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Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México
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Vol. 46.
Páginas 160-164 (julio - diciembre 2013)
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Reseña del libro
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Sebastián Rivera Mir
El Colegio de México
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La experiencia de la temporalidad no sólo ha llamado la atención de la mayoría de las disciplinas sociales, sino que se ha convertido en el centro de muchas de sus reflexiones y propuestas. Sin embargo, es difícil encontrar análisis que se detengan en los procesos históricos mediante los cuales dicha experimentación se articula con su contexto social, político y cultural. De ese modo, podemos mencionar una serie de tratados sobre la percepción del tiempo o sobre la relación teórica entre tiempo e historia. Pero carecemos de estudios concretos, históricamente situados, sobre cómo los sujetos sociales modificaron o conservaron sus nociones temporales.

La novedad del libro de Luis torres rojo radica precisamente en desarrollar un análisis sobre las formas en que la sociedad porfiriana desplegó confictos y consensos en torno a sus formas de percibir el tiempo. Una de las propuestas centrales del autor es vincular los procesos de urbanización con el despliegue de relojes públicos por parte del ayuntamiento de la ciudad de México durante la segunda mitad del siglo XIX. En este contexto la búsqueda de la simultaneidad en el anuncio del horario, a su juicio, fue un reflejo de la obsesión que atravesó a la elite mexicana por controlar y uniformar. De ese modo se desarrolló un estrecho vínculo entre los mecanismos de control político y el discurso institucional por el “interés público”.

El autor recupera los planteamientos de James C. Scott sobre la resistencia y la noción de injusticia que despliega Barrington Moore, para intentar explicar los confictos que surgieron en torno a las definiciones temporales durante este periodo. El elemento articulador del relato es el constante debate entre patrones y obreros sobre los límites de las jornadas laborales. Por supuesto, esta mirada también se vincula con las propuestas elaboradas por los historiadores europeos que se han enfocado en el análisis de las máquinas del tiempo, como Jacques Attali, E. P. Thompson y Benjamin Coriat. El conflicto central es que por un lado encontramos una valorización moral del tiempo, donde los sectores dominantes abogan por su uso racional, o sea, laboralmente productivo. Mientras que por su parte los subordinados mediante sus prácticas como el San Lunes, o simplemente la embriaguez, resisten y desafían las normas que se les tratan de imponer. Este problema, que se había mantenido al interior de la fábrica o de los espacios laborales, en el Porfiriato rebasó dichos límites y se desplegó a lo largo y ancho de la urbe.

Después de una larga introducción, que revisa el desarrollo de los relojes y su fabricación desde el siglo XVI hasta el Porfiriato, el autor logra situar la problemática sobre la valoración de lo temporal como parte constitutiva de la sociedad mexicana. En su revisión destaca la idea de la simbiosis entre el tiempo sagrado y el tiempo profano, aquel de las campanas y el de los relojes. Esta unión sólo comenzó a fracturarse cuando las autoridades decidieron priorizar los espacios cívicos para instalar los nuevos relojes, desplazando a las iglesias de dicho privilegio. Aunque, a mi juicio, esto se debería continuar profundizando, pues no me parece que este cambio impulsara una ruptura “sistemática y defnitiva” como propone Torres Rojo. Más bien, podemos ver que los vecinos continuaron solicitando que se instalaran relojes en las cúpulas de las iglesias. Aunque esto no fue solamente por motivos religiosos, sino que también por condiciones prácticas, pues pese a los influjos de ciudad moderna, las construcciones eclesiásticas continuaban siendo los edificios más altos y visibles. Incluso, la relación sagrado/profano, se mantuvo presente a nivel simbólico. Esto podemos verlo en un par de relojes públicos, cuya instalación se realizó en el ocaso del Porfiriato: el reloj chino y el otomano. Ambos, regalos de las respectivas legaciones extranjeras, tenían sendas campanas sobre las esferas de sus cronómetros. El reloj público que evidentemente se puede relacionar con un giro definitivo fue aquel instalado a fines de la década de 1920 en el Parque España, que incluyó un radiotransmisor a cambio de campanas. De todas maneras, la estrecha relación entre los tiempos sagrados y civiles podemos rastrearla fácilmente hasta nuestros días.

Finalmente, el autor intenta responder qué significó para la ciudad el despliegue de estas máquinas en zonas industriales, en el centro cívico, educacionales o incluso en las puertas de la cárcel. Para analizar este proceso se concentra en los expedientes producidos por el ramo de relojes públicos del ayuntamiento de la ciudad, que van desde 1860 hasta las postrimerías del Porfiriato. A su juicio, el sistema de relojes públicos del ayuntamiento se consolidó hacia 1880, en conjunto con otros procesos relacionados con la urbanización de la metrópoli. Aunque este proceso involucró una serie de problemas prácticos que los relojeros y regidores debieron resolver.

Ahora bien, a mi modo de ver la proliferación de relojes públicos no se desarrolló solamente por el empuje de las autoridades del ayuntamiento, sino que también se vio impulsada, y quizá con mayor vehemencia, por parte de lo que hoy día llamaríamos sociedad civil. De ese modo, relojerías, panaderías, pulquerías, hombres adinerados, estaciones de ferrocarril, comerciantes, astrónomos y también obreros se vieron interesados en la uniformidad social del tiempo. Cada sector tuvo sus propios objetivos detrás de este requerimiento. Por ejemplo, algunas pulquerías querían evitar que los inspectores las multarán por cerrar a deshora. Los astrónomos buscaron acoplarse a las dinámicas internacionales que empezaban a fijar husos horarios a nivel global. Y así, cada uno de los implicados tuvo sus propios intereses en juego, los cuales no pueden leerse exclusivamente en virtud de la dinámica dominación/resistencia.

Podemos entonces preguntarnos hasta qué punto las autoridades gubernamentales lograron controlar la explosión de temporalidades en la ciudad. Según las fuentes que he revisado, el constante requerimiento por la unificación social del tiempo puede dar cuenta precisamente de la incapacidad de los actores para construir este tipo de consenso. Por ejemplo, los ferrocarriles, de propiedad extranjera, no ajustaban sus horarios al tiempo de la ciudad de México, y pese a las constantes presiones para que efectuaran este arreglo seguían acoplándose al horario estadounidense. De hecho, desde la perspectiva de las autoridades gubernamentales podríamos establecer que el proceso de unificación social del tiempo fue un fracaso. Los problemas de esta frustración incluso se agudizaron en momentos críticos, como a principios de la década de 1920, cuando una sequía provocó la falta de electricidad en la ciudad y las autoridades decretaron que los habitantes deberían adelantar una hora los relojes para ahorrar energía. El desorden llegó a tal grado que ni siquiera las dependencias del gobierno se pusieron de acuerdo en cómo efectuar este tipo de cambio.

Esta ineficiencia de las autoridades nos lleva a dos elementos importantes. Por un lado, tenemos el tema de las fuentes pues, si fueron muchos los actores envueltos en este proceso, un estudio sobre el tema necesariamente exige recurrir a un amplio abanico de documentos. Si bien la riqueza del ramo Relojes Públicos del archivo Histórico de la ciudad, en el que se basa este libro, es innegable, avanzar en el análisis histórico de esta temática nos obliga a penetrar imaginativamente en otros discursos y prácticas. No sólo son relevantes en este caso las diversas argumentaciones científicas, relacionadas con las diferentes formas de medición, como el sistema métrico decimal o con la idea de censar, sino también las discusiones relacionadas con las ciencias sociales, entre otras. Por ejemplo, desde otra perspectiva, hay que recordar que Homi Bhabha propone que detrás de la configuración de un tiempo lineal existió una idea de nación moderna, que rompía con las simultaneidades y con posibles lecturas alternativas. La unificación del tiempo social también intentó debilitar la idea de la patria chica y empujar hacia la identificación de los habitantes de México con un país unitario y cohesionado.

En segundo lugar, otro de los problemas del libro es establecer con demasiada linealidad la relación entre el control del tiempo y la dominación social. La sociedad disciplinar que proyecta Michel Foucault es retomada tal vez con demasiado ahínco por el autor. Pero, si bien en muchas ocasiones podemos encontrar que los sectores dominantes desplegaron a través de la uniformidad temporal sus lógicas de poder, en otros momentos este camino no fue tan terso como manifiesta Torres Rojo. Las negociaciones y consensos dieron sinuosidad a un proceso donde la “simultaneidad” y los relojes no eran más que herramientas que podían ser utilizadas por todos los actores. Esto involucra la necesidad de incorporar en el análisis la heterogeneidad tanto de los dominantes como de los dominados.

Hasta qué punto la actitud de los subordinados se basó en hacer menos “agraviante” el proceso, o por el contrario, ciertos grupos decidieron con-cientemente apropiarse de la búsqueda de regulación y uniformidad. En muchas ocasiones, el discurso moral sobre el empleo del tiempo no sólo fue articulado desde los sectores dominantes, sino también fue utilizado por los subordinados en pos de conseguir sus propios objetivos políticos. en este mismo sentido, otra pregunta que podemos derivar de las propuestas de torres rojo es en qué momento los relojes públicos, o la uniformidad horaria, se transformaron en un derecho capaz de ser socialmente demandado, como el agua potable o la electricidad.

Para concluir, uno de los mayores aportes que nos presenta este libro es la posibilidad de continuar explorando una serie de alternativas en torno a la percepción de la temporalidad históricamente situada. Podemos retomar frases como la de Walter Benjamin, sobre las revoluciones que siempre han buscado hacer saltar el continuum de la historia. Si los relojes fueron los primeros objetivos de los revolucionarios en Francia o en Rusia, qué pasó en el México posterior a 1910. Cómo incidió la Revolución mexicana en la manera en que se comprendía el tiempo es una pregunta que aún busca ser analizada.

Finalmente, queda abierta otra temática, aunque mucho más amplia: por qué la historia, tan preocupada de periodizaciones y temporalidades, se ha interesado tan poco en las prácticas culturales, sociales y políticas asociadas a la medición del tiempo. Y por qué, cuando lo ha hecho, su acercamiento ha sido más bien abstracto, lejos de la cotidianidad de nuestras sociedades.

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