Hasta hace pocos años, los prismas desde los cuales se observó y construyó un discurso histórico –en cierta forma hegemónico– sobre el movimiento estudiantil mexicano de 1968, fueron textos literarios, periodísticos o testimoniales. En la memoria colectiva ha predominado una narrativa sobre el poder juvenil, el autoritarismo de Estado y la represión de la protesta social. El libro Rebel Mexico de Jaime M. Pensado discute con todos aquellos textos que se han concentrado en denunciar la represión del Estado y plantea hipótesis tan provocativas como desafiantes.
Rebel Mexico: Student Unrest and Authoritarian Political Culture During the Long Sixties establece interesantes cruces entre la historia de los movimientos estudiantiles a mediados del siglo XX en México, la historia política y cultural y propone una nueva mirada al proceso. Uno de los ejes centrales del libro es demostrar que los orígenes del movimiento estudiantil de 1968 pueden encontrarse a mediados de la década de los años cincuenta. Pensado sostiene que «el problema estudiantil» en México comenzó en 1956, a partir de la huelga organizada por los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (IPN). Así, denomina su periodo de estudio como los long sixties, y lo delimita entre 1956 y 1971, años que coinciden con la huelga del IPN y la matanza estudiantil del Jueves de Corpus. Estos largos años sesenta se caracterizarían por ser un periodo en el que la población estudiantil de la ciudad de México se cuadruplicó y la política estudiantil se definió por la construcción de nuevas formas de organización juvenil (asambleas, cineclubs, periódicos, brigadas informativas, corte de vialidades, toma y quema de autobuses, mítines relámpago, ocupación de instalaciones y edificios) y una nueva cultura de protesta pública. Pensado inserta a México en los «global sixties», periodo dominado por la emergencia de movimientos estudiantiles, la gestación de una contracultura, nuevas expresiones musicales y fílmicas, caracterizado también por el activismo político y un lenguaje internacional de disenso, contexto en el cual los estudiantes se asumieron como sujetos centrales, protagónicos, de los cambios revolucionarios o democráticos.
Si bien en este libro son los jóvenes estudiantes los sujetos centrales del análisis, su riqueza estriba en la recuperación y el estudio de actores generalmente marginados del análisis historiográfico. Los porros, los infiltrados, los seudoestudiantes, los charros, los agentes provocadores, los granaderos (creados en los años cuarenta para suplir el uso de los bomberos para controlar las protestas populares) y diversos sectores conservadores de la sociedad mexicana, adquieren una importancia clave para la comprensión de las dinámicas del movimiento estudiantil mexicano y especialmente de las políticas autoritarias gubernamentales y su relación con la UNAM, el IPN, las vocacionales, las prepas y las escuelas normales. En una búsqueda por crear una «historia caleidoscópica», concepto que retoma de Gerard J. DeGroot, Pensado busca observar los acontecimientos a partir de otras ópticas donde lo invisible se vuelva visible, alejándose de los testimonios clásicos y multicitados de los líderes estudiantiles, a los que califica como «voces hegemónicas» y privilegiando en cambio la voz de otros actores, más cercanos al gobierno y a los grupos conservadores.
El autor muestra que en tanto México se distanció de la vía militarista que para entonces tomaron varios países latinoamericanos y redujo el rol de los militares en política, tuvo que invertir enormes recursos en mecanismos extralegales de control y mediación que incluyeron la contratación de agentes provocadores, la infiltración de las organizaciones estudiantiles (con «orejas»), el sostenimiento de porros dentro de las escuelas, la instalación de líderes charros en las federaciones estudiantiles y obreras, además del uso constante de la fuerza policial. Todas estas políticas autoritarias combinadas fueron dirigidas hacia la represión y la cooptación de los activistas estudiantiles moderados. Contra los activistas más radicales la represión gubernamental fue quirúrgica y se recurrió a un importante mecanismo de control social para intimidar, reprimir y encarcelar a los disidentes: la ley de Disolución Social.
Si algunos historiadores han planteado que entre los años cuarenta y los años cincuenta México vivió una suerte de «época dorada», para Pensado el nacionalismo revolucionario no logró la ansiada unidad nacional y fue incapaz de incorporar a un gran segmento de la población a la pretendida modernización. Este fracaso provocó el aumento y crecimiento de una generación de activistas que demandarían la resolución de las contradicciones económicas, políticas, sociales y culturales del «milagro mexicano». Ese era el fondo de las exigencias de los politécnicos en su huelga en 1956 y eso interpeló una nueva generación de intelectuales que cuestionaron la trayectoria de represión del PRI. La protesta estudiantil de 1956 marcó un momento decisivo en la política y resistencia estudiantil y representó la última de muchas demostraciones que habían buscado un regreso de las políticas populares cardenistas.
Una expresión de la sociabilidad juvenil en esos años fue la del «relajo» y el «desmadre», actividades estudiadas detalladamente por Jaime M. Pensado, que analiza su significado político y cultural considerándolas como mecanismos de control de los jóvenes. Las «políticas del relajo» fueron fundamentales para acentuar la llamada «crisis de la juventud» y para manejar a grandes grupos estudiantiles. Las autoridades aprovecharon y fomentaron estas prácticas para promover la rivalidad entre universitarios y politécnicos (con algún éxito) para consolidar la imagen de una juventud rebelde en crisis y disminuir la importancia del crecimiento del activismo político juvenil. Así, el autor nos acerca a las novatadas, a la apropiación juvenil y jocosa de las calles, al uso de sobrenombres y apodos, al desorden festivo, a la importancia de los juegos de fútbol americano como un nuevo espectáculo juvenil de los jóvenes de clase media, deporte que fue marcando lealtades dentro de los estudiantes y tratando de fomentar el desinterés político. De tal modo, el libro muestra la importancia de los porristas y los líderes estudiantiles, la financiación gubernamental de ceremonias de graduación, pero también de viajes, de comidas y fiestas con las cuales se generaban y fortalecían las lealtades y los padrinazgos políticos. Las nuevas organizaciones estudiantiles en la UNAM se ligaron a la estructura política de la institución y dentro de estas organizaciones los porros, los porristas, llegaban a tener más control sobre los estudiantes que cualquier activista político, operando como una suerte de «intermediarios» entre el rector y los estudiantes. Palillo, un porrista, por ejemplo, tenía un papel importante no solo en los juegos de fútbol sino en las elecciones estudiantiles, mítines políticos y reuniones que servían para despolitizar a los estudiantes. El desmadre juvenil fue creando una idea de que la juventud se encontraba en crisis.
Si bien Pensado hace referencia a algunas producciones fílmicas, especialmente estadounidenses, que se encargaron de multiplicar representaciones estereotipadas sobre los jóvenes, se desaprovecha una fuente como el cine mexicano con temática de juventud. Figuras como la de César Costa, por ejemplo, que sirvieron para construir y circular ideas muy fijas sobre un estudiantado de clase media, despolitizado, bien vestido y peinado podrían recuperarse para analizar las representaciones juveniles en México. Además, estas películas probablemente tuvieron mayor circulación en México que las películas estadounidenses a las que alude el autor.
La micropolítica dentro de la universidad es otro foco de atención del análisis de Pensado, quien muestra con precisión los esfuerzos gubernamentales para dividir a los estudiantes, el financiamiento de golpeadores y pistoleros que se instalaban afuera de las escuelas, el charrismo estudiantil y el fomento de prácticas corruptas. Aparecen en esta investigación, profusamente documentada, los favores políticos que se establecían entre porros y autoridades, la organización clientelar de los estudiantes, la compra de líderes a través de viajes de vacaciones y cómo el Estado mexicano procedió a cooptar las federaciones estudiantiles y a convertirlas en organizaciones charras, controladas por el gobierno.
Pensado plantea que el año de 1958 fue clave en el movimiento estudiantil pues sucedió una de las más importantes acciones estudiantiles del México moderno, que abriría una nueva era de activismo, desorden festivo, acciones violentas y especialmente, daría pauta para la erección de la corriente de la Nueva Izquierda mexicana caracterizada por una militancia concentrada en defender la libertad de expresión, la creación de espacios para emitir opiniones, la discusión del autoritarismo paternalista y la corrupción que imperaba en México. La huelga estudiantil de 1958 ocurriría en el mismo año del movimiento ferrocarrilero dirigido por Demetrio Vallejo y de los movimientos de campesinos, de trabajadores petroleros y telefonistas y haría que los estudiantes comenzaran a verse a sí mismos como «el estudiantado», como un movimiento unificador que cambiaría y modificaría las barreras de clase que habían diferenciado a los estudiantes por instituciones (IPN y UNAM). Normalistas, politécnicos, preparatorianos y universitarios se unieron para pedir modificaciones en las políticas académicas pero también opinaron sobre otros problemas estructurales de México, como la corrupción y compartieron un lenguaje político que hasta entonces había sido propio del movimiento obrero.
Aquí se logra entretejer de manera exitosa la historia política con la historia cultural. Para ello estudia boletines, revistas, periódicos y publicaciones estudiantiles y otras varias producciones culturales que circundaron al movimiento estudiantil, como los cineclubs. Preocupado por analizar el uso de un lenguaje internacional de disenso en los años sesenta, estudia las formas en que los estudiantes utilizaban conceptos como el de liberación y revolución. Así, descubre que la revolución es entendida más en términos contraculturales que políticos. Es decir, que las demandas estudiantiles son moderadas, y de una naturaleza cultural. Esto no implicaba que los discursos estudiantiles no estuvieran signados por el espíritu que deja la Revolución Cubana, que facilitó una nueva cultura de la protesta caracterizada por formas de resistencia pública más agresivas. En este punto, los intelectuales y los estudiantes de la UNAM serán cruciales en el crecimiento de una nueva izquierda moderada. Los estudiantes redefinirán la importancia del marxismo, reconceptualizarán el significado de la revolución mexicana y las ideas tradicionales de mexicanidad. Como bien señala el autor, no había homogeneidad en el movimiento estudiantil ni de clase social ni ideológica, la izquierda será diversa, habrá grupos estalinistas, otros más cercanos al trotskismo o guevarismo, otros maoístas. Como otros estudiantes del mundo en la misma época los mexicanos se radicalizan, se han empoderado y se sienten sujetos clave de la historia, con derecho a hablar y a tener una voz colectiva.
Los agentes provocadores son convertidos por Jaime M. Pensado en sujetos fundamentales para la comprensión de este proceso. A partir de entrevistas, de los fondos de la Dirección Federal de Seguridad y la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales y una amplia investigación se reconstruyen los delgados hilos que manejaba la policía secreta dentro de la universidad y se muestran las operaciones quirúrgicas dentro de la UNAM para frenar el avance de la militancia izquierdista estudiantil.
Estas estrategias gubernamentales de control social permitían que México siguiera apareciendo como una nación pacífica en el exterior. A los agentes provocadores se les dio luz verde para crear «desmadre». En la década de los sesenta se tuvo éxito en infiltrar la mayor parte de las escuelas de la UNAM, y los infiltrados sirvieron para acentuar la percepción social de que los estudiantes eran violentos, y un verdadero problema social. Las juventudes priístas entraron especialmente a las escuelas de ingeniería, derecho y ciencias políticas, el gobierno ordenó constituir organizaciones de estudiantes, los provocadores crearon grupos camuflados de intereses culturales y políticas cuya meta era crear un ambiente de confusión entre los estudiantes. Los provocadores usaron el lenguaje y los símbolos de la revolución y la contracultura: iconos representativos como el Che Guevara, Emiliano Zapata o Sandino, interrumpían las asambleas estudiantiles con confrontaciones violentas, hacían pintas en los muros. Todos estos mecanismos extralegales de control y mediación eran organizados desde la oficina presidencial. La mayor parte de estos provocadores, muestra el libro, se asentaron en las prepas y las vocacionales. Servían como informantes de la policía, intimidaban a los estudiantes durante las elecciones, recuperaban edificios tomados por activistas, diseminaban rumores o distribuían propaganda apócrifa y lograban insertase en las páginas de la prensa fortaleciendo la idea de que los estudiantes eran violentos y rebeldes. Rebel Mexico resulta una lectura de una innegable y sorprendente vigencia si se piensa en los actos de provocación que sufrieron varias de las movilizaciones compuestas por jóvenes en 2014 en la ciudad de México (Villamil, 2014).
Al autor le interesa señalar que la narrativa hegemónica ha sobrestimado el apoyo público al movimiento estudiantil de 1968 y a los estudiantes como «víctimas» de un estado autoritario y sostiene que en realidad no hubo aprobación ni apoyo popular al movimiento y los conservadores concibieron a los estudiantes como víctimas pero no de las fuerzas coercitivas sino de la izquierda. Pensado expone cómo algunos opinaban que los actos estudiantiles eran comparables a los de las fuerzas armadas y un peligro para el país (a semejanza de la teoría de los dos demonios con que se explicó la represión gubernamental en la dictadura argentina una década después). Así, el autor toma la decisión de estudiar no el apoyo al movimiento estudiantil sino el rechazo. Señala entonces que hubo ciudadanos que enviaron cartas al presidente condenando el comportamiento estudiantil y que existieron múltiples expresiones de apoyo a las acciones represivas del gobierno de Díaz Ordaz.
Si bien la recuperación de la reacción conservadora hacia el movimiento estudiantil aporta elementos novedosos para la comprensión del proceso, para tener una mirada caleidoscópica sobre el proceso, con todos sus colores y formas, haría falta analizar tanto el disentimiento como la aprobación. El análisis de las opiniones conservadoras, en especial de las que se retoman de la prensa, adolece de una crítica hacia la relación de la prensa con el gobierno, en especial en un momento en el que como señalaba Roberto Blanco Moheno, la prensa estuvo «siempre al servicio del señor Presidente, sea quien sea» (Mraz, 1999, p. 34). Una reflexión más profunda sobre la censura y la libertad de prensa en este periodo, sobre todo cuando «la preocupación del régimen en cuanto a las publicaciones periodísticas no se limitó a colocar noticas favorables, se aseguró además, que ciertas noticias no se publicaran» (Mraz, 1999, p. 36) hubiera permitido al lector advertir más matices.
En suma, este es un libro innovador y estimulante, que discute con la literatura de corte testimonial y la académica, que plantea hipótesis novedosas y rescata actores y movimientos olvidados cuya importancia había sido desestimada por la historiografía mexicana. Esta es una lectura ineludible para todos los interesados en la segunda mitad del siglo XX en México. Encontrarán aquí la posibilidad no solo de conocer nuevas rutas interpretativas sobre el 68 mexicano, sino también la de discutirlas.