En este artículo se analizan los proyectos de integración y confederación hispanoamericana elaborados en México entre 1821 y 1843. El propósito es explicar las motivaciones políticas y económicas detrás de dichas iniciativas. Se argumenta que los artífices mexicanos de las mismas estaban movidos por la preocupación de formar un frente defensivo común para enfrentar las amenazas a las precarias independencias, así como por la convicción de que a México correspondía ejercer el liderazgo entre la comunidad hispanoamericana. Sin embargo, algunos, como Lucas Alamán, también vislumbraron en la integración comercial hispanoamericana una ruta alterna que permitiera la industrialización endógena y la incorporación al sistema económico internacional en condiciones de igualdad con las grandes potencias económicas.
This article analyses the different projects for the integration and federation of Spanish America that were published in Mexico between 1821 and 1843. The aim is to explain the political and social motives behind these initiatives. The article argues that the architects of the Mexican projects wished to form a common defensive front to protect the precarious independence of the region, and were convinced that Mexico should occupy a leading role within the Spanish American community. However, some, like Lucas Alamán, also considered that the integration of Spanish American markets would permit domestic industrialization and allow Mexico Spanish American countries to join the international economic system in conditions of equality with the great economic powers.
La idea de que los embrionarios Estados nacionales hispanoamericanos podrían integrarse en una confederación fue una consecuencia de los proyectos y procesos de independencia1. Se manifestó de manera diáfana cuando existió la necesidad de defender las precarias soberanías ante un eventual intento de reconquista de España o del ataque de alguna potencia europea. Sería absurdo, por tanto, sostener que se imaginó una confederación de Estados antes de que estos fueran pensados. Sí existía, en cambio, una idea difusa de la conveniencia de independizar las posesiones españolas de América desde fines del sigloxviii, aunque sin una propuesta clara acerca de cómo se organizarían luego de su independencia. Carece de sentido, por tanto, buscar en el Antiguo Régimen indicios de proyectos unificadores diseñados por la propia élite política hispanoamericana2. Como apunta Javier Ocampo López, entre los virreinatos y capitanías generales no existía interdependencia o subordinación administrativa. Su punto de convergencia era la Corona española3. Por su parte, Josefina Z. Vázquez advirtió hace tiempo de la importancia de recordar que desde una perspectiva estrictamente jurídica quienes nacían en las posesiones americanas eran españoles y súbditos del rey4.
Cuando FernandoVII abdicó en favor de Napoleón Bonaparte desapareció la institución que anudaba las posesiones españolas americanas entre sí y con España. La convocatoria a Cortes en 1810, en las cuales se concedió representación a los españoles americanos, tenía entre otros propósitos constituir un nuevo acuerdo entre las partes que integraban la monarquía española. Ello propició el acercamiento de las élites políticas hispanoamericanas, en particular entre quienes acudieron a la metrópoli como integrantes de aquel órgano representativo. Los vínculos que ahí se forjaron contribuyeron luego a imaginar una comunidad política de tipo confederal entre los nuevos Estados.
Tampoco existió una complementariedad económica entre los virreinatos. La Corona española, salvo en algunos momentos y circunstancias particulares, tendió a inhibir la articulación comercial entre sus posesiones americanas. Los tenues lazos a menudo se construyeron al margen o en contra de la voluntad real. Los nuevos Estados hispanoamericanos tampoco fortalecieron los ligamentos económicos entre ellos. Los escasos vínculos entre las antiguas territorialidades coloniales casi desaparecieron, aunque al mismo tiempo surgió el anhelo de construirlos entre una parte de la élite política e intelectual hispanoamericana. Para ello tuvieron que imaginarse como una comunidad histórica cuya cohesión estaba dada por la rota sujeción a España, así como por una supuesta identidad étnica, religiosa y lingüística. La experiencia mostraría que tales elementos no habían creado una comunidad cultural ni política que incluyera a todos los hispanoamericanos —ni siquiera a sus élites— durante el periodo de dominio español y serían insuficientes para hacerlo durante el sigloxix. Las semejanzas no necesariamente devienen, como no devinieron, en identidad.
La conveniencia de acordar algún tipo de colaboración entre los nacientes Estados estuvo en la mente de varios hispanoamericanos. Desde el momento de las guerras que precedieron a las independencias, algunos líderes insurgentes consideraron la utilidad y la posibilidad de formar una alianza militar hispanoamericana para enfrentar a España, o al menos de socorrerse con recursos humanos e insumos bélicos y financieros5. Sin embargo, no existió un proyecto, como el de Francisco de Miranda, para construir un solo Estado que agrupara todos los dominios en proceso de independizarse. Como es sabido, dicha idea entusiasmaba a Simón Bolívar, pero juzgaba inútil e imposible su materialización6.
Los esfuerzos de confederación hispanoamericana suponían, obviamente, la existencia de varios Estados. Sus propósitos eran básicamente tres: organizar la defensa común de la soberanía e independencias recién adquiridas; conseguir el reconocimiento de la comunidad internacional, incluido el de España, y construir acuerdos tendientes a propiciar las relaciones comerciales entre los nuevos países. Cada objetivo tuvo una historia particular, llena de avatares y obstáculos que impidieron su realización.
El propósito de este ensayo es estudiar el proceso referido a partir de los proyectos de integración hispanoamericana que se generaron en México. Se desarrolla el argumento de que la necesidad de consolidar las independencias contribuyó a que una parte de la élite política e intelectual hispanoamericana apostara por la integración de los nuevos Estados para garantizar su sobrevivencia e incorporación en bloque al orden internacional. En consecuencia, cuando se juzgó que las independencias no corrían riesgo, el principal aliciente para construir una confederación disminuyó y el proyecto fracasó. Es probable que este estuviera condenado a frustrarse debido a que desde el momento mismo de la consecución de las independencias —para pesar de los partidarios de la confederación— las estructuras productivas y los intereses mercantiles de las élites propiciaron que cada Estado se integrara al mercado internacional de manera individual.
Para el caso particular de México, mostraremos que las razones públicas y explícitas por las cuales los sucesivos gobiernos nacionales mantuvieron y encabezaron el interés por construir una confederación hispanoamericana, luego de la muerte de Simón Bolívar, fueron más económicas que militares. Al mismo tiempo mantuvieron una agenda oculta con motivaciones geopolíticas. Las iniciativas de los gobiernos mexicanos tenían también como propósito conseguir la hegemonía política mexicana sobre los demás países hispanoamericanos e impedir el avance de la influencia de Estados Unidos en el área. Había, pues, entre algunos mexicanos —pocos, sin duda, pero más de tres— el deseo y la convicción de que su país podía ocupar el vacío político que había dejado España7.
Como se advirtió, este ensayo se distancia de las posturas en la historiografía que asumen que el anhelo de integración y solidaridad hispanoamericana hunde sus raíces en el Antiguo Régimen. Se sostiene que surgió de los procesos políticos y militares hispanoamericanos que concluyeron con la separación de España. Se reconoce que los proyectos de confederación fracasaron. No obstante, la aspiración continuó durante la segunda mitad del sigloxix, se acentuó durante elxx y subsiste, aunque convertida más en ideología que un proyecto político con amplias y realistas probabilidades de materialización8. De ahí emana la justificación historiográfica de este ensayo. De igual manera se toma distancia del supuesto de que las expresiones confederacionistas mexicanas —como las de otros puntos de Hispanoamérica— son simples continuidades o reflejos del ideal bolivariano, sino parte de un ideal compartido por un grupo de personas. Debe subrayarse que la mayor parte de la élite política e intelectual no creía posible ni conveniente su realización. No existió una opinión general ni unánime acerca de la conveniencia de una confederación hispanoamericana, ni siquiera en los años de mayor entusiasmo, es decir, en las décadas de 1820 y 18309. No se pretende, pues, sobredimensionar ni mucho menos realizar una apología de dichos proyectos. Esta aclaración podría parecer innecesaria, sin embargo no faltan, por un lado, quienes aún insisten en la existencia de una familia hispanoamericana, aunque mal avenida, y por el otro, quienes sostienen la futilidad de ocuparse de la historia de un proyecto políticamente fallido, como si ignoraran su vigencia como ideología.
Los primeros proyectos mexicanos de cooperación y confederaciónComo se sabe, la primera iniciativa oficial de confederación entre los Estados hispanoamericanos que habían declarado su independencia data de 1822. Ese año Bolívar, presidente de Colombia, envió un agente a Perú, Chile y las Provincias Unidas del Río de la Plata, así como otro a México, para firmar sendos tratados de liga y confederación perpetua. Estos incluían el compromiso de enviar representantes a una Asamblea General de Estados Americanos para fijar los términos de una gran confederación, la cual debería realizarse preferentemente en la ciudad de Panamá. El Tratado de Unión, Liga y Confederación Perpetua entre Colombia y México se firmó el 3 de octubre de 1823 y fue ratificado por el segundo congreso constituyente mexicano dos meses más tarde10.
En México, como en otras partes de Hispanoamérica, varios personajes expresaron deseos e incluso redactaron proyectos similares al de Bolívar11. En el primer dictamen de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Soberana Junta Provisional Gubernativa de 1821 se hizo patente el deseo de buscar el acercamiento con los «Estados y potencias» de Sudamérica, con quienes, además de los intereses, unía la religión, el idioma, la amistad, el comercio y el parentesco. Con ellos debería formarse el «[…] antemural más poderoso de la libertad por medio de la más estrecha alianza y conozca el mundo que las dos grandes regiones que la naturaleza unió por el Istmo de Panamá, lo están mucho más por sus pactos y convenciones, que una es su causa, una su resolución y una su opinión»12. La idea de familia parecía, pues, estar presente en una buena parte de la clase política mexicana antes de que Lucas Alamán, que en 1821 vivía en Europa, la convirtiera en el fundamento de su política hispanoamericanista.
En 1823 se publicaron algunos textos en los que se argumentó en favor de la confederación hispanoamericana, e incluso se redactaron propuestas concretas acerca de cómo debía organizarse. En este sentido destacan dos proyectos: uno, de la autoría del teólogo nayarita que en 1811 había editado el primer órgano de propaganda de los insurgentes, Francisco Severo Maldonado; y otro, de Juan de Dios Mayorga, representante de la provincia de El Salvador ante el gobierno mexicano.
El breve texto del intelectual y proyectista político mexicano, «Apuntes sobre un tratado de confederación general entre todas las Repúblicas Americanas», se publicó como adenda de su Contrato de Asociación para la República de los Estados Unidos del Anáhuac. En efecto, como reza el título, su plan consideraba una confederación militar de todas las repúblicas americanas, incluida la de los Estados Unidos de Norteamérica. De hecho, esta debería desempeñar un papel fundamental para cumplir con los propósitos, expresados en el artículo 5.° de los apuntes: […] primero consolidar y completar la reconquista de la libertad del nuevo mundo, lanzando de sus islas y continentes a los déspotas europeos que aún dominaban en algunos puntos. Segundo: terminar amistosamente las diferencias que se suscitaran entre las potencias americanas. Tercero: facilitar la libertad y emigración de todos los hombres buenos que gimen bajo el imperio de los tiranos del antiguo mundo, recomendándolos a las Repúblicas que tuvieren más sobrante de tierras, para que los acomoden en ellas13.
Como se infiere, Maldonado recomendaba organizar un ataque contra las potencias europeas en todo el continente americano. El órgano central sería un Congreso compuesto por tres representantes de cada uno de los Estados confederados, cuya sede provisional sería la Florida oriental. La primera misión consistiría en independizar Cuba, cuya capital, La Habana, se constituiría en la residencia permanente de dicho Congreso anfictiónico. De ahí partirían las fuerzas militares libertadoras «[…] hacia todos los puntos ocupados o amenazados por los enemigos conjurados contra la especie humana»14.
El peso militar de la confederación recaería en los Estados Unidos de Norteamérica y en los Estados Unidos de Anáhuac —como Maldonado quería que se llamara a México—. Estas repúblicas aportarían seis buques de guerra y tres mil soldados cada una, es decir, que juzgaba que las capacidades de estas repúblicas eran semejantes. A Colombia, Chile, Provincias Unidas del Río de la Plata y Perú tocaría enviar tres buques de guerra y mil quinientos soldados, respectivamente. La cuota para Haití sería de un buque y 150 combatientes. A los Estados que fueran incorporándose se asignaría un cupo en proporción a su riqueza. El mando supremo de esta fuerza multinacional se rotaría trianualmente entre los Estados confederados15. Como es de suponer, la estimación de Maldonado acerca de la riqueza y potencial militar de cada país no estaba respaldada con información estadística. Es un reflejo de la jerarquía que imaginaba o deseaba para Hispanoamérica, en cuya cúspide estarían los Estados Unidos de Anáhuac. Para desazón del clérigo mexicano, su iniciativa tuvo escaso impacto en la opinión pública de su país.
Por su parte, el 8 de octubre de 1823 el salvadoreño Juan de Dios Mayorga puso a consideración del Congreso mexicano —del cual había formado parte durante el gobierno de Agustín de Iturbide— otro proyecto de confederación, con el propósito de enfrentar una eventual agresión de la Santa Alianza contra los nacientes Estados de América16. Su propuesta consistía en convocar a todos los gobiernos del continente, Haití incluido, a una reunión en Panamá, Costa Rica, Nicaragua u otro punto más apropiado. Se tratarían los asuntos de interés general, en especial los términos del reconocimiento recíproco y el de las relaciones entre los nuevos Estados. Se abordaría el tema de la delimitación de las fronteras y se resolverían las desavenencias que existieran por este motivo. En la asamblea se acordarían las previsiones militares para la defensa de las soberanías. Mayorga sugirió la firma de una «alianza eterna» no solo para protegerse de enemigos externos, sino también para preservar el orden interno de cada uno de los Estados, previa solicitud del respectivo congreso nacional. Asimismo, se fijaría una estrategia común para conseguir el reconocimiento de los países europeos y para la firma de acuerdos militares y comerciales con ellos. A pesar de que la iniciativa de Mayorga llegó al Congreso mexicano, cuyos integrantes expresaron interés en el asunto, no se discutió debido a que dicho órgano constituyente se disolvió a fines de ese mes17.
En los meses siguientes se hicieron públicas algunas opiniones a favor de la confederación hispanoamericana. José María Tornel, funcionario del Ministerio de Guerra, afirmó que «[…] Colombia, la República Argentina, Chile y el desprestigiado Perú merecen por la total identidad de principios y existencia con nosotros que nos empeñemos en sacar partido a favor de su causa, que es completamente la nuestra»18. Sin embargo, la voz más influyente fue la de Lucas Alamán, ministro de Estado y del Despacho de Relaciones Interiores y Exteriores, quien expresó su convicción de que los nuevos Estados debían actuar juntos para defender intereses comunes. Hizo notar el imperativo de su fragmentación, amenaza que suponía latente para México y los demás jóvenes países19.
El 11 enero de 1825 —probablemente antes de recibir la invitación formal de Bolívar para acudir al Congreso de Panamá— Alamán hizo notar al poder legislativo mexicano que: La naturaleza, la uniformidad de intereses y la causa que sostienen todos los países de América que han sacudido el yugo de España los ligan de tal manera entre sí, que puede decirse que aunque divididos y reconociendo diversos centros de gobierno, forman un solo compuesto de partes homogéneas. Estas circunstancias hacen que sus relaciones sean más íntimas, que los reveses y las prosperidades de los unos no puedan ser indiferentes para los otros y que todos estén dispuestos a auxiliarse mutuamente para la consecución del objeto a que todos uniformemente se encaminan20.
El político y periodista Carlos María de Bustamante envió una carta a Bolívar, fechada el 2 de febrero de aquel año, en la cual le solicitó que presentara al Congreso del Perú una iniciativa para crear una federación de Estados hispanoamericanos. Según Bustamante, había comentado el asunto con el presidente mexicano Guadalupe Victoria, quien miraba con buenos ojos la iniciativa21. Como se puede inferir, una parte de la élite política mexicana tenía interés en una confederación hispanoamericana, e incluso americana.
Bolívar, ya como «encargado del mando supremo del Perú», envió la invitación formal, fechada el 7 de diciembre de 1824, a los «gobiernos de las Repúblicas de América» —es decir, de México, Colombia, Río de la Plata, Chile y Guatemala— para concurrir al Congreso Continental de Panamá22. Más tarde se extendería la invitación a Gran Bretaña, a Estados Unidos y a los Países Bajos, así como a Bolivia, que se separó de Perú en 182523.
Como es bastante conocido, los resultados del Congreso de Panamá fueron modestos. Solo asistieron representantes de Colombia, México, Perú y Centroamérica. Los enviados de los gobiernos de Gran Bretaña y de los Países Bajos acudieron en calidad de observadores. El gobierno de Estados Unidos mandó dos delegados: uno murió en el trayecto y el otro llegó tarde. Se ratificaron los tratados de unión, liga y confederación que el gobierno de Colombia había firmado con algunos países asistentes; se elaboró una propuesta de contingentes para formar una fuerza multinacional destinada a contrarrestar la amenaza de España y la Santa Alianza, y se acordó el traslado de la Asamblea a Tacubaya, México. No obstante, solo el Congreso colombiano ratificó estos acuerdos. El Congreso de Tacubaya nunca se instaló formalmente; en consecuencia, los representantes de Colombia y las Provincias Unidas de Centroamérica, únicos que acudieron, abandonaron México a fines de 182824. La propuesta de Bolívar fue un fracaso, y él mismo moriría dos años más tarde.
Las iniciativas mexicanas para realizar la Asamblea hispanoamericanaEl 13 de marzo de 1831, Lucas Alamán, de vuelta en el Ministerio de Relaciones Interiores y Exteriores, envió una misiva a sus pares de las repúblicas de las Provincias Unidas de Río de la Plata, Provincias Unidas de Centroamérica, Perú, Chile, Bolivia y Colombia para retomar el proyecto confederal. Con el fin de formalizar la propuesta, el gobierno mexicano, encabezado por Anastasio Bustamante, envió en junio a Manuel Díez Bonilla a las repúblicas de Centroamérica y Colombia, y a Juan de Dios Cañedo a las de Perú, Chile, Bolivia, Uruguay, Provincias Unidas del Río de la Plata y Brasil25. Solo el gobierno paraguayo fue ignorado26.
Los puntos esenciales de la agenda propuesta por el gobierno mexicano para la Asamblea eran:
- 1.
Bases sobre las cuales deberá tratarse con España cuando esta se manifieste dispuesta a reconocer la independencia.
- 2.
Bases sobre las cuales deberá tratarse con la Santa Sede, en los concordatos que con ella hayan de hacerse.
- 3.
Bases sobre las cuales deben celebrarse los tratados que liguen a las nuevas Repúblicas con las demás potencias extranjeras.
- 4.
Bases sobre las cuales deben formarse las relaciones de amistad y comercio entre las nuevas Repúblicas.
- 5.
Auxilios que deban prestarse estas mismas Repúblicas entre sí en caso de guerra y medios de hacerlos efectivos.
- 6.
Medios para evitar las desavenencias entre ellas, y de cortarlas cuando ocurran por una intervención amistosa de las demás.
- 7.
Medios para determinar el territorio que debe pertenecer a cada República y de asegurar la integridad, ya sea con respecto a las nuevas Repúblicas entre sí, ya con las potencias extranjeras confinantes con ellas27.
Como se constata, estaban presentes las preocupaciones más importantes en la agenda que Bolívar propuso para el Congreso de Panamá: la defensa de las independencias, la negociación de su reconocimiento y las reglas que regirían las relaciones entre los países hispanoamericanos. La diferencia más destacada es que Alamán excluyó a Estados Unidos y a las potencias europeas. De hecho, se opuso explícitamente a su participación.
El proyecto de Alamán expresaba la continuidad de un imaginario hispanoamericano anidado en algunos miembros de la clase política de las antiguas posesiones españolas en América. En este contexto, como ya lo hizo notar Josefina Z. Vázquez, es probable que la influencia de Joaquín Campino, primer representante de Chile en México, haya sido crucial para que Alamán se animara a echar a andar la iniciativa de confederación28. A fines de 1830 el enviado chileno había llegado a México para tratar el inicio de las relaciones diplomáticas con su país. Durante los meses que residió en la ciudad de México tuvo largas conversaciones con Alamán, de las cuales nació una estrecha amistad. Ocurrió una convergencia de opiniones en torno a la necesidad de impulsar un proyecto de confederación hispanoamericana.
Campino expresó con claridad sus ideas en un memorándum fechado el 31 de enero de 1831, que remitió a Alamán para animarlo a que el gobierno mexicano retomara y encabezara la iniciativa de confederación. Creía que las circunstancias del momento eran más propicias que en 1826. Según el diplomático chileno, en esa ocasión Chile y las Provincias Unidas del Río de la Plata ignoraron la invitación de Bolívar, debido a que la opinión pública en ambos países temía que este convirtiera el Congreso en una «[…] máquina de dominación militar universal, en circunstancias que tenía a su disposición, o bajo su absoluta influencia, las Repúblicas de Colombia, Perú y Bolivia»29. No existiría dicho temor si la iniciativa de confederación provenía del gobierno mexicano, tan distante y por tanto sin pretensiones de dominación sobre el extremo sudamericano. Campino veía con agrado que se realizara en la ciudad de México, en virtud de sus comunicaciones regulares con Europa y Estados Unidos. Si México, por su «justo renombre y real importancia parece naturalmente llamado a tomar la guía», su capital debía convertirse en un «[…] foco de luces y el centro de una política general, de la que no solo resultaría a esta República el mayor lustre y gloria, sino tanto a ella como a las demás asociadas, las más positivas y reales ventajas». También recomendó que la reunión se realizara de manera discreta. Ni siquiera debía llamarse Congreso para evitar la crítica de «bombástico» con que fue censurado el de 182630.
En la convocatoria que emitió en marzo del mismo año, Alamán señaló que las principales razones del fracaso del Congreso de Panamá habían sido «el grande aparato» que se deseó dar al Congreso y a la presencia de «[…] agentes de potencias que de ninguna manera tenían el mismo interés en su feliz éxito». No debía cometerse el mismo yerro. Se evitaría el «aparato pomposo de un Congreso» y no se convidaría a las potencias europeas ni a Estados Unidos, «[…] que tienen los intereses mercantiles y aun políticos encontrados con los nuestros y por consiguiente más empeñadas en embargar los objetos de la reunión […]»31. Sería una reunión enteramente de familia, «[…] solo para consultar a los intereses peculiares de este grupo de Repúblicas nacidas en las antiguas colonias españolas; intereses que nada tienen de común con los de las otras potencias y que de consiguiente deben tratarse con absoluta exclusión de todas ellas»32. Ofreció la ciudad de México como lugar de reunión, pero aseguró que su gobierno estaba dispuesto a enviar a su representante a cualquier otra ciudad que los gobiernos convocados eligieran33. Llama la atención la similitud del lenguaje de Alamán con el de Campino, prueba de que el diplomático chileno contribuyó a convencer a Alamán de echar a andar la iniciativa y quizá de que participó en la redacción de la convocatoria.
Entre 1831 y 1833 llegaron las respuestas de los gobiernos convocados. Con excepción de Colombia, que se había dividido en tres Estados —Nueva Granada, Venezuela y Ecuador—, todos expresaron simpatías por la iniciativa. Algunos se comprometieron a enviar representantes, mientras que otros advirtieron que turnarían el proyecto a sus respectivos órganos legislativos (tabla 1). Sin embargo, la ausencia de medidas tendientes a la realización del proyecto sugiere que no había suficiente interés. Se trató de aceptaciones de cortesía. No existía el generalizado entusiasmo que algunos suponen.
Respuesta de los gobiernos convocados por el de México a la Asamblea de Ministros Plenipotenciarios en 1831
País | Respuesta | Fecha |
---|---|---|
República de Centro América | Expresó simpatía por el proyecto, pero aclaró que la decisión correspondía a su Congreso | 18 de abril de 1831 |
Chile | Expresó simpatía por el proyecto, pero advirtió que la decisión correspondía a su Congreso. Mediante el Tratado de amistad, comercio y navegación, firmado con México en 1831 y ratificado en agosto de 1832, aceptó participar. En junio de 1834 opinó que la Asamblea era inútil, aunque enviaría un representante | 23 de septiembre de 1831 |
Bolivia | Expresó su disposición de acudir a la Asamblea | 22 de febrero de 1831 |
Uruguaya | Expresó su disposición de acudir a la Asamblea | 22 de febrero de 1831 |
Colombia | Se acababa de dividir. Nada podría resolver hasta que los congresos de los tres Estados —Nueva Granada, Venezuela y Ecuador— decidieran el arreglo constitucional que regularía sus relaciones exteriores | 7 de diciembre de 1832 |
Perú | En principio el Congreso se negó a participar. Más tarde, mediante el Tratado de amistad, comercio y navegación, celebrado con México en noviembre de 1832, aceptó enviar a su representante | Septiembre de 1831 |
Provincias Unidas del Río de la Plata | Expresó simpatías por el proyecto | Septiembre de 1833 |
Como se advierte, la respuesta del gobierno uruguayo es anterior al envío de la carta formal de Lucas Alamán a los gobiernos hispanoamericanos. Ello se debe a que el representante mexicano en Washington planteó el asunto a su contraparte uruguayo con antelación. Por esa razón, el gobierno mexicano no instruyó a Juan de Dios Cañedo para que entablara comunicación directa con el gobierno de Uruguay. Se consideró que la participación uruguaya estaba asegurada. Nota de la cancillería uruguaya a la legación de México en Washington, 22 de febrero de 183 (Cuevas Cancino, 1962, p. 128).
Fuente: correspondencia entre Juan de Dios Cañedo y la cancillería mexicana, 1831-1834 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 125-129; 175-177; 184-187; 190-202; 212-215, 225-227).
Los conflictos entre varias repúblicas y la inestabilidad política interna en algunas, la de México entre ellas, fueron un obstáculo para la realización de la Asamblea. A fines de 1834, desde Lima, Juan de Dios Cañedo escribió a la cancillería mexicana para expresar su opinión de que había «[…] pasado la época oportuna de realizar el proyecto del Congreso americano, siendo por consiguiente infructuosas, por ahora, las gestiones que se hagan para su instalación, y para el acuerdo general sobre las bases de sus trabajos». Solicitó sin éxito volver a México o la asignación de otro destino, pero su gobierno lo ignoró e incluso dejó de enviarle dinero34. En México, el interés por la realización de la Asamblea había disminuido. Mucho debió de haber influido en ello la consecución del reconocimiento de su independencia por parte de España en 1836, el cual ahuyentó la amenaza de una agresión.
En 1838, durante el conflicto franco-mexicano, el interés por la realización de la Asamblea renació dentro del gobierno mexicano. En julio, el ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, Luis G. Cuevas, instruyó a Cañedo, quien permanecía en Lima, que retomara el proyecto, pues «[…] ahora más que en ninguna otra época importa se verifique, así para el arreglo definitivo del derecho público de los nuevos Estados de la América que fue española, como para darles estabilidad, y ponerla a cubierto de toda hostilidad, que bajo cualquier pretexto intente hacérseles por una potencia extranjera»35.
Cañedo reiteró su convicción de que no había condiciones para convocar a la Asamblea. La pesimista carta que envió a Cuevas debió de convencer a este de que Cañedo ya no era la persona adecuada para promover la reunión, y por consiguiente aceptó su renuncia. Solo puso como condición que dejara preparada la Asamblea. Con este propósito Cañedo envió una circular a las cancillerías de las repúblicas sudamericanas, fechada el 18 de diciembre de 1838, para sondear la posibilidad de realizar la reunión. Un mes después se embarcó rumbo a México. Para entonces solo el gobierno de la Confederación Peruano-boliviana había respondido. Estaba de acuerdo en enviar a su representante, pero sugería que la sede fuera Panamá y no Tacubaya36.
Pocos gobiernos contestaron, y con demora, la carta de Cañedo. El 14 de agosto de 1839 el canciller de la República de Nueva Granada, Alejandro Vélez, respondió que su gobierno tenía disposición para participar en la Asamblea, aunque también insinuó que ya no la juzgaba necesaria. En su opinión eran muy pocos los asuntos que convenía tratar de manera uniforme37. El titular de la cancillería ecuatoriana, Luis de Sosa, se expresó con similares términos y sugirió que la Asamblea se realizara en Quito, su capital. Adujo que de esta manera podría realizarse también una conferencia regional entre Nueva Granada, Venezuela, Perú y Ecuador para resolver asuntos que solo a ellos concernían38.
A los pocos meses de que Juan de Dios Cañedo retornara a México, el presidente Anastasio Bustamante lo designó ministro de Relaciones Interiores y Exteriores. Con ese carácter pretendió continuar el plan de realizar la Asamblea. En diciembre de 1839 reiteró las invitaciones a los gobierno de Chile, Buenos Aires, Ecuador, Nueva Granada, Venezuela, Uruguay, Perú, Bolivia y Centroamérica. La confederación peruano-boliviana se había disuelto y, en consecuencia, el asentimiento previo del presidente Andrés de Santa Cruz para asistir a la Asamblea carecía de validez39.
Ramón Cerrada, titular de la cancillería chilena, respondió la invitación enviada por el gobierno mexicano. Comenzó por explicar su falta de respuesta a la convocatoria de diciembre de 1838. Según sus palabras, en esa fecha: Todo anunciaba entonces el éxito definitivo de la gran cuestión sobre la subsistencia de la Confederación Perú-Boliviana; y el Presidente [chileno], que vio en ella la obra monstruosa de una política usurpadora, opuesta al espíritu de que, en su juicio, debían estar animados los Gobiernos de las Repúblicas Americanas, creyó necesario aguardar el suceso de nuestras armas, que iba pronto a dejarla disuelta, para decidirse a tomar parte en un Congreso, a que no había determinado concurrir con Don Andrés Santacruz en su carácter de Protector de la Confederación40.
El gobierno boliviano demoró en contestar debido a los conflictos que tenía con Perú. Una vez que llegaron a un arreglo, el canciller boliviano, José María Linares, escribió al de México para hacer patente su interés en enviar un representante al lugar que la mayoría de los gobiernos eligiera. Opinó que la proyectada asamblea contribuiría a «[…] cimentar la paz interior en los Estados de América», así como a ganar el respeto y crédito de las potencias europeas41.
El gobierno de Venezuela rechazó la invitación. Desde su punto de vista el proyecto era «[…] innecesario, inútil y aun perjudicial». El propósito con que se justificó el Congreso de Panamá había sido la organización de una alianza defensiva en contra de un eventual intento de reconquista por parte de España, pero ya no había nada que temer. Esta había reconocido la independencia de México y Ecuador, y se esperaba que pronto hiciera lo mismo con los demás países hispanoamericanos. En el remoto caso de que España persistiera en hostilizar a Venezuela, esta podría enfrentar sola la amenaza. Nada temía de otras potencias europeas, y tampoco debían hacerlo los demás países hispanoamericanos, si las trataban con respeto y generosidad42.
Poco más de dos años después de la invitación girada por Cañedo, el gobierno mexicano retomó la iniciativa de cooperación hispanoamericana. Con el fin de conseguir o afianzar el compromiso de los países hispanoamericanos —excepto Paraguay— de acudir a la Asamblea, el presidente Antonio López de Santa Anna envió en 1842 a Manuel Crescencio Rejón como ministro plenipotenciario ante las repúblicas de Nueva Granada, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Perú, Chile, Uruguay y las Provincias Unidas del Río de la Plata43. Rejón recibió básicamente las mismas instrucciones que en 1831 redactó Alamán. Solamente se eliminó el punto acerca de la necesidad de formar un frente defensivo y ofensivo contra España y el que aludía a las fronteras de las «Repúblicas Hispano Americanas». Rejón inició su periplo en Venezuela. La opinión de su presidente José Antonio Páez y sus ministros no había cambiado. El enviado mexicano fue recibido con recelo, de modo que no pudo convencer al gobierno venezolano de que nada debía temer del mexicano, ni que su iniciativa no respondía al deseo de pedir ayuda para la campaña contra Texas y para una eventual guerra con Estados Unidos44.
A principios de la década de 1840 el gobierno chileno encabezó un proyecto de cooperación hispanoamericana. No queda claro si como continuidad de la iniciativa mexicana de 1838, aunque es evidente que se encaminaba en el mismo sentido. Uno de los acuerdos entre los gobiernos de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Nueva Granada, Bolivia, Chile, Perú y Brasil fue que la Asamblea se realizara en Lima. No obstante, parece que el interés no era suficiente, o al menos existieron algunos problemas de comunicación. Así lo sugiere el hecho de que a mediados de 1842 el gobierno de la república de Nueva Granada enviara a Lima a Tomás Cipriano Mosquera como ministro plenipotenciario. Debido a que este no encontró a ningún otro representante, según informó a la cancillería mexicana, viajó a Chile para atender algunos asuntos pendientes entre el gobierno de este país y el suyo. No obstante, estaba presto a volver a Lima en cuanto tuviera noticias del arribo de los demás ministros45.
La noticia de que varias repúblicas y el imperio de Brasil habían consentido en reunirse en Lima motivó que Rejón calificara su misión como exitosa, aunque no había contribuido al acuerdo. Por consiguiente, juzgó que no era necesario apersonarse en los demás países sudamericanos, además de que el gobierno mexicano se demoraba en enviar dinero para su subsistencia. Por otro lado, juzgaba que el activismo de Chile, Perú y Bolivia en favor del proyecto sería más efectivo que la labor de cualquier enviado mexicano a las repúblicas del extremo sur como la de Uruguay y la del Río de la Plata, «[…] por la enorme distancia en que se hallan respecto de nosotros […]» y porque sus habitantes miraban a los mexicanos «[…] como moradores de otro planeta […]». Volvió a México el 8 de mayo de 184346.
Después de aquel año las negociaciones para realizar la Asamblea continuaron entre los países sudamericanos, aunque sin participación del gobierno mexicano. Los conflictos internos, pero sobre todo la tensión con Estados Unidos, resultado de la cuestión texana, tuvieron como consecuencia que el gobierno de México prestara poca atención al proyecto de confederación. Como se sabe, en 1847 se realizó en Lima, Perú, una Asamblea sin la presencia de mexicanos, los cuales estaban ocupados en la desastrosa guerra con Estados Unidos47. La derrota ante su vecino del norte y la ausencia de la solidaridad deseada por parte de sus hermanos hispanoamericanos debió de convencer al gobierno mexicano de la inutilidad de continuar con los esfuerzos para armar una confederación. Al menos no volvió a existir ninguna iniciativa mexicana en ese sentido.
Confederación y política comercialEl tema económico, y de manera más puntual el de las relaciones comerciales, fue recurrente en las instrucciones oficiales que recibieron los enviados diplomáticos mexicanos, así como en otros documentos. Las ideas expuestas en ese sentido son coherentes con el proyecto económico que Alamán tenía para México48. En su opinión, no convenía abrir indiscriminadamente los mercados hispanoamericanos a las mercancías europeas y estadounidenses. Primero debería equilibrarse el desigual desarrollo de las estructuras productivas y comerciales de Hispanoamérica con las de aquellas potencias. La igualdad jurídica estipulada en los tratados comerciales que hasta esa fecha se habían firmado constituía un atentado contra los intereses hispanoamericanos49.
Es pertinente recordar que durante su primer periodo en el Ministerio de Relaciones Interiores y Exteriores, de 1823 a 1825, Alamán se esforzó en que los tratados que se firmaron con Estados Unidos y Gran Bretaña incluyeran una cláusula mediante la cual se otorgaran privilegios comerciales a los países hispanoamericanos, con exclusión de aquellas potencias. No obstante, topó con la oposición de las mismas, así como con la falta de apoyo de los gobiernos hispanoamericanos. El gobierno mexicano encabezado por Guadalupe Victoria insistió en ese propósito, incluso después de que Alamán dejó el Ministerio50.
Para Alamán, el comercio exterior con restricciones debía ser el medio para conseguir el objetivo principal de las economías hispanoamericanas: la industrialización y la soberanía económica. Una política de aranceles relativamente altos proporcionaría los recursos necesarios para modernizar la maquinaria para la producción, al mismo tiempo que protegería las producciones nacionales. Asimismo, debían sentarse las bases para un mercado hispanoamericano en el cual se colocara una cantidad creciente de la producción de los países miembros. En la medida que este se fortaleciera, los actores económicos y los Estados mismos dispondrían de más capitales para financiar la industrialización. Solo entonces estarían en condiciones de insertarse plenamente en el mercado internacional en condiciones de igualdad. Apostar de inicio al libre comercio recíproco con las grandes potencias equivalía a condenar a los nuevos países a una dependencia económica permanente51.
Según Alamán, en caso de que los países hispanoamericanos continuaran manejando su política comercial externa de manera individual, ocurriría lo mismo que en 1825 cuando el gobierno de Gran Bretaña reconoció sus independencias. Este había fijado los términos de los tratados comerciales de modo que le fueran favorables. El gobierno mexicano fracasó en su intento por establecer una relación de privilegios comerciales entre los noveles Estados, con restricciones para las potencias europeas, debido al acuerdo de reciprocidad que Colombia ya había firmado con Gran Bretaña. Este principio de «reciprocidad imaginaria» moldeó los tratados comerciales posteriores, de modo que Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos gozaban de ventajas económicas sustanciales en detrimento de los países hispanoamericanos. Como resultado, «[…] la suerte de la América es hoy peor que en el tiempo colonial, pues el comercio que entonces se hacía nos era mucho más propio que el actual que ejercen factores extranjeros, los cuales luego que se enriquecen mudan país y nos dejan privados de los capitales que se han formado con nuestros tesoros»52.
Pese a las buenas intenciones, el proyecto de integración comercial propuesto por el gobierno mexicano fracasó precisamente por los riesgos que tanto Alamán como Campino advirtieron. En primer lugar, las restricciones derivadas de las obligaciones y derechos recíprocos incluidos en los tratados comerciales con Estados Unidos y las potencias europeas, que anularon los potenciales beneficios de la cláusula de nación más favorecida entre los países hispanoamericanos53. En segundo lugar, la difusión y excesiva fe en el liberalismo económico de los cosmopolitas hispanoamericanos, es decir, de los partidarios del libre comercio amplio y en condiciones de reciprocidad absoluta. Finalmente, deben considerarse los escasos o nulos intercambios comerciales entre México y los demás países hispanoamericanos. Como opinaron los diputados peruanos en septiembre de 1831: qué sentido tenía realizar tratados comerciales con México si «[…] serían insignificantes en atención a la gran distancia que separa a las dos Repúblicas y el ningún comercio que entre ellas existe»54. Paradójicamente, una dificultad para entablar relaciones comerciales era su inexistencia.
No se abordará aquí la cuestión de si el libre comercio generalizado —defendido por muchos hispanoamericanos— obedecía a una cuestión doctrinaria o a la oferta comercial de los países hispanoamericanos, es decir, si se trataba de una convicción ideológica o de una necesidad estructural. Solo interesa destacar la existencia de una corriente de opinión pública que creía fervientemente que esa era la política más conveniente para el crecimiento económico de los países hispanoamericanos. La propuesta de promover el tramado de redes comerciales entre ellos contravenía dicha creencia, en virtud de que suponía conceder prebendas que se negarían a Estados Unidos y a los países europeos, que podrían tomar represalias.
El cosmopolitismo comercial de los hispanoamericanos respondía a un frío cálculo económico y político de parte de las élites de algunos países. ¿A quién se necesitaba más? ¿A las grandes potencias económicas y militares del orbe o a los demás países hispanoamericanos que padecían de una similar precariedad financiera y escaso desarrollo industrial? El fracaso del proyecto confederal impulsado por el gobierno mexicano evidencia que la mayoría de la élite política y económica que integraba la familia hispanoamericana prefirió resguardarse bajo la sombra de las potencias europeas. El gobierno venezolano ofrece el ejemplo más claro de la postura anterior. A través de su ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, Guillermo Smith, señaló que no podía prescindirse de la amistad de las grandes potencias. Por tanto, debía concederse: […] perfecta igualdad en nuestra legislación de aduanas para todas las naciones, adminístrese pronta y cumplida justicia a los extranjeros en sus pleitos entre sí o de ellos con los nacionales: concédanseles la misma libertad y garantías a aquellos que a estos en el ejercicio de sus profesiones e industrias; y en fin, apreciando las ventajas que nos resultarán del trato y comercio con todo el mundo, admítaseles todo género de protección: tales son los medios de ponernos al abrigo de toda enemistad y agresión; y si contra tan racional expectativa aconteciere que alguna potencia se declare nuestra enemiga, nuestro proceder justo, franco y benévolo, unido a los celos y rivalidades que existen entre las naciones europeas, nos proporcionará auxiliares más poderosos en Europa que los que podríamos encontrar en América por virtud del pacto de confederación55.
En resumen, dijo Smith, sería más fácil para Venezuela «[…] encontrar un aliado verdadero en Europa, llegado el caso de una injusta agresión, que entre los Estados mencionados, porque mantiene con casi todas las potencias de aquel continente relaciones comerciales y diplomáticas, y ninguna con los Estados de la América española». De esta manera, el canciller venezolano vinculó la política comercial con la seguridad nacional: en la medida que las grandes potencias tuvieran intereses debidamente garantizados en Venezuela, se ahuyentaría el riesgo de que alguna de ellas intentara una agresión militar. Por el contrario, si se comprometía en una confederación hispanoamericana, entraría en contradicción con ciertos acuerdos que tenía con algunos países de Europa, con la cual tenía «[…] todas sus comunicaciones y de donde espera civilización, artes, ciencias, población, riquezas y, en fin, su futuro engrandecimiento […]»56. En suma, el presente y el futuro de los países hispanoamericanos dependían de las relaciones con Europa, no de las que pudieran establecer entre sí. Se trataba de una postura comprensible, en virtud de que Venezuela colocaba su cacao —principal y casi único producto de exportación— en Europa. Nada comerciaba con México ni con sus vecinos sudamericanos.
Seguridad y confederaciónLa formación de una alianza militar fue uno de los propósitos de los proyectos mexicanos de confederación, pero no el sustancial, a diferencia del Congreso de Panamá. Se percibía a España como el enemigo más peligroso, pero también se creía, como sucedió, que tendría que reconocer las independencias de los nuevos países. En 1831 el gobierno mexicano juzgaba que era grande el riesgo de un ataque de España, como el de dos años atrás. No obstante, después de la firma del tratado de 1836, mediante el cual se firmó la paz con el país ibérico, esa preocupación desapareció. El temor a una agresión militar volvió más tarde, pero ya no sería causado por España.
La breve guerra franco-mexicana de 1838 y la hostilidad estadounidense incentivaron a los sucesivos gobiernos mexicanos a buscar el acercamiento con los demás países de Hispanoamérica. El problema consistió, por un lado, en que una confederación estable no podía obedecer solo a las amenazas coyunturales de guerra, y por el otro, en que los países convocados no sentían ninguna obligación ni deseo de involucrarse en conflictos que consideraban ajenos. No compartían la tesis del gobierno mexicano de la existencia del agravio común. La supuesta hermandad no llegaba a tanto. Salvo contadas excepciones, tampoco percibían a Estados Unidos como una amenaza. Tendrían que pasar varias décadas antes de que la desconfianza hacia este país se extendiera también en Sudamérica.
Desde el punto de vista de algunos gobiernos hispanoamericanos, una confederación militar podría comprometerlos a erogar cuantiosos recursos financieros —que no tenían— y a mandar a sus hombres a morir en una guerra quizá provocada por las «[…] pasiones, caprichos y desaciertos […]» de alguno de los integrantes de la federación57. Sería difícil legitimar una expedición para apoyar a Estados con los cuales el único vínculo era «[…] la general identidad de causa», pero poco o nada en particular. Por otro lado, para organizar una campaña militar se deberían primero construir acuerdos, tarea no siempre fácil, que los órganos legislativos de cada Estado ratificarían o no. Ese proceso podría tomar años. Para entonces la guerra tal vez se habría perdido. Sería mejor que el país agredido buscara el apoyo de sus vecinos contiguos mediante la firma de tratados defensivos bilaterales que no necesitarían de la concurrencia de los integrantes de una confederación. Este recurso ofrecía la oportunidad a cada Estado de mantener negociaciones ágiles en varios frentes y obtener provecho de las circunstancias particulares del momento. Apostar a la reunión de un congreso confederal ocasionaría la pérdida de esas oportunidades58.
La objeción más contundente de nuevo provino del gobierno venezolano. En palabras del citado ministro Smith: Alianza ofensiva y defensiva general, no puede existir entre aquellos pueblos que no tienen comunidad de intereses y sí rivalidades y aun enemistades; que están diseminados en un vasto continente y separados por altas montañas, selvas espesísimas o dilatados desiertos, de exigua población relativamente a su territorio, que no poseen marina de guerra, ni ejércitos disciplinados ni un erario rico y que se hacen la guerra civil59.
El proyecto, concluía Smith, «[…] honra sin duda los filantrópicos sentimientos del que primero le concibió; pero desgraciadamente es una de aquellas hermosas teorías que jamás podrán realizarse en la práctica […]»60. Por encima de los supuestos vínculos de familia, estaban los intereses particulares de cada Estado.
Los motivos inconfesablesLa creencia del chileno Joaquín Campino de que México carecía de ambiciones hegemónicas sobre los demás países hispanoamericanos no era acertada, aunque tampoco existía un afán de dominación como el imaginado por el presidente venezolano José Antonio Páez y sus ministros. Las instrucciones públicas de 1831 para los enviados mexicanos se complementaron con otras reservadas, en las cuales era clara la pretensión mexicana de constituirse en la potencia hegemónica de Hispanoamérica. Según dichas instrucciones: El concepto que este Estado [mexicano] ha adquirido en el exterior, la idea que se tiene formada de su fuerza y riqueza, su proximidad a la Europa, todo debe contribuir a darle un influjo decisivo sobre las demás nuevas Repúblicas y hacer de esta el centro de la política de todas. Pero si esto se anunciase así entre ellas, podría causar celos y rivalidades tan perjudiciales al grande objeto que el Vicepresidente [Anastasio Bustamante] se propone, como lo fueron ya cuando el General Bolívar promovió la reunión del Congreso de Panamá. Es menester, pues, alejar con arte toda aprensión de que México pretenda ejercer influjo ni obtener preeminencia alguna sobre las demás; pero es menester hacer al mismo tiempo todo lo posible por que la reunión sea en esta Capital. Este influjo que es inevitable, que está en la naturaleza de las cosas, se fortificará y dilatará, así México vendrá a ser para la política exterior la Metrópoli de toda la América61.
La hegemonía mexicana dentro de Hispanoamérica se juzgaba necesaria para contrapesar las aspiraciones en el mismo sentido de Estados Unidos, pero también como un mecanismo de defensa ante la amenaza que esta república significaba para la soberanía de México. De hecho, uno de los propósitos consistía en crear un bloque de países que contrarrestara el creciente poderío estadounidense, como claramente se señaló en las instrucciones que recibió Manuel Crescencio Rejón en 1842. Es de absoluta necesidad que México adquiera este influjo diplomático en los negocios de América, pues que aspirando a él los Estados Unidos del Norte, todo lo que ellos avanzaren sería en nuestro perjuicio. Ya anunciaron esta pretensión en el Congreso de Panamá y nunca han dado un paso que no sea guiado a ese fin. Por tanto se recomienda muy expresamente el combatir diestra pero constantemente ese influjo Norte Americano y no perder ocasión de adquirirlo para México, en el cual también se tiene a la mira el adquirir toda la fuerza moral y necesaria para resistir con ventaja las pretensiones solapadas pero no menos ciertas de aquellos Estados sobre nuestras fronteras del Norte […]62.
Estos testimonios evidencian la preocupación del gobierno mexicano por las ambiciones territoriales de Estados Unidos, pero también hacen patente el deseo mexicano de ocupar el lugar preponderante en Hispanoamérica a que aspiraba su vecino del norte. Obviamente, este anhelo estaba fundado en la convicción de que podía hacerse. Ya se ha mencionado que varios políticos e intelectuales de la década de 1820 estaban convencidos de que el poderío económico de México era similar al estadounidense. No se trataba solo de frenar el expansionismo estadounidense, sino de disputarle la hegemonía continental.
El orden geopolítico americano al que Lucas Alamán aspiraba consideraba tres polos de poder que garantizarían el equilibrio continental. Por un lado estaría Estados Unidos; por otro, Brasil; la tercera potencia sería México, que lideraría a los países hispanoamericanos. Quizá Alamán estaba ya consciente de la debilidad mexicana ante Estados Unidos, de ahí que, pese a cierta desconfianza hacia el imperio brasileño, juzgara necesario un acercamiento con él para contrarrestar el poderío estadounidense. La condición de potencias que Alamán asignaba a México y Brasil emanaba de la posición preponderante que habían ocupado en el orden de Antiguo Régimen. Según su dicho, México y Brasil debían «[…] ganar lo que los otros pierden y sostener el honor del hemisferio. Dejando a cada uno la forma de Gobierno que más le cuadre […]»63. Algunos países hispanoamericanos intuyeron estas aspiraciones hegemónicas. Como ya se señaló, el gobierno venezolano de José Antonio Páez expresó su recelo de que el mexicano abrigara pretensiones de dominación, como las que atribuyó a Bolívar64.
ConclusionesLa idea de que convenía y podía constituirse una confederación de Estados hispanoamericanos surgió casi al mismo tiempo que la de crear estos. La iniciativa emanó sobre todo de la necesidad de enfrentar las amenazas a su frágil y embrionaria existencia. Para ello los promotores de la confederación apelaron a los vínculos históricos proporcionados por la misma entidad de la cual buscaban separarse: España. Pronto se hizo evidente el carácter endeble, incluso quimérico, de la supuesta identidad, pues fue relegada por los intereses particulares de la mayor parte de las élites políticas y económicas de cada Estado. Se impuso la idea de quienes creían que la viabilidad de los nuevos Estados dependía del apoyo que pudieran obtener de las potencias consolidadas de Europa. Esta concepción fue alimentada por la doctrina del libre comercio, que la mayoría de los países abrazó en los años inmediatos posteriores a la consecución de sus independencias. En esta lógica, la seguridad nacional y la consolidación de la independencia se asociaron con el reforzamiento de los vínculos comerciales con las potencias. La solidaridad entre los supuestos hermanos no fue más que un anhelo.
Lo anterior no significa que la identidad imaginada carezca de importancia histórica. Por el contrario, se convirtió en un afán intermitente de quienes históricamente han cuestionado la forma en que los países hispanoamericanos se anclaron al sistema económico internacional. La retórica hispanoamericanista se incorporó al lenguaje político, sobre todo durante el sigloxx; por tanto, las sutilezas de la diplomacia decimonónica exigían aludir a la imaginada identidad hispanoamericana, aunque no existiera una inclinación sincera ni condiciones por hacer realidad la confederación. Pese a los escasos o nulos intereses comunes inmediatos y tangibles, los gobiernos hispanoamericanos expresaban su deseo de estrechar relaciones entre sí. Se trataba, pues, de una comunión simbólica, pero carente de la cohesión que proporcionan los intereses e intercambios de la economía y la política.
La estrategia retórica mexicana para legitimar su propuesta confederal consistió precisamente en subrayar la existencia de intereses comunes y de una comunidad cultural, de una familia hispanoamericana, la cual obligaba moralmente a sus miembros a mantenerse unidos y a socorrerse de manera recíproca. Evidentemente, los artífices mexicanos de las iniciativas de confederación estaban movidos por el deseo de obtener ventajas políticas y económicas, e incluso de convertir a su país en la «metrópoli de toda la América», o al menos de Hispanoamérica. No obstante, hay que apuntar que algunos, como Alamán, también estaban convencidos de que la integración política y comercial hispanoamericana constituía una ruta que garantizaría un desarrollo económico autónomo, sin la subordinación a las grandes potencias. La independencia política de España no sería plena si no se acompañaba de un desarrollo económico autónomo que en algún momento pondría a los nuevos Estados a la par de los más industrializados.
Atribuir el fracaso y el desinterés por construir un sistema económico hispanoamericano, para luego insertarse en bloque al internacional, solo a una postura doctrinaria librecambista, es insuficiente. El proyecto de integración suponía construir un entramado comercial basado en la complementariedad de los mercados, casi inexistente durante el Antiguo Régimen y que prácticamente desapareció durante los años de guerras. Esa tarea requería un periodo largo, que las precarias finanzas públicas de los nuevos Estados no soportarían, ni los impacientes miembros de las élites económicas y políticas estaban dispuestos a aceptar. Las necesidades inmediatas anularon los proyectos cuyas bondades se prometían para un futuro relativamente distante. Sin embargo, debido a que la forma de inserción al sistema económico internacional elegida tampoco ha satisfecho las altas expectativas económicas de los países hispanoamericanos, sobrevive el anhelo de integración hispanoamericana como una alternativa para estos. Es verdad que los depositarios de dicha aspiración constituyen una minoría política e intelectual —aunque mayor que la del sigloxix—, pero su persistente adhesión a la quimérica identidad hispanoamericana —o latinoamericana— justifica una reflexión histórica acerca de los orígenes y las razones de dicha continuidad.
Este artículo forma parte de un proyecto de investigación mayor, financiado por el Programa de Apoyo a Proyectos para la Innovación y el Mejoramiento de la Enseñanza (PAPIME) de la Universidad Nacional Autónoma de México, con número PE403414.
Jesús Hernández Jaimes. Doctor en Historia por El Colegio de México. Profesor de tiempo completo del Colegio de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Su libro más reciente es La formación de la hacienda pública mexicana y las tensiones centro periferia, 1821-1835, México, El Colegio de México, Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM e Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2013.
Líneas de investigación en curso:
• Las «derechas» en América Latina, circa 1950-2000 (conservadurismo, anticomunismo, nacionalsocialismo, fundamentalismo nacionalista, fundamentalismo religioso, falangismo, filohispanismo; pensamiento anti-igualitarista, anti-democrático y anti-liberal, etc.).
• El hispanoamericanismo mexicano decimonónico.
No ignoro que la crisis del imperio español que surgió en 1808 abrió muchas rutas potenciales para los hispanoamericanos; la independencia absoluta de España era solo una de ellas. No obstante, con muchos matices, es inobjetable que fue la que se impuso en la América continental.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Una excepción es la propuesta de Francisco de Miranda para que las posesiones españolas en América se independizaran y constituyeran un solo Estado. Sin embargo, Miranda no pertenecía a la élite política, sino a la intelectualidad americana que residía en Europa, donde escribió y publicó sus ideas (Ocampo López, 1981, p. 49). Varios autores sostienen, sin pruebas contundentes, que existía una «idea de América» entre los hispanoamericanos desde el Antiguo Régimen, es decir, tenían un sentido de identidad hispanoamericana que los diferenciaba de los españoles peninsulares y los cohesionaba políticamente de manera horizontal. Algunos sostienen, incluso, que dicha identidad americana estaba presente también en los grupos populares (Ocampo López, 1981; Escandón, 2008, pp. 19-44).
La incredulidad de Simón Bolívar acerca de la posible formación de un solo Estado en las posesiones americanas, antes españolas, se puede constatar en su Carta de Jamaica (Bolívar, 1815), de la cual existen numerosas ediciones. Para este trabajo se leyó la siguiente: http://www.cpihts.com/PDF/Simon%20Bolivar.pdf, consultada el 27 de octubre de 2014.
Este ensayo es una revisita de un tema tratado (Vázquez, 1991; Méndez Reyes, 1996; Vázquez Olivera y Campos Hernández, 2013; Herrera León, 2013). Josefina Z. Vázquez y Salvador Méndez Reyes describen las instrucciones que en 1830 entregó Lucas Alamán a dos enviados diplomáticos a Centro y Sudamérica, quienes tenían la misión de construir un acuerdo con los demás gobiernos hispanoamericanos para constituir una confederación. Dichas instrucciones incluían también asuntos distintos al de la confederación de los cuales da cuenta la autora y que no se tratan en este ensayo. Vázquez Olivera realiza un fino resumen y análisis de dichas instrucciones en un ensayo en que cubre un arco temporal más amplio que llega hasta la segunda mitad de sigloxx y en el cual se ocupa de la postura de los gobiernos mexicanos ante los proyectos de integración. A diferencia de los trabajos anteriores, en este texto se analiza solo un aspecto de los varios que contienen las referidas instrucciones: las razones del gobierno mexicano para fundar su proyecto y las reacciones de los gobiernos hispanoamericanos.
Los autores citados, pero en especial Méndez Reyes y Herrera León, analizan los proyectos de confederación diseñados en México, centrándose exclusivamente en la figura de Lucas Alamán, sin duda el principal propulsor de los mismos. En este ensayo también se destacará —porque es inevitable— la importancia de Alamán, pero se subraya que el ideario confederacionista era compartido por otros miembros de la élite política e intelectual mexicana. En suma, en este trabajo no se descartan, descalifican, ni se rebaten los aportes de los ensayos de los autores precedentes. Por consiguiente, no hay propiamente un distanciamiento de ellos; solo se pone énfasis y se amplía el análisis de algunos tópicos que ya trataron.
Dos autores que sostienen de manera categórica que desde el periodo colonial existía una identidad hispanoamericana son Ocampo López (1981) y Escandón (2008, pp. 19-44).
Méndez Reyes (1996) sostiene que había un interés generalizado entre la clase política hispanoamericana a partir de la respuesta positiva de la mayoría de los gobiernos invitados. En oposición, creemos que el ideal hispanoamericano anidó en una minoría de integrantes de la élite política e intelectual, y que las expresiones de beneplácito de los gobiernos hispanoamericano ante las iniciativas de integración fueron casi siempre simples gestos de cortesía.
El contenido del tratado con México es casi idéntico al de los tratados que Colombia había firmado ya con Perú (6 de julio de 1822), Chile (21 de octubre de 1822) y las Provincias Unidas del Río de la Plata (8 de mayo de 1823), así como al que firmaría después con la República Centroamérica (5 de mayo de 1825) (Reza, 2006a, pp. 17-18 y 69-73).
Reza, 2006a, p. 13; Sosa, 1882, pp. 64-65; Lucas Alamán, Memoria que el Secretario de Estado y Despacho de Relaciones Exteriores e Interiores presenta al Soberano Congreso Constituyente, sobre los negocios de la Secretaría de su cargo, leída en la sesión de 8 de noviembre de 1823 (Documentos diversos, 1946-1948, pp. 65-66).
Francisco Severo Maldonado, Apuntes sobre un tratado de confederación general entre todas las Repúblicas Americanas (Calvillo, 2003, p. 795).
Francisco Severo Maldonado, Apuntes sobre un tratado de confederación general entre todas las Repúblicas Americanas (Calvillo, 2003, p. 795).
Francisco Severo Maldonado, Apuntes sobre un tratado de confederación general entre todas las Repúblicas Americanas (Calvillo, 2003, p. 795).
Información importante sobre la labor política de Juan de Dios Mayorga en México durante el gobierno de Agustín de Iturbide y los meses posteriores puede encontrarse en Vázquez Olivera (2009, capítulos 1 y 3).
Lucas Alamán, Memoria que el Secretario de Estado y del Despacho de Relaciones Exteriores e Interiores presenta al Soberano Congreso Constituyente, sobre los negocios de la Secretaría de su cargo, leída en la sesión de 8 de noviembre de 1823 (Documentos diversos, 1946-1948, pp. 65-67).
Lucas Alamán, Memoria presentada a las dos cámaras del Congreso General de la federación por el Secretario de Estado y del Despacho de Relaciones Esteriores é Interiores, al abrirse las sesiones [11 de enero] del año de 1825, sobre el estado de los negocios de su ramo (Documentos diversos, 1946-1948, p. 122).
Carta de Don Carlos María de Bustamante a Bolívar proponiéndole la candidatura de generalísimo de la federación de América de 2 de febrero de 1825 (Bolívar en México (1799-1832), 1946, pp. 69-71)..
Bolívar invita a México a concurrir al Congreso continental de Panamá, 7 de diciembre de 1824 (Bolívar en México, 1946, pp. 63-64). Simón Bolívar: invitación al congreso de Panamá (Reza, 2006a, pp. 74-76).
La participación de Brasil, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y los Países Bajos fue motivo de discusión y desacuerdo entre los gobiernos hispanoamericanos. Francisco de Paula Santander, a la sazón presidente de Colombia, motu proprio invitó a Estados Unidos. En consecuencia, los gobiernos de Colombia y México se sintieron obligados a sumarse a la invitación, así como a extenderla a las potencias europeas.
Circular de la cancillería mexicana a los gobiernos hispanoamericanos, México, 13 de marzo de 1831 (Reza, 2010a, pp. 259-261). Instrucciones de la cancillería a Díez de Bonilla, 3 de junio de 1831, y Credenciales de Cañedo, 3 de junio de 1831 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 139 y 161-162). El proyecto atribuido a Lucas Alamán ha sido glosado y analizado por varios de los autores ya citados. Por consiguiente, presentaremos aquí solo una apretada síntesis (Vázquez, 1991; Méndez Reyes, 1996; Vázquez Olivera y Campos Hernández, 2013; Herrera León, 2013). Antes de dichos autores, los compiladores de los documentos sobre el tema adelantaron algunas ideas que luego serían ampliadas por los segundos. Entre los prologuistas y autores de textos introductorios a dichas compilaciones documentales destacan Cuevas Cancino (1962) y De la Reza (2006a, 2010a).
La república de Paraguay, encabezada por el Dr. Gaspar Rodríguez de Francia, había optado por aislarse de las repúblicas vecinas. Muy poco se sabía de dicho país en México, salvo que estaba gobernado de manera dictatorial. Juan de Dios Cañedo se refirió a él como «un paréntesis del liberalismo americano». Oficio de Cañedo a su cancillería, Lima, Perú, 28 de julio de 1833 (Cuevas Cancino, 1962, p. 234).
Instrucciones de la cancillería mexicana a los enviados extraordinarios cerca de las repúblicas que antes fueron colonias españolas, México, 3 de junio de 1831 (Reza, 2010a, pp. 265-266).
Memorándum del Sr. D. Joaquín Campino, ministro plenipotenciario de la República de Chile, Ciudad de México, 31 de enero de 1831 (Cuevas Cancino, 1962, p. 92).
En el tratado de amistad entre Chile y México, que se redactó tres semanas más tarde, ambos gobiernos se comprometieron a estrechar vínculos mediante la convocatoria a un nuevo congreso de ministros plenipotenciarios «[…] de las repúblicas formadas en territorios sujetos antes al rey de España […]», el cual se realizaría en Tacubaya, México (Cuevas Cancino, 1962, p. 99).
Circular de la cancillería mexicana a los gobiernos hispanoamericanos, México, 13 de marzo de 1831 (Reza, 2010a, pp. 259-261).
Instrucciones de la cancillería mexicana a los enviados extraordinarios cerca de las repúblicas que antes fueron colonias españolas, México, 3 de junio de 1831 (Reza, 2010a, p. 265). Circular de la cancillería [mexicana] a S. E. el Secretario de Relaciones Exteriores de la República de Buenos Aires, Perú, Bolivia, Colombia, Chile y Centro América, México, a 13 de marzo de 1831 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 123-125). El gobierno uruguayo no fue aludido en este documento debido a que ya se le había hecho llegar la invitación mediante su representante en Washington.
Circular de la cancillería mexicana a los gobiernos hispanoamericanos, México, 13 de marzo de 1831 (Reza, 2010a, pp. 259-261).
Oficio de Cañedo a su cancillería, Lima, Perú, 28 de noviembre de 1834, Oficio de Cañedo a su cancillería, Lima, Perú, 1 de diciembre de 1834 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 237-239). La cita es de la página 238. En respuesta a una solicitud de información del Congreso, el canciller Ortiz Monasterio informó en 1836 que «[…] a pesar de que la Legación Mexicana acreditada cerca de los Gobierno del Sur de América, desde su llegada a Lima, comenzó sus trabajos con todo empeño para lograr la reunión de la Asamblea General Americana, estos han sido interrumpidos muchas veces por las circunstancias políticas en que se han corrido en algunas épocas respecto a nosotros, desde 832». Oficio de la cancillería al Congreso, 8 de agosto de 1836 (Cuevas Cancino, 1962, p. 241).
Oficio de la cancillería a Cañedo, ciudad de México, 10 de julio de 1838 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 270-272).
Oficio de Cañedo a su cancillería, Lima, Perú, 14 de noviembre de 1838, Circular de Cañedo a los cancilleres de las repúblicas sud-americanas, Lima, Perú, 18 de diciembre de 1838, Nota del canciller de la confederación Perú-boliviana a Cañedo, Palacio Protectoral de Lima, 19 de diciembre de 1838, Oficio de Cañedo a su cancillería, Lima, Perú, 30 de diciembre de 1838, y Oficio de Cañedo a su cancillería, Acapulco, 12 de febrero de 1839 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 272-277 y 283-285).
Nota de la cancillería neo-granadina a la de México, Bogotá, 14 de agosto de 1839 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 295-296).
Nota de la cancillería ecuatoriana a la de México, Quito, 29 de octubre de 1839 (Cuevas Cancino, 1962, p. 297).
Circular de Cañedo (como Canciller) a los cancilleres de seis repúblicas sudamericanas, Ciudad de México, 6 de agosto de 1839, Nota de Cañedo (como Canciller) al canciller del Perú, Ciudad de México, 6 de agosto de 1839, Nota de Cañedo (como Canciller) al canciller de Bolivia, Ciudad de México, 6 de agosto de 1839, Proyecto de nota de Cañedo (como Canciller) al canciller centroamericano, ciudad de México, 14 de agosto de 1839, y Nota de Cañedo (como Canciller) al canciller de la república centroamericana, ciudad de México, 31 de agosto de 1839 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 289-294).
Nota de la cancillería chilena a la de México, Santiago de Chile, 9 de abril de 1840 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 298-299).
Nota de la cancillería boliviana a la mexicana, La Paz, Bolivia, 9 de junio de 1840 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 299-300).
Nota de la cancillería venezolana a la mexicana, Caracas, 7 de mayo de 1840 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 305-313). La cita es de la p. 306.
Circular de la cancillería mexicana a las de las demás repúblicas hispanoamericanas, Ciudad de México, 15 de enero de 1842 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 315-316).
Instrucciones a Rejón, Ciudad de México, 1 de mayo de 1842, Oficio de Rejón a su cancillería, Caracas, 27 de octubre de 1842, y Nota de la cancillería venezolana a Rejón, Caracas, 15 de enero de 1843 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 316-321 y 328).
Nota del plenipotenciario granadino a la cancillería mexicana, Valparaíso, 23 de noviembre de 1842 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 321-323).
Oficio de la cancillería a Rejón, México, 18 de marzo de 1843, e Informe de Rejón a su cancillería, México, 15 de mayo de 1843 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 349-354). Las citas textuales provienen de la p. 352.
La Asamblea de Lima (1847-1848) se realizó como resultado de las gestiones del gobierno peruano. Solo acudieron los representantes del país anfitrión, de Bolivia, Chile, Ecuador y Colombia, es decir, se trató de una reunión casi exclusiva de los países andinos. Más tarde, en 1864-1865 nuevamente el gobierno peruano encabezó otra iniciativa para una asamblea hispanoamericana, la cual también tuvo a Lima como sede, y contó con la presencia de delegados de los mismos países que acudieron en 1847-1848, así como de Venezuela, El Salvador y Argentina, aunque este último solo tuvo carácter de observador. Los resultados de ambas reuniones fueron sumamente modestos; de hecho podrían considerarse como fracasos. Los detalles de estas reuniones han sido estudiadas por De la Reza (2010c, pp. 11-26) y De la Reza (2010b, pp. 71-91).
El pensamiento económico de Lucas Alamán y, en concreto, el proyecto de industrialización para México se puede conocer en Potash, 1959.
Lucas Alamán, Memoria que el Secretario de Estado y del Despacho de Relaciones Esteriores é Interiores presenta al Soberano Congreso Constituyente sobre los negocios de la Secretaría de su cargo, leída en la sesión de 8 de noviembre de 1823 (Documentos diversos, 1946-1948, p. 66).
Bases bajo las cuales la República de México acepta la mediación de la Inglaterra para transigir definitivamente sus desavenencias con España y José Mariano Michelena al excelentísimo señor secretario de Relaciones Exteriores de México, Londres, 31 de octubre de 1824 (López Roux, 1995, p. 128). México: instrucciones a los ministros plenipotenciarios, s. f., México: aclaraciones sobre las instrucciones (respuestas), México, 9 de marzo de 1826, y Estados Unidos: instrucciones a los ministros plenipotenciarios, 8 de mayo de 1826 (Reza, 2006a, pp. 111, 115 y 135-137; Méndez Reyes, 1996, p. 144).
Llama la atención la semejanza de las ideas económicas de Joaquín Campino con las de Lucas Alamán, probablemente consecuencia de las «[…] largas conversaciones que tuvieron […]» mientras el primero vivió en la ciudad de México. Memorándum del Sr. D. Joaquín Campino, ministro plenipotenciario de la República de Chile, Ciudad de México, 31 de enero de 1831, y Carta de Alamán a Campino, ciudad de México, 3 de junio de 1831 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 92 y 164).
Instrucciones de la cancillería mexicana a los enviados extraordinarios cerca de las repúblicas que antes fueron colonias españolas, México, 3 de junio de 1831 (Reza, 2010a, p. 264).
Durante las negociaciones del tratado entre los gobierno de México y Ecuador en 1838, el representante ecuatoriano, Manuel Antonio Luzárraga, propuso utilizar como base el tratado que el gobierno mexicano había firmado con el de Estados Unidos, aunque con algunas modificaciones. Una de ellas consistía en que el cacao guayaquileño entrara a México sin pagar ningún impuesto. A cambio, igual privilegio se concedería por la harina, cebos, cueros, palo de brasil, cedro, caoba, rebozos y azúcares de origen mexicano que ingresaran a Ecuador. La sugerencia no fue aceptada por el gobierno mexicano. Por consiguiente, el tratado se firmó sin esa cláusula el 21 de junio de 1838. Oficio de Cañedo a su Cancillería, 24 de mayo de 1832, y Oficio de Cañedo a su cancillería, 26 de mayo de 1832 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 175-177).
Oficio de Cañedo a su Cancillería, 24 de mayo de 1832, y Oficio de Cañedo a su cancillería, 26 de mayo de 1832 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 175-177).
Nota de la cancillería venezolana a la mexicana, Caracas, 7 de mayo de 1841 (Cuevas Cancino, 1962, p. 309).
Nota de la cancillería venezolana a la mexicana, Caracas, 7 de mayo de 1841 (Cuevas Cancino, 1962, p. 310).
Nota de la cancillería venezolana a la mexicana, Caracas, 7 de mayo de 1841 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 305-313). La cita es de la página 309. Esa era también la postura del gobierno chileno en 1834. Nota de la cancillería chilena a Cañedo, Santiago de Chile, 17 de junio de 1834 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 212-215).
Nota de la cancillería chilena a Cañedo, Santiago de Chile, 17 de junio de 1834 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 212-215).
Nota de la cancillería venezolana a la mexicana, Caracas, 7 de mayo de 1841 (Cuevas Cancino, 1962, p. 312).
Nota de la cancillería venezolana a la mexicana, Caracas, 7 de mayo de 1841 (Cuevas Cancino, 1962, p. 313).
Instrucciones reservadas de la cancillería a los plenipotenciarios Cañedo y Diez de Bonilla, Ciudad de México, junio de 1831 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 138-139). Instrucciones secretas a Manuel Crescencio Rejón, 1 de mayo de 1842 (Correspondencia inédita, 1948, p. 50).
Instrucciones secretas a Manuel Crescencio Rejón, 1 de mayo de 1842 (Correspondencia inédita, 1948, p. 50).
Carta de Lucas Alamán a Manuel Eduardo Gorostiza, Ciudad de México, 5 de noviembre de 1830 (Documentos diversos, 1946-1948, p. 442).
Oficio de Rejón a su cancillería, Caracas, 27 de octubre de 1842 (Cuevas Cancino, 1962, pp. 325-326).