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Vol. 54.
Páginas 76-83 (julio - diciembre 2017)
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Hacia una cultura de la prevención: higiene, campañas sanitarias y medicina social en México
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Sara Hidalgo
Departamento de Historia, Universidad de Columbia, Nueva York, Estados Unidos
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En años recientes, una historiografía cada vez más rica y extensa ha conducido a que la salud pública se revele como un terreno fecundo para estudiar complejos procesos políticos y sociales en el México moderno: desde la recurrente aspiración de los gobernantes de controlar epidemias y forjar cierto perfil de ciudadanos, hasta la manera en la que los significados de los conceptos de salud y enfermedad se han construido —y transformado— en la interacción de varios actores, discursos e instituciones.1

Los libros aquí reseñados contribuyen a esta estimulante literatura al destacar la centralidad que las políticas de prevención en materia de salud adquirieron para el Estado mexicano, sobre todo en las décadas que siguieron a la fase armada de la Revolución. Para construir sujetos sanos y vigorosos, considerados entonces como indispensables para transformar a México en un país moderno, era necesario cambiar el énfasis de la curación a la prevención: ya fuera por medio de campañas de vacunación, programas de educación higiénica o instituciones que lograran detectar desde un primer momento los factores que propiciaban la enfermedad mental. Como estas monografías muestran, el énfasis en la prevención amplió el radio de acción de las políticas médico-sanitarias de la población considerada «enferma» a la población en general, expandiendo no solo los programas e instituciones de salud pública, sino también el número de actores, perspectivas e intermediarios involucrados en ellas.

En Médicos, campañas y vacunas, la historiadora Claudia Agostoni reconstruye casi un siglo de campañas contra la viruela: desde finales del siglo xix, cuando comenzó un prolongado esfuerzo por uniformar las prácticas de vacunación, hasta 1952, año en que el Presidente Miguel Alemán anunció con gran fanfarria la erradicación de la viruela en el territorio nacional. A través de esta historia de largo alcance, la autora no solo rescata la experiencia de una serie de campañas de vacunación que resultaron formativas para futuros programas sanitarios, sino que hábilmente posiciona dichas campañas dentro de un contexto más amplio de debates y transformaciones respecto al papel del Estado en materia de salud pública. Así, a lo largo de cinco capítulos, Agostoni analiza una dinámica más amplia y compleja: por un lado, la expansión de las políticas de prevención sanitaria, las cuales suponían una mayor intervención de las autoridades públicas en la vida cotidiana de los ciudadanos; y, por el otro, la gama de respuestas que dicha expansión suscitó en la población, incluyendo la desconfianza, la resistencia, el temor y la aceptación. Para ello, la autora descansa sobre una variada colección de fuentes, entre las que destacan leyes y reglamentos, información estadística, comentario médico, tesis de estudiantes de medicina, memorias de congresos, prensa, reportes de los vacunadores y pasantes de servicio de social y documentos del Departamento de Salubridad Pública y de la Secretaría de Salubridad y Asistencia Pública.

Una de las muchas fortalezas de Médicos, campañas y vacunas estriba en incorporar las preguntas, preocupaciones y metodologías de la historia social a uno de los temas preferidos de la historia de la medicina. La narrativa tradicional sobre el tema ha tendido a celebrar esta historia como una de progreso inequívoco, en la cual la erradicación fue posible gracias al trabajo de una comprometida comunidad de médicos, que logró superar los obstáculos presentados por una población ignorante y desconfiada de los avances científicos. En cambio, Agostoni muestra que este fue un proceso heterogéneo, marcado por múltiples polémicas y discontinuidades, y en el que participó una gran diversidad de actores.

En efecto, uno de los principales aportes de este libro consiste en recuperar las distintas perspectivas de quienes estuvieron directa o indirectamente involucrados en estas campañas. Por tanto, los protagonistas de este estudio no son solo los propios médicos —un grupo que, como bien muestra la autora, estaba lejos de tener posturas e intereses homogéneos—, sino también actores tan diversos como sacerdotes, pasantes de medicina en cumplimiento de su servicio social, vacunadores y sanitaristas, autoridades locales y federales, curanderos que disputaban el monopolio de médicos oficiales, y los propios sujetos de vacunación, incluyendo campesinos, estudiantes y padres de familia.

Agostoni muestra que durante casi todo el siglo xix la aplicación de la vacuna «fue una práctica desigual que careció de un sólido y uniforme marco legal e institucional» (p. 31). La vacuna era aplicada por distintos agentes, pocos de ellos médicos certificados, y cada uno con distintas técnicas y procedimientos. Con el fin de uniformar estas prácticas, en 1872 el gobierno decidió transformar al Consejo Superior de Salubridad en el único órgano responsable de administrar la vacuna. Aun así, la autora subraya que durante el siglo xix los resultados fueron modestos. Esto propició constantes debates en torno a dos cuestiones principales: primero, qué tipo de vacuna —la de brazo a brazo o la animal— era más eficiente y segura; y segundo, la conveniencia y legalidad de volver obligatoria la primovacunación. A pesar de voces que veían esta propuesta como un embate a las libertades individuales consagradas en la Constitución de 1857, la obligatoriedad se estableció en el primer Código Sanitario de 1891 y se refrendó en los códigos posrevolucionarios, que ahora la presentaban como necesaria para defender el derecho de la protección a la salud establecido en la Constitución de 1917.

Los capítulos que se enfocan en las dos décadas que siguieron a la fase armada de la Revolución son los más sugerentes, y si bien se apartan de una narrativa estricta sobre las campañas de vacunación contra la viruela, enriquecen el argumento general del libro al examinar el contexto social en el que estas campañas tuvieron que operar. En ellos, la autora analiza la resistencia que generaron ciertas facetas del proyecto de fortalecimiento del sistema de salud pública y la manera en que dicha resistencia modificó a su vez las políticas públicas en la materia. Quizás el caso más emblemático fue la reacción de los padres de familia a un decreto promulgado por el Presidente Calles en 1926, el cual imponía llevar a cabo pruebas de inmunidad contra la difteria y la escarlatina —dos enfermedades para las que, pese a no ser epidémicas, los avances de la bacteriología permitían detectar inmunidad— a niños en edad escolar. En un contexto marcado por la desconfianza de sectores conservadores frente a las políticas anticlericales del Presidente Calles, esta medida despertó una ruidosa movilización de los padres de familia en el Distrito Federal y un intenso debate respecto a los límites de la autoridad estatal frente a la patriarcal. Además, el enfrentamiento dificultó la aplicación de la vacuna contra la viruela en las escuelas, pues los padres habían instruido a sus hijos a correr apenas vieran llegar a las autoridades sanitarias. Fue tal la oposición, que Calles se vio obligado a derogar el decreto un año después, dejando claro que la cooperación de la sociedad civil era fundamental para el éxito de las políticas sanitarias del Estado —una lección bien aprendida por los encargados de las campañas de vacunación contra la viruela en años futuros—.

Pero fue el ámbito rural el que concentró una mayor atención por parte de las autoridades posrevolucionarias durante la década de 1930. En un refrescante análisis del caso del Niño Fidencio, el célebre curandero de Espinazo (Nuevo León), Agostoni argumenta que la popularidad de Fidencio expuso la carencia de servicios sanitarios y asistenciales que prevalecían en el campo hacia fines de la década de 1920. La mayoría de las comunidades rurales del país no contaban con médicos titulados ni con la atención de otros profesionales de la salud, por lo que no resulta sorprendente que en el ámbito rural la mayoría de las defunciones se debieran a enfermedades evitables. La popularidad del Niño Fidencio también reveló la tenue frontera entre la medicina oficial propugnada por el Estado y otras prácticas curativas populares y espirituales a las que recurrían amplios sectores de la población. Así, en pleno conflicto Iglesia-Estado, las autoridades posrevolucionarias consideraron prioritario extirpar dichas prácticas curativas tradicionales en el medio rural y reemplazarlas con un sistema moderno de atención médica.

La respuesta fue la medicina social, una corriente médica nacida en Europa en la segunda mitad del siglo xix que buscaba hacerse cargo de la relación entre los problemas de salud y las condiciones socioeconómicas de la población. Sus defensores en México argumentaban que solo a través de un conocimiento profundo de los retos que enfrentaban las comunidades indígenas y campesinas podrían llevarse a cabo políticas preventivas eficientes. Médicos como Miguel E. Bustamante y Alfonso Pruneda subrayaban la necesidad de formar médicos con un «alto sentido de compromiso social y de responsabilidad para atender, asistir, y resolver las problemáticas médico-sociales que prevalecían en la mayor parte del país» (p. 133). Para ello, era necesario reorientar el ejercicio liberal de la medicina que, basado en las leyes del mercado, imposibilitaba la llegada de médicos a comunidades rurales de bajos recursos. Una de las soluciones fue la creación, en 1935, del servicio social para los pasantes de medicina de la Universidad Nacional, quienes antes de graduarse pasarían seis meses en alguna comunidad con carencias de servicios médicos y sanitarios, «compitiendo con curanderos y brujas» para ejercer su «ministerio» entre «gentes primitivas», como lo expresó el doctor Gustavo Baz a la primera generación de pasantes (p. 159).

De este modo, el libro revela como una consecuencia del impulso que adquirió la medicina social durante este periodo fue la ampliación considerable de la función pública de los médicos y pasantes de medicina. Bajo este nuevo esquema, la profesión no solo se volvió la responsable de contribuir al «mejoramiento social» del país por medio de la atención médico-asistencial, la educación higiénica y la aplicación de vacunas, sino que los médicos y pasantes también se volvieron los encargados de generar valiosa información topográfica, hidrográfica, social y estadística en lugares donde ningún otro representante del gobierno federal parecía haber llegado.

El último capítulo del libro examina la década final de lucha contra la viruela. La autora explica la erradicación como el resultado de una convergencia de factores estratégicos, políticos y sociales. Por un lado, hacia la década de 1950 las campañas se volvieron más selectivas, las brigadas se enfocaron en zonas donde la enfermedad era particularmente virulenta y el gobierno hizo un mayor trabajo de propaganda y persuasión —aunque no por ello los vacunadores dejaron de reportar múltiples casos de rechazo a la vacuna—. Por otro lado, el contexto internacional facilitó el éxito de estas campañas, pues varios organismos regionales destinaron fondos para apoyar programas de control de la viruela a nivel continental. Finalmente, Agostoni afirma que la erradicación también fue producto de «la asimilación de la idea y del ideal de una cultura de la prevención de las enfermedades evitables por parte de amplios sectores sociales» (p. 18), lo que resultó fundamental para el éxito de campañas de vacunación posteriores, como la del sarampión y la poliomielitis. Aunque resulta más complicado documentar el beneplácito que la resistencia a la vacuna, los altos números de personas vacunadas hacia mediados del siglo xx ciertamente apuntan hacia la generalización de la convicción de su eficacia por gran parte de la población.

Como muestra Andrés Ríos Molina en Cómo prevenir la locura, la medicina social no solo guió el trabajo de vacunadores, pasantes de medicina y médicos rurales en el México posrevolucionario, sino también el de la primera generación de psiquiatras que buscaba prevenir la psicopatía por medio de la «higiene mental», un modelo de atención psiquiátrica enfocado en la prevención de enfermedades mentales. El autor sostiene que «la higiene mental fue la faceta psiquiátrica de la medicina social» (p. 202), encargada de salir del manicomio a las calles, a las colonias populares, fábricas y escuelas, con el fin de identificar los factores sociales y culturales que podrían deteriorar la salud mental de los individuos y crear políticas públicas que permitieran atacarlas desde la raíz.

Cómo prevenir la locura se concentra en la formación, los intereses, las ideas y el desempeño institucional de siete psiquiatras que identifica como los más importantes impulsores de este proyecto en México: Samuel Ramírez Moreno, Leopoldo Salazar Viniegra, Manuel Guevara Oropeza, Mathilde Rodríguez Cabo, Alfonso Millán Maldonado, Edmundo Buentello y Raúl González Enríquez. La gran influencia que este reducido número de psiquiatras tuvo sobre las políticas sanitarias, la opinión pública y la organización institucional del Estado durante las décadas de 1930 y 1940 permite al autor no solo rescatar una faceta fundamental y hasta ahora poco estudiada de los programas sanitarios, asistenciales y educativos de la época, sino también contribuir a discusiones más amplias respecto al papel y a la naturaleza de las políticas de salud en el México posrevolucionario.

Esta primera generación de psiquiatras mexicanos nació en los últimos años del Porfiriato, vivió su adolescencia durante la Revolución y alcanzó la madurez profesional en la década de 1920. Estos médicos se formaron durante el auge internacional de la higiene mental, un movimiento nacido en Europa y Estados Unidos que luchaba por mejorar las condiciones de vida de los pacientes psiquiátricos y por prevenir las enfermedades mentales entre la población «cuerda», en el decir de la época. Estas preocupaciones tuvieron una gran resonancia en el México posrevolucionario, donde las autoridades —sobre todo a partir del gobierno de Lázaro Cárdenas— veían la medicina social como la herramienta predilecta para prevenir la enfermedad y crear individuos sanos y productivos. La convergencia de intereses entre los gobiernos posrevolucionarios y los impulsores de la higiene mental permitió la rápida institucionalización de este movimiento. A partir de la década de 1930, varios de sus miembros comenzaron a promover legislación y crear instituciones dirigidas a detectar, prevenir y atender la enfermedad mental.

A través de un cuidadoso análisis de las publicaciones, las tesis y la correspondencia de este grupo de médicos, de las revistas especializadas de psiquiatría y de la documentación de las instituciones donde dichos psiquiatras trabajaron, Ríos Molina postula que a diferencia de otros lugares, en el México posrevolucionario el poder psiquiátrico no se ejerció dentro de las instituciones de encierro tradicionales —el manicomio—, sino fuera de ellas, a través de la higiene mental. Este se volvió el discurso desde el cual se establecía la línea entre «normalidad» y «anormalidad», y desde donde se dictaba, en palabras de uno de sus promotores, «la forma de vida adecuada al obrero, campesino y al intelectual» (p. 41). Entre otros ejemplos, el autor examina al detalle una institución emblemática desde donde la higiene mental ejerció este poder: las «clínicas de conducta», fundadas por la Secretaría de Educación Pública en 1936 con el fin de detectar y controlar a los «niños problema», una nueva categoría que englobaba a aquellos menores que, si bien podían ser normales desde el punto de vista físico e intelectual, representaban un problema dentro de sus familias y salón de clases. De esta manera, el discurso de la higiene mental implicó dejar atrás paradigmas organicistas —como, por ejemplo, aquellos basados en contrastar la edad intelectual y cronológica de los sujetos— para definir la «normalidad» del desarrollo infantil desde una mirada más integral que, en consonancia con los principios de la medicina social, incorporaba factores culturales, materiales y sociales como parte del diagnóstico.

A partir de estos hallazgos, Ríos Molina nos ofrece una valiosa revisión historiográfica respecto al papel de la higiene mental, el degeneracionismo y la eugenesia en el México posrevolucionario, la cual sin duda influirá en estudios futuros sobre estos temas. Aunque la historiografía ha tendido a fusionar más bien laxamente estos tres discursos, el autor rastrea la genealogía de cada uno de ellos y sopesa cuidadosamente sus propuestas para argumentar que la higiene mental representó una novedad frente al degeneracionismo y la eugenesia. Mientras que el paradigma degeneracionista positivista entendía la etiología de la locura como el producto de una herencia nociva, la higiene mental se alejó «del fundamento meramente biológico, proponiendo un giro social como factor explicativo de la decadencia moral» (p. 137). En efecto, el libro presenta una amplia evidencia de que, más que en fundamentos organicistas, estos psiquiatras se apoyaron en las ciencias sociales y humanas, como la sociología, la antropología y el psicoanálisis, para comprender los problemas sociales que podían deteriorar la salud mental.

Respecto a la eugenesia, Ríos Molina cuestiona su relevancia en las políticas sanitarias de la época, proponiendo analizarla «en sus justas proporciones»: es decir, como un movimiento que nunca logró tener el eco institucional de la higiene mental. Si en México existió una eugenesia «suave», como lo ha planteado Stepan (1991), esto no fue porque sus impulsores mexicanos hayan renovado los fundamentos teóricos de esta disciplina, sino más bien porque sus propuestas «se diluyeron» en las políticas de salud pública posrevolucionarias, encauzadas hacia la prevención. Así, la convergencia entre eugenesia e higiene mental no radicó en la forma de concebir el papel de la herencia o de la raza en la sociedad —variables que no tuvieron mayor peso explicativo para los psiquiatras aquí estudiados—, sino en que ambos discursos articularon sus ideas en torno a la prevención y la medicina social, «la rueda central que cohesionó ideológicamente las políticas sanitarias de los gobiernos posrevolucionarios» (p. 156).

Si bien Cómo prevenir la locura se enfoca más en la perspectiva de los psiquiatras y las instituciones que dirigían que en la de los sujetos sobre los que trataron de intervenir —en parte porque, como menciona el propio autor, no se conservan los expedientes médicos que permitirían reconstruir una historia social de los pacientes—, el estudio de las clínicas de la conducta nos ayuda a sopesar la recepción del discurso de la higiene mental entre la población. Fue a través de estos establecimientos como este paradigma adquirió el mayor desarrollo institucional, y por lo que Ríos Molina afirma que su discurso logró penetrar en la intimidad de los hogares mexicanos. De acuerdo con los principios de la medicina social, en estas clínicas el médico se convertía en «un consejero», que debía inculcar en los padres una crianza «científica» de los hijos y señalarles cuando no cumplían con sus obligaciones. Qué tanto se internalizó este discurso, sin embargo, resulta más difícil de determinar con las fuentes disponibles. Aunque la prensa parece haber acuñado la categoría y aplaudido la labor de las clínicas, los médicos frecuentemente se quejaban de la hostilidad y la falta de cooperación de los familiares cuando alguno de los hijos era señalado como problema. Además, el autor proporciona evidencia de que dichas clínicas no lograron llegar a la población escolar deseada, ya que muchos de sus pacientes no eran niños problema, sino «enfermos mentales nerviosos, y muchísimos de los cuales llama la atención que puedan estar en escuelas de niños normales», como afirmaba uno de sus fundadores (p. 125). Más allá de lo que ambicionaban sus impulsores, estos indicios sugieren cautela al interpretar el alcance de la higiene mental como herramienta de control social, así como al analizar el grado de internalización que sus criterios adquirieron entre la población en general.

En cualquier caso, para la década de 1950, la influencia de la higiene mental y sus encarnaciones institucionales estaba ya en decadencia. Ríos Molina argumenta que a mediados de esa década, la higiene mental fue desterrada por el nuevo paradigma de la «salud mental». Este paradigma reemplazó el énfasis en la prevención por el de la atención hospitalaria, y en la investigación sobre la etiología de las enfermedades mentales, disciplinas como la neurociencia y la bioquímica opacaron la importancia que las ciencias sociales habían tenido para la higiene mental.

En Educación higiénica y cine de salud en México, 1925-1960, María Rosa Gudiño Cejudo nos muestra como el giro hacia la prevención sanitaria requería de una notable labor de educación y persuasión por parte de las autoridades sanitarias posrevolucionarias. El libro se enfoca en un aspecto hasta ahora poco estudiado de las campañas de educación higiénica en las que el gobierno se embarcó a partir de la década de 1920: el cine de salud, por medio del cual dichas autoridades buscaron persuadir a una población mayormente analfabeta y rural a que participara de esta nueva cultura de la prevención. Tal fue la importancia que se concedió a la educación y propaganda higiénica para lograr un eficaz control sanitario, que en 1922 se creó la Sección de Educación Higiénica y Propaganda dentro del Departamento de Salubridad Pública, destinada a organizar programas educativos en la materia. Usando el cine de salud como una ventana para estudiar la acción estatal en el campo de la educación higiénica, Gudiño argumenta que la propaganda sanitaria «fue el espacio donde convergieron múltiples actores y esfuerzos para reforzar un proyecto médico-cultural modernizador e incluyente, pero también coercitivo […] organizado por un Estadio nacionalista y paternalista mexicano» para el cual dicha propaganda fue una forma de mostrar su interés por la población y legitimar su autoridad (p. 17).

El libro se enfoca en la producción cinematográfica de tres campañas que hicieron amplio uso del cine como instrumento para combatir enfermedades de gran incidencia nacional: la Campaña Nacional contra las Enfermedades Venéreas (1927), Salud para las Américas (1943-1950) y la Campaña Nacional de Erradicación del Paludismo (iniciada en 1957). La autora estudia el contexto cultural, sanitario y político en el que estas campañas operaron, su organización y objetivos generales, así como su producción audiovisual. Para cada película, examina en profundidad las tramas, el lenguaje, los estereotipos, las representaciones y las estrategias pedagógicas que las autoridades movilizaron con el objetivo de persuadir e incluso imponer al espectador la adopción de hábitos higiénicos. De esta manera, además de analizar las películas como fuentes de historia social y cultural —que muestran «formas de vida, de pensamiento, conductas e ideologías» (p. 16)— la autora utiliza fuentes manuscritas como los boletines y las memorias de trabajo del Departamento de Salubridad, informes de actividades de médicos, pasantes, higienistas, maestros rurales y representantes de la Oficina de Asuntos Interamericanos, contratos con cineastas y recortes de prensa.

La primera de estas campañas, la Campaña Nacional contra las Enfermedades Venéreas de 1927, buscó condenar la negligencia y la ignorancia respecto a las causas y consecuencias de las enfermedades venéreas, en particular la sífilis, cuyas crecientes tasas de mortalidad consternaban a las autoridades sanitarias. Las películas exhibidas en el marco de la campaña cuestionaban la moralidad de los enfermos de sífilis al estigmatizar a las prostitutas como los principales agentes de contagio y a los maridos infieles como los vectores que propagaban la enfermedad a mujeres inocentes. Aunque en algunas películas el destino final era la muerte, en la mayoría de ellas se presenta a los enfermos como redimibles, siempre y cuando lograran identificar la enfermedad a tiempo y seguir los consejos de los médicos y la medicina científica. Estos hallazgos tienden a confirmar investigaciones anteriores que han mostrado una ruptura en la forma de entender la etiología de las enfermedades de transmisión sexual antes y después de la década revolucionaria; si bien durante el Porfiriato las autoridades solían responsabilizar a las mujeres «degeneradas» de la propagación de estas enfermedades, para la década de 1920 el gobierno había comenzado a reconocer que los hombres tenían al menos una igual proporción de culpa (Bliss, 2001, capítulo 4). Habría sido interesante que la autora ligara los contenidos y la recepción de la campaña antivenérea a esta transformación más amplia en las actitudes de diversos sectores de la población frente a la sexualidad, la prostitución y los papeles de género durante este periodo.

Uno de los aportes más interesantes del libro es que pone de manifiesto la relevancia del contexto trasnacional para varios programas sanitarios durante las décadas de 1940 y 1950. Aunque el impulso a todas las campañas analizadas en este libro tiene algún componente internacional —como lo tuvo también la campaña de erradicación contra la viruela analizada por Agostoni—, Gudiño analiza el papel de las instituciones internacionales de salud de forma más detallada en el marco del proyecto Salud para las Américas. Esta campaña fue la respuesta a las resoluciones tomadas en la XI Conferencia Sanitaria Panamericana y la Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores de 1942, en las que los gobiernos del hemisferio acordaron unir fuerzas, bajo la batuta de la Oficina de Asuntos Internacionales dirigida por Nelson Rockefeller, para la «defensa del continente». En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, esta se planteó no solo como una defensa bélica contra las fuerzas del Eje, sino también contra las condiciones sanitarias que propiciaban la invasión de patógenos invisibles que debilitaban la salud de los habitantes del continente.

La campaña contó con una cartelera de cortometrajes animados de Walt Disney y con documentales dirigidos por Jack Chertok y Herbert Knapp. Como muestra la autora, estos filmes estaban enfocados a una audiencia predominantemente campesina, que se representó como ignorante y atrasada. La fórmula que recorre la producción cinematográfica de Salud para las Américas fue la de presentar contrastes drásticos entre dos tipos de individuos: por un lado, estaban los ciudadanos con hábitos modernos, personificados como limpios, alegres, sanos y trabajadores; y, por el otro, aquellos que seguían apegados a sus viejas costumbres, presentados como sucios, tristes, flojos y enfermos. La autora resalta como, en esta dicotomía, los personajes sanos fueron representados con piel blanca y los enfermos con piel morena, reforzando el estereotipo de los indígenas como culturalmente atrasados. Pese a apelar a estos estereotipos, estos filmes dejaban espacio para la redención de los individuos atrasados; para convertirse en ciudadanos sanos y modernos solo tenían que seguir las sencillas recomendaciones higiénicas sugeridas, como hervir el agua, usar letrina y lavarse las manos. Así, como subraya Gudiño, la vía para conseguir una población sana y vigorosa no requería de un compromiso por parte del gobierno posrevolucionario de construir infraestructura sanitaria ni de mejorar las condiciones materiales de la población.

El libro también analiza la operación de los programas apoyados por la Oficina de Asuntos Internacionales en el Centro de Higiene y la Unidad de Salubridad y Estación de Adiestramiento de Xochimilco y en la Cuenca de Tepalcatepec. El quehacer cotidiano de estos centros da cuenta de la importancia de lo que la autora llama los «intermediarios sanitarios», es decir, los médicos, sanitaristas, pasantes de medicina y maestros rurales que fueron «el enlace entre la tríada formada por el Estado mexicano, las autoridades sanitarias y la población» (p. 120). En efecto, estas películas no se proyectaron en el vacío. Los lineamientos de la Oficina de Asuntos Internacionales instruían a los sanitaristas a dar una charla sobre la enfermedad a tratar antes de la proyección, y otra al final para ayudar a la audiencia a sacar conclusiones de escenas clave de la película y fomentar hábitos higiénicos. La proyección de las películas de salud también era parte de las actividades de las mismas brigadas móviles en las que los sanitaristas llegaban a vacunar a la población en zonas rurales. Desgraciadamente, parece haber pocas fuentes que documenten la capilaridad de estas campañas educativas entre la población en general. Así, este libro nos adentra mucho más en la perspectiva del Estado que en la de los sujetos sobre los que trataba de incidir, que por los informes de algunos de estos intermediarios, parecen haber mostrado cierta indiferencia, si no resistencia, a este proyecto.

La última de las campañas analizadas en este libro, la Campaña Nacional de Erradicación del Paludismo de mediados de la década de 1950, muestra contrastes importantes con las dos empresas anteriores. En primer lugar, esta campaña contó exclusivamente con filmes de producción nacional, algunos de ellos creados por las propias autoridades sanitarias. En segundo lugar, las películas exhibidas no buscaban inculcar en la población hábitos específicos como habían hecho los filmes presentados en el marco de Salud para las Américas. Más bien, su objetivo fue enaltecer el trabajo de prevención llevado a cabo por el Estado mexicano, exaltando, por ejemplo, el papel del rociador de DDT que, haciendo uso de tecnología avanzada, llegaba a desinfectar los domicilios para eliminar al mosquito responsable de transmitir el paludismo. En ellos, se celebra también el papel de la ciencia, la medicina moderna y los médicos frente a las prácticas curativas tradicionales que persistían en el medio rural. Así, en algunos de estos filmes los médicos fueron representados como «misioneros de la salud» (p. 221) que llegaban a comunidades rurales a reemplazar la labor de curanderos y salvar a la población por medio de la aplicación de medicamentos modernos.

Para Gudiño, la campaña contra el paludismo denota un cambio significativo en la forma en la que el Estado mexicano se percibía a sí mismo: de uno con poca capacidad de establecer infraestructura sanitaria en la década de 1930 y 1940, a uno con el poder de llevar a cabo campañas de envergadura y movilizar a un ejército de rociadores y otros intermediarios para la década de 1950. Así, el recorrido cinematográfico por estas tres campañas de educación higiénica permite recrear las prioridades, las ideologías y los métodos que el gobierno posrevolucionario usó no solo para inculcar hábitos higiénicos en la población, sino también para curar su imagen como un régimen preocupado por el bienestar de sus habitantes.

En suma, los libros aquí reseñados están llamados a ser un referente obligado para aquellos interesados en la historia de la medicina y la salud pública en México y América Latina. Pero también deberán serlo para quienes se interesen en aspectos más generales de la historia social y política de la primera mitad del siglo xx mexicano, pues todos ellos ponen de relieve la centralidad que las políticas de salud adquirieron en la formación del Estado posrevolucionario entre las décadas de 1920 y 1950.

Además de mostrar el potencial del campo de la salud pública para examinar históricamente la relación entre el Estado y la sociedad en México, estos libros presentan temas alentadores para trabajos futuros. En primer lugar, será estimulante incorporar un análisis de género a las políticas de salud pública de este periodo. ¿Es posible distinguir las expectativas respecto al comportamiento de hombres y mujeres subyacentes en estas políticas sanitarias? ¿Cómo contrastaban estas nociones con las prácticas y relaciones de género de la población en general? Y ¿cuál fue la respuesta, tanto desde grupos feministas como conservadores, a estas directrices? En segundo lugar, de la misma manera en la que estos libros recrean el surgimiento y auge de la medicina social en México durante las décadas de 1930 y 1940, será fundamental entender cómo, cuándo y por qué ocurre la decadencia de esta corriente, así como investigar las consecuencias que su declive tuvo para las instituciones de salud, asistencia y seguridad social del país. En tercer lugar, la relevancia pública que los médicos adquirieron durante este periodo evidencia que una historia más sistemática de la profesión médica en México, que investigue a nivel agregado su perfil social, su formación y su participación política y en asociaciones profesionales a lo largo del siglo xx, sería una valiosa contribución al campo. Finalmente, y relacionado con el punto anterior, toda historia de la profesionalización médica deberá lidiar con la existencia, ya introducida por los autores aquí reseñados, de prácticas curativas tradicionales que los médicos profesionales trataron de combatir. ¿Cuáles fueron las consecuencias de este pluralismo médico? ¿Cuáles fueron los resultados del proyecto gubernamental de establecer una hegemonía de la medicina oficial? Y ¿cómo cambió el balance de fuerzas entre estas dos tendencias a través del tiempo y de distintas regiones del país? El trabajo de los autores reseñados en este ensayo sin duda proporcionará una base sólida para estos y otros estudios sobre la historia de la salud pública y la medicina en México.

Referencias
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Copyright © 2017. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas
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