La excavación de la Cueva del Lazo (Ocozocoautla, Chiapas), en el área zoque del oeste de Chiapas, sacó a la luz un contexto del Clásico Tardío compuesto por once entierros de niños asociados a una gran cantidad de materiales perecederos, entre ellos muchos textiles. Si bien el análisis físicoantropológico no ha detectado huellas que indiquen la causa de muerte de los infantes, la interpretación del contexto arqueológico sugiere que los 11 infantes pudieron haber sido objeto de una secuencia de actos de sacrificio.
The excavation of the Cueva del Lazo (Ocozocoautla, Chiapas), in the Zoque region of Western Chiapas, brought to light a Late Classic context composed by eleven child burials, associated with a huge amount of perishable materials, including textiles. Despite the fact that the bioanthropological analysis didn’t detected any evidence of violent death, the interpretation of the archaeological context suggest that the children could have been the object of a sequence of sacrificial acts.
La excavación de la Cueva del Lazo (Ocozocoautla, Chiapas), llevada a cabo en el marco del Proyecto Arqueológico Río La Venta,1sacó a la luz un contexto arqueológico del Clásico Tardío en el cual destacan los entierros de 11 niños asociados a una gran cantidad de artefactos y materiales perecederos, preservados gracias al ambiente seco de la cueva. Si bien el análisis físicoantropológico no ha identificado evidencias osteotafonómicas que indiquen una muerte violenta de carácter sacrificial, la interpretación del contexto arqueológico sugiere en cambio que ésta es el resultado de repetidos actos de sacrificio de niños, costumbre ritual ampliamente difundida en la antigua Mesoamérica (figura 1).
La Cueva del Lazo es una de las muchas cuevas que se abren en las paredes del cañón del Río La Venta, cuyo curso medio atraviesa el macizo de calizas de la Selva El Ocote, al extremo occidental de la región fisiográfica de la Depresión Central de Chiapas, ocupada en la época prehispánica por grupos zoqueanos. Las investigaciones del proyecto (Domenici, 2006, 2009a, 2009b; Domenici y Lee, 2004, 2009) han llevado a delinear la dinámica del poblamiento prehispánico del área, la cual sufrió dos fases de colonización, de diferente intensidad, en correspondencia del Clásico TardíoTerminal y del Posclásico Tardío. Sin embargo, las evidencias arqueológicas indican que desde el Preclásico Tardío hasta el Posclásico Tardío las cuevas de la región fueron constantemente utilizadas como recintos rituales (Domenici, 2010a) (figura 2). En el marco de esta continua tradición ritual hipogea hemos identificado dos fases diferentes: la primera, fechada entre el Preclásico Tardío y el Clásico Temprano, está caracterizada principalmente por ofrendas, muchas veces masivas, de cerámicas zoqueanas2 al interior de cuevas de fácil acceso y, en la mayoría de los casos, todavía “activas” (es decir con presencia de agua); la segunda, fechada entre el Clásico Tardío y el Posclásico Tardío, está caracterizada por una mayor variedad de contextos conteniendo cerámica de pastas finas, ubicadas de preferencia en cuevas secas de difícil acceso que se abren sobre las paredes del cañón. En las cuevas que presentan ocupaciones de la segunda fase es común el hallazgo de restos humanos, a veces en el marco de ricos contextos funerarios como el excavado en El Tapesco del Diablo (Silva Rhoads y Linares Villanueva, 1993). En otros casos, como por ejemplo en la cueva del Camino Infinito y en la Cueva del Lazo que aquí se discute, es posible que se trate de contextos no funerarios (Tiesler, 2007) que pueden ser interpretados como ofrendas de carácter sacrificial.
La Cueva del Lazo: una descripciónUbicada sobre la pared derecha del cañón, a unos 250 metros de altura sobre el nivel del agua (aprox. 350 msnm), la Cueva del Lazo se alcanza bajando desde la parte superior de la pared a lo largo de una terraza natural (figura 3). Desde el nivel de la terraza, una pequeña escalada de unos cinco metros permite llegar al pequeño acceso occidental de la cueva, el cual posee unos dos metros de ancho, y a su oriente se abre el acceso más grande (de unos 14 metros de ancho), muy difícilmente alcanzable desde el exterior. En la pared rocosa sobre los accesos se observan algunas pinturas rupestres en color rojizo, posiblemente óxido de hierro, con una representación zoomorfa no identificada, un grupo de 14 puntos y una figura geométrica compuesta por un cuadrado conteniendo una X. Por el acceso occidental, evidentemente el que fue utilizado en la antigüedad y parcialmente remodelado a través de la construcción de un bajo muro de contención en piedra, se llega a un pequeño espacio donde, superando hacia el este dos escalones también parcialmente remodelados, se accede a la sala principal. En su superficie, de unos 170 metros cuadrados, se observa abundante material cultural como fragmentos de textiles, cuerdas y cordeles de fibra vegetal y fragmentos de cerámica, entre los cuales destaca una figura de jaguar que posiblemente fue parte de la tapa de un incensario. De hecho, el techo de la cueva presenta amplias manchas de color negruzco, probablemente producto de la reiterada quema de copal. La pared noroccidental de la cueva presenta tres oquedades o “nichos”: la excavación demostró que justamente al interior de estos, en donde se ubicaron las Unidades de excavación 1, 4 y 5, se concentraba la mayoría de las evidencias arqueológicas.
Mapa de la Cueva del Lazo (dibujo de A. De Vivo, C. Conca y E. Pieri Orefici, en Orefici, 1998).
En la llamada Unidad 1, ubicada en el nicho más occidental, se detectó la presencia de una capa de tierra suelta de unos 710cm de profundidad (Capa A), que rellenaba una ruptura aproximadamente circular de un piso cubierto por un aplanado de arcilla y apoyado sobre una capa de preparación sin presencia alguna de material cultural (Capa B). En cambio, la Capa A contenía abundantes restos culturales: en el lado occidental del nicho se encontró una gran concentración de carbones, cerca de la cual se encontraron más de 200 caracoles de jute (Pachychilus sp.). En proximidad de los restos del fogón se encontraron además los fragmentos de tres ollas y de un cuenco hemisférico, todos de pasta burda (Canoaa, tipo Tonapac, var. Rio La Venta y var. Arenoso), así como dos yaguales realizados con bejucos enrollados, evidentemente destinados a sustentar ollas de fondo cóncavo. A este complejo de materiales estaban asociados restos de olotes de maíz (Zea mays), de calabaza (Cucurbita sp.), de anona (Annonasp.), de jocote (Spondias purpurea), de coyol (Acrocomia mexicana), de tempisque (Mastichendron capiri) y de totoposte (Licania arborea) (Piacenza, 2001). También encontramos un puro de tabaco parcialmente quemado, coprolitos humanos, varios fragmentos de textiles de algodón, tres círculos de jícara con perforación central e incisos con figuras estilizadas de aves (figura 4), una cuenta de collar realizada con una semilla no identificada y fragmentos de dos navajillas prismáticas de obsidiana gris. Cerca del acceso al nicho (es decir en su lado meridional) se detectó la presencia de una pequeña lente de ceniza posiblemente producida por la quema de copal. En cuanto al material cerámico hallado en la Capa A, se identificaron varios fragmentos de cerámica Naranja Fino (Tuma Anaranjado) de los tipos Zuleapa, var. Zuleapa y Yocotocmó, var. Yocotocmó, todos típicos de la fase Mechung del Clásico Tardío (Lee, 1974).
La Unidad 4 se abrió al interior del nicho septentrional, cuyo acceso estaba parcialmente delimitado por una hilera semicircular de piedras; al interior del nicho se observó una depresión aproximadamente circular en el piso rocoso de la cueva, en cuyo interior se encontraba una capa de heno o zacate. Cerca de la oquedad se encontraron los escasos restos del entierro de un niño (Entierro 2) de edad comprendida entre los 5 y los 6 años (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 9). A los restos óseos, procedentes evidentemente de un entierro perturbado, que posiblemente estuvo originalmente colocado en la oquedad rocosa, estaban asociados: un puro de tabaco parcialmente quemado, fragmentos de textiles de algodón (uno de ellos con una compleja decoración en forma de edificios con techo de doble agua) (figura 5), un fragmento de jícara incisa y pintada, un fragmento de valva de Spondylus princeps pulida y perforada, un artefacto circular en fibra vegetal (véase infra)(figura 6), una navajilla de obsidiana verde y coprolitos humanos; entre los restos vegetales se ha identificado la presencia de maíz (Zea mays), frijol (Phaseolus sp.), chile (Capsicum sp.), jocote (Spondias purpurea), calabaza (Cucurbita sp.), tempisque (Mastichendron capiri), mamey (Mammea americana), anona (Annona sp.) y totoposte (Licania arborea) (Piacenza, 2001); además de varios fragmentos de cerámica burda (vajilla Canooa, tipo Tonapac, variedades Río La Venta y Arenoso), se recuperaron varios fragmentos de cerámica Anaranjado Fino (Tuma Anaranjado, tipo Yocotocmó, var. Yocotocmó), diagnósticos de la fase Mechung del Clásico Tardío (Lee, 1974). El fechamento por AMS de una muestra de textil asociado al Entierro 2 (Beta285873) dio el resultado calibrado de 650780 d.C.
Al exterior del semicírculo de piedras que delimita el acceso al nicho de la Unidad 4 se encontraron restos óseos de un individuo, denominado 1B, asociados a fragmentos de textiles de color rojo, azul y natural, además de fragmentos de cordones de fibra vegetal. Los escasos restos óseos (diáfisis unilaterales del húmero, radio, cúbito y fémur, además de escasos segmentos axiales; Tiesler y Cucina, 2005: 8), pertenecientes a un individuo entre 0.5 y 1.5 años de edad, parecen proceder de un entierro primario perturbado.
La Unidad 5, correspondiente al nicho más oriental, contenía el contexto más complejo entre los detectados en la cueva. Se identificó primariamente la presencia de una gran fosa intrusiva, excavada rompiendo un apisonado de tierra (Apisonado 1) y parcialmente cubierta por una espesa capa de heno o zacate en su mitad meridional. La fosa estaba rellenada por una capa de tierra suelta, denominada Capa A, y contenía fragmentos de cerámica típicos de la fase Mechung del Clásico TardíoTerminal, coprolitos humanos y una gran cantidad de restos botánicos, entre los cuales destacan maíz (Zea mays), frijol (Phaseolus sp.), calabaza (Cucurbita sp.), jocote (Spondias purpurea), tempisque (Mastichendron capiri), mamey (Mammea americana) y anona (Annona sp.); es interesante notar que el maíz fue encontrado en for ma de olotes (sumando 1265 gramos de olotes secos), cuyo análisis demostró que el maíz fue comido en forma de elotes tiernos (Piacenza, 2001: 28); en el caso de los otros restos vegetales, en su mayoría representados por semillas y cáscaras, no es posible saber si representan restos de comida, aunque es probable que sea así.
En la superficie de la Capa A de la Unidad 5, encima de la capa de vegetales y en sus alrededores, se encontraron varios artefactos: un punzón de hueso, un cuerno de venado joven, un puro de tabaco parcialmente quemado (figura 7), un fragmento de sandalia en fibra vegetal, un fragmento de estera, un fragmento de un candelero de estilo teotihuacano, una pequeña escultura zoomorfa en madera (figura 8), un instrumento posiblemente destinado a realizar tatuajes o escarificaciones, compuesto por una plaquita de piedra en cuyo extremo superior una aplicación resinosa detiene seis dientes de un pequeño reptil (¿lagartija?) (figura 9), y una pulsera compuesta por un cordel de algodón enrollado en S que detiene siete cuentas tubulares de huesos de ave y tres cuentas de piedra (figura10).
Tres muestras de textiles procedentes de la fosa de la Unidad 5 (Beta285875, Beta285874, Beta285876) se fecharon con AMS y dieron los siguientes resultados calibrados: 610690 d.C., 680890 d.C. y 8101010 d.C. La excavación inició en las partes de la Capa A no cubiertas por la capa de vegetales, poniendo en luz los restos de algunos entierros en posición muy superficial y muy perturbados. Se trata de los llamados entierros 1A, 3, 4, 5A y 5B, que describimos a continuación siguiendo un orden de norte a sur.
Entierro 3: Fue encontrado en el extremo septentrional de la fosa y corresponde a restos óseos3 asociados a una concentración de vegetales, a fragmentos de dos textiles de algodón de color café claro con decoración geométrica café oscuro, anudados entre sí, y que contenían borra de algodón, posiblemente restos de un bulto funerario. Al cráneo estaba asociada una estera muy fina, con decoración geométrica central y flecos a lo largo de los bordes (figura 11). Los restos óseos pertenecen a un individuo de aproximadamente 1.5 años de edad, con huellas de una lesión fistulosa en el cráneo (no deformado), posiblemente debida a escorbuto (Tiesler, Suzuki y Chi Keb, 2010), así como evidencias de hiperóstosis porótica endocraneana y caries de segundo grado en los seis dientes que se preservan en el maxilar (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 911).
Entierro 5A: Fue encontrado directamente al sur del entierro 3 y se constituye solamente de los restos de un cráneo de un individuo de 34 años de edad, completo de mandíbula, con deformación tabular oblicua y huellas de hiperostosis porótica y cribra orbitalia (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 1112). No presentaba materiales asociados.
Entierro 5B:4 Se constituye de restos óseos parcialmente envueltos en textiles de algodón. Se trata aproximadamente del 90% del esqueleto de un individuo de 56 años, faltando completamente el cráneo, aunque está presente la mandíbula (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 1213). La posición de los huesos al interior de los textiles indicaba claramente que el niño estaba en posición sentada, con piernas dobladas y brazos recostados sobre el tronco. El textil que lo envolvía se compone de tres fajas de algodón blancocrema, cosidas entre sí.
Entierro 1A: Corresponde a restos encontrados en la parte central de la fosa intrusiva, a un nivel sumamente superficial, como los anteriores. El cráneo fue encontrado en proximidad de la pared oriental de la cueva junto con la mandíbula. Fragmentos de textiles de algodón de color natural, rojo y azul, así como fragmentos de cordeles de fibra vegetal, posiblemente restos de un bulto funerario, se encontraron en asociación con los restos óseos. Es evidente que el entierro fue perturbado después de su deposición. Los restos óseos pertenecían a un niño de 12 años de edad, cuyo cráneo presenta deformación tabular oblicua (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 78).
Entierro 4: Corresponde a restos óseos encontrados en la parte meridional de la superficie de la Unidad 5, en proximidad de la pared oriental de la cueva y en asociación con restos de textiles, posiblemente parte de lo que originalmente debió ser un bulto funerario; abundantes coprolitos humanos estaban entremezclados con los textiles. Los restos óseos, que componen aproximadamente el 90% del esqueleto, pertenecen a un niño de 12 años de edad; su cráneo, no deformado, presenta huellas de procesos patogénicos de orden hemorrágico o inflamatorio, así como signos de cribra orbitalia en vías de cicatrización (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 11). Por su cercanía a los restos óseos, es posible que el punzón de hueso y el cuerno de venado se asociaran originalmente a este entierro.
Una vez retirados los restos de los cinco entierros superficiales, se procedió con la excavación completa de la Capa A de la Unidad 5, retirando los restos de vegetales. Debajo de ella, en la parte central de la fosa, se encontraron los restos de otros dos entierros (Entierros 6 y 7); más al norte, a un mismo nivel de profundidad, pero no cubiertos por la capa de vegetales, se encontraron los entierros 8 y 9.
Entierro 6: Se componía de restos óseos que corresponden al 90% del esqueleto de un individuo de aproximadamente 1 año de edad, otra vez con ausencia del cráneo y presencia de mandíbula (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 13). Restos de textiles de algodón de color azul claro que envolvían parcialmente los restos (Farneti, 2004) indican que el entierro fue originalmente envuelto en un bulto mortuorio; se halló además lo que parece un turbante de textil, amarrado con un nudo, que originalmente debió envolver el cráneo.
Entierro 7: Se componía de restos óseos que corresponden al 95% del esqueleto de un individuo de 1.53 años de edad. El cráneo, que preserva partes blandas y textiles adheridos, presenta deformación tabular oblicua en su variante intermedia. En cuanto al aspecto patológico, se detectaron huellas de cambios patológicos en las superficies endocraneanas de los parietales, donde se observan áreas de confluencia de la red sanguínea, así como evidencias de cribra orbitalia en los techos orbitales (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 13). Los restos óseos estaban parcialmente envueltos en un textil de color azul; al esqueleto estaba asociada una pequeña pulsera compuesta por un cordel de algodón enrollado en S y una cuenta tubular manufacturada en Spondylus princeps (figura 12) (Paz Bautista, 2011).
Más al norte de los Entierros 6 y 7, en el mismo contexto estratigráfico pero en un área que no estaba cubierta por la capa de zacate que recubría parcialmente la fosa, se encontraron los Entierros 8 y 9.
El Entierro 8 se componía de restos óseos que corresponden al 95% del esqueleto de un niño de 0.51 años de edad; el cráneo, que preserva restos del cabello, presenta deformación tabular oblicua en su variante pseudoanular, obtenida a través de la aplicación de bandas que dejaron impresiones en las áreas tempoparietales (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 1516). Los huesos estaban parcialmente envueltos en un textil azul que componía el bulto mortuorio; asociado al esqueleto se encontró un collar compuesto por un cordel de algodón enrollado en S y una placa cuadrangular de concha Pinctada mazatlánica colgada al cordel a través de dos perforaciones en las esquinas superiores (figura 13) (Paz Bautista, 2011).
El Entierro 9 corresponde al 90% del esqueleto de un niño de 12 años, sin cráneo pero con mandíbula presente; los dientes presentan evidencias de caries y de hipocalcificación (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 1617). Se encontró lo que debió fungir como turbante, es decir, un textil azul originalmente enrollado sobre la cabeza. En asociación con el cuerpo se detectó una gran concentración de vegetales y se encontró un collar del todo parecido al del Entierro 8: además del cordel de algodón y de la placa de concha (en este caso de Spondylus princeps con tres perforaciones) el collar incluye tres caracoles Oliva sp., cortados y trabajados, amarrados individualmente al cordel principal (figura 14) (Paz Bautista, 2011). Al lado del esqueleto fue colocada una jícara que contenía un olote de maíz. Debajo del entierro se encontró un rollo de zacate depositado encima de la capa estéril; al sur del entierro se encontraron además dos textiles de algodón, uno color café y uno color azul, posiblemente pertenecientes al bulto funerario del Entierro 9.
Desde el punto de vista estratigráfico, todos los entierros de los once niños, envueltos en bultos de textiles, fueron colocados al interior de una fosa intrusiva, excavada rompiendo un apisonado (Apisonado 1) y penetrando en una subyacente capa de relleno (Capa B). Las condiciones de los hallazgos sugieren que la deposición de los entierros no tuvo lugar en una sola ceremonia, sino que la misma fosa ha sido utilizada en diferentes momentos. Es evidente que algunos de los bultos sufrieron perturbaciones posteriores a su entierro, lo cual es muy claro en el caso de los Entierros 1B, 1A, 2, 3, 4 y 5, encontrados en estado fragmentario e incompleto, en posición muy superficial. Por un lado es evidente que dicha perturbación haya sido causada por animales, como atestiguan las huellas de dientes de roedores identificadas en la superficie de los huesos (Tiesler y Cucina, 2005: 7). Por otro lado, su ubicación extremadamente superficial sugiere que la acción de los animales fue posterior a una anterior perturbación de origen antrópica. En ausencia de evidencia alguna de saqueo moderno de la cueva, suponemos que los Entierros 1A, 1B, 2, 3, 4 y 5 hayan sido perturbados ya en la antigüedad, muy probablemente en el momento de la deposición de los Entierros 6, 7, 8 y 9, encontrados en mejor estado de preservación y a mayor profundidad. Es posible que el proceso de reexcavación de la fosa, finalizado a la deposición de estos últimos entierros, haya causado la perturbación de los entierros anteriores y su movimiento hacia la superficie de la cueva.
En cuanto a los Entierros 6, 7, 8 y 9, en mejor estado de preservación, se pueden hacer observaciones más detalladas. Su disposición en grupos de dos y la estrecha semejanza entre los elementos asociados a los Entierros 8 y 9 (los collares de concha) sugiere que estos entierros fueron depositados en parejas; el fuerte parecido entre los textiles asociados a los individuos 5a y 5b también sugiere que puedan haber sido depositados en un mismo momento.
La falta de evidencias de saqueo moderno y sobre todo el repetido patrón de ausencia de cráneos en los Entierros 1B, 2, 5B, 6 y 9 sugiere que la evidente perturbación de los contextos arqueológicos haya ocurrido en la antigüedad, posiblemente con motivos rituales que conllevaron la extracción de los cráneos y posiblemente de otras partes de los esqueletos, acto frecuente en la antigua Mesoamérica y también detectado en otros contextos en cueva (Glassman y Bonor Villarejo, 2005: 289). Dicha hipótesis parece confirmada por el hecho de que junto con los cráneos no se llevaron los turbantes de textiles que los envolvían, así como por que la excavación fue rellenada y cubierta nuevamente con la capa de vegetales, acciones que difícilmente pueden atribuirse a saqueadores.
En cuanto a la cronología de los contextos excavados, parecen en su mayoría remontar al Clásico TardíoTerminal. Si bien los datos sobre la ocupación más antigua (correspondiente a la deposición de la Capa B) son escasos debido a las limitaciones de la excavación, los materiales encontrados en ella son en gran mayoría de la fase Mechung del Clásico TardíoTerminal. El hallazgo de un puro de tabaco, formalmente muy diferente de los que se encontraron asociados a los niños, sugiere igualmente una utilización de tipo ritual del recinto hipogeo ya en esta primera fase de ocupación.
La segunda ocupación correspondió a los diferentes actos de deposición de los niños en las fosas intrusivas. Tanto las evidencias cerámicas como los fechados de radiocarbono anteriores ubican estos eventos en la fase Mechung del Clásico TardíoTerminal (Lee, 1974). También la tipología de las prácticas bioculturales observadas parece confirmar la cronología propuesta, siendo que en la cercana área maya la deformación tabular oblicua fue común en el Clásico TardíoTerminal y ausente en épocas posteriores (Tiesler Blos y Cucina, 2005: 18; Tiesler, 2005: 353).
Las últimas acciones llevadas a cabo en la cueva fueron las perturbaciones que afectaron los Entierros 6, 7, 8, y 9, cuyo fechamiento no es posible, y que, sin embargo, nos inclinamos a fechar en la época prehispánica.
El análisis microscópico llevado a cabo sobre 112 muestras de textiles mostró que el 36% de ellas fueron manufacturadas con algodón (Gossypium sp.), el 6% con fibra de agave (Agave sp.), mientras que el 58% se componía de una mezcla de fibras de algodón y agave. Las esteras se manufacturaron con cañas pertenecientes a la familia de las cypheraceas y con hojas de palma (Brahea dulcis). El análisis con Microscopio Electrónico de Barrido (SEM) y la Espectroscopía de RayosX de Dispersión de Energía (EDS) indicaron que los textiles fueron teñidos con indigo (Indigofera tinctoria), negro de carbón y achiote (Bixa orellana) (Sánchez, 2011).5
Las evidencias paleopatológicas identificadas en los esqueletos sugieren que “por lo menos parte de los pequeños habrían sufrido una historia de estragos del destete, una alimentación deficiente, combinado con infecciones debilitantes (con mayor probabilidad parasitarias intestinales o infecciones de las vías respiratorias)” (Tiesler y Cucina, 2005: 18). Vera Tiesler y Andrea Cucina observaron además que las edades de los niños no corresponden a una normal curva de mortalidad, lo cual sugiere alguna forma de selección cultural (Tiesler y Cucina, comunicación personal).
DiscusiónLas características del contexto que acabamos de describir sugieren que la cueva del Lazo puede haber funcionado como recinto funerario dedicado específicamente a niños o, alternativamente, que se trate de un contexto no funerario de tipo postsacrificial (véase Tiesler, 2007, para la distinción entre contextos funerarios y no funerarios). Lamentablemente, la escasez de datos comparativos relevantes sobre costumbres funerarias zoques del Clásico Tardío6 nos impide esbozar los rasgos recurrentes de prácticas funerarias asociadas específicamente a la infancia y que reflejen su carácter de construcción sociocultural (Ardren y Hutson, 2006). Por otro lado, en ausencia de claras evidencias osteotafonómicas, la evaluación de la hipótesis sacrificial puede apoyarse solamente en elementos de carácter contextual que discutimos a continuación.
En primer lugar, la misma ubicación del contexto en una cueva es sumamente sugerente, debido a la importancia que los espacios subterráneos tuvieron en la tradición ritual mesoamericana y a su conocida asociación con los sacrificios de niños.7 De hecho, las investigaciones llevadas a cabo en el Ocote demuestran claramente que las cuevas de la región se utilizaron principalmente como lugares de deposición de ofrendas. En la Cueva del Lazo, algunas de las características de los entierros (véase infra) permiten interpretarlos como formas de ofrenda, hipótesis que parece confirmada por su ubicación espacial, ya que los niños habían sido depositados al interior de nichos u oquedades en las paredes, lugares que las investigaciones arqueológicas y etnográficas llevadas a cabo en El Ocote indican como lugares preferenciales para la deposición de ofrendas. Es posible que esta característica se deba al hecho de que el nicho se percibía en la tradición ritual mesoamericana como lugar específico de “transición”, como demuestran casos como la cueva de la Pirámide del Sol de Teotihuacan o las diferentes representaciones iconográficas de la cueva de Chicomoztoc en el Posclásico.
Otro indicio importante procede de la identificación de patologías y deficiencias alimentarias que los niños de la Cueva del Lazo comparten con niños sacrificados en otros contextos mesoamericanos (Cucina y Tiesler, 2007; De La Cruz, et al., 2006: 442; Owen, 2005: 334335; Román Bellereza, 2010: 357358; Román Berrelleza y Rodríguez, 1997; Tiesler, 2005: 352). Esto pudiera indicar que las víctimas sacrificiales fueran escogidas en grupos sociales marginales, así como lo indican en varias fuentes coloniales en referencia a sacrificios de niños en el Posclásico del centro de México (Graulich, 2005: 208209); sin embargo, no se trata de datos concluyentes, sobre todo en ausencia de datos comparativos sobre el estado de salud de niños procedentes de contextos funerarios comunes en la misma área cultural (Cucina and Tiesler, 2007; Tiesler and Cucina, 2010: 211)
La evidencia arqueológica de la Cueva del Lazo indica que los 11 niños allí enterrados fueron envueltos, en posición sedente, en bultos funerarios compuestos por textiles de algodón (varios de ellos de color azul) realizados con diferentes técnicas, por lo menos en un caso rellenados también de borra de algodón; observamos además la recurrente presencia de turbantes. La abundante presencia de coprolitos humanos en correspondencia de los bultos indica que éstos fueron realizados poco tiempo después de la muerte, antes de que los niños evacuaran definitivamente sus intestinos. El envolver los cuerpos en bultos fue una práctica ampliamente difundida en Mesoamérica y, al parecer, en varios casos se asociaba a la idea de “renacimiento”: entre los posibles ejemplos mencionamos los dos dioses embultados en posición sedente que fueron representados en la vasija clásica maya K1081, cuya inscripción describe una escena de nacimiento (ReentsBudet, 2006: fig. 11a).8 La asociación de dos de los niños de la Cueva del Lazo con esteras pudiera igualmente sugerir una alusión al mismo concepto, ya que las esteras se asociaban a las ideas de sacrificio y renacimiento, lo cual fundamentaba su utilización como asientos de reyes (Looper, 2006: 96); lamentablemente, la perturbación del contexto de la Unidad 5 no permite saber si los niños estuvieran originalmente sentados sobre las esteras. Finalmente, la utilización de textiles azules recuerda la imagen de los Primeros Memoriales en donde un textil del mismo color envuelve a un niño llevado al cerro para ser sacrificado en la fiesta de Atlcahualo (Sahagún 1997, fol. 250r).
El estado de preservación de los Entierros 1A, 1B, 3, 4 y 5 no permite ahondar más en la interpretación del ritual que acompañó su inhumación. En cambio, los demás entierros presentan características sumamente interesantes, sobre todo en el caso de los Entierros 8 y 9, y en el caso del Entierro 2. Ya comentamos que la ubicación espacial sugiere que los Entierros 8 y 9 fueron depositados conjuntamente, lo cual parece confirmado por el hecho de que los dos infantes tuvieran collares de concha casi idénticos; aunque con menor grado de seguridad, la misma hipótesis se puede avanzar para los Entierros 6, 7, 5A y 5B. Lamentablemente, el análisis físicoantropológico realizado no pudo identificar el sexo de las supuestas parejas de infantes, lo cual sería sumamente interesante en este caso.
La secuencia de actos realizados en el momento de su enterramiento refleja evidentemente la que podríamos llamar sintaxis del acto ritual, la cual dio como resultado una articulación vertical del contexto arqueológico constituido por elementos cargados de específicos valores semánticos (véanse, por ejemplo, López Luján, 1993: 5162; Dehouve, 2007). En este sentido es sumamente sugerente el hecho de que la deposición del entierro 9 haya empezado con la colocación de un rollo de zacate, sobre el cual fue “sentado” el bulto funerario; recordamos que un rollo de zacate muy parecido fue encontrado debajo de los restos del Entierro 2. Diferentes elementos indican que en el mundo mexica el zacate tenía una simbología específica: Guilhem Olivier, en su estudio sobre el simbolismo de las espinas y del zacate, observa que en los rituales mexica el zacate se utilizaba como base para colocar ofrendas y que constituía específicamente una representación simbólica de la tierra (Olivier, 2006). De sumo interés, en este sentido, es la descripción que Bernardino de Sahagún hace de la fiesta mexica de Tepéilhuitl, dedicada a los cerros en el Capítulo XXXII del Libro II del Codex Florentinus. Según el relato del fraile, en esta fiesta se realizaban unas imágenes de los “montes altos donde se juntan las nubes” modelando una masa de tzoalli al rededor de unos palos “hechos a manera de niños”. Estas imágenes de los niñosmonte “hacíanlos sobre unos rodeos o roscas hechos de heno, atados con sogas de zacate”, artefactos que se guardaban de un año al otro. La fiesta, que seguía con la deposición de ofrendas de comida frente a las imágenes y con el sacrificio de cinco individuos en honor a Tláloc, terminaba con el despedazamiento y la ingestión de las imágenes de los montes, mientras que los rollos de heno se conservaban en las vigas del techo de los adoratorios domésticos, donde se preservaban para el año siguiente cuando, antes de utilizarlas para una nueva fiesta, se lavaban ritualmente en el ayauhcalli, la “casa de las nieblas”, asociada a los dioses del agua. A la luz del análisis de Olivier, podemos inferir que el rollo de heno que hacía de base a los cerros de tzoalli representaba la superficie terrestre sobre la cual se erguían los montesniño. Con base en estas observaciones, aunque se refieran a otro contexto cultural y a otra época, sugerimos que los bultos funerarios de la Cueva del Lazo (o, por lo menos, los de los Entierros 9 y 2), con su forma aproximadamente cónica, fueran metafóricamente asociados a cerros y por ello “sentados” sobre rollos de zacate que simbolizaban la superficie terrestre y que desempeñaban una función análoga a la de los “rodeos o roscas hechos de heno” descritos por Sahagún. A una similar simbología telúrica podrían referirse las capas vegetales que cubrían parcialmente los entierros tanto en la Unidad 4 como en la Unidad 5, posiblemente puestas para encerrar simbólicamente a los niños en una matriz “terrestre”.9
La equivalencia simbólica entre el monte y el niño se explica muy claramente a la luz de un modelo cosmológico panmesoamericano que justifica la frecuente realización de sacrificios de niños dedicados a las deidades acuáticas y de los cerros, como fue magistralmente sintetizado por Alfredo López Austin (1994). Según esta bien conocida concepción cosmológica, los cerros eran concebidos como réplicas de un “cerro sagrado” cuyo interior, dominio de las deidades “frías” y “acuáticas”, eran una “bodega de la fertilidad” de la cual procedían todos los seres vivos, tanto vegetales como animales y humanos. Los niños de tierna edad, concebidos como seres “fríos” y metafóricamente asociados al maíz verde, constituían por ello una ofrenda adecuada a las deidades del agua y los cerros, así lo atestiguan innumerables evidencias históricas y arqueológicas.
El mencionado modelo nos proporciona un marco útil para interpretar la valencia simbólica de los otros elementos asociados a los entierros de la Cueva del Lazo. A los dioses acuáticos y de los cerros, por ejemplo, pueden relacionarse simbólicamente tanto el espacio cavernoso de la cueva y el color azul frecuente entre los textiles de los bultos, como los collares de concha de los Entierros 8 y 9. Análogo valor semántico se puede atribuir a algunos otros actos rituales reflejados por el contexto arqueológico. El hallazgo de cinco puros de tabaco remite a la difundida creencia de que el humo de los seres infraterrestre producía las nubes que salían de las cuevas. Esta creencia, reflejada en el amplio uso de tabaco en rituales contemporáneos de petición de lluvia, justifica la constante asociación entre el tabaco y las cuevas y sus riquezas en el folclore zoque: según los informantes de los Cordry, los seres sobrenaturales denominados wayacú “son aficionados al tabaco”. Por ello, la gente llevaba tabaco al cerro Mactumac tzá para atraer a los wayacú, quienes los “llevan a la cueva y les dan mucho más oro de lo que realmente vale el tabaco” (Cordry y Cordry, 1988: 99). Recordemos que los puros de tabaco fueron encontrados en las tres unidades de excavación, tanto en asociación con los entierros como en proximidad de los restos de comida de la Unidad 1, lo cual sugiere que varias fases del ritual implicaron la acción del fumar (o quemar) tabaco. Es interesante mencionar que restos de puros de tabaco fueron encontrados en la Cueva Gordon 3 en Copán (James Brady, comunicación personal), en donde se hallaron también entierros de niños interpretados como restos de sacrificio (Brady, 1995).
A las riquezas de las cuevas, percibidas en términos de fertilidad, parece asociarse la gran cantidad de vegetales comestibles encontrados en la tierra que rellenaba las fosas de los entierros, así como el olote de maíz puesto al interior de una jícara y al lado del Entierro 9. Es posible que la mayoría de los vegetales comestibles encontrados (maíz, calabaza, frijol, chile, anona, jocote, mamey, coyol, tempisque y totoposte, entre otros) representen restos de comidas rituales realizadas durante el entierro de los niños; en este sentido, destaca la abundante evidencia de consumo de maíz tierno (Piacenza, 2001: 28), lo cual parece asociarse metafóricamente al carácter “tierno”, “verde”, de los niños ofrendados.
El consumo de una comida ritual parece reflejado en el contexto excavado en la Unidad 1, en donde, además de vajillas utilitarias y restos vegetales, se encontraron más de 200 caracoles de jute, cuya extremidad quebrada indica que posiblemente se consumieron como ingredientes de una sopa. De sumo interés es el hecho de que acumulaciones de jute sean frecuentemente encontrados en las cuevas del área maya, región donde testimonios etnográficos confirman la utilización de sopas de jute en comidas asociadas a rituales de petición de lluvias (Halperin et al., 2003).
ConclusiónLas evidencias arqueológicas y los datos procedentes del análisis bioantropológico no permiten llegar a una interpretación unívoca del contexto arqueo lógico de la Cueva del Lazo e impiden afirmar de manera incuestionable si se trata de un recinto funerario reservado a niños muertos por causas naturales o, en cambio, de un contexto no funerario de carácter postsacrificial. Sin embargo, varios elementos contextuales arriba discutidos hacen que nos inclinemos hacia la segunda opción y que propongamos —aunque con la debida cautela— que los niños enterrados en la Cueva del Lazo fueron objeto de una secuencia de actos sacrificiales. En este sentido, la ausencia de evidencias osteotafonómicas pudiera entonces depender de modalidades de occisión que no dejaron huellas en los huesos, como se ha sugerido para otros casos (Scott and Brady, 2005: 276; Houston y Scherer, 2010: 186).
Entre los elementos más sugerentes hemos identificado la ubicación de los entierros en nichos de una cueva, la exclusiva presencia de infantes, su condición patológica, su colocación en bultos en posición sedente, el posible entierro de algunos niños en pares, la ubicación de algunos de ellos sobre círculos de zacate, y la asociación con puros de tabaco, alimentos y restos de posibles comidas rituales.
Nuestra hipótesis de que el contexto excavado es el resultado de repetidos actos secuenciales de excavación y relleno de la misma fosa sugiere que haya podido tratarse de ceremonias cíclicas, posiblemente determinadas por el calendario, así como en el caso de los “sacrificios de comunión” (Tiesler, 2007) asociados al ciclo de las estaciones y de las lluvias. Justamente en Mesoamérica, a este tipo de ceremonias que se asociaba la práctica de los sacrificios de niños, cuya específica declinación clásica en el área zoque del Oeste de Chiapas parece estar cabalmente representada por el contexto arqueológico de la Cueva del Lazo.
Las investigaciones del Proyecto Arqueológico Río La Venta y los sucesivos trabajos de análisis y restauración de los materiales han sido posibles gracias al apoyo del Dipartimento di Paleografia e Medievistica de la Universidad de Bolonia (Italia), del Centro de Estudios Superiores sobre México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (México) y de la Asociación Cultural de Exploraciones Geográficas La Venta (Italia). Un constante apoyo económico ha sido proporcionado por la Direzione Generale per la Promozione e la Cooperazione Culturale del Ministero degli Affari Esteri de la Repubblica Italiana. Además de las mencionadas instituciones, agradezco a Thomas A. Lee, Giuseppe Orefici, Elvina Pieri Orefici, Vera Tiesler y Andrea Cucina por haber discutido los temas tratados en el presente artículo. Giuseppe Orefici proporcionó amablemente las fotos originales de excavación, algunas de ellas aquí publicadas. Finalmente, un sincero agradecimiento a Lynneth Lowe, coordinadora del Centro de Estudios Mayas de la Universidad Nacional Autónoma de México, quien en diciembre de 2010 nos invitó amablemente a participar al ciclo de conferencias “Arqueología de las Tierras Altas y la Depresión Central de Chiapas”, donde se presentó una primera versión del presente texto. Lynneth Lowe, Maricela Ayala Falcón y Claudia M. Báez proporcionaron una valiosa ayuda a lo largo del proceso editorial; finalmente, los comentarios de dos dictaminadores anónimos permitieron mejorar la calidad del texto. La responsabilidad de su contenido y de los eventuales errores es solamente del autor.
La excavación de la Cueva del Lazo se llevó a cabo en el año 1997 bajo la dirección general de Giuseppe Orefici, siendo codirectores Elvina Pieri Orefici, Thomas A. Lee Whiting, Carlos Silva Rhoads y Eliseo Linares Villanueva. Asumiendo, junto con Thomas A. Lee Whiting, la codirección del proyecto a partir de 1999, Davide Domenici se ha encargado de organizar y coordinar los estudios y la conservación de los materiales, así como de proceder a una revaluación del contexto arqueológico para llegar a la interpretación que aquí se presenta, basada tanto en los datos de excavación así como en los resultados del análisis de los materiales. Descripciones del contexto arqueológico de la cueva han sido trazadas por Giuseppe Orefici en el informe de excavación (Orefici, 1998) y en un artículo de síntesis (Orefici, 1999). Eliseo Linares Villanueva ha realizado, como parte de su tesis de maestría, un análisis preliminar de los materiales cerámicos, cuyos resultados fueron después publicados en un artículo (Linares Villanueva, 2002). Anteriores interpretaciones generales del contexto arqueológico pueden encontrarse en Domenici, Orefici, Pieri Orefici y Lee, 2007 y Domenici, 2011. Entre los análisis de materiales específicos hay que mencionar el análisis paleobotánico de Luigi Piacenza (Piacenza, 2001), un preliminar análisis físicoantropológico de Andrea Drusini (Drusini, 1999), así como un nuevo y más detallado análisis físicoantropológico realizado más recientemente por Vera Tiesler Blos y Andrea Cucina (Tiesler Blos y Cucina, 2005; Tiesler, Shintaro y Chi Keb, 2010). Una descripción general de los artefactos ha sido llevada a cabo por Davide Domenici (Domenici, 2004), un análisis técnico preliminar de los textiles fue efectuado por Mónica Farneti (Farneti, 2004), mientras que un análisis de los artefactos de concha ha sido realizado por Clara Paz Bautista (Paz Bautista, 2011). Finalmente, un extenso y detallado trabajo de conservación, análisis y fechamiento de los materiales perecederos (incluyendo los textiles) ha sido llevado a cabo por un equipo de la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, bajo la coordinación de la restauradora Gloria Martha Sánchez Valenzuela y de Davide Domenici (Sánchez, 2011).
Con esta definición nos referimos a complejos cerámicos dominados por cajetes negros, a veces de cocción diferencial (con borde blanco), en muchos casos con decoraciones incisas. Se trata de una bien conocida cerámica de tradición “olmeca”, cuyo origen debe buscarse en el Preclásico de la Costa del Golfo y que se volvió típica de las fases clásicas de la cultura zoque del Oeste de Chiapas. Sus tipos locales fueron descritos por Frederick Peterson en las clases Smudged Black y Polished Brown, observando su abundancia en las cuevas del área en las fases Chiapa VIII y IX (ca. 200600 d.C.; Peterson, 1963: 714; Agrinier, 1970: 71, 75). Si la mayoría de los cajetes no presenta decoración, una buena parte de ellos lleva decoraciones incisas (tipo Paniagua Recessed): predominan los triángulos achurados, pero se observan también ganchos, paneles escalonados, líneas onduladas y otros motivos; muy a menudo el cinabrio rellena las incisiones o cubre los fondos.
El análisis físicoantropológico demostró que a este individuo pertenecían también los restos que en el momento de la excavación fueron registrados como Esqueleto 10/11, y que con este nombre aparecen en Orefici, 1998, 1999, y en Drusini, 1999. En conjunto, los restos componen aproximadamente el 80% del esqueleto.
Esta denominación se dio ya que durante la excavación se pensó que pudiesen tratarse de restos del mismo individuo del Entierro 5A, espacialmente contiguo, hecho que posteriormente fue desmentido por el análisis físicoantropológico.
Curiosamente, entre los textiles se encontró un “bulto” (realizado con un textil decorado con ranas estilizadas), cuya forma “piramidal” recuerda unos enigmáticos objetos de fibras vegetales encontrados en la Cueva de Ejutla, Oaxaca (Moser, 1975: 34).
Hasta donde sabemos, el entierro de un niño en una urna de la fase Maravillas de Chiapa de Corzo (Entierro 125; Agrinier, 1964: 61) es el único caso conocido de entierro infantil del Clásico Tardío en el área zoque del oeste de Chiapas. La colocación del niño en una urna parece una continuación de una tradición de entierros de niños en ollas al interior del relleno de los montículos, que remonta al Preclásico y siguió siendo común el en Clásico Medio de la región; hay que subrayar, sin embargo, que Gareth Lowe interpretó estos entierros como posibles sacrificios (Lowe, 1999: 35, 50, 64; véase también Domenici, 2010b). Una variante de esta tradición parece la colocación de niños en pares de cajetes “boca a boca”, a menudo envueltos en textiles, costumbre que recuerda la común práctica de colocación de ofrendas como la atestiguada en la Cueva de la Media Luna del río La Venta (Lee, 1985). Dichas forma de ofrendas y entierros de niños, comunes en el área maya (ReeseTaylor, Zender y Geller, 2006: 5051; Houston y Scherer, 2010: 171173), están atestiguadas también en la iconografía, como en el caso de la pareja de vasijas amarradas sostenidas por un jaguar en la Vasija de la Serie Inicial (cfr. Reilly 2006: fig. 1b), o la vasija desamarrada que contiene un niño sacrificado en K3395 (ReentsBudet, 2006: 115 y fig. 8a; Houston y Scherer, 2010, fig. 3).
Los sacrificios de niños en cuevas pueden entenderse como un específica subcategoría en el marco de la más amplia categoría de los sacrificios de niños dedicados a los dioses del agua y a los cerros, llevados a cabo en espacios tan variados como templos, lagunas, etc. Véanse, por ejemplo, Bonor Villarejo, 1989: 5960; Brady, 1989: 359361; Brady, 1995; Broda, 2001; Heyden, 2005: 3132; Owen, 2005; Piojan y Mansilla, 1997: 218; Román Berrelleza, 1990, 2010; Scott y Brady, 2005: 274278; Tiesler, 2005. Para una síntesis sobre el sacrificio de niños en Mesoamérica y su relación con una específica percepción sociocultural de la infancia, véase Domenici, en prensa.
Otros ejemplos pueden ser la conocida imagen del la Vasija de Berlín en donde se ve el cuerpo del difunto envuelto en textiles al interior del Cerro Florido antes de su renacimiento, y la interpretación de los caches de vasijas “boca a boca” (que en la iconografía se ven a menudo envueltos en textiles, como en el caso de la vasija K3395) como representaciones del concepto de la “blanca alma flor” asociada al renacimiento (Freidel y Guenter, 2006: 74, 75, fig. 3).