Francisco Bilbao (1823-1865) forma parte de la inteligencia disidente de América Latina que, con propuestas despectivamente llamadas metafísicas —“romántico charlatán, sin originalidad alguna, pobre de ideas y harto de retórica declamatoria”, de acuerdo con Unamuno—, trataron de dar un curso distinto del dictado por liberales y conservadores a los países del subcontinente cuando se constituían los Estados nacionales. Si bien su tentativa se inscribe en términos generales en el primer socialismo latinoamericano, lo que permite filiarlo con Plotino Rhodakanaty, Casimiro Corral o Manuel María Madiedo, el pensamiento político del chileno tiene sesgos específicos y originales que elucida Rafael Mondragón en Filosofía y narración, un estupendo ejercicio del pensamiento crítico y del rigor académico que recrea el contexto en el que surgieron las ideas de Bilbao y atina en convertirlo en nuestro contemporáneo.
El socialista andino es conocido por Sociabilidad chilena (1844), manuscrito en el que abrazó la causa democrática y denunció al clero, costándole ir a juicio además de un autoexilio en París, donde conocerá a Lamennais, Michelet y Quinet, y será testigo de la Revolución de 1848. También conocemos al pensador santiagueño por la Sociedad de la Igualdad (1850), organización política que formó junto con Santiago Arcos a la que se adhirieron artesanos e intelectuales radicales, contrarios al régimen modernizador y autoritario del conservador Manuel Montt, quienes situaron la “cuestión social” —locus socialista— en el centro de su intervención pública. Poco sabemos sin embargo de la filosofía de la historia en la que descansa la concepción política del revolucionario andino, del contexto intelectual en que germinó su pensamiento y del hilo argumental que engarza la etapa argentina de su producción textual. A esto se aboca Mondragón en su exégesis de La ley de la historia (1858), La América en peligro (1862) y El evangelio americano (1864), precedida de la recapitulación de la sinuosa historia editorial del corpus bilbaíno.
La Ley de la historia —tan escasamente conocida que Manuel Bilbao primer editor de las Obras completas de su hermano Francisco la supuso inédita— nos remite, dice Mondragón, a los debates entre Bilbao y Sarmiento con respecto del “estatuto epistemológico de la historia y de su función social” (p. 63). El pensador chileno toma postura frente a la tradición dominante, empirista y conservadora a la vez, que ve en la historia una disciplina con entidad propia encargada de dar cuenta de un conjunto de acontecimientos los cuales han de reconstruirse de la manera más exacta posible, de acuerdo con el paradigma rankeano (escribir la historia “como realmente fue”), e incorporarse en un relato cartografiado por el progreso. En una mezcla de anacronismo con ideas visionarias, Bilbao plantea la unidad, o al menos la imbricación, entre historia, filosofía y narración; así como la identidad de la historia con la memoria. Esto es, no postula a la historia como saber positivo que pretende documentar acontecimientos y procesos situados en perspectiva temporal, sino que la recupera como filosofía de la historia a través de la pregunta por el sentido.
El socialista santiagueño desmonta la noción de progreso trasladándonos en primera instancia al pasado y no al futuro como cabría suponer. Esto lo hace introduciendo al sujeto tanto en el plano epistemológico como actor con voluntad propia. De esta manera —historicista podríamos llamarla— el pasado y el futuro quedan abiertos, son plurales por definición. Con respecto de aquel, “la historia es una manera de relacionarse con la vida que se narra” (p. 70. Énfasis propio). Es decir, esta apropiación del pasado variará pues la historia está en movimiento y tanto las circunstancias como las sociedades cambian. Ahora bien, el “tiempo vivido” por cada individuo concreto no se caracteriza —apunta Mondragón— “ni por la sucesión ni por la linealidad; el hombre vive en un presente continuo, siempre distinto a sí mismo…” (p. 100). En consecuencia, la temporalidad histórica es algo fracturado que solo puede integrarse mediante la narración, por medio de la memoria de lo que no nos sucedió pero nos pertenece como comunidad. El nosotros es el sujeto que da sentido a la experiencia vivida; más aún, es el que convierte el transcurrir del tiempo en historia. Historia por demás distinta de los relatos nacionales que pretendían narrar la conformación del Estado, convirtiéndolo en el sujeto de la historia patria.
Esta apropiación de un pasado ajeno como algo nuestro conlleva tanto la conciencia colectiva (nacional, social, etcétera) como la responsabilidad, configura una ética que integra a las comunidades al tiempo que les permite la acción, haciendo factible trazarse fines. Todo esto nos adentra en la dimensión utópica esbozada en El evangelio americano, un libro “‘para el pueblo”’ —dice Bilbao—, “pasado y presente” (p. 121) —agrega Mondragón—, el sujeto del cambio histórico. Aquí entran en juego las nociones de libertad y revolución, opuestas a la idea corriente acerca del progreso. De esta manera, las sociedades se transforman no en función de una ruta determinada de antemano, más bien lo hacen mediante la ruptura de la continuidad del tiempo por la irrupción de la revolución. En este sentido, la libertad sería la decisión colectiva de cambiar el curso del acontecer, torcer la inercia del progreso, la recuperación de la dignidad extraviada de la comunidad. Y el futuro un factor disruptor, la apertura a nuevas posibilidades que impide que el presente se identifique plenamente con el pasado al grado de cancelar toda historia, ofreciendo múltiples mundos posibles. Perturbador también, porque revivirá las rutas muertas enterradas en el pasado.
Fredric Jameson destaca que la función de la utopía no consiste en esbozar el futuro, antes bien sirve para descubrir los límites del presente; por tanto, su función esencial es la crítica. El sistema serial de Fourier no sería más que una fantasía ingeniosa sin la crítica del capitalismo liberal que la acompaña. Y Owen, un pedagogo esclarecido, y no el teórico del cooperativismo conceptualizado como alternativa a la competencia. Ese presente con el que Bilbao quiere acabar es el colonialismo, lo que vincula su pensamiento con los de Martí y Mariátegui. La América en peligro —coetánea de La expedición de México, de Edgar Quinet, la cual tradujo; y de México. Cuatro cartas al mariscal Bazaine, de Víctor Considerant, que no conoció— emprende la crítica del colonialismo camuflado como “proceso civilizatorio” por los ideólogos, entre ellos el también francés Michael Chevalier, quien disputa a Bilbao y a José María Caicedo la paternidad del vocablo América Latina. Perú, Santo Domingo, Panamá, Nicaragua y México son las víctimas recientes de ese monstruo del progreso moderno, de la razón instrumental que avasalla a los países periféricos despojándolos de su soberanía y de los recursos naturales. Pero no solo eso, también el pensador chileno desnuda cómo la cultura política latinoamericana introyectó la dominación haciendo suyos los fetiches europeos al adorar —como bien apunta Mondragón— “idolátricamente a dioses como el progreso o la civilización” (p. 186).
La intervención francesa en México, piensa Bilbao, vulnera la independencia de las naciones latinoamericanas y liquida el ideal republicano en el subcontinente, asunto que también observa con gran claridad Considerant. Según el pensador andino, “lo que hacen los imperialismos respecto de México —subraya Mondragón— ilumina lo que ha propuesto el liberalismo civilizatorio respecto de la ‘barbarie interior’ que habita cada Estado nacional” (p. 188). En México esta era el peonaje, esto es, una relación social de acuerdo con el socialista galo que el régimen juarista no se atrevió a desmontar por temor a la revolución social; “la debilidad moral” para el radical santiagueño, menos dado a la reflexión sociológica. Ambos califican de espuria la empresa imperialista de Napoleón III, mera idolatría según Bilbao: “una empresa egoísta, totalmente humana que se disfraza a sí misma como divina para encubrir su soberbia” (p. 102). La iconoclasia del escritor chileno no deja a salvo al socialismo que en su juventud lo convocó, otro ídolo que habría de derruir antes de convertirlo en objeto de adoración de una nueva feligresía. Postula entonces el rescate de los valores cristianos de justicia y caridad, tampoco disociados del primer socialismo cabe decir. En este ajuste de cuentas con su propia tradición, lo que salvará Bilbao es el impulso utópico, la voluntad de modificar el statu quo. No para instaurar otro, sino para internarse en las múltiples vías que ofrece el futuro. Cuando esto suceda, una vez más revisaremos la memoria del pasado, seguiremos nuevas pistas que nos conducirán a otros mundos posibles.