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Inicio Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México Las controversias por la reforma electoral Argentina, 1873
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Vol. 48.
Páginas 39-67 (julio - diciembre 2014)
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Las controversias por la reforma electoral Argentina, 1873
Controversies for electoral reform. Argentina, 1873
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María José Navajas**
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Resumen

El trabajo examina uno de los debates más intensos suscitado en el Congreso argentino para la reforma de la legislación electoral. Esas controversias permiten apreciar el abanico de ideas imperante y también la intención de ensayar nuevas alternativas para corregir aquello que se consideraba nocivo para el ordenamiento político. Se consideran los aspectos más importantes del proyecto de reforma y se evalúan los obstáculos y las resistencias que condicionaron su elaboración definitiva.

Palabras clave:
Ciudadanía
leyes electorales
representación
liberalismo
siglo xix
Abstract

The paper examines one of the most intense debates on electoral reform raised in the Argentine Congress. Those disputes shed light on the different ideas prevailing on the issue, and on the intention of attempting several alternatives to correct what was considered harmful to the political order. The paper discusses the most important aspects of the proposed reform and evaluates the obstacles and resistances encountered during its final drafting.

Keywords:
Citizenship
electoral laws
representation
liberalism
nineteenth century
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Introducción

Durante las últimas décadas se han multiplicado los estudios sobre la vida política y las elecciones como un tópico fundamental de la historiografía sobre el siglo xix hispanoamericano. Ese interés renovado sobre el ejercicio del voto ha permitido complejizar aquella imagen que describía los comicios como una farsa caracterizada por el fraude y la manipulación, en la que sólo participaba un sector minoritario de la población. Así, un número considerable de análisis locales proponen representaciones diversas del acto electoral, revelando las variantes que los comicios fueron adquiriendo en los diferentes escenarios y contextos.1

La primera revelación que exponen tales estudios es que las elecciones desempeñaron un papel fundamental en el funcionamiento de los distintos regímenes políticos que se establecieron luego de la caída de la monarquía hispánica. La segunda constatación es que un adecuado análisis de las prácticas electorales exige la desarticulación de lecturas lineales que sólo buscan en el liberalismo del siglo xix los antecedentes de las democracias de la centuria siguiente. Sólo de esa manera es posible comprender la especificidad de las experiencias liberales y dar cuenta del significado de las elecciones decimonónicas.2

Ese cambio de perspectiva ha beneficiado nuestra comprensión de los procesos políticos del xix, pero todavía quedan tópicos sin abordar, en especial los referidos a las reformas de la legislación electoral.3 La mayoría de los estudios dedicados a las reformas legislativas parten de interrogantes referenciados en el modelo de las democracias representativas del siglo xx y, en general, sólo abordan aquellas normas que modificaron el ejercicio del voto de acuerdo con ese modelo. En el caso argentino, por ejemplo, existe un número notable de análisis sobre la reforma de 1912 que estableció el voto secreto y obligatorio, mientras que las leyes decimonónicas sólo ocupan un lugar menor en la bibliografía. En general, se considera que dichas leyes sólo introdujeron cambios insignificantes en los procedimientos electorales y, en tanto no provocaron ninguna alteración en el funcionamiento del orden político, carecen de interés para los investigadores.4

Si las distintas normas que rigieron los comicios sólo son observadas como un tema menor dentro de los análisis de la política decimonónica, los debates legislativos para su reforma son prácticamente ignorados.5 Esa indiferencia por parte de los historiadores contrasta con el apasionamiento que los debates generaban entre los legisladores y entre el público que asistía a las sesiones parlamentarias, además de la atención privilegiada que les otorgaba la prensa política. Pero más allá de esas circunstancias, los debates legislativos tienen un valor intrínseco ya que constituyen escenarios fecundos para el análisis de las nociones e imágenes que sobre la política tenían los contemporáneos. Allí se desplegaron visiones variadas, y en muchos casos contrapuestas, sobre las prácticas electorales y se esbozaron diagnósticos acerca de los problemas que debían ser solucionados. El horizonte de expectativas que orientaba esas propuestas reformistas no era, por supuesto, la democracia representativa del siglo xx.6 El principal anhelo de aquellos sujetos era la instauración de un régimen político que funcionase de manera regular y relativamente ordenada y cuya legitimidad no estuviese sujeta a cuestionamientos.

En las páginas que siguen se examina uno de los debates más intensos que se suscitó en el Congreso argentino en torno a la legislación electoral. El análisis de ese debate, desarrollado entre los meses de julio y septiembre de 1873, permitirá considerar los conceptos en disputa, precisar los aspectos más importantes del proyecto de reforma, tanto los que fueron incorporados a la nueva ley como los que quedaron excluidos, y determinar cuáles fueron los obstáculos o las resistencias que condicionaron su elaboración definitiva. En la primera parte del texto se resumen las características principales del régimen electoral vigente; en la segunda parte se presenta y se analiza el debate.

El régimen electoral (1857-1873)

Luego de sancionada la Constitución Nacional en 1853, los escuetos reglamentos electorales que habían regido durante la primera mitad del siglo xix comenzaron a ser reemplazados por leyes cada vez más precisas, minuciosas y, por lo tanto, más extensas. Entre 1857 y 1877, se recorta un periodo muy intenso para el desarrollo de la legislación electoral argentina. Durante esos veinte años se discutieron y reelaboraron las pautas para regular los comicios nacionales en cinco ocasiones: 1857, 1859, 1863, 1873 y 1877.7 A partir de 1877 sólo se introdujeron reformas parciales, y no demasiado significativas, hasta 1902 cuando se sancionó la ley 4 161 bajo la presidencia de Julio A. Roca.

Los constituyentes de 1853 habían establecido algunas pautas generales sobre el sistema representativo, pero no brindaron mayores precisiones acerca del régimen electoral. Así, la Constitución sólo expresó con claridad que los diputados debían elegirse de manera directa y que los senadores y el presidente y el vicepresidente se designarían en elecciones indirectas. Cuatro años más tarde, el Congreso sancionó dos leyes que fijaron el marco regulatorio para los comicios nacionales, en tanto cada provincia conservaba la potestad de dictar su propia legislación para la elección de las autoridades locales.8

En la primera ley sancionada se establecieron las secciones electorales sobre la base de las jurisdicciones parroquiales de cada provincia y se definió el procedimiento para la elaboración de los padrones de votantes mediante la inscripción voluntaria. La determinación sobre las secciones electorales suponía una ratificación de la territorialidad de las comunidades existentes y una reafirmación de sus vínculos de sociabilidad.9 Por otra parte, el procedimiento para la inscripción de aquellos habilitados para votar implicaba que la movilización electoral debía activarse unos meses antes de la fecha estipulada para los comicios. Una vez al año, durante los meses de octubre y noviembre, los ciudadanos debían acercarse a los puntos de inscripción establecidos. Allí, una junta formada por las autoridades locales (municipalidad, jueces, jefe de policía o párroco, junto con vecinos) formaba la lista de los habilitados para votar (el “Registro Cívico”, según los términos de la época) y entregaba a cada quien una boleta como constancia de su inscripción.

En lo que respecta a la jornada electoral, se estableció el procedimiento para la conformación de las mesas que se ocupaban de recibir los votos y realizar el escrutinio. Ese era el primer acto que debía cumplirse para dar inicio a la votación que habría de verificarse en un horario estipulado y durante tres días consecutivos. La ley también precisaba que el voto debía ser público y enunciarse “a viva voz”. En la última sección, se determinaba cuáles eran las situaciones y los comportamientos vedados. Puntualmente se prohibían los armamentos de tropa “o cualquier otra ostentación de fuerza armada” y la citación de milicias durante los días de la elección (art. 7o. de la ley).

De manera simultánea se promulgó la ley de ciudadanía que otorgaba el derecho a voto a los varones mayores de 21 años, excluyendo solamente a los dementes, a los sordomudos, a los eclesiásticos regulares y a los condenados.10 Esa amplitud del derecho a voto, conjugada con la elección directa de los diputados, convierte a la República Argentina en un caso bastante particular. Si bien muchos estados hispanoamericanos adoptaron criterios semejantes para definir la ciudadanía política, evitaron los procedimientos directos en la elección de los representantes.11

La reforma de 1859 suprimió el procedimiento para elaborar el padrón electoral, pero éste fue restablecido por la ley de 1863 que introdujo varias modificaciones. Por una parte, restringió la duración de los comicios a un solo día y, por otra parte, estableció cambios en los requisitos para acceder al voto. En primer lugar, rebajó la edad mínima: los 21 años establecidos en 1857 se redujeron a 18 (edad que podía reducirse aún más si el sujeto estaba enrolado en la Guardia Nacional). En segundo lugar, excluyó del derecho a voto a los soldados, cabos y sargentos de tropa de línea y a “los que debiendo estar enrolados en la Guardia Nacional con arreglo a la ley, no lo estuviesen”.12 Finalmente, exigió que, al momento de votar, se exhibiese la constancia de inscripción, de no cumplirse ese requisito, las autoridades de la mesa electoral debían rechazar ese sufragio.

Todos estos puntos serían revisados y debatidos durante varias jornadas, entre los meses de julio y septiembre de 1873.

El debate de 1873

[…] en todos los países las grandes reformas han tenido siempre su vía crucis.

Rafael Igarzábal, 23 de julio de 1873

El 21 de julio de 1873, en la Cámara de Diputados, comenzó a debatirse un proyecto de ley que introducía cambios sustantivos en el régimen electoral vigente. Las circunstancias eran especiales porque en pocos meses debía renovarse la composición de esa Cámara y formarse las asambleas primarias para la elección de los electores presidenciales. Esto fue advertido por varios legisladores que no creían oportuno llevar adelante las reformas bajo el imperio de las “pasiones de partido”, exacerbadas en las vísperas de la renovación presidencial. Pero los impulsores de la nueva ley insistieron sobre la gravedad de los “abusos” que se cometían durante el desarrollo de los comicios, y señalaron que la proximidad de la elección presidencial hacía especialmente urgente una modificación del marco legal. Incluso se sugería que, de no reformarse la legislación, era posible que el resultado de los comicios fuese impugnado de manera violenta por aquellos que se consideraban defraudados:

sería muy triste el espectáculo que presentarían los poderes públicos del país si, por un acto de vacilación o de debilidad, no se reformase la ley actual de elecciones; porque entonces, señor presidente, creo que tendrían que presenciar esa lucha en que los argentinos, a falta de garantía en la ley, apelarían a la de su brazo para hacer valer sus derechos.13

Bajo tales disidencias se inauguró un debate largo, engorroso e intenso. Las alocuciones de los legisladores eran acompañadas por aplausos o reprobaciones por parte de la barra que, en más de una ocasión, obligaron a levantar la sesión. Al desacuerdo entre aquellos que consideraban inoportuna la reforma y los que entendían que era urgente, se agregó la discrepancia en torno al alcance y contenido que debía tener la misma. La comisión encargada de estudiar el proyecto presentó dos despachos, uno por parte de la mayoría y otro por parte de la minoría. Esto extendió el debate, obligando a establecer una frecuencia diaria para las reuniones y así poder concluir dentro del plazo exigido por el calendario electoral.

Antes de analizar los distintos puntos del debate parlamentario, conviene revisar los perfiles de los diputados que tuvieron una participación destacada. Aunque la Cámara estaba integrada por varias decenas de legisladores, las discusiones fueron protagonizadas por unos pocos diputados, en su mayoría representantes de la provincia de Buenos Aires. De parte de la comisión examinadora, aunque con posiciones disidentes, tuvieron una activa participación los diputados Rafael Igarzábal y Francisco de Elizalde. Igarzábal había sido recientemente electo como diputado por la provincia de San Juan y, aunque no contaba con una experiencia legislativa apreciable ni había concluido sus estudios de Derecho, era el autor del proyecto de reforma que recogía algunas propuestas del presidente Domingo F. Sarmiento (1868-1872). Por su parte, Elizalde era diputado por la provincia de Buenos Aires y exhibía mayores antecedentes en la materia: no sólo había concluido la carrera de leyes en la Universidad de Buenos Aires y se había graduado como doctor en jurisprudencia, sino que además, durante la década de 1860, había integrado las cámaras legislativas provinciales.14 Guillermo Rawson, Eduardo Costa, Aristóbulo del Valle, Bernardo de Irigoyen, diputados por Buenos Aires, y Delfín Gallo, representante de la provincia de Tucumán, completaron el elenco de los legisladores de activa participación en la discusión parlamentaria. Al momento del debate, Rawson y Costa ya contaban con una nutrida experiencia en diferentes cuerpos legislativos y, además, ambos se habían desempeñado como ministros bajo la presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868). Rawson había tenido a su cargo el ministerio del Interior y Costa el de Justicia, Culto e Instrucción Pública. Por su parte, Bernardo de Irigoyen exhibía una carrera política aún más extensa que Costa y Rawson, nacido una década antes que ellos, había tenido oportunidad de ocupar varios cargos bajo distintos gobiernos provinciales y nacionales. Valle y Gallo eran los diputados más jóvenes, nacidos ambos en 1845, no habían participado previamente en ningún ámbito legislativo y sólo Gallo había concluido los estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Valle había interrumpido sus estudios universitarios para alistarse en el ejército y participar de la guerra contra el Paraguay de Solano López, seguramente esa experiencia nutrió algunas de sus ideas sobre la vinculación del derecho al voto con el deber de integrar las fuerzas armadas de la nación (en el apartado referido a la “Guardia Nacional” se analiza en detalle esa cuestión).15

Las secciones electorales

El mapa de los distritos electorales establecido por la ley de 1857 fue el primer tema que abordaron los diputados. Hasta entonces las distintas normas habían considerado a cada estado provincial como una única circunscripción y habían respetado las subdivisiones parroquiales tradicionales. Esto tenía varias implicaciones. Por una parte, definía el número y la ubicación de las mesas receptoras de votos y, por otra, imponía un criterio de representación que sólo contemplaba a las mayorías ya que en cada una de las mesas se votaba por el total de representantes que le correspondía a esa jurisdicción y el resultado se establecía por simple pluralidad de sufragios.16 Aunque la ley no exigía nóminas predeterminadas de candidatos y, en teoría, cada quien podía armar su propio listado, muy rápidamente comenzó a establecerse la práctica de circular listas con los nombres de los postulantes. De esta manera, la mayoría de los votantes llegaban a la mesa con una lista armada de antemano y resultaba casi imposible que triunfaran candidatos que no estuviesen allí incluidos.

Unos años antes, en 1869, el presidente Domingo F. Sarmiento había enviado al Congreso un proyecto para modificar este aspecto de la ley y establecer distritos uninominales. En el mensaje que acompañaba al proyecto, señalaba la presencia de “vicios radicales” en la ley de elecciones, entre ellos el más evidente era el que hacía “de una provincia entera un solo distrito electoral”. El principal problema en esto era que volvía “casi imposible la manifestación de la opinión pública, si no es por el triunfo general de una lista de antemano preparada” y esto desalentaba la participación electoral. En consecuencia, proponía la subdivisión del territorio provincial “en tantas circunscripciones como diputados hubieren de nombrar”, de esta manera, “el conocimiento de las personas, las afecciones mismas o las afinidades políticas” podrían impulsar la participación de los ciudadanos en las elecciones.17

Durante los debates de 1873, la propuesta de Sarmiento fue sostenida por Rafael Igarzábal y contó con el apoyo de Bernardo de Irigoyen. La discusión se planteó sobre dos cuestiones: el sustento constitucional y las posibilidades efectivas de poner en práctica la división en circunscripciones. La primera cuestión derivó en extensos razonamientos acerca de cómo debía interpretarse el espíritu del artículo 37o. de la Constitución nacional, que señalaba a las provincias como “distritos electorales de un solo Estado”. En este punto, Igarzábal argumentaba que la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica era el molde en el que se había forjado el texto constitucional de 1853 y, dado que la legislación de ese país admitía la subdivisión, no había motivo para sostener que era inconstitucional hacerlo en las provincias argentinas.

La viabilidad de la propuesta fue una cuestión que plantearon varios diputados. Algunos señalaban que no contaban con el conocimiento adecuado para definir las circunscripciones y otros consideraban imposible llevarla adelante “sin contrariar los intereses y los propósitos de los partidos en lucha”. En este sentido, advertían que la subdivisión y la elección uninominal podían beneficiar a unos y perjudicar a otros en un contexto ya exaltado por la próxima lucha electoral.18 Pero, al mismo tiempo, se admitía que el tema de la representación de la minoría permanecía como un problema irresoluble bajo el régimen electoral vigente. Al respecto, Irigoyen declaraba:

dejar subsistente el sistema de lista única con que se forman los poderes públicos de la Nación Argentina es dejar subsistente el vicio fundamental que tiene nuestro sistema de elecciones vigente. Yo no lo sostendré porque es el despotismo de la mitad más uno pesando sobre el resto del país.19

El tema de las circunscripciones ponía en evidencia dos situaciones que los legisladores consideraban problemáticas. Por una parte, se señalaba la baja concurrencia de los ciudadanos y, por otra, se advertía la distorsión que generaba el principio de mayoría simple en el sistema de representación. Ambas cuestiones afectaban la legitimad de los gobernantes y, según la perspectiva de los reformistas, podían solucionarse mediante la introducción de las circunscripciones uninominales. La proximidad del elector con el representante, en el ámbito acotado de la circunscripción, debía operar como estímulo para la participación electoral.20 Asimismo, se esperaba que el fraccionamiento de los distritos funcionara como una herramienta para garantizar una representación más adecuada.

Los debates acerca de los mecanismos institucionales más apropiados para una representación justa y legítima se vinculan, indefectiblemente, con los interrogantes que remiten a la “naturaleza del pueblo”, quiénes son los grupos que componen ese pueblo y exigen una presencia en los cuerpos políticos.21 Ahora bien, ¿qué es lo que debía representarse adecuadamente? O dicho de otro modo, ¿cuál era la comunidad imaginada por los legisladores que debía expresarse a través de la circunscripción uninominal? Según puede advertirse en el proyecto de reforma, el fraccionamiento del territorio en distritos únicos debía hacerse respetando las comunidades realmente existentes, no se pensaba una transformación que, a la manera francesa, rompiera las estructuras comunitarias tradicionales. Justamente, uno de los cuestionamientos a la reforma señalaba que era imposible su aplicación inmediata porque se carecía del conocimiento necesario sobre el territorio nacional para delimitar las circunscripciones de manera correcta. Por otra parte, es necesario precisar la idea de “minoría” que está en la base del sistema uninominal y sus efectos prácticos. Esa idea es muy distinta de aquella promovida por un sistema proporcional que adjudica una parte de los representantes a la lista que resulta segunda en los comicios.22 La aplicación del sistema uninominal puede derivar en una fragmentación de la competencia electoral, pero esto no concluye de manera necesaria en la representación de minorías porque en cada distrito sólo resulta electo aquel que obtiene la mayoría de los sufragios. Este punto no fue señalado en el debate, pero debe tenerse en cuenta para entender qué tipo de representación se estaba proyectando.23

La votación final no favoreció a los reformistas y los distritos se mantuvieron sin cambios. Años más tarde, en 1877, bajo la presidencia de Nicolás Avellaneda, volvió a plantearse el problema: ¿cómo lograr una representación que asegurase la estabilidad política?24 La solución entonces propuesta ya no involucró a la normativa electoral, sino que se planteó como un acuerdo estrictamente partidario.25 Bajo el patrocinio del Ejecutivo nacional, representantes del partido gobernante y del principal partido de la oposición concertaron las listas de diputados nacionales para integrar a esa “minoría”, a la cual la ley no le daba representación. Ese acuerdo fue replicado en varias provincias, logrando adhesiones dispares entre las dirigencias locales. El propósito principal era desactivar la disputa electoral y pacificar el escenario político con vistas a la sucesión presidencial. El resultado final fue muy distinto a lo calculado y varios confictos pusieron en jaque al gobierno nacional.26

La renovación del “Registro Cívico” y la formación de la Junta Receptora de Votos

La formación de un padrón electoral imparcial era la instancia principal para garantizar el ejercicio del voto a todos aquellos a quienes la ley consideraba ciudadanos.27 Esta cuestión fue atendida por los legisladores, pero en su determinación operaron distintos factores que condicionaron la redacción final de la ley. El principal problema que se advertía en esta instancia de la elección era la vigencia, en varias provincias, de padrones completamente desactualizados y plagados de datos apócrifos. Esa situación se derivaba de una falta de precisión de la ley sancionada en 1863, que había suscitado situaciones muy diversas: mientras los registros de Buenos Aires se renovaban anualmente, en otras provincias no se depuraba la información y cada año se agregaban los nuevos inscritos a las listas que habían comenzado a elaborarse una década atrás. Aquí puede advertirse claramente el peso de los usos y costumbres de cada comunidad en la aplicación de una normativa que ofrecía resquicios para su aplicación discrecional. Como bien señala Annino, las imprecisiones y los silencios de las normas “otorgaron un reconocimiento a diferentes prácticas electorales, muchas veces contradictorias, que sin embargo fueron consideradas legítimas por las autoridades locales y nacionales”.28 El resultado en este caso era la permanencia de nombres que por distintas razones (como mudanza o fallecimiento) ya debían haberse excluido de las listas de votantes. Además, el diputado Francisco de Elizalde denunciaba que esto había generado “verdaderos escándalos, porque se han tenido boletas [de inscripción] guardadas por algunos individuos para hacerlas servir en las elecciones del año siguiente”.29

Ahora bien, aunque tales irregularidades resultaban incuestionables, la renovación completa de los padrones planteaba otro problema importante. En aquellas provincias donde no se acostumbraba reemplazar los registros, la anulación inmediata de los padrones podía dejar a muchos ciudadanos excluidos del voto porque no habría tiempo suficiente para comunicarles la novedad.30 A ese escenario se agregaba otro dilema: en algunas provincias se estaban desarrollando confictos que obstaculizarían un funcionamiento regular del Registro Cívico. Frente a tales circunstancias, se acordó una disposición transitoria para aquellas jurisdicciones que “fuesen teatro de la guerra”, allí continuarían vigentes los padrones previos. De la misma manera, los ciudadanos que habían sido reclutados y movilizados por la Guardia Nacional y que no pudiesen regresar a tiempo para inscribirse en los distritos correspondientes, no quedarían excluidos del derecho a votar. En definitiva, la renovación completa de las listas de vo tantes debía aguardar a que las condiciones políticas y materiales del país fuesen las adecuadas.

La resolución acerca del Registro Cívico ponía de manifesto una situación que se planteó en distintos puntos del debate: varias de las modificaciones proyectadas encontraban serios obstáculos para su efectiva implementación más allá de la voluntad de los legisladores.31 Tales obstáculos tenían que ver con la persistencia de confictos políticos, pero también con los recursos limitados propios de una burocracia estatal en formación. Así, entre la reforma pretendida y los medios disponibles para hacerla efectiva debió establecerse una transacción permanente. Y en esa transacción obligada, algunos de los cambios más importantes quedaron truncados.

La renovación del registro de electores no sólo resultaba fundamental para certificar el derecho a sufragar, también era crucial para otra reforma que involucraba a las mesas receptoras de votos. Esa instancia de la elección se había convertido en un momento propicio para los tumultos, desórdenes y episodios violentos. Además, era un punto de la legislación que no había sido modificado hasta entonces. La ley de 1857 y la de 1863, aunque con algunas diferencias, habían establecido que la designación de las autoridades de la mesa electoral se llevaba a cabo el mismo día de la elección en una asamblea de ciudadanos. La norma señalaba que, entre los presentes y antes del horario establecido para la votación, se elegían cuatro ciudadanos que debían asociarse al juez y dos vecinos más que habían sido previamente designados por un sorteo en cada Legislatura provincial. La conformación de la mesa resultaba clave en las elecciones reñidas y los partidos que pretendían disputar los comicios buscaban asegurarse una presencia mayoritaria de adeptos para así poder controlar el desarrollo de los mismos.32

[…] la mayor parte de los hechos que tienen lugar en los actos electorales provienen de la formación de las mesas. […] todos los disturbios que tenían lugar provenían de la lucha de los partidos para obtener mayoría en la formación de la mesa. Por consecuencia, la Comisión ha dado mucha importancia a la formación de la mesa con anterioridad al día en que deben recibirse los votos.33

La reforma buscó evitar tales confictos pero también excluir a las legislaturas provinciales de esas funciones. Para esto el nuevo registro era un requisito fundamental porque se estipulaba que todos los integrantes de la mesa —ahora denominada “Junta Receptora de Votos”— debían salir de un sorteo entre aquellos ciudadanos inscritos que supieran leer y escribir. Dicho sorteo habría de realizarse por lo menos treinta días antes de la votación y los responsables de verificarlo eran el presidente de la Legislatura, el presidente del Superior Tribunal de Justicia y el juez nacional de sección. Este debía ser un “acto público” y contar con la autorización del escribano del juzgado de sección. De esta manera, se excluía al cuerpo legislativo y a los jueces de paz de sus respectivas funciones. La medida obedecía a razones diferentes, pero tenía el mismo propósito: garantizar la verificación y desarrollo de los comicios evitando los contratiempos y las alteraciones que habitualmente se denunciaban. Elizalde lo explicaba con absoluta claridad frente a los demás diputados: el incumplimiento de las legislaturas para reunirse y realizar el sorteo solía retrasar la fecha de la elección, mientras que la injerencia de los jueces de paz podía ser determinante para favorecer a uno u otro partido.34 A su vez, el reemplazo de funcionarios que respondían a los gobernadores por vecinos que se presumían (o pretendían) ciudadanos independientes ponía de manifesto un imaginario político en el que el “pueblo” debía controlar y ejecutar la instancia clave en la que se materializa la delegación de la soberanía.35 Esta idea también puede advertirse en la prescripción sobre el sorteo como “acto público” y en varios puntos del debate que luego quedarían plasmados en la ley.

Junto con tales modificaciones se introdujo otra que expresaba un cambio significativo en las concepciones imperantes. A la par de la Junta Receptora de Votos se admitía la presencia de un representante por cada partido electoral con facultad para realizar observaciones, especialmente en lo referido a la identidad de las personas. Además, se estipulaba que dentro del recinto designado por la mesa no podía entrar más que un solo votante por vez.

La disposición referida al representante por partido pone de manifesto una idea novedosa dentro del imaginario político liberal. Distintos análisis sobre la política decimonónica coinciden en señalar las connotaciones negativas que tenía el término “partido” en virtud de su vinculación a comportamientos facciosos y perturbadores de la estabilidad institucional. Desde esa perspectiva, los partidos políticos no sólo no se consideraban propios de un gobierno republicano, sino que incluso se postulaban como incompatibles con él.36 En ese sentido, resulta un dato importante que la ley de 1873 incluyera esa figura del representante admitiendo la existencia de una pluralidad de agrupaciones políticas y su legítima inclusión en el acto electoral. Al momento de tratarse este punto, no se hicieron cuestionamientos a la reforma e, incluso, uno de los diputados propuso que se modificaran los términos del proyecto original ya que allí se hablaba de representantes por “fracción” y resultaba más adecuada la expresión “partido electoral”. Al respecto, fundamentaba: “La palabra partido tiene un significado más definido y yo creo que debe ir entrando poco a poco en la Legislación el tecnicismo de las luchas políticas”.37

Además, es relevante señalar que el tema no motivó disidencias significativas, por lo cual las modificaciones fueron aprobadas de manera bastante diligente. Un escenario diferente se planteó al momento de tratarse otras dos propuestas de la comisión: la supresión del requisito de estar enrolado en la Guardia Nacional y el cambio del voto público por el voto secreto.

Guardia Nacional y ciudadanía

El proyecto de reforma impulsado por la comisión estipulaba la eliminación del requisito de inscripción en la Guardia Nacional que había introducido la ley de 1863. La Guardia Nacional era una fuerza que se había establecido en la década de 1850 a partir de un decreto presidencial y con el objetivo de auxiliar al Ejército de Línea. El enrolamiento en la Guardia era un deber de todo ciudadano argentino entre 17 y 45 años. La organización de los respectivos batallones era una responsabilidad de cada gobernador, aunque la potestad de movilizarla era exclusiva del gobierno federal.38

La comisión planteó una serie de argumentos a favor de la eliminación del requisito. Por una parte, sostuvo que el sufragio no debía entenderse sólo como un derecho, sino sobre todo como un deber establecido por la Constitución. Y, si el ejercicio del voto era un deber, su cumplimiento no podía estar vinculado “a la circunstancia de estar enrolado a la Guardia Nacional” porque esto suponía un obstáculo para su efectivo cumplimiento. Por otra parte, se señalaba que la ley de enrolamiento preveía una pena para aquellos que no cumplieran con la obligación de enrolarse (la incorporación al ejército de línea durante tres años) y que sancionarlos con la privación del voto suponía un doble castigo, lo cual resultaba contrario a la doctrina constitucional. Finalmente, apuntaba a una cuestión práctica: la exigencia de estar enrolado ponía un arma “en manos de los poderes oficiales para coartar o restringir la libertad del ciudadano”. Esta acusación aludía al papel que solían desempeñar los comandantes militares en el reclutamiento de votantes. La denuncia habitual señalaba un comportamiento absolutamente discrecional de esos jefes, quienes solamente entregaban papeletas a las personas que eran “adictas a sus ideas políticas”, mientras se las negaban o restringían “a los ciudadanos que no simpatizan con sus ideas”.39

La refutación a los argumentos de la comisión estuvo a cargo de los diputados Delfín Gallo y Aristóbulo del Valle. En primer lugar, objetaron la noción de sufragio como deber. Aunque admitían que en el terreno de los principios, el voto sí podía considerarse un deber, en la práctica no lo era porque la ley no establecía el voto obligatorio. Entonces, si el voto era fundamentalmente un derecho, de ninguna manera podía otorgárselo a quien cometía el “crimen” de no enrolarse en la Guardia Nacional.40 Esto se sostenía en una noción de ciudadanía en la que las cargas y deberes se entendían en correlación directa con los derechos y en donde el deber de armarse en defensa de la nación y sus instituciones se postulaba como una obligación principal. Así lo señalaba Del Valle:

El primero y el principal de los derechos políticos de un hombre libre es el derecho de sufragio; el primero y el principal deber de un hombre libre es el enrolamiento en la Guardia Nacional, porque a ella está confiada la misión de defender la patria y las instituciones cuando el momento llegue: el que no cumple con el deber de enrolarse no tiene derecho a sufragar en los comicios, porque elegir en los comicios es gobernar en los pueblos republicanos y libres. […] ¿Dónde iríamos a parar si los que reniegan de su patria y huyen de ella en los momentos de peligro pueden venir mañana a ejercitar los derechos de la ciudadanía para elegir los mandatarios que han de gobernar al país?41

A su vez, se advertía que el acceso al voto funcionaba como un incentivo para enrolarse y que al suprimirse, se corría el riesgo que en la próxima citación de la Guardia Nacional no concurriese nadie. Por otra parte, aunque el argumento de la manipulación ejercida por los comandantes no era cuestionado, se indicaba que era conveniente tomar otro tipo de medidas que fuesen más eficaces, como por ejemplo un endurecimiento de las sanciones legales.

Los diputados Rawson y Costa apoyaron el proyecto de la comisión. El primero argüía que era inconstitucional privar del derecho a voto al ciudadano que no pudiese demostrar su enrolamiento y, además, señalaba que la vigencia de ese requisito había resultado perjudicial para la Guardia Nacional al quedar supeditada a los intereses políticos del momento. Costa, por su parte, planteaba que era necesario “levantar el espíritu público” y, por lo tanto, debían eliminarse las “trabas” para que los ciudadanos cumpliesen con el deber de votar.42

El debate sobre el requisito de enrolamiento ponía en cuestión una idea de la ciudadanía en la que el ejercicio del voto y la defensa de la patria eran indisociables, esa idea estaba fuertemente arraigada en el imaginario de la dirigencia política y fue el eje de los discursos de aquellos que rechazaban la modificación de ese aspecto de la legislación. La votación resultó desfavorable para la comisión por una amplia mayoría y la cláusula se mantuvo sin cambios.43

Ahora bien, la figura del guardia nacional tenía una connotación diferente en la instancia de la movilización, ya que ahí quedaba equiparado al soldado de línea. Por esa razón se estableció que aquellos sargentos, cabos y soldados de la Guardia Nacional movilizada no podían sufragar.44 De la misma manera, se resolvió excluir del voto a los gendarmes de policía. Éstos conformaban una fuerza que respondía a los ejecutivos provinciales y, por lo tanto, la medida pretendía recortar la injerencia de los gobernadores en las elecciones nacionales. En este sentido, era una medida coherente con las reformas referidas al padrón electoral y la formación de la junta receptora de votos.

Voto: secreto o público

El dictamen de mayoría avaló una reforma drástica en la emisión del sufragio: del voto público que había imperado hasta entonces se proponía pasar al voto secreto.45 Este tema fue extensamente tratado y propició, además, los momentos de mayor exaltación en la polémica.46 Casi la tercera parte de las páginas que ocupan el debate de la ley están relacionadas con esa cuestión y, durante las sesiones en las que se discutió el tema, el público tuvo una participación activa respaldando o reprobando las alocuciones de los diputados. Esto suscitó algunos desbordes, que fueron sancionados por el presidente de la Cámara con la interrupción de la sesión y el desalojo del público asistente.

La reforma abordaba un tópico central del imaginario republicano liberal: la publicidad de las acciones y la correspondiente fiscalización por parte de la opinión pública. La ubicación del voto bajo “el velo del misterio” impedía que ese precepto se cumpliera.47 La mayoría de la comisión trató de demostrar que la modificación de este aspecto de la elección resultaba crucial para garantizar la libertad del sufragio. Por una parte, se mencionaba que esta era la práctica habitual en los “países más adelantados”, además de que ya registraba antecedentes en proyectos de ley de la provincia de Buenos Aires.48 Por otra, se aseveraba que al establecerse el voto secreto se pondría remedio a los principales problemas y vicios que afectaban a las elecciones, es decir, la coacción, el cohecho y la violencia. Según Elizalde, la coacción era frecuente sobre todo en las poblaciones de campaña. Allí las autoridades —el juez de paz y el comandante— ejercían un control estricto sobre el voto de los ciudadanos bajo la amenaza de castigos o el ofrecimiento de recompensas. Por otro lado, el cohecho, o compra del voto, era una práctica extendida en Inglaterra y el principal motivo por el cual se había establecido el voto secreto en ese país. Finalmente, apuntaba Elizalde, la violencia funcionaba como un recurso corriente de los partidos para interrumpir el desarrollo de la elección cuando advertían que el resultado no les favorecía. El corolario de ese tipo de conductas era que “los hombres honrados” habían huido de los comicios “porque saben que han de caer postrados por la fuerza del fraude”.49

Pero el argumento de los reformistas que denunciaban los “vicios” electorales iba más allá de las cuestiones pragmáticas y postulaban un concepto diferente de la ciudadanía y la representación. En este sentido, afirmaban que la participación electoral debía ser el ejercicio individual de un deber-derecho del cual no había que rendir cuentas a nadie. Por consiguiente, no podía exigirse que ese acto fuese público y fiscalizado por los demás ciudadanos. Por otro lado, aunque se insistía en la individualización del elector, se argüía que esto no involucraba una fractura del mismo con la sociedad porque, al momento de decidir su voto, el elector pondría en consideración todo aquello que lo afectaba “y cuando un número de estos electores ha llegado a formar una mayoría en un sentido cualquiera, ese es el interés de la sociedad y no otro”.50 En definitiva, el ejercicio del voto debía ser un ejercicio reflexivo y templado, ajeno a la temeridad y al uso de la fuerza:

no es el caso de defender la patria y la Constitución, no se trata precisamente de formarse para arrojar balas sobre el enemigo. No, señor; se trata del ejercicio de un derecho, y creo que es más propio que se ejerza modestamente.

[…] ¿Quién no sabe, señor, que el hombre delicado se aparta de todas las ocasiones de cometer una falta, de todos los momentos en que el vicio, la tentación o una fuerza mayor, pueden inducirlo a cometer un error?

Esa es la verdadera dignidad, y no andar de valientes en las urnas electorales, mostrando por quién se vota, porque eso, como lo he dicho, no conduce a nada, no da ningún resultado práctico.51

La posición que defendía el voto público seguía el razonamiento exactamente opuesto. Por una parte, sostenía que el voto no era un derecho absoluto sino sobre todo una función que debía estar supeditada a la fiscalización de la comunidad. Si se consagraba el sufragio secreto esa comprobación se haría imposible y se eludiría el predominio legítimo de la opinión pública, así como los controles de la ley. En este sentido, el voto secreto era un voto eximido de responsabilidades, lo cual se consideraba inadmisible:

En la organización de un pueblo libre, yo no encuentro lugar para los agentes irresponsables: el ciudadano que sufraga en los comicios, como el diputado que legisla en la Cámara, como el magistrado que administra la justicia, como el gobierno a quien se confía la administración del país, todos funcionan como entidades inteligentes y morales, y por lo tanto, sujetas a todas las responsabilidades de sus actos.

Esta es la base sobre que reposa el gobierno de la democracia organizado.52

Además, se señalaba que el voto secreto favorecía las conductas inmorales porque sólo “las malas intenciones y los malos actos” eran los que necesitaban esconderse: “¿Qué será lo que los votantes podrán ocultar?”, preguntaba Irigoyen. Según el legislador, lo que el voto secreto les permitiría encubrir a los votantes eran esos sentimientos innobles, tales como el rencor y la envidia, “que desgraciadamente desnaturalizan al hombre”.53 Por el contrario, el voto público promovía un tipo de ciudadano comprometido con su comunidad, que no temía expresar su opinión, en el cual se condensaban valores como la virilidad y la gallardía: “el voto público tiende a dar nervio a los ciudadanos”, quienes debían someterse a la “lucha constante para poder defender la Constitución, para poder hacer efectivo el ejercicio práctico de la libertad contra la voluntad, cualquiera que sea”.54

En lo referido a las acciones fraudulentas, basadas en la coacción y la violencia, los defensores del voto público refutaban los análisis suscritos por los reformistas. Por una parte, señalaban que el “fraude” era más fácil de constatar con el voto público, sobre todo porque ya se conocían los mecanismos y era más factible detectar las maniobras ilegales. Por otra parte, distinguían coacción de influencia. Esta última era vista como una conducta positiva que no se generaba por situaciones de necesidad y pobreza, sino que se derivaba del “justo ascendiente que el hombre ilustrado ejerce en aquellos con quienes mantiene relaciones, en aquellos a quienes beneficia, […] y esto jamás se podrá evitar”. A su vez, en lo referido a la coacción que podían ejercer los comandantes, y que habitualmente era motivo de denuncias, se argüía que el voto secreto no haría más que reforzarla dado que los hombres que se subordinan “a las inspiraciones de un jefe” podrían hacerlo con mayor facilidad “porque no van a quedar siquiera expuestos al reproche de sus conciudadanos”. En definitiva, el único resultado de la instauración del voto secreto sería que las urnas electorales quedarían convertidas en “urnas cinerarias” en donde quedarían sepultadas “todas las coacciones que se hayan ejercido”.55

Por último, se señalaba una cuestión que refería a la impracticabilidad del voto secreto. Si una parte muy importante de los ciudadanos no estaba alfabetizada, ¿de qué manera podría votar y mantener en absoluto secreto su elección? Esto no fue respondido y señalaba un problema insoluble, al menos en el corto plazo.56

Las posturas sobre la naturaleza del voto eran tan inconciliables que el diputado por Entre Ríos, Onésimo Leguizamón, propuso una tercera opción: voto secreto pero no anónimo. En la práctica significaba que la elección se haría por medio de cédulas cerradas en las que quedaría registrado el voto y el nombre del elector. De esta manera se preservaba la identificación del votante y se evitaba la “impunidad” del anonimato. Porque, según planteaba Leguizamón, en “los pueblos libres todas las materias políticas son del resorte exclusivo del pueblo y deben ser públicas”.57

La iniciativa de Leguizamón no cerró la polémica porque algunos sostenían que el voto debía ser completamente público y que la modalidad de las cédulas cerradas establecía una responsabilidad que no interesaba a nadie, ya que la responsabilidad efectiva residía en la “publicación inmediata del voto y no en la responsabilidad tardía e ineficaz que vendrá si aceptamos la forma propuesta”.58

Finalmente, la votación resultó favorable a la propuesta del diputado entrerriano y quedó establecido que el voto se daría “en boletas de papel blanco, impresas o manuscritas, que expresen el nombre y apellido del sufragante, el número de inscripción en el Registro Cívico y el nombre de las personas por quienes se da”. Esta boleta debería entregarse al presidente de la junta receptora quien, luego de numerarla según el orden de su presentación, las depositaría en una urna ubicada sobre la mesa. Al mismo tiempo, se ordenaba la elaboración de un registro donde debía quedar asentado el nombre del elector, el número de su inscripción y el número de la boleta de sufragio.59

La inclusión de una urna en donde debían depositarse los votos y la emisión del sufragio por medio de boletas implicaban una renovación significativa del procedimiento electoral. Mediante esa renovación se pretendía ordenar lo que se consideraba una instancia clave de los comicios. Tales disposiciones se inscribían en el marco de un breve ritual cívico con el cual se daba inicio a la votación: según lo establecido por la ley, la urna tenía que contar con dos cerraduras diferentes que se cerrarían “en presencia del pueblo”, después de comprobar que la caja estuviese vacía, acto seguido, una de las llaves quedaba en poder del presidente de la mesa y la otra en manos de uno de los escrutadores. El conjunto de las medidas apuntaba a dotar a las elecciones de una imagen de transparencia y orden que, tal como lo advertían los legisladores, no era la imperante.

De todas formas, la modificación más importante en lo referido a la emisión del voto no logró el consenso necesario. Las representaciones del ciudadano en las que se sustentaban los dos modelos de sufragio parecían absolutamente incompatibles: el voto como deber-derecho versus el voto como función, el elector como individuo autónomo versus el elector como referente comprometido de su comunidad, la libertad versus la responsabilidad. En la coyuntura de 1873 primó la idea del voto no anónimo que era, en definitiva, una solución transaccional entre las dos posturas, pero que recogía las nociones fundamentales del voto público, registrando la identidad del elector para reafirmar su responsabilidad frente a sus conciudadanos y así evitar la impunidad de aquel que no puede ser fiscalizado.

Comentarios finales

El debate de 1873 constituye una mirilla para examinar diferentes nociones acerca del voto y la representación que aparecen veladas en el texto de la ley tal y como fue sancionada. En dicho texto no se expresa la diversidad de posturas y argumentos que fueron invocados por los legisladores durante las extensas sesiones parlamentarias. Pero lo que es más significativo: la ley silencia algunas de las modificaciones más importantes que la comisión había diseñado para el régimen electoral.

Los proyectos que se pusieron en discusión durante las jornadas de 1873 señalaron varios problemas que afectaban al desarrollo de los comicios y que definían un tipo de representación que no se consideraba completamente legítima. El diagnóstico era prácticamente unánime: las prácticas electorales debían corregirse y para ello la reforma de la legislación resultaba impostergable. Los principales problemas que advertían los legisladores eran la recurrencia de disturbios y episodios violentos y una disminuida concurrencia durante las jornadas electorales. Ambos aspectos afectaban la legitimidad de aquellos que resultaban electos y menoscababan la estabilidad del orden republicano.

Para atender a dichos problemas se proyectaron varios cambios en el sistema electoral. En primer término, se planteó una rectificación de los distritos electorales y una reforma sustantiva del sistema de representación, reemplazando el plurinominal por el uninominal, como un mecanismo que prometía garantizar el acceso de las minorías al Congreso. También se propuso que el voto dejara de ser público y quedara sujeto solamente a la conciencia individual de cada elector para asegurar la libertad del sufragio y corregir los vicios que afectaban el ejercicio electoral. En este mismo sentido fue pensada la eliminación de la cláusula que exigía el enrolamiento en la Guardia Nacional.

Las reformas pretendidas se sustentaban en modelos de representación y de ciudadanía discordantes con aquellos expresados en el régimen electoral vigente y suscitaron largas e intensas controversias. Esas controversias permiten apreciar el abanico de ideas imperante y también la intención de ensayar nuevas alternativas para corregir aquello que se consideraba nocivo para el ordenamiento político. De la misma manera, el debate deja en evidencia ciertos puntos de acuerdo, como lo referido al representante por partido. La inclusión de esa figura, aceptada sin ningún tipo de objeción, expresa un cambio significativo en el imaginario político en relación con la competencia electoral y la actuación legítima de distintas agrupaciones partidarias.

En íntima vinculación con el plano de las ideas y conceptos se planteó el tema de los recursos burocráticos y de las circunstancias políticas. Como pudo advertirse, la disponibilidad de esos recursos y la gravitación de los confictos armados operaron como un factor determinante para el alcance de los cambios proyectados. Por una parte condicionó la renovación de los padrones y, por otra, fue un argumento de peso al momento de evaluar la modificación de las circunscripciones electorales. De esta manera, se postergaron y se obstruyeron varias de las innovaciones planteadas por la comisión. Tales propuestas serían retomadas tres décadas más tarde en la reforma de 1902, en un contexto signado por otras urgencias y renovadas ideas.

Doctora en Historia por El Colegio de México, es investigadora asistente del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas de Argentina, e integrante del Programa de Estudios de Historia Económica y Social Americana. Su proyecto de investigación aborda los modos y espacios de participación política en Tucumán, durante la segunda mitad del siglo xix. Específicamente analiza los siguientes tópicos: las elecciones, las movilizaciones callejeras, los levantamientos armados y la prensa política, examinando las prácticas, los discursos y los distintos actores involucrados. Su dirección de correo electrónico es mariajose.

Este artículo fue dictaminado por especialistas de forma anónima. This article has been peer reviewed.

El abanico de trabajos es demasiado extenso, por lo cual sólo mencionaré tres obras fundamentales sobre el tema: Antonio Annino (comp.), Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo xix, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1995; Eduardo Posada Carbó (ed.), Elections before Democracy. The history of elections in Europe and Latin America, Londres, Institute of Latin American Studies, 1996; Hilda Sabato (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México, Fondo de Cultura Económica/El Colegio de México, 1999.

Sobre este punto son particularmente sugerentes las reflexiones de Antonio Annino en “El voto y el siglo xix desconocido”, Istor, n. 17, 2004, p. 43-59.

Aunque existen trabajos sobre las reformas electorales en algunos países de Latinoamérica, no ha sido un tema destacado para la historiografía. Los artículos más relevantes se encuentran en Carlos Malamud (coord.), Legitimidad y alternancia en España y América Latina: las reformas electorales (1880-1930), México, Fondo de Cultura Económica/El Colegio de México, 2000; José Antonio Aguilar Rivera (coord.), Las elecciones y el gobierno representativo en México (1810-1910), México, Fondo de Cultura Económica/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto Federal Electoral/Consejo Nacional para la Ciencia y la Tecnología, 2010; y también en la obra coordinada por Antonio Annino, citada en la nota 1.

Luego de la sanción de la ley de 1912, conocida como Ley Sáenz Peña, se produjo el triunfo de la Unión Cívica Radical, partido organizado en 1891 y que había impugnado de manera persistente los procedimientos electorales y la legitimidad del elenco gobernante. A partir de ese resultado, se consideró a la Ley Sáenz Peña como un hito fundacional de la democracia moderna. Aunque varios estudios recientes han desmontado esa lectura, la misma todavía pervive en los manuales de estudio y en la opinión pública. Esto último se hizo particularmente evidente durante la conmemoración del centenario de su sanción, por ejemplo en el discurso pronunciado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner (disponible en: http://www.prensa.argentina.ar/2012/10/23/35270-la-presidenta-conmemoro-los-100-anos-de-la-ley-saenz-pena-que-establecio-el-voto-universal-secreto-y-obligatorio.php). Un análisis crítico y actualizado sobre la reforma electoral de 1912 y las prácticas electorales de las décadas posteriores en Hilda Sabato, Marcela Ternavasio, Luciano de Privitellio, Ana Virginia Persello, Historia de las elecciones en la Argentina, 1805-2011, Buenos Aires, El Ateneo, 2011, en especial p. 149-198.

Para el caso argentino deben mencionarse las siguientes excepciones: Hilda Sabato y Elías Palti, “¿Quién votaba en Buenos Aires? Práctica y teoría del sufragio, 1850-1880”, Desarrollo Económico, v. 30, n. 119, octubre-diciembre 1990; Luciano de Privitellio, “Representación política, orden y progreso. La reforma electoral de 1902”, Política y Gestión, Buenos Aires, Universidad Nacional de San Martín, v. 9, 2006; Marta Bonaudo, “Argentinos, ciudadanos, electores. Legisladores y publicistas en la búsqueda de alternativas para la construcción y representación de una comunidad política. Una mirada exploratoria”, en Marta Bonaudo (dir.), Imaginarios y prácticas de un orden burgués. Rosario, 1850-1930. ii. Instituciones, confictos e identidades. De lo “nacional” a lo local, Rosario, Prohistoria, 2010.

Tal como advierten Sabato y Palti, “diversas concepciones coexistían conflictivamente, mostrando fisuras, antagonismos y rupturas que quedan ocultos en la visión tradicional de un liberalismo esencial que se habría desplegado a lo largo de todo el pensamiento del siglo xix”. Hilda Sabato y Elías Palti, “¿Quién votaba…”, p. 408.

Teniendo en cuenta lo señalado, resulta bastante inexacta la afirmación de Carlos Malamud en un artículo en el que analiza la reforma de 1902. Allí señala: “En 1857 se sancionó la primera ley electoral nacional, basada en el “escrutinio de lista” (pluralidad de sufragios), que llegó intacta hasta principios del siglo xx. Desde entonces, todos los proyectos de reforma electoral presentados en el Parlamento fueron desechados por el voto negativo de los legisladores o, cuanto más, obtuvieron sanciones parciales, sin alcanzar la promulgación definitiva”, Carlos Malamud, “La efímera reforma electoral de 1902 en Argentina”, en Carlos Malamud (coord.), Legitimidad…, p. 108.

Las leyes nacionales regulaban la elección de los diputados y de los electores de presidente y vicepresidente y estipulaban el calendario para que las legislaturas eligiesen los senadores que le correspondían a cada provincia.

Al respecto, Guerra ha señalado: “haber escogido para las elecciones primarias el marco parroquial equivale a privilegiar la continuidad sobre la ruptura. La parroquia era, en efecto, la célula básica de la sociabilidad tradicional: una comunidad muy fuerte unida por estrechos vínculos de parentesco y vecindad […], de prácticas religiosas y solidaridad material”. François-Xavier Guerra, “El soberano y su reino. Reflexiones sobre la génesis del ciudadano en América Latina”, en Hilda Sabato (coord.), Ciudadanía política…, p. 51.

La ley electoral se promulgó el 16 de septiembre de 1857 y la ley de ciudadanía tres días después. Allí se estipulaban también los casos en los cuales quedaba suspendido el ejercicio de la soberanía, a saber: los enjuiciados por causa criminal y los inhábiles mentales. Jerónimo Remorino (dir.), Anales de la legislación argentina (complemento 1852-1880), Buenos Aires, La Ley, 1954, p. 155-161. Un interesante análisis del debate en torno a la ley de ciudadanía en Marta Bonaudo, “Argentinos, ciudadanos…”.

Por ejemplo, en el caso de México, la Constitución de 1857 eliminó el segundo grado en el procedimiento de elección de los diputados y adoptó un sistema indirecto simple, es decir, de un solo grado. Sobre este tema: Marcello Carmagnani y Alicia Hernández Chávez, “La ciudadanía orgánica mexicana, 1850-1910”, en Hilda Sabato (coord.), Ciudadanía política…

Jerónimo Remorino, Anales, p. 420.

Rafael Igarzábal había presentado un proyecto de reforma completo, pero la comisión que se ocupó de discutir y elaborar el proyecto definitivo sólo consideró algunas de sus propuestas, Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados del año 1873, Buenos Aires, Imprenta El Siglo, 1874, p. 404 (en adelante, dscd). Cursivas nuestras. La posibilidad de un levantamiento armado para impugnar las elecciones se vislumbraba en el horizonte como una grave amenaza. La reforma legislativa se pensó como la herramienta que podía evitarla, pero resultó un intento fútil, pues el 24 de septiembre de 1874 estalló la revolución liderada por el ex presidente Bartolomé Mitre en nombre de “los derechos usurpados y de las libertades públicas suprimidas”. Hilda Sabato, Historia de la Argentina, 1852-1890, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012, p. 230.

Su hermano Rufino había tenido un papel destacado como ministro del presidente Bartolomé Mitre (1862-1868), y ambos lo apoyarían como candidato en las elecciones presidenciales de 1874.

Además de las dispares trayectorias y experiencias, los diputados arriba mencionados expresaban distintas afinidades partidarias: Elizalde, Rawson y Costa tenían un vínculo directo con el “Partido Nacionalista”, cuyo líder era el ex presidente Bartolomé Mitre, mientras que Irigoyen y Valle manifestaban su adhesión a la agrupación dirigida por Adolfo Alsina, el “Partido Autonomista”. Delfín Gallo provenía del sector del liberalismo tucumano que apoyó la candidatura presidencial de Sarmiento y que se enrolaría a favor de la postulación de Nicolás Avellaneda (adversario de Mitre). Sobre Igarzábal, no tenemos referencias precisas acerca de sus afinidades partidarias. Sobre las características de los partidos políticos y los alineamientos partidarios, Hilda Sabato, La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1998. Los datos biográficos mencionados en Vicente Cutolo, Nuevo diccionario biográfico argentino, 1750-1930, Buenos Aires, Elche, 1968.

El número de diputados que le correspondía a cada uno de los estados provinciales se definía de manera proporcional a la cantidad de habitantes.

Domingo Faustino Sarmiento, Obras completas, Buenos Aires, Universidad de la Matanza, 2002, t. xxxii, p. 251-252. El tema también se había tratado durante los debates de 1863, pero no se logró introducir ningún cambio en el criterio de definición de las circunscripciones ni en el de representación.

dscd, p. 420-421.

Bernardo de Irigoyen, dscd, p. 433. El problema de la representación de las minorías también surgió en los debates de la Asamblea Constituyente de la Provincia de Buenos Aires que se desarrollaron casi en simultáneo con las discusiones parlamentarias aquí analizadas. Al respecto, Hilda Sabato y Elías Palti, “Quién votaba…”, p. 420. Asimismo, la reforma del régimen electoral español de 1878 involucró una nueva geografía electoral bajo la premisa de otorgarle representación a las minorías, véase Carlos Dardé, “Avanzar retrocediendo. La reforma electoral española de 1878”, en Carlos Malamud (coord.), Legitimidad…, p. 31-32.

Tales reflexiones remitían al problema que entrañaba “la inevitable ‘distancia’ entre representantes y representados”. Como señala Roldán, hubo diferentes maneras de pensar esa distancia y, por lo tanto, distintas nociones acerca de las características que el representante debía reunir. Darío Roldán, “La cuestión de la representación en el origen de la política moderna”, Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comps.), La vida política en la Argentina del siglo xix. Armas votos y voces, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 29.

Pierre Rosanvallon, El pueblo inalcanzable. Historia de la representación democrática en Francia, México, Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, 2004, p. 17.

Como bien señala Rosanvallon, la sola enunciación de la representación de minorías no supone una idea específica ni precisa acerca de lo que se quiere representar ni de lo social. Pierre Rosanvallon, El pueblo…, p. 56.

En 1902 se estableció el régimen uninominal y, durante la discusión legislativa, el diputado Gouchón advirtió que dicho régimen estaba lejos de garantizar la representación de las minorías. Por el contrario, aunque se eliminaba la lista, el régimen uninominal seguía siendo un sistema de mayorías. A su vez, proponía un régimen de representación proporcional para solucionar el dilema. Véase Luciano de Privitellio, “Representación política…”.

Esa decisión pretendía conjurar el riesgo de un nuevo levantamiento armado con la reincorporación de representantes del Partido Nacionalista liderado por Bartolomé Mitre.

Por otro lado, la reforma de 1877 estableció un criterio que, en teoría, debía derivar en un aumento del número de mesas electorales. Según la nueva normativa, por cada 500 ciudadanos inscritos en el Registro Cívico debía establecerse una mesa, de manera de garantizar el tiempo suficiente para que todos pudiesen votar.

La intención de pacificar los comicios y establecer acuerdos para garantizar una sucesión presidencial ordenada resultó completamente frustrada con el levantamiento armado en la provincia de Buenos Aires luego de la elección de Julio A. Roca en 1880. Sobre este tema, véase Hilda Sabato, Buenos Aires en armas, la revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008. En relación con la llamada “conciliación de los partidos” y sus efectos en los distintos escenarios provinciales, véanse Alberto Lettieri, “Repensar la política facciosa, la conciliación de los partidos políticos de 1877 en Buenos Aires”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. E. Ravignani, n. 19, p. 35-80; Laura Cucchi y María José Navajas, “Garantizar el orden: debates sobre el derecho de revolución y el federalismo en el Congreso Nacional durante la intervención a Corrientes de 1878”, PolHis, n. 11, primer semestre de 2013, p. 57-79. Disponible en línea: http://historiapolitica.com/datos/boletin/Polhis11_CUCCHINAVAJAS.pdf.

En 1863, al proponerse el restablecimiento del Registro Cívico, se subrayó la importancia del mismo dentro del régimen electoral: es la “base de toda buena ley de elecciones en todas partes del mundo; es una verdadera garantía de la verdad del sufrajio [sic]”, dscd, p. 706.

Antonio Annino, “El voto…”, p. 49.

dscd, p. 473.

En este sentido, se advertía que los habitantes de tales provincias “no se creerán obligados a concurrir a hacer una nueva inscripción, creyendo garantizados sus derechos con las inscripciones anteriores”. Carlos Pellegrini, dscd, p. 478.

Esto queda muy claro en la explicación dada por Elizalde a Sáenz Peña, que objetaba el procedimiento establecido para la formación de las juntas de inscripción: “una de las cosas que más ha procurado la Comisión es precisamente quitarle al Poder Ejecutivo [es decir, los gobernadores] esa injerencia en la formación de las juntas calificadoras. Yo le pediría al señor Diputado que nos propusiera un medio práctico para que pudieran nombrarse las juntas calificadoras, sin intervención alguna del Poder ejecutivo.

No basta decir que la injerencia del Poder Ejecutivo es mala, sino que es preciso que el señor Diputado proponga otro temperamento que no ofrezca los inconvenientes que apunta”. dscd, p. 472.

Tomar las mesas se tenía como sinónimo de ganar las elecciones y ello no sólo involucraba obtener la mayoría en la designación de las autoridades, sino también lograr el control territorial del espacio: “Para ‘ampararse’ de una mesa, […] había que lograr el control del atrio, pero también del patio de la iglesia, la cúpula, los techos y las paredes. […] En ese ámbito la violencia se ejercía en grados diferentes y en cada ocasión se abría toda una gama de posibilidades de manera tal que no siempre se terminaba en una batalla campal”. Hilda Sabato, La política…, 1998, p. 87.

Elizalde, dscd, p. 588. Cursivas nuestras.

El incumplimiento de las autoridades de mesa era un inconveniente bastante extendido que obstaculizaba el desarrollo regular de los comicios. La preocupación por corregir esa situación se expresó en la reforma arriba mencionada y también en el capítulo referido a las disposiciones penales. Allí se fijó una pena de 200 pesos fuertes o un mes de prisión para aquellos ciudadanos “que, designados para formar las mesas escrutadoras, no asistiesen sin causa justificada a desempeñar sus funciones”. Jerónimo Remorino, Anales, p. 972.

Sobre esa característica del proceso electoral, De Privitellio señala: “El carácter público del procedimiento del sufragio se desprendía de una idea anterior, según la cual correspondía a los propios ciudadanos, y no al gobierno, administrar el proceso. La votación era un asunto del pueblo, y por tanto eran los ciudadanos quienes debían intervenir en forma directa en los procedimientos de administración y gestión del proceso de sufragio, que se imputaban como una parte más de la reasunción de la soberanía por parte del pueblo, equiparable a la expresión de la preferencia electoral”. Tal noción habría de modificarse durante las siguientes décadas para ser reemplazada por un modelo que preconizaba la burocratización de los procesos electorales y su control por parte de agentes especializados a los que, además, se les atribuía la cualidad de la neutralidad. Luciano de Privitellio, “¿Qué reformó la reforma? La quimera contra la máquina y el voto secreto obligatorio”, Estudios Sociales, n. 43, segundo semestre de 2012, p. 33 y 50.

Hay copiosa bibliografía sobre el tema, remitimos a Elías Palti, “¿De la República posible a la República verdadera? Oscuridad y transparencia de los modelos políticos”, http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/palti.pdf, p. 3-7.

Rawson, dscd, p. 605. Las reformas electorales realizadas en Chile y Bolivia en 1890 incluyeron disposiciones similares. Mientras que la legislación chilena estipulaba la presencia de “apoderados” de los partidos para la realización del escrutinio, la normativa boliviana contemplaba la presencia de “comisionados” para que realizasen las reclamaciones pertinentes durante el desarrollo de la votación. Samuel Valenzuela, “La ley electoral de 1890 y la democratización del régimen político chileno”, y Marta Irurozqui, “Sobre leyes y transgresiones. Reformas electorales en Bolivia, 1826-1952”, en Carlos Malamud, (coord.) Legitimidad…, p. 142 y 284, respectivamente.

Sobre la Guardia Nacional y la conformación de una noción de ciudadanía, véase Flavia Macías, “Ciudadanía armada, identidad nacional y Estado provincial. Tucumán, 1854-1870”, en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comps.), La vida política…

Elizalde, además, mencionaba un episodio recientemente denunciado por la prensa: un cuerpo de Guardia Nacional con un número muy alto de enrolados, pero que al momento de la movilización sólo tenía una cuarta o quinta parte de los anotados. La explicación era el falseamiento de la cantidad de inscritos, “los demás [inscritos] no existían verdaderamente; eran papeletas que se daban así nomás, papeletas falsas”. dscd, p. 570.

“El enrolamiento en la Guardia Nacional es exigido por la ley misma, y el legislador ha considerado que es un crimen no cumplir con ese deber”, Delfín Gallo, dscd, p. 571.

Aristóbulo del Valle, dscd, p. 576.

dscd, p. 578 y 582.

En el Senado, en cambio, la votación fue favorable a la eliminación del requisito. Pero al volver el proyecto a la Cámara de Diputados se insistió en el punto y la ley fue promulgada sin modificaciones en ese artículo. La ley de 1877 excluiría de manera definitiva el requisito en un trámite bastante expeditivo.

En el debate de 1863 ya se había planteado esta noción, pero no había quedado explicitado en el texto de la ley.

No era la primera vez que se debatía la posibilidad de establecer el voto secreto, ya en la reforma de 1863 se había argumentado a favor del mismo, pero la discusión fue bastante breve y terminó imperando el criterio de la publicidad del sufragio.

Sobre este punto, Sabato y Palti consideran el peso de las adscripciones partidarias y señalan que los miembros del Partido Nacionalista propugnaban la introducción del voto secreto porque estaban perdiendo el control de los comicios frente a sus rivales del Partido Autonomista, quienes se mostraron como firmes defensores del statu quo. Hilda Sabato y Elías Palti, “Quién votaba…”, p. 420.

Sobre esta cuestión, véase Elías Palti, “¿De la República…”, op. cit. La frase entrecomillada pertenece a uno de los integrantes de la comisión que sostenía el despacho de minoría, dscd, p. 612.

Los ejemplos de “países más adelantados” hacían referencia a eua, Inglaterra y Francia. En tanto que los proyectos de ley de la provincia de Buenos Aires aludían a dos intentos fallidos: uno de 1857 y otro en 1864. El proyecto original, elaborado por Valentín Alsina, Domingo F. Sarmiento y Dalmacio Vélez Sarsfield, había logrado la sanción de la Cámara de Senadores en 1857, pero vio frustrada su promulgación. dscd, p. 398, 609, 611 y 628.

dscd, p. 609-611 y 661.

Igarzábal, dscd, p. 618.

Ibid., 618-619.

Del Valle, dscd, p. 645. En el mismo sentido, Irigoyen señalaba: “el hombre que vota ejerce una función pública, ejerce un acto de la mayor trascendencia, porque de este acto se deriva la constitución de los poderes públicos que responden de la paz, del orden y del progreso de la Nación.

Entonces creemos que deben desempeñarse esas funciones sin reserva, sin misterio, sin secreto, para que tengan los que las ejercen, al menos una responsabilidad moral ante sus compatriotas, puesto que ese voto que van a depositar en las urnas contribuye poderosamente a fijar los destinos del país”. dscd, p. 635-636.

Irigoyen, dscd, p. 638.

Vega, dscd, p. 616. La descripción que propone Hilda Sabato de las elecciones porteñas es coherente con esa representación del ciudadano: “el combate electoral tenía todos los ingredientes de una guerra: la movilización de huestes y su organización piramidal, la capacidad y disposición de éstas para la violencia; el heroísmo, la lealtad y la obediencia mostradas por los protagonistas”. Hilda Sabato, La política…, p. 90.

Irigoyen, dscd, p. 625. En relación con este tema, el artículo 56 precisaba: “Todo acto de coacción ejercido sobre los sufragantes por jefes militares al mando de fuerzas, comandantes de milicias, jueces de paz o cualesquiera otros funcionarios públicos, nacionales o provinciales, para obligarlos a votar o impedirles de hacerlo libremente, será castigado con una multa de doscientos a mil pesos fuertes, o en su defecto prisión de uno a cinco meses”. Remorino, Anales, p. 972-973.

Aquí se presenta una versión acotada de la larga discusión que generó la cuestión, otro tópico que se desarrolló fue el de las distintas experiencias históricas que había generado el voto secreto desde las asambleas de la primera década revolucionaria.

Leguizamón, dscd, p. 665. Por otra parte, señalaba que ese tipo de voto carecía de toda utilidad, en tanto no había “utilidad práctica en que un ciudadano que forma parte de un partido político, que ha concurrido a sus clubs, a sus meetings, a sus manifestaciones, que ha suscrito o contribuido a la formación de una lista de candidatos, […] vaya después a sepultar en el misterio una opinión que ya todo el mundo le conoce”.

Moreno, dscd, p. 692.

Véanse art. 24o. y 25o. de la ley. Remorino, Anales, p. 970-971. Este mecanismo de emisión del sufragio admitía que la boleta podía llevarse ya elaborada, situación que seguramente fue la imperante considerando el porcentaje de analfabetismo de aquellos años. -----

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