómeno. Para profundizar en el papel de este dios el autor analiza los múltiples rituales sacrificiales que se llevan a cabo en muy diversas circunstancias y para distintos propósitos: obtener una buena cosecha, recobrar la salud, tener éxito en actividades políticas, etc. En primer lugar se visita a un especialista, xemapie o “contador de los días”, para determinar la calidad y cantidad de objetos o animales que se van a ofrecer. Sigue el sacrificio de aves en el espacio doméstico, cuya sangre se vierte sobre la ofrenda. Otros sacrificios tienen lugar encima de un cerro donde se depositan las ofrendas. El antropólogo francés critica la idea según la cual a través del sacrificio se ofrece una vida; considera más bien que el sacrificio para “Aquel que hace vivir” corresponde a “[…] la transmisión de una cantidad de fuerza con el fin de hacer materialmente posible una actividad que produzca la vida” (p. 127). Esta captación de energía se puede dar también en beneficio de símbolos de poder que se transfieren a las nuevas auto-ridades, el sello por ejemplo. Otra dimensión de la ofrenda sacrificial es la expulsión de elementos patógenos y la purificación. A partir del análisis de discursos rituales que se pronucian en un rito de siembra, Perig Pitrou se percata de que lo que se pide a “Aquel que hace vivir” es una acción sobre los granos para lograr su crecimiento, y para que consiga la ayuda de los elementos que propician este crecimiento, es decir, el agua, el sol y la tierra. La relación que se establece entre los hombres y los dioses es un intercambio recíproco de favores o prestaciones; sin embargo, el autor introduce de manera original otra dimensión de la práctica sacrificial, la “escenificación de la actividad que se espera que ponga en práctica ‘Aquel que hace vivir’” (p. 137). Es así que se escenifica el proceso global de crecimiento del maíz con la esperanza de que los no humanos mimeticen estas actividades según un régimen que el autor llama de “coactividad entre dos socios”. Una parte importante de la secuencia ritual está dedicada a conseguir la aceptación de las ofrendas por parte de los no humanos. Así, los participantes en las comidas rituales fungen como “representantes” (kutanaapy) de los dioses que aceptan las oblaciones. En la última parte de su contribución el autor explica de esta manera la inclusión de ciertos elementos en la categoría de los vivos: “[…] se estima —con razón— que la montaña, la tierra, el viento y el sol son seres vivos no porque posean las mismas características que los animales, sino porque su presencia es necesaria para que se produzcan fenómenos vitales tales como el crecimiento” (p. 143). A continuación, Perig Pitrou introduce a otra figua divina, Tääytunpï, “El que tiene una actividad creativa”, “El creador”. Si bien “Aquel que hace vivir” coordina la actividad de diferentes tipos de poder, Tääytunpï “[…] es realmente aquel que está en el origen de estos elementos y de la diversidad de las formas que existen en la naturaleza” (p. 147). Además de su poder creativo mental, se considera a esta deidad como moldeadora o tejedora de las cosas que existen. En conclusión, Pitrou señala que “[…] el estudio de las concepciones de la vida entre los mixes, como ocurre con otros pueblos mesoamericanos, debe estar sistemáticamente fundamentado en un triple enfoque que tome en cuenta al mismo tiempo la ontología, la sociología y la ritualidad” (p. 151).
Otro estudio enfocado en el ritual es el de Johannes Neurath, quien además analiza conjuntamente el concepto de persona entre los huicholes. En primer lugar, el antropólogo austriaco señala que las palabras semejantes téwi, tewári y teíwari designan “persona”, “ancestro” y “enemigo”. Apoyándose en los trabajos de amazonistas (Viveiros de Castro, Taylor, Erikson, etc.), pero también de mesoamericanistas (Galinier, Pitarch), Neurath encuentra que las categorías de “mestizo” y “abuelo” o de “ancestro” y “enemigo” se pueden empalmar entre los huicholes. Ahora bien, lo que parece importante son las transiciones entre estos estatutos, que el análisis de los rituales permite esclarecer. Dos aspectos de la vida aparecen de manera constante y en oposición: tikari asociado con el inframundo, la noche y el mundo mestizo —vinculado también con la temporada de lluvias y con el individualismo— y tukari, que tiene que ver con el día, el cielo, los antepasados y con Wirikuta. Entre estos extremos, los huicholes transitan en rituales iniciáticos —el individuo se transforma en ancestro— pero también en lo que Johannes Neurath llama “iniciación negativa”, cuando un huichol adquiere prácticas culturales mestizas e individualistas (p. 210). En el primer caso, la transformación de persona a ancestro se hace por medio del viaje a Wirikuta, donde se obtiene el nierika “el don de ver”. También se da el proceso según el cual “[…] el efecto iluminador del peyote se da porque el iniciado se ha convertido en un ancestro, que a su vez se ha transformado en peyote” (p. 212). Acerca de estas transformaciones el autor precisa —según los tér-minos de Deleuze y Guatari— que se trata de “una transformación necesariamente incompleta, que tiene el carácter de una repetición ritual creativamente diferida”. De la misma manera un proceso de transformación ocurre durante la cacería de venado, donde el cazador se transforma en su presa y experimenta un autosacrificio. El antropólogo austriaco examina a continuación el caso de la “antiiniciación”, por medio de la cual se intenta transformarse en mestizo, durante un viaje en la oscuridad para adquirir los poderes de los enemigos. Ahora bien, a pesar de reconocer la superioridad económica de los mestizos, se les considera subdesarrollados a nivel social, ya que no respetan la ley de reciprocidad. Los mitos explican que en el origen todos practicaban la religión huichola y que después algunos dejaron hacerlo. Johannes Neurath vincula estos mitos con el multinaturalismo planteado para América del Sur por Viveiros de Castro, sistema en el cual la cultura es compartida por todos los seres mientras que “[…] el cuerpo es el gran diferenciador y no la cultura” (p. 216). El autor analiza entonces los pactos que se pueden establecer con el Mestizo Azul, prototipo del colonizador amenazante, que a nivel botánico es equivalente al kieri, “árbol del viento”, que se opone al peyote y a los dioses huicholes benévolos. Ahora bien, esta oposición que podría remitir a la que existe entre el individualismo mestizo y los valores comunitarios huicholes no es absoluta y los rituales otorgan un lugar y una función al mundo oscuro del caos, en particular durante la fiesta de la siembra, que implica una suspensión del orden político y el retorno a los orígenes caóticos. Por otra parte, el mito del cazador fracasado huichol que se casa con las muchachas del maíz que prodecen del inframundo implica tanto una alianza con las fuerzas nocturnas como renunciar a transformarse en ancestro. Además, los mitos detallan los conflictos entre las familias antagónicas del arriba y del abajo, y la necesidad de rituales para que se reconcilien, en particular el de la siembra: Namawita Neixa. Por lo anterior, los niños son identificados con el maíz y existen ritos de paso para diferenciarlos del precioso cereal. En cuanto al maíz, se vuelve ancestro que se autosacrifica para que la gente lo pueda consumir; según Johannes Neurath, “el hecho de que el maíz se deje comer implica que es un ancestro que se sacrifica en beneficio de sus descendientes. Pero el maíz no solamente es ancestro. Como planta de maíz es esposa del agricultor y, en forma de elote, es su hijo. Comer maíz, por ende, siempre tiene una connotación de canibalismo” (p. 223). En conclusión, el antropólogo destaca que las concepciones aparentemente antagónicas de los huicholes no pretenden resolverse a la manera de “una relación armónica de opuestos complementarios”. Las relaciones de tránsito entre persona, ancestro y enemigo son ambivalentes de por sí y pueden transformarse con facilidad; finalmente, Neurath afirma que “de cierta manera lo que articula la práctica de la reciprocidad a nivel de los legos (téwi) y la dinámica sacrificial de los iniciados (tewari) es la relación siempre problemática con los mestizos (teíwari)” (pp. 224-225).
En suma, estamos ante un volumen colectivo de gran calidad que aborda de manera multidisciplinaria un tema original y de suma importancia, a saber, la noción de vida. Cada contribución aporta un enfoque particular para esclarecer la amplia problemática que se desprende de ella, que no había recibido hasta ahora la atención necesaria por parte de los mesoamericanistas.