Quienes tenemos la fortuna de conocerlo sabemos que, al lanzar sus afirmaciones más provocadoras, Fernando Betancourt suele reírse. No es una risa despectiva, ni mucho menos soberbia, sino que guarda un doble significado en términos de su relación con el mundo y con su propia obra. En cuanto al primer aspecto, en su risa trasluce su tan característica cortesía, al ofrecer al interlocutor en turno una alternativa invaluable, a saber, la oportunidad de tomar sus palabras al vuelo y entablar un diálogo crítico, exigente y de derivaciones con frecuencia imprevisibles o, por el contrario, la posibilidad de sustraerse a sus incitaciones, obviar el tema propuesto y evitar la incómoda necesidad de confesar ignorancia o incapacidad para captar los ejes del debate. En dirección inversa esa risa resulta igualmente reveladora del vínculo que mantiene con los escritos que ha ido elaborando a lo largo de su trayectoria, una risa irónica, en el sentido estricto de denotar un signo de distanciamiento frente a sí mismo y a sus propias reflexiones. De hecho, en tan modesto concepto suele presentar los resultados de estos años de trabajo que, quien con ingenuidad le creyera, quedaría sin duda asombrado ante el alcance de sus ideas, ya sea que aborden temas caros para el gremio, como el papel de la narración, el sentido del acontecimiento y el lugar de las fuentes, o nociones de todavía mayor envergadura, como el método y la lógica procedimental que subyace en la escritura misma de la historia.
El libro que aquí se comenta, Historia y cognición. Una propuesta de epistemología desde la teoría de sistemas, no constituye una excepción a esa economía del discurso. Lejos de insistir en hallazgos previamente articulados, Betancourt nos ofrece en estas páginas una muestra de la radicalidad que distingue su pensamiento, radicalidad entendida como un cuestionamiento a fondo, sin temor de subvertir, al filo de sus argumentaciones, ni sus trabajos anteriores ni la concepción misma de la disciplina. A la luz de su propuesta parecen incluso timoratos los intentos emprendidos desde la teoría de la historia más convencional, ya sea que se plantee desechar viejos conceptos e introducir otros nuevos, o que reflexione en torno a los fundamentos teóricos que sostienen el saber sobre el pasado. En la medida en que dichos fundamentos solo adquieren validez en relación con el paradigma cognitivo imperante, el autor nos invita a dilucidar la lógica que rige esos modelos, esto es, a describir el funcionamiento que distingue el hacer historiográfico —por oposición a un explícito decir— dentro del cuadro de las ciencias y en el marco más amplio de la sociedad. Tal es el sentido crítico, en modo alguno normativo, que presta al sintagma «epistemología de la historia».
De ser verdad que la desarticulación del sujeto se ha convertido en una nota distintiva de su personalidad y pensamiento, no parece casual que Betancourt haya encontrado en la teoría de sistemas de Niklas Luhmann el punto de arranque para dar cauce a sus análisis de la historia. Más en concreto, el autor se ha propuesto asimilar y responder a lo que en su libro denomina «el desafío de la complejidad». Esto significa, en sus propias palabras, «asumir el conocimiento científico en toda su dimensión diferencial, con sus universos conceptuales y categoriales, sus procedimientos y sus lógicas de operación, supone asumir con todas sus consecuencias que no es susceptible de ser reconducido a una forma unitaria ni tampoco homogénea» (p. 110). Para lograrlo, ha decidido, no tanto rechazar en bloque y por principio los conceptos que nos ha legado la tradición, cuanto emprender un productivo experimento. Este consiste en aplicar la teoría del observador a esa particular región epistemológica que es la historia e interrogarse así, ya no sobre el qué de la mirada —las representaciones del ayer—, sino por el cómo de la observación —las distinciones que la orientan y la condicionan—.¿Cuáles son las consecuencias de este planteamiento para la práctica historiográfica? Tal como se apunta en los primeros dos capítulos de la obra, ello implica, en un primer término, que el quehacer del historiador no está determinado por la naturaleza y el sentido del pasado, sino por la configuración estructural de su mismo presente —el lugar de la observación—. Lejos de aludir así a la inevitable intervención de elementos autobiográficos en la escritura de la historia, la centralidad del presente supone eliminar cualquier resto de subjetivismo. No puede ser de otra forma, si se considera que el basamento social del que parte el discurso exige abandonar la tradicional diferencia entre sujeto y objeto, eje articulador del pensamiento occidental, y sustituirlo por aquellas distinciones que en nuestros días regulan la esfera comunicativa. De ahí que la fundamentación deba derivarse de nuevos presupuestos, o incluso privarse de ellos, dado que «fundamentar —escribe Betancourt— consiste en describir los condicionamientos sociales del conocimiento. Aquí el cambio consiste en desechar aquellos principios teóricos de fuerte carácter apriorístico para introducir elementos de orden social» (p. 39).
Las implicaciones de analizar la disciplina histórica desde una teoría del observador no se agotan con los señalamientos acerca de la temporalidad en que aquella se inscribe. Al distinguir entre lo visible y lo invisible, entre lo patente y lo latente, toda observación —ya sea directa o reflexiva, de primer o de segundo orden— conlleva un punto ciego, a la vez un límite y su condición de posibilidad. El historiador que se interese por llevar este a la conciencia deberá realizar una observación suplementaria, con lo cual se produce un singular efecto: el punto ciego solo se desplazará, sin alcanzar nunca a disolverse. El carácter incompleto de la mirada dirigida hacia el ayer queda así de manifiesto, como también lo hace la mecánica misma que rige el proceso: la apertura estructural a la recurrencia propicia el cambio y garantiza la movilidad del sistema. Ahora bien, en la medida en que se esfuerza por transparentar opacidades, a la reflexión teórica corresponde una función en modo alguno desdeñable, dado que mediante ese proceder opera nada menos que como motor del campo historiográfico. A contracorriente de ciertas posturas, proclives a deslegitimar o a ignorar las investigaciones sobre la propia disciplina, el análisis muestra, según puede leerse en Historia y cognición, que «la epistemología no es un agregado a la labor central de producción cognitiva o un simple auxiliar de autocomprensión para los propios científicos, sino un mecanismo estructural de recursividad sin el cual no puede haber investigación científica» (p. 129).
Una prueba de la fecundidad en este cambio de enfoque aparece en su habilidad para dar cuenta del desarrollo de la ciencia histórica a partir de nuevas claves interpretativas. Sin abrevar en aquellos lugares comunes que hacen de ese recorrido una secuencia de corrientes, temas y problemas, el tercer capítulo de la obra explica el camino hacia su profesionalización desde una perspectiva sistémica. En términos estructurales, un sistema se constituye mediante un doble movimiento que comprende, en palabras de Betancourt, una «clausura operativa» y una «clausura cognitiva». Al primer tipo concierne la formulación de leyes propias, independientes de las que rigen otros ámbitos del saber, es decir, la clausura operativa se refiere a la autonomía del sistema. El segundo tipo, la clausura cognitiva, indica el momento en que dicho sistema se toma a sí mismo por materia de estudio. Es el momento de la autorreferencia. Por medio de una y otra, un campo se vuelve a la vez sujeto y objeto, forma y contenido de su misma práctica. Nada en particular supondría este recuento, común al desarrollo de cualquier área del conocimiento, de no ser porque al filo de la argumentación se identifican las particularidades de aquella que intenta delimitar los contornos del ayer. Se descubre así que la historia, desprovista de un cuerpo temático unitario y de una matriz teórica o metodológica homogénea, nunca alcanzó a cerrar el bucle que la erigiría en sistema. De ahí que el autor afirme, en un postulado tan incisivo como controversial, que esta región epistemológica «no es una disciplina, sino un conglomerado operativo, lo cual le es funcional a sus diferentes entornos, es decir, a las ciencias sociales» (p. 293).
Las interrogantes que este planteamiento despierta difícilmente podrían ser más acuciantes. Si la historia carece de los atributos distintivos de una disciplina, en efecto, ¿cuáles son su sentido y su papel en el presente? En la respuesta a esta pregunta, desarrollada en el cuarto y quinto capítulos, sin duda radica la principal originalidad del libro que nos ocupa, al igual que sus mayores aportaciones a la reflexión sobre la práctica historiadora. Una y otras consisten en subrayar la función crítica y movilizadora que caracteriza a la historia, derivada de su tendencia a introducir la distinción pasado/futuro en los distintos campos del saber. Puesto que las referencias al pasado actúan como un «ejercicio de falsación», una mirada atenta al ayer alentaría, según Betancourt, «el índice de variación de la ciencia social de que se trate» (p. 294). Dicho en otros términos, al contrastar entre un antes y un después, a la historia corresponde la labor de evidenciar la naturaleza contingente de toda forma de conocimiento, promoviendo la autorreflexión y, por consiguiente, la búsqueda de nuevos modelos. Se entiende así que la transversalidad —ese constante roce con sus respectivos entornos, el resto de las disciplinas— y no tanto la autonomía constituya su mayor fortaleza, así como el principal engranaje que impulsa el cambio dentro del conjunto de las ciencias.
Análisis como los recién esbozados muestran la riqueza contenida en una teoría del observador, capaz de subvertir, a partir de puntuales argumentos, la comprensión contemporánea acerca del sentido de la historia. Como toda propuesta a la vez innovadora y sensible al diálogo, resulta natural, sin embargo, que diversos elementos susciten dudas o se presten a la discusión. Por ejemplo, al conceptuar la historia como un mecanismo de transformación y dinamismo, y ya no como un intento por objetivar realidades pasadas, queda abierta la pregunta sobre la pertinencia de restringir el examen a sus expresiones escritas, sin tomar en cuenta otras formas discursivas que se practican más allá de la academia. Al final de cuentas, si el acento recae sobre el acto de historizar, esto es, introducir la diferencia entre un antes y un después, ¿por qué limitar el rango de observación al mismo marco institucional que califica a la historia —y por ende la instituye— como un campo disciplinar autónomo?
Además de evitar suscribir clasificaciones indeseadas, otras ventajas resurgirían al ampliar el objeto de estudio hasta abarcar distintos modos de aprehender el pasado. Una de ellas radicaría en resolver con mayores bríos el problema del relativismo, implícito en el acto de admitir y asumir la contingencia. Pese a no escasear pasajes en que se aborda con acierto esa cuestión, quizás no sobre recordar que el concepto de «opinión pública» permite, en el sistema teórico de Niklas Luhmann, sortear dicho problema. Quienes se han acercado a su obra saben que aquel expresa, no tanto la intersubjetividad, cuanto la comunicación como espacio en común, terreno compartido donde las diferentes observaciones pueden estabilizarse. Por ello, y a falta de criterios externos que garanticen la objetividad, solo la opinión pública estaría en condiciones de asegurar que nuestra vida en sociedad no es un solipsismo. Ahora bien, un efecto análogo en el ámbito de la historia podría alcanzarse al examinar múltiples aproximaciones al ayer, sean estas escritas u orales, visuales o auditivas, científicas o inexpertas. A menos, claro está, que se prefiera renunciar a la falsa ilusión de un suelo firme al cual anclarse y se sostenga, a la manera de Betancourt, que «toda realidad es una construcción. Ese mundo o realidad puede ser de otra manera —otros mundos y otras realidades— si se introducen criterios diferentes, dado que nada garantiza su estabilidad en términos de infinitud» (p. 59).
En un muy conocido texto, La risa de Michel Foucault, Michel de Certeau destacaba ese gesto como el rasgo distintivo del filósofo francés, fallecido hacía apenas un par de años. De Certeau, quien no tardaría en acompañarlo por idéntico camino, recordaba como signo y muestra de ese hecho las líneas de apertura de Las palabras y las cosas, en donde el autor aludía al efecto perturbador de los relatos de Jorge Luis Borges. Este último, afirmó ahí Foucault, «sacude con su lectura todas las familiaridades del pensamiento —del nuestro: de aquel que tiene nuestra edad y nuestra geografía—, estremeciendo todas las superficies ordenadas y todos los planes que explican para nosotros el crecimiento de los seres». En virtud de su capacidad para producir extrañeza y, de este modo, poner al descubierto la fragilidad de nuestras certezas, esa risa representaba, en opinión de De Certeau, la principal característica de la obra y pensamiento de su compatriota. De ahí que concluyera: «No es el señor Foucault el que se burla de los saberes y las previsiones, es la historia la que se ríe»1.
Parafraseando a Michel de Certeau —autor central, al igual que Foucault, en el libro, objeto de este breve comentario—, es posible decir: «No es el señor Betancourt el que se burla de los saberes y las previsiones, es el subsistema de la historia el que se ríe». Pese a ello, en un medio historiográfico tan solemne como el nuestro, con frecuencia poco dispuesto a cuestionar la seriedad de su trabajo, existe el peligro de que esa risa permanezca inadvertida, ignorada o erróneamente confundida con excéntricas carcajadas. Ante el riesgo de desconocer un entorno hasta entonces familiar, no faltará incluso quien pretexte la irrelevancia de la epistemología histórica para sustraerse al esfuerzo de penetrar en una prosa y argumentación complejas. Con ello se escaparía no solo la oportunidad de reflexionar acerca de la actividad que entre todos ejercemos, sino la ocasión de reinventar nuestra profesión y narrativas. Nos perderíamos así de una enseñanza medular en esta obra, expresada al advertir que la historia «descubre en sus investigaciones que el mundo como realidad, como dado por un observador, solo es real porque es una posibilidad entre muchas» (p. 125). A nosotros corresponde decidir explorar algunas.