En las últimas dos décadas la historiografía dedicada a dilucidar los procesos históricos del catolicismo en México se ha enriquecido con importantes estudios que abordan problemáticas desde la perspectiva local. El libro Del fuego sagrado a la acción cívica. Los católicos frente al Estado en Michoacán (1920-1940), de la autoría de Enrique Guerra Manzo, es un ejemplo de ello. El texto expone los resultados del trabajo de investigación que, por alrededor de dos décadas, el autor ha realizado sobre los conflictos religiosos vividos en Michoacán durante la primera mitad del sigloxx. Si bien el conflicto armado conocido como la Cristiada (1926-1929) ha dominado el interés historiográfico por ese periodo, dicho interés se ha centrado en la actuación de la jerarquía, los dirigentes seglares del movimiento, el liderazgo militar y el papel de los gobernadores y altos mandos de la autoridad civil. Como contrapunto, el autor se plantea explorar el conflicto religioso desde las regiones y la base social católica, a partir de una periodicidad más amplia: 1920-1940. La propuesta resulta novedosa, pues rompe con el abordaje tradicional centrado en el movimiento armado para emprender una aproximación a los momentos clave que componen el periodo: Primera Cristiada, Segunda Cristiada y Sinarquismo. El autor observa esos momentos desde la arena local, a través de tres experiencias que no agotan la geografía michoacana pero sí ilustran la diversidad de la expresión local: Coalcomán, Zitácuaro y Zamora. El contraste de estos espacios permite mostrar la acción diferenciada de los bloques estatales y católicos «a nivel micro»: en Coalcomán se observa la acción armada de los católicos, en Zitácuaro se expresa mayormente la «resistencia pasiva», mientras que Zamora se distingue por su «resistencia en el campo educativo como en el agrario». Como señala el autor, «las tres regiones constituyen sistemas de interacción complejos entre facciones locales que rivalizan entre sí y que no siempre coinciden con la lógica homogeneizadora de los respectivos proyectos de orden social que enarbolaban tanto las élites edificadoras del Estado como la jerarquía eclesiástica» (p. 33).
La investigación propone que los diferentes posicionamientos de los católicos michoacanos frente a las disputas Estado-Iglesia en el plano nacional no se explican exclusivamente por su filiación ideológica al bloque católico o al estatal, ni por su militancia política, así como tampoco por su identidad religiosa, sino que a todo esto debe agregarse el seguimiento de la interacción cotidiana de los individuos con sus oponentes, en el contexto de las repercusiones de la implementación de la política agraria y educativa de los gobiernos posrevolucionarios; todos ellos son factores que ajustan y reconducen su accionar. La localización de estos factores puede lograrse rastreando la evidencia empírica que permite «confrontar múltiples miradas de los actores involucrados y hacer un balance de la naturaleza de los conflictos, visiones y respectivos márgenes de maniobra en el juego social en que están insertos» (p. 31).
En ese sentido, la obra comparte las preocupaciones de otros historiadores por el abordaje complejo del conflicto Estado e Iglesia en Michoacán, mismo que hasta hace unas décadas parecía difícil de problematizar, particularmente por los limitados enfoques metodológicos empleados y las escasas fuentes primarias a las que se tenía acceso.
A partir de un recorrido historiográfico, y de la precisión de sus posicionamientos teóricos, el autor organiza en siete capítulos los argumentos que enlazan de manera rigurosa la bibliografía especializada con una variedad de testimonios archivísticos.
Así, los dos primeros capítulos se dedican al planteamiento de un contexto nacional y estatal que explica las líneas centrales que distinguen las tres etapas aludidas. Se destacan los proyectos sociales de la jerarquía católica mexicana y la forma en la que se va concretando el proyecto político anticlerical, particularmente desde 1920. El segundo capítulo explora el proceso de centralización del poder en Michoacán, entre 1920 y 1940, que abarcó varias gubernaturas, como las de Francisco J. Mújica, Lázaro Cárdenas y Benigno Serrato. De esa centralización participaron activamente las distintas facciones e intermediarios políticos que se encargaron de poner en práctica las disposiciones estatales en materia agraria, educativa y religiosa, generando distinto tipo de tensiones a nivel local.
En el tercer capítulo explica las características de la guerra cristera en Coalcomán y sus alrededores, a través de un panorama histórico de la población que proporciona claves para explicar por qué la zona se convirtió en un bastión para los cristeros, a pesar de que no se obtuvieran triunfos armados significativos. Este tipo de oposición les valió a los líderes católicos locales concretar un tipo de negociación con el gobierno estatal, que muestra la vigencia de las negociaciones pragmáticas. En el cuarto apartado se establecen las condiciones en las que se pactaron los Arreglos de 1929 y las principales líneas que distinguieron la división entre los católicos a favor de los Arreglos y los que se opusieron a cualquier tipo de pacto con el Estado, por su oposición a la Constitución de 1917. El seguimiento se da a través de dos figuras clave: Leopoldo Ruiz y Flores, arzobispo de Morelia y delegado pontificio, y Miguel Palomar y Vizcarra, intelectual y dirigente católico. A partir de ello, la Iglesia trató de socavar el activismo de aquellos católicos que, como tales, ingresaron a la arena política para pelear por el reconocimiento de sus libertades políticas aunque con significativas divisiones internas, pues desarrollaron distintos grados de posicionamientos y radicalidad.
El quinto capítulo expone lo que podríamos considerar uno de los aportes centrales del trabajo: el enlace de los acontecimientos de las décadas de 1920 y 1930. El autor se pregunta por las razones de los grupos de católicos que decidieron continuar con «el fuego sagrado» y emprender la Segunda Cristiada. En su interés por observar la relación entre ambos movimientos religiosos, busca establecer sus similitudes y diferencias, tanto en organización, motivaciones, así como la manera en que fueron enfrentados por el Estado y por la jerarquía eclesiástica. En ese camino revisa el intrincado camino de las asociaciones católicas y sus divisiones internas y la manera como surgieron otras agrupaciones para contener a los católicos radicales, incentivados por la férrea voluntad de control por parte del episcopado mexicano. Propone que los Arreglos de 1929 dieron paso a la organización de una acción católica centralizada y autoritaria con el fin de disciplinar a los católicos y encauzarlos a la acción cívica, valiéndose de la Acción Católica Mexicana, de las Legiones y del Sinarquismo.
Los dos últimos capítulos están dedicados a estudiar la experiencia de Zitácuaro y Zamora en la implementación del corporativismo estatal, en la organización de las formas de resistencia a las leyes anticlericales, la actuación de los líderes locales y su negociación con los gobiernos estatales. Resulta particularmente interesante la manera en que vincula el problema de las múltiples identidades y el pragmatismo político en la explicación de las contradicciones que distinguieron la actuación de los individuos de uno y otro bando, por ejemplo, en el caso de los individuos que renunciaron a su militancia desde el catolicismo para sumarse a los agraristas en su búsqueda por los beneficios del reparto de tierras, así como de los agraristas que decidieron manifestarse abiertamente como católicos, lo que evidenció el problema de las «personalidades divididas». Lo que deja ver la investigación es que los católicos ingresaron a la arena política de dos maneras: como parte de organizaciones políticas que demandaban el ejercicio de libertades políticas y sociales a la Iglesia, y como individuos que dejaban en segundo plano su pertenencia al catolicismo para integrar organizaciones que pugnaban por la supresión de los privilegios eclesiásticos.
A pesar de la falta de equilibrio entre los capítulos dedicados a dar cuenta de la experiencia de las tres regiones michoacanas, debido en buena medida a la ausencia de fuentes primarias para dar cuenta del periodo completo, el presente libro resulta un análisis bien logrado y sólido que muestra cómo se desarrolló la oposición católica organizada (activa y pasiva) a las leyes anticlericales, en el contexto de la centralización estatal. Los católicos fueron un grupo más entre aquellos que se disputaron la dirección de determinados proyectos sociales, lo que deja ver la lucha que en ese momento sostuvieron por democratizar el juego político del país e incluirse como una fuerza reconocida capaz de disputar su dominio, en contraposición al corporativismo estatal que se estaba gestando.
El libro de Enrique Guerra se suma a los recientes estudios de Matthew Butler sobre la guerra Cristera en Michoacán (1927-1929) y de Brian Stauffer sobre el Movimiento Religionero (1873-1877), también en ese estado. Ambos estudios trazan, desde abajo, el desarrollo de los conflictos Estado-Iglesia en el plano local, a partir de una suma de diversos factores específicos en cada región, entre los que se encuentran los problemas étnicos, sociales, políticos y culturales, a los que suman la trayectoria de los diversos proyectos parroquiales y las propias vivencias de la religiosidad. Butler y Stauffer sostienen la existencia de una «topografía» diversa en el campo religioso michoacano, misma que ha tenido incidencia significativa en los conflictos armados de las poblaciones. A partir de ello pueden plantearse preguntas todavía no resueltas en el texto reseñado: ¿cuál fue el impacto de los proyectos estatales y los conflictos Estado-Iglesia en la secularización de la sociedad?, ¿cuáles fueron los lineamientos que siguieron los proyectos parroquiales?, ¿de qué manera se dio la relación entre los párrocos y las sedes episcopales?, y ¿de qué manera intervinieron dichos proyectos parroquiales en las definiciones de las posturas políticas y sociales de los católicos? Se extraña en el trabajo una aproximación a los lineamientos establecidos por la Santa Sede para México y América Latina y la referencia a otras organizaciones católicas de carácter secreto, así como de la dinámica de la vida parroquial en las poblaciones estudiadas; de igual manera, no se establece si las divisiones políticas entre los católicos estuvieron vinculadas a diferentes expresiones religiosas, particularmente en los espacios rurales donde la historiografía ha dado cuenta de la existencia de un tipo de religiosidad no disciplinada que intentaba escapar a la fiscalización de las autoridades.
El autor sigue la propuesta de Roberto Blancarte de que a partir de 1938 y hasta 1951 la Iglesia entró en un pacto con el Estado, toda vez que abandonó la confrontación por los temas políticos y sociales, a cambio de la tolerancia en materia educativa, en una etapa que se ha llamado modus vivendi o «complicidad equívoca», como a su vez lo ha referido Soledad Loaeza, a pesar de que existen diferencias entre ambos conceptos. Desde mi perspectiva, la propuesta de seguir las trayectorias regionales ayuda a cuestionar estas aseveraciones de carácter general, por lo que sería conveniente probar la explicación del modus vivendi en espacios locales, pues ese «modo de vida» puede ser insuficiente para explicar los posicionamientos de las bases sociales, sus acomodos en momentos coyunturales y sus grados de adscripción a los distintos proyectos ideológicos en pugna. En todo caso, los acuerdos entre la jerarquía y los gobiernos explican una parte del problema, pero no parecen suficientes para dar cuenta de la experiencia y la práctica política de los distintos grupos sociales a nivel local.
Se extraña en el trabajo la inclusión de mapas que guiaran al lector por las regiones que se describen, en los que se destacara, por ejemplo, el área de influencia y de disputa de los distintos grupos en conflicto; además de que hace falta el seguimiento de una trayectoria más precisa de la vida de los personajes de quienes se habla, pues por momentos la descripción de las lealtades y los vínculos locales parece desdibujarse. Sin embargo, ello no significa un desmérito a la calidad del trabajo. Los resultados de esta investigación representan un importante aporte historiográfico que abre nuevas inquietudes sobre las cuales los interesados en el tema podrán seguir indagando.