Los años de 1820 a 1821, en los que se inscribe el trabajo de Rodrigo Moreno, se definen como un periodo de cruce de caminos, el gozne entre la destructiva guerra civil iniciada en 1810 y el nuevo movimiento cuyo destino final condujo a la independencia de México. El estudio se centra en la conformación del llamado «Ejército Trigarante» y en las campañas militares en las que participó. Es, sin lugar a duda, el estudio más destacado que se haya escrito sobre el ejército Trigarante nacido del Plan de Iguala de 24 de febrero de 1821. Como lo infiere el autor, su intención en esencia no era un proyecto independentista sino de pacificación, y fueron las circunstancias y la voluntad de los habitantes las que radicalizaron su demanda de independencia hasta conseguirlo.
Por lo general, se sabe cuándo comienza una guerra y no siempre cuándo termina. Para el tema que nos ocupa, queda la duda de si en 1820 «la guerra se mantenía sumamente activa y que prevalecía como la principal preocupación del gobierno virreinal», más aún cuando se habla de una «situación de empate entre insurgentes y realistas. Cabe aclarar que, antes de la jura de la Constitución de Cádiz en 1820, las autoridades coloniales sobrevivían por medio de una dictadura militar, es decir, del acantonamiento de tropas expedicionarias, distribuidas en todo el territorio novohispano y reforzadas con las milicias provinciales y compañías de patriotas. Eran las tropas del rey las que gobernaban todas las ciudades, villas y la mayor parte de los pueblos, por lo menos los más importantes. También controlaban las principales rutas comerciales, los centros mineros y el comercio. Por su parte, los insurgentes sobrevivían en regiones marginales y periféricas y ya no representaban un peligro para la estabilidad del gobierno colonial. Claro está, su bastión más importante era la provincia del Sur controlada por Vicente Guerrero. Por lo tanto, el pronunciamiento militar iniciaba en un momento harto difícil para una estructura militar realista muy cuestionada por los abusos cometidos contra la población civil y que, con la jura de la Constitución gaditana, estaba perdiendo su razón de ser así como la justificación que le permitía el control territorial, político y militar que aún conservaban. Ello explica, por ejemplo, el enfrentamiento epistolar y verbal entre los trigarantes y las diputaciones y los ayuntamientos de las capitales provinciales. Los segundos aseguraban que los primeros tenían como propósito la disolución del régimen liberal doceañista para seguir oprimiendo a los pueblos.
La personalidad de Agustín de Iturbide continúa siendo un enigma en la vida política de Nueva España entre 1816 y 1820. De un oscuro pasado después de su destitución como comandante general de Guanajuato y Valladolid, Iturbide aparecía encabezando un movimiento que, por donde se le analice, era monárquico y antigaditano. El teniente coronel de milicias provinciales fue la figura más visible del movimiento anunciado en el Plan de Iguala, pero detrás de su persona estaban los grupos más conservadores del virreinato y en el que también estaban involucrados algunos oficiales de la plaza de Veracruz. El gobernador de la plaza porteña, Francisco de Lemaur, llegó a afirmar que Iturbide los había traicionado al romper el acuerdo con los españoles al proclamarse emperador de México, por lo que le declararon la guerra. Al final, este se quedó solo y desapareció junto con su imperio para abrir paso a la república como forma de gobierno, la ya imaginada por los insurgentes desde la época del general Morelos, y por la que lucharon Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria. El segundo sería elegido primer presidente de la República Mexicana en 1824 y Guerrero, el segundo.
La escasa información que se conoce sobre la conspiración hace suponer que fue Iturbide el que convenció a una parte de la oficialidad, principalmente criolla, para que se sumara a su proyecto; sin embargo, todavía queda mucho por investigar sobre la «red iturbidista», no solo entre los oficiales de la milicia provincial, sino entre estos y los miembros del clero, los más activos en la búsqueda de simpatizantes y de recursos para el financiamiento de la campaña militar. Sobre el Plan de Iguala se pueden hacer muchas lecturas, y una de ellas es su postura antigaditana. Para ello presento dos ejemplos: como se recordará, cuatro meses después de iniciado el movimiento, Iturbide fue obligado a jurar respeto por la Constitución ante la presión de ayuntamientos y diputaciones provinciales. El segundo caso corresponde al artículo primero del Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano que declaraba quedar «abolida la constitución española en toda la extensión del imperio». Es más, como apuntaba el preámbulo, se trataba esta de un «código peculiar, […] origen y fomento de las horribles turbulencias y agitaciones políticas». Iturbide estaba convencido de que la Constitución había provocado una mayor división de opiniones entre la sociedad, sobre todo en los temas de independencia y de la forma de gobierno.
Rodrigo Moreno no deja de lado la comparación existente entre el pronunciamiento militar español que dio origen por segunda vez a la jura de la Constitución gaditana en la península y en algunas posesiones de ultramar, y el de Iguala un año después. La madrugada del primero de enero de 1820 iniciaron los pronunciamientos militares en varias plazas de Andalucía encabezadas por el teniente coronel Rafael de Riego. Con ellos se inauguraba también una nueva forma de hacer política en Iberoamérica. Como señaló Miguel Alonso Baquer en su ya clásico libro El modelo español de pronunciamiento, los militares por medio de las armas se lanzaban a la conquista del poder político. Los sublevados formaban parte de las tropas expedicionarias que esperaban ser embarcadas a América para reprimir a las insurgencias y a los gobiernos independientes. La mayoría de ellos no eran militares de carrera, se trataba de milicianos formados en las filas revolucionarias que habían combatido y expulsado a los franceses. En el momento del pronunciamiento todos vivían hacinados en barracas, sin un salario y alimentos regulares y con la moral muy baja por el futuro que les esperaba. En el mismo sentido, el perfil de la tropa Trigarante no era tan distinto al de la española. También se trataba de oficiales y soldados que no pertenecían a las tropas regulares del ejército como la infantería, la caballería o la artillería; la mayoría de ellos se había fogueado en los campos de batalla contra los insurgentes, y los oficiales peninsulares y criollos se sumaron a sus filas ya hacia el final del conflicto armado.
La forma de pronunciamiento no necesariamente tuvo los mismos objetivos. Mientras que en el caso español los pronunciados obligaron al monarca a someter su mandato y jurar la Constitución, en Nueva España sucedió todo lo contrario, pues el Plan de Iguala lo que buscaba era su proscripción de territorios novohispanos. En este caso el problema se complicó aún más por el conflicto social y racial existente entre los miembros del Trigarante. Como explica Rodrigo Moreno, la base social de sus tropas estaba conformada por rancheros enrolados en las milicias provinciales y con una mínima presencia de las clases populares: «Indios y negros no parecían ser el objeto del reclutamiento; al contrario, comentarios de algunos oficiales muestra una tendencia a su marginación». El desenlace final en los casos español y novohispano fue el mismo: ninguno de ellos logró sus propósitos y fueron derrotados. En el primero, el brazo ejecutor fueron los oficiales de viejo cuño los que, guiados por el monarca, provocaron su caída. En el caso novohispano fue la suma de actores, corporaciones y hechos los que desplazaron a los antiguos realistas y elevaron a un primer plano a los exinsurgentes hasta convertirlos en los principales dirigentes del naciente estado mexicano.
Cada vez existen más evidencias de que el Plan de Iguala se concibió no como un proyecto de independencia, sino que pretendía preparar el terreno y convertirlo en un posible refugio para FernandoVII, en el hipotético caso de que triunfara el proyecto político de los liberales en la península. No es de extrañar que en el Plan de Iguala y en todas las juras se hiciera referencia al monarca español. De alguna manera seguían el ejemplo del monarca de Portugal JuanVI cuando en 1808, ante la invasión francesa, huyó a Brasil, donde instaló su casa de gobierno por casi trece años hasta su regreso a la península Ibérica.
Rodrigo Moreno explica la manera en que el sistema gaditano afectó a las fuerzas armadas novohispanas, la mecánica del pronunciamiento militar desde sus antecedentes, las diversas formas de adhesión de las tropas milicianas al Trigarante, su estructura de mandos, su distribución territorial, los pocos enfrentamientos armados que hubo, así como las juras de las autoridades y corporaciones civiles y religiosas. El autor destaca la nada fácil disolución de las compañías de patriotas, formadas desde el inicio de la guerra, y las nuevas unidades fundadas bajo el modelo de la milicia nacional. Es innegable que la población estaba muy cansada de los abusos de los militares y que la Constitución gaditana, como en 1812-1814, les ponía un freno desde el momento en que los comandantes perdían el control que habían ejercido a nivel territorial y su lugar fuera ocupado por las diputaciones provinciales y los ayuntamientos: «La milicia nacional no se estableció de un día para otro ni mandó a los realistas a su casa. Fue un complejo, tenso y vacilante proceso determinado por variantes regionales y, no pocas veces, por conflictos (muy) locales». Como se recordará, la disolución de las compañías de patriotas subordinadas a los subdelegados-comandantes cedió su lugar a los ayuntamientos. Tiene razón Rodrigo al afirmar que el sistema constitucional frenó los excesos de los militares y, al mismo tiempo, el fenómeno miliciano desplazó a la estructura militar colonial. En parte ello explica la facilidad con que se transitó del sistema colonial al republicano.
Con el desmantelamiento de las compañías de patriotas y el nuevo alistamiento bajo el modelo de la milicia nacional, no necesariamente significó que los ayuntamientos se inmiscuyeran en temas castrenses, más bien se trató de un asunto de seguridad y defensa local separado del aparato militar en forma. Buena parte de los nuevos milicianos habían militado en las compañías de patriotas con la diferencia de que ahora tenían un nuevo jefe: los ayuntamientos. El incremento de la presencia miliciana a nivel local se debió al vacío que dejaban tanto las tropas expedicionarias como las milicias provinciales ahora convertidas en trigarantes. A ello se sumaba la nula presencia de las estructuras políticas coloniales. Fue la milicia nacional la que mantuvo la tranquilidad en los pueblos al tiempo que se desarrollaban las movilizaciones de los ejércitos, tanto el regular, afín al gobierno, como el de las provinciales comandadas por Iturbide. Con la desaparición de los patriotas también desaparecieron las contribuciones de guerra. La milicia nacional dependía directamente de los ayuntamientos sin la intervención de los gobiernos tanto colonial como Trigarante.
No podría concluir esta exposición sin considerar un tema importante y que de alguna manera condicionó el comportamiento de los militares, sobre todo de las tropas expedicionarias. Me refiero al ideológico, el que no siempre es fácil identificar pero que en coyunturas precisas se hace presente. En este caso el cisma se dio con la llegada del nuevo capitán general para Nueva España nombrado por las Cortes Españolas, el liberal Juan de O’Donojú. Con la firma de los Tratados de Córdoba por este general y Agustín de Iturbide varios oficiales se unieron a la Trigarancia, mientras que otros la rechazaron y mejor optaron por viajar a Cuba o conspirar desde el puerto de Veracruz.