En este trabajo se analizan las quejas y protestas frente a los repartimientos mineros en los virreinatos peruano y novohispano. A través de diversos casos de disensión se observará, por un lado, las razones y justificaciones de las resistencias al servicio personal minero y, por otro, los modos que adquirieron las diferentes manifestaciones de disensión. El empleo del enfoque comparativo, sin duda, permitirá analizar rasgos concretos de estos dos mundos mineros de forma diferente y apreciar las similitudes existentes en un ámbito, el de los repartimientos mineros, que siempre ha servido para diferenciar a estos dos virreinatos.
This paper analyzes the complaintsand protests against repartimiento mine labor in Viceroyalties of Peru and New Spain. Taking various cases of resistance, this essaya nalyzes, first, the arguments and justifications for resistance to involuntary mine labor and, secondly, the different types of dissension. Using the comparative perspective tool we contrast the specific features of these two mining worlds and the common key-point of the repartimiento mine labor, which was a indicator to differentiate between the two Viceroyalties.
La imagen típica del trabajo forzado implantado en América, como señala Ignacio González, ha sido producida a partir de la mita minera andina1. Ciertamente, ya de forma coetánea, los opositores a la colonización española en Indias cargaron las tintas sobre la dureza de las labores mineras y los abusos y la explotación que significó la mita potosina. De igual modo, dentro de la historiografía minera de la América española predominaron, durante buena parte del siglo xx, los estudios sobre la minería de Potosí y las polémicas en torno a la institución mitaya2. No cabe duda de que, la amplitud y complejidad del sistema de coacción laboral orquestado para el centro minero potosino no tuvo parangón en el ámbito americano. La mita asignada a la mina de mercurio de Huancavelica, también de gran relevancia, no alcanzó las proporciones de la potosina.
La importancia del abastecimiento compulsivo de mano de obra a la minería andina, sin duda, ha marcado las visiones sobre ese mundo laboral. De ese modo, la explotación de las minas peruanas ha quedado asociada a operarios forzados que de forma rotatoria acudían a trabajar en ellas. Lo contrario ocurre con la minería novohispana, donde se afianzó, desde temprano, el trabajo libre asalariado. Hasta el punto que Humboldt llegó a asegurar que no existía en esas minas el trabajo forzado: «no hay ley ninguna —escribía— que fuerce al indio a escoger este género de trabajo, o a preferir el beneficio de una mina al de otra: si el indio está descontento del dueño de una mina, se despide de él y va a ofrecer su industria a otro que pague mejor o en dinero contante»3.
En este punto, y frente a estos criterios generales empleados para sistematizar la realidad laboral, es importante señalar, de un lado, el destacado porcentaje de trabajadores libres dentro de la minería del virreinato del Perú4, un porcentaje que fue en aumento con el paso del tiempo, de forma que ya en el siglo xvii y para el conjunto de la minería andina superaría, o al menos igualaría, al de mitayos. De otro lado, la existencia en Nueva España del repartimiento minero, aunque nunca alcanzase la importancia que tuvo en el Perú. Este reclutamiento coercitivo de operarios, cada vez menor, pervivió desde el siglo xvi hasta el siglo xviii. Podemos apreciar así que en ambos espacios existió el trabajo compulsivo en las minas, si bien el discurso histórico tradicional sobre la coerción laboral ha hecho énfasis en la mita potosina. Nada más habría que comparar la cantidad de ensayos publicados sobre la mita de Potosí y el resto de repartimientos mineros, respectivamente.
De acuerdo con algunos autores, el factor que marcó la diferencia entre el repartimiento potosino y el resto fue, sustancialmente, el desplazamiento desde las comunidades de origen hasta el centro minero, recorriendo en el caso de Potosí hasta 190 leguas5. Desde luego, ante esta larga distancia, las 10 leguas fijadas en otros casos se presentan como un trayecto corto. Esa migración forzosa fue la principal causa de la desestructuración social de las comunidades indígenas que iban a Potosí6. Según Héctor O. Noejovich y Estela C. Salles, el descontento y las quejas versaban sobre ese «trajinar tan continuamente y con tanto exceso», más que sobre los salarios o la explotación en el trabajo7. Esto lleva a preguntarnos si frente al resto de repartimientos mineros, de desplazamientos mucho más cortos (al menos, en teoría), las protestas y manifestaciones de disensión estuvieron ausentes o, en todo caso, agenciaron formas y contenidos bien diferentes. Pero para analizar esta premisa están las líneas que siguen.
Si bien, conviene aclarar que el tema de las resistencias al repartimiento minero en uno y otro virreinato ha sido objeto de atención por parte de los investigadores. Evidentemente, por los motivos señalados son más numerosas las investigaciones para el caso peruano que para el novohispano8. Los estudios de minería regional han contribuido al conocimiento de los trabajadores mineros y de los mecanismos de reclutamiento de la mano de obra, entre los cuales se hallaba el repartimiento minero. Directa o, en muchos casos, tangencialmente, el descontento, las quejas y los tumultos de las comunidades campesinas frente al trabajo obligatorio en las minas han concitado, desde hace ya algunos años, el interés de algunos investigadores. A partir de estos estudios locales y regionales, y de una amplia gama de fuentes primarias, en el presente trabajo se realiza una síntesis y reflexión sobre los motivos de las protestas frente al servicio personal minero y los modos empleados en las manifestaciones de resistencia al mismo en los virreinatos de Nueva España y Perú durante el siglo xviii.
Coacción y trabajo. Algunos apuntes sobre los repartimientos mineros«…la experiencia tiene acreditado, que solo los indios son los que resisten a la influencia del antimonio, que estos escasean, y son naturalmente inclinados a la inacción y holgazanería, proviniendo, acaso, la mayor parte de esta apatía de la falta de energía, o ninguna actividad con que las autoridades subalternas los estimulan, y precisan al trabajo»9.
En estos términos se pronunciaba un representante del Tribunal de Minería de Lima durante las Cortes de Cádiz. Como se aprecia, pocas modificaciones había experimentado el discurso de los inversionistas mineros; a comienzos del siglo xix seguían apoyando sus peticiones de repartimientos mineros en los planteamientos tradicionales que incidían en la naturaleza ociosa de los indios y en la necesidad de mano de obra indígena. Desde los primeros tiempos de la dominación española existió un juego de correspondencias entre la concepción del indígena como un individuo ocioso, que mostraba una total desidia para el trabajo, y el empleo de formas laborales coercitivas. Es oportuno señalar que lo que se registró como ociosidad no fue más que el reflejo de un sistema productivo y laboral muy distinto al desarrollado en el marco de la economía mercantil hispana10.
Los empresarios mineros de ambos virreinatos siempre se quejaron de la carencia de operarios y solicitaron que se les concediesen mano de obra indígena forzada. Ante estas peticiones, la Corona se debatió entre 2 planteamientos: por un lado, la libertad natural de los indios y, por otro, la necesidad de la plata americana. No se debe perder de vista la importancia de la minería americana y los enormes ingresos que proporcionó a la monarquía. Esta, en busca del mayor beneficio a través de la fiscalización de la producción de metales, privilegió a dicho sector económico. En este punto los intereses de la Corona y de los empresarios mineros confluían, por ello, finalmente, el servicio personal de los indios para las minas fue sancionado y acompañado de un importante cuerpo de leyes que trataba de conciliar la política mercantilista con los postulados de la moral cristiana sobre el buen trato de los indígenas11. Sin embargo, no fue extraño el incumplimiento de esas leyes y disposiciones. Desde luego, la polémica estuvo servida; la oposición y las críticas llegaron desde diferente ámbitos. Algunas autoridades, civiles y eclesiásticas, manifestaron su desacuerdo con la compulsión laboral de los indios. Asimismo, las comunidades indígenas exteriorizaron su rechazo ante las disposiciones que las obligaban a prestar servicio personal minero. Como se verá, las denuncias sobre los males de los repartimientos para la minería estarán presentes durante el siglo xviii.
En el caso de la minería peruana la fórmula laboral coercitiva fue la conocida mita. Se trataba de una prestación periódica de trabajo obligatorio y de escasa remuneración que determinadas regiones debían aportar a las actividades mineras, y que afectaba a la séptima parte de los hombres de entre 18 y 50 años12. El total de la población masculina afectada en un año por la mita se denominaba mita gruesa y cada uno de los turnos (o tandas) en los que se organizaba esa mita gruesa se designaba ordinaria. En su origen el número anual de mitayos asignado a la minería de Potosí fue de algo más de 14,100, y a la mina de azogue de Huancavelica unos 3,00013. En la minería de Nueva España, como es sabido, los repartimientos forzosos de indios no alcanzaron, ni en efectivos, ni en tiempo, las proporciones que en el virreinato peruano. En cuanto a porcentaje de trabajadores forzados la legislación fijaba que no excediera el 4% de su población14. Aunque hay que señalar que existieron diferencias regionales, de ese modo, en la zona centro de Nueva España, los pueblos sobre los que recaía esta obligación aportaban ese 4% de su población tributaria15. Mientras, en el norte del virreinato, en época temprana, no parecen existir porcentajes fijos de trabajadores forzados; las disposiciones serán más precisas a partir de mediados del siglo xviii, cuando la proporción de indios de repartimiento de cada pueblo quedó fijada en una tercera parte16. En lo que se refiere a cifras absolutas, las minas de la región de Pachuca contaron con el mayor contingente de trabajadores forzados, llegando a recibir en el siglo xvi alrededor de 1,100 hombres17. No fueron las únicas a las que se les proporcionó mano de obra indígena forzada; esta estuvo presente también en los centros mineros de Guanajuato, Taxco, Sultepec y Tlalpujahua, entre otros.
No cabe duda de que, en el transcurso del tiempo, los repartimientos mineros fueron perdiendo importancia numérica en las áreas andina y novohispana. El descenso puede ser explicado tanto por la disminución efectiva de la población de los territorios sujetos a los repartimientos —ya fuese por muertes, por fugas a regiones exentas de esa prestación o por quedarse en los centros mineros18— como por la retención u ocultación de esos indios por parte de los corregidores, doctrineros y curacas con objeto de utilizarlos en beneficio propio19. No fue extraño que estas retenciones se hiciesen a cambio de una compensación económica, con la cual los mineros contratarían, supuestamente, a trabajadores libres y con cierta especialización. Estas contribuciones monetarias son bastante conocidas para la minería andina, donde recibieron diferentes denominaciones: entregas en plata, indios en el bolsillo o indios de faltriquera. Esta última podía hacer referencia: a) a los indios que sustituían a los mitayos en el entero de mita a cambio de un dinero20; b) a la cuantía de dinero que eximía al indio de la mita; y c) al dinero obtenido por los mineros sin minas en explotación al alquilar a sus mitayos21. En el caso de Huancavelica esta costumbre, aunque nunca contó con el amparo de la legislación, terminó generalizándose. De modo que, en el siglo xviii, la mita huancavelicana era principalmente pecuniaria. Se trataba por tanto de un nuevo tipo de mita, cuyo principal rasgo consistía en la contribución económica y no tanto en el suministro de mano de obra22. En la minería novohispana también se ha podido documentar, aunque en menor medida, esta práctica de sustituir la asignación obligatoria de trabajadores por dinero23.
Conviene señalar que la mita pecuniaria representaba una modificación sustancial del sistema sancionado inicialmente y, por lo tanto, un alejamiento entre norma y práctica. Además, en la minería andina, lejos de poseer un carácter eventual, se convirtió en una práctica consuetudinaria que tuvo, sin duda, repercusiones materiales en las comunidades indígenas. Como observa González Casasnovas, a partir de finales del siglo xvii en Potosí «la incidencia de la mita sobre las comunidades indígenas radicaba principalmente en la imposición en metálico con la que sufragaban las ausencias y no en la extracción de sus propios miembros»24. El problema residía en la incapacidad de esas comunidades para hacer entrega monetaria de esa prestación. En Huancavelica ocurrió otro tanto. Esta realidad, como tendremos ocasión de ver, aparecerá recogida en las quejas y protestas de los indígenas y de las autoridades locales.
Las exenciones monetarias venían a demostrar, por otro lado, que no eran necesarios los trabajadores forzados. La contracción de la actividad minera, sobre todo en el caso de la minería huancavelicana, puede ayudar a explicar este hecho. A finales del siglo xviii el laboreo de la mina de azogue peruana quedó reducido solo a actividades de conservación, por lo que la mita se presentaba como una obligación carente de sentido. Desde algunas regiones mineras se alzaron voces contrarias a la mita huancavelicana. El fin perseguido, desde luego, no se hallaba en la abolición de la mita, sino en un cambio de destinatarios. A finales del siglo xviii hubo centros mineros en el Perú que solicitaron concesión de mitayos25, pero, a excepción de unos pocos repartimientos, el Estado se mostró reacio a extender la mita.
En Nueva España, de igual forma, no fueron extrañas las peticiones de fuerza laboral indígena a lo largo del siglo xviii. Es cierto que para entonces muchos pueblos habían quedado exentos de los repartimientos. Así ocurrió, por ejemplo, en la zona de Parral, cuyo real minero desde finales del siglo xvii solo contó con operarios libres26. Pero en otros centros mineros pervivieron, hasta fines de la época virreinal, formas de coerción laboral e, incluso, en algunos reales de minas, ante las peticiones de los mineros, estas se intensificaron. Fue el caso de Real del Monte. A mediados del siglo xviii, a los dueños de la veta Vizcaína, José Antonio de Bustamante primero, y posteriormente Romero de Terreros, se les concedió el servicio personal de las comunidades indígenas que se encontraban a 10 leguas alrededor del real, para trabajar incluso en las obras de drenaje27. Para comprender el alcance de esta concesión conviene tener presente, como advierte Doris Ladd, que la legislación prohibía expresamente la dedicación de los trabajadores forzados a ese tipo de actividades28. Pero no quedó el asunto ahí; años después, bastante mermado el número de indios de repartimiento, se planteó ampliar sus cifras y aumentar el tiempo de servicio en las minas. Una petición que ya se había barajado en el siglo xvi sin mucho éxito29 y que, en estos momentos, fue atendida. Así, en 1771, el conde de Regla logró que se le repartiera el 5% de indios, y si ello no fuese suficiente hasta el 10%, y que cada tanda sirviera 5 semanas en lugar de una30. Sin duda, no faltaron las protestas ante este recrudecimiento del trabajo forzado.
Interesa destacar aquí que, durante el siglo xviii, mientras la mayoría de las peticiones de repartimientos por parte de los mineros peruanos fueron desestimadas, la de los grandes mineros de Nueva España sí fueron admitidas. Las razones deben encontrarse, por un lado, en el auge minero de determinadas regiones novohispanas y la acuciante necesidad de mano de obra barata para reducir gastos; y por otro, en la influencia de los grandes empresarios mineros sobre las autoridades virreinales. En relación con esto último, queda fuera de toda duda la relevancia social y económica de los Romero de Terreros, los Borda o los Fagoaga.
A partir del análisis de las respuestas y actitudes frente a los repartimientos mineros del siglo xviii, se plantean, en el siguiente apartado, varias cuestiones. El tipo o los tipos de manifestaciones de disensión que se dieron; el papel desempeñado por las comunidades indígenas o las similitudes y las diferencias existentes en los 2 ámbitos estudiados son algunas de ellas.
Disensión y evasivas. Resistencia al trabajo minero obligatorioComo se ha señalado, no faltaron las autoridades civiles y eclesiásticas que, abiertamente, manifestaron su desacuerdo con el trabajo forzado en las minas. Ya en el siglo xvi, el obispo de Michoacán, el agustino Juan de Medina Rincón y el arzobispo de Lima, el dominico Gerónimo de Loaysa, respectivamente, se posicionaron en contra de la compulsión laboral de los indígenas31. Asimismo, el jesuita Pedro de Oñate, a comienzos del siglo xvii, presentó la mita huancavelicana como una de las causas de la disminución de la población indígena y señaló que: «se echa de ver que les mata el azogue»32 o que «lo mismo es contratarlos a ellas que condenarlos a muerte»33. Otros personajes también relacionaron la mengua de la población con el sistema de trabajo coercitivo. Por otro lado, los encomenderos asimismo se pronunciaron contra el sistema de repartimiento minero y aseguraron que la actividad económica de sus regiones se veía atrasada por la existencia del servicio personal para las minas34. Los fines interesados de estos están claros.
En otros casos, los impugnadores del servicio personal minero llegaron a sistematizar un discurso abolicionista. Fue el caso, a finales del siglo xvii, de Matías Lagúñez, oidor de la Audiencia de Lima, o un siglo después, de Victorián de Villava, fiscal y protector de naturales de la Audiencia de Charcas35. Sin duda, los protectores de indios conocían muy bien las quejas de las comunidades indígenas afectadas por los repartimientos. No fueron ajenos a los abusos y a las irregularidades que sufrían estos indígenas y, por ello, elaboraron discursos contrarios a los servicios personales muy fundamentados. Cabe señalar el ejemplo de Miguel de Eyzaguirre, fiscal protector general del Perú a comienzos del siglo xix y su defensa de la libertad natural del indio, totalmente incompatible con el trabajo forzado36.
Las prácticas discursivas que aparecen en torno al servicio personal minero estuvieron relacionadas, en mayor o menor medida, con las actitudes locales de rechazo.
Ciertamente, las comunidades indígenas, así como las autoridades locales, desarrollaron diferentes respuestas ante los repartimientos desde fechas muy tempranas, que no cesaron durante el siglo xviii. El mantenimiento de una práctica que perdió su esencia con la disminución de la actividad productiva, en el caso peruano, o la intensificación de los repartimientos en las minas, en el caso novohispano, provocaron el malestar en las comunidades campesinas afectadas por este trabajo forzado.
Los abusos cometidos al amparo de este sistema laboral fueron el centro de muchas de las quejas. Desde luego, a pesar de que la legislación trataba de amparar a los indígenas de los abusos y opresiones, siempre existió una distancia desmedida entre lo legislado y la práctica. Dan buena cuenta de ello las voces que se alzaron contra las acciones desviadas de lo establecido en las ordenanzas indianas. Los comportamientos abusivos quedaron recogidos en las críticas y en los discursos contrarios al servicio personal y fueron utilizados como justificación de la resistencia de aquellos pueblos al trabajo en las minas. Victorián de Villava llegó a escribir al intendente de Potosí, Francisco de Paula Sanz: «Vmds. mercedes pinta la cosa para engañabobos diciendo: el Indio no viene sino de tal a tal edad; el Indio no viene sino de seite en seite años; el Indio no trabaja al año sino de tres en tres semanas una, luego al cabo de vida no le toca sino tanto. Esto debía ser según las Leyes, pero nada de esto es»37.
Los atropellos fueron diversos: se realizaban los pagos en especie en lugar de moneda o se remuneraba el trabajo según tareas cumplidas; se incluían en las listas de repartimiento a los exentos de tal servicio, ya fuese por provisiones reales, por nobleza particular, por ser indios fronterizos, por ser mujeres o por padecer determinadas lesiones o enfermedades; los recogedores o capitanes enteradores practicaban negocios ilícitos; la contribución en muchos casos era pecuniaria; no se les pagaba los días de camino, etc.
En el caso de la minería de Huancavelica, muchas regiones afectadas exhortaron al cumplimiento de lo prescrito por la legislación relativa al sistema de trabajo forzado. Por citar solo un ejemplo, en 1780 la provincia de Lucanas pidió que la mita se cumpliese con la remisión de operarios, como estaba estipulado en las leyes38.Lucanas habitualmente mitaba en dinero a Huancavelica la cantidad de 6,900 pesos anuales, pero debido a la pobreza de la región se consideró más apropiado contribuir con trabajo personal. La petición no fue atendida y, tiempo después, el partido terminó solicitando la supresión de la contribución que hacía a la mina de azogue39, solicitud que, igualmente, fue desestimada.
Asimismo, continuando con el caso de Huancavelica, se elevaron voces contra las arbitrariedades en las regiones que seguían aportando su mita en gente. En Chumbivilcas la discrepancia estuvo relacionada con una práctica abusiva que consistía en alquilar indios para que cumpliesen el periodo de mita de los realmente obligados40. Los capitanes enteradores41 conducían efectos y dinero de muchos mitayos con los que poder contratar a otros; ello les daba margen para practicar un negocio ilícito y lucrativo pues recibían de los indios 50 pesos y luego buscaban a otros para alquilar a 10 o 12 pesos. Los alquilaban en los partidos por los que transitaban hasta llegar a Huancavelica o entre los de la mita saliente, con el consiguiente perjuicio para su salud por el extenso turno y para sus comunidades de origen por su reiterada falta.
En Michoacán, pasando al ámbito novohispano, muchas quejas, como documenta Felipe Castro, iban dirigidas contra las prácticas arbitrarias de los conductores, denominados también recogedores42. El ejemplo del pueblo de Nicolás Acuichio, en Pátzcuaro, es parecido al que acabamos de exponer. Para no ir a las minas de Guanajuato pagaban 10 o 12 pesos al recogedor, y este en Guanajuato contrataba a otros individuos por menor cuantía, obteniendo un margen de beneficio43. El pueblo denunciaba esta práctica y subrayaba lo gravoso que les resultaba lograr esas cantidades. De igual forma, otros pueblos se quejaron de los perjuicios y extorsiones que sufrían de mano de los recogedores44. El alcalde mayor de la jurisdicción de Xiquilpan y Tinguindin expuso un caso extremo: el conductor de operarios para el real de Guanajuato llegó a maniatar a los indios que se encontraba en los campos y a encerrarlos en el pueblo más cercano, para más tarde conducirlos a las minas45. Pero este caso no es el único.
Los requerimientos de trabajo forzado para las minas de Real del Monte provocaron igualmente situaciones violentas protagonizadas por los recogedores o lazadores. El uso de la fuerza fue habitual por parte de estos; provistos de lazos, machetes y otras armas reclutaban, para trabajar en las minas, a todos los que no tuviesen oficio o no pudiesen demostrar tenerlo. En este punto, es interesante advertir que los recogedores no siempre reunían y conducían a indios de repartimiento, en muchas ocasiones desempeñaron su cometido en los centros mineros y sus alrededores, obligando a los considerados vagos y ociosos a trabajar en las minas. Esta ocupación quedó reglamentada en los códigos mineros de finales del siglo xviii46. Precisamente las Ordenanzas de Minería de la Nueva España (1783) establecían que: «Los ociosos o vagamundos de cualquiera casta o condición, que se encontrasen en los Reales de Minas y lugares de su contorno, han de poder ser apremiados y obligados a trabajar en ellas, como así mismo los operarios que por mera ociosidad se separaren de hacerlo sin ocuparse en otro ejercicio, a cuyo fin los Dueños de Minas podrán tener Recogedores con licencia de Justicia y de la Diputación Territorial de Minería…»47.
Según la descripción de Doris Ladd constituían una especie de «policía privada empleada por la compañía para resolver la escasez de mano de obra con un látigo»48. En torno a ellos, como es fácil de suponer, existió mucha animadversión, por lo que, algunas veces, tuvieron que hacer frente a la resistencia de los trabajadores49. Las quejas y denuncias por malos tratos y vejaciones describían a los recogedores como empleados intransigentes, violentos y abusivos. En el caso concreto de Pachuca, a raíz de un encuentro brusco entre los recogedores y un teniente de contador, se hace un interrogatorio a los vecinos de la ciudad sobre los procedimientos de los recogedores de esas minas50. Los testigos describieron un ambiente en el real minero marcado por el temor y las iniquidades, y afirmaron que esos empleados cometían muchas atrocidades, llevándose a las minas a cuantos se encontraban en la calle, motivo por el cual las personas que abastecían de víveres u otros suministros a la ciudad habían dejado de ir51.
En el caso andino también encontramos referencias a este tipo de subalternos encargados de realizar levas de indios para el trabajo de menor especialización en las minas. Curiosamente, este modo de reclutar trabajadores mediaba en regiones y ciudades que no contaron con asignación alguna de mitayos; se trataba, desde luego, de una coacción extra-legal surgida al amparo de las leyes contra vagos y ociosos. En el estudio que realiza Gavira Márquez sobre la mano de obra en Oruro, se constata la existencia de estos reclutamientos y las consiguientes protestas52. Como ocurría en Pachuca, las denuncias y los testimonios incidían en la actitud violenta y, sobre todo, en el hecho de ser constreñidos al trabajo minero individuos que tenían ocupaciones reconocidas. Ese era el caso de los indígenas que suministraban los comestibles y otros víveres a la villa de Oruro; según un alegato estos eran llevados «al ingenio y se quedan sus cargas en el camino a cuyo hecho se les pierde»53. Más que las levas en sí, como bien indica Gavira, lo que se rechazaba era la compulsión de gente con ocupación, en lugar de vagabundos y ociosos54.
A estos motivos de protesta y resistencia habría que añadir las duras condiciones laborales en las minas. El trabajo en estas ocasionaba estragos en el organismo de los operarios que no fueron desconocidos en la época. Sin duda, las condiciones ambientales en las que se desarrollaba el laboreo bajo tierra eran bastante peliagudas: ambiente cargado con polvillo mineral, deficiente ventilación, humo de las velas de sebo y elevada temperatura. A lo que se sumarían las difíciles condiciones de movilidad por las estrechas galerías y peligrosas escaleras con la carga de mineral sobre los hombros. Las caídas, los derrumbes y los desprendimientos causaban lesiones de variable gravedad, en ocasiones incluso muertes violentas. Mientras, en la fase metalúrgica, la presencia del mercurio conllevaba otra serie de riesgos para la salud de los operarios, nada desdeñables. Los indígenas obligados a asistir a los yacimientos mineros novohispanos y andinos recogieron en sus testimonios esos aspectos. Aunque no lo hicieron con tanta frecuencia e intensidad como se podría pensar. En este sentido, en lo relativo a los problemas de salud, es posible observar que la mayoría de los reclamos incidía en las diferencias climáticas existentes entre los reales mineros y las regiones de origen. Esos cambios tenían efectos perjudiciales en los organismos de las personas, por ello se habían aprobado leyes que prohibían el traslado de población a regiones de clima distinto al de procedencia55. Pero, al parecer, el cumplimiento de estas normas fue relativo. Así José Mariano del Rosal, en nombre de los naturales de algunos pueblos de la jurisdicción de Pátzcuaro, declaraba que: «…prohíbe otra ley que los indios se muden a temperamento caliente a frio, y de frio a caliente por lo muy nocivo a su salud que son tales mudanzas. Es notorio a todos que el temperamento del Real de Guanajuato es enteramente frio, y el de los pueblos de mis partes demasiadamente caliente»56.
Este aspecto aparecía enlazado a otro, recogido también en las quejas: la distancia de diez leguas entre el real minero y los pueblos de repartimiento, como límite para la compulsión laboral57, no era respetada. Del Rosal informaba que entre los pueblos representados y Guanajuato mediaba una distancia de más de 60 leguas58. La amplia distancia de los desplazamientos y los cambios de temple fueron motivos de queja generalizados entre los pueblos de Michoacán obligados a enviar tandas de trabajadores a las minas guanajuatenses. En sus peticiones de exención del servicio personal, estos pueblos no ignoraron la reglamentación existente, y de ahí que se amparasen en ella.
Para el área andina, donde los centros mineros se encontraban por lo general en zonas de elevada altitud, frías e inhóspitas, se hallan menos referencias al hecho de «mudar de temperamento»59. Es posible que detrás de esto esté la preocupación, existente desde la formulación de la institución mitaya, porque las regiones afectadas por los repartimientos tuviesen climas similares a las regiones mineras, aunque para ello tuviesen que recorrer muchos kilómetros. Esto último, la movilización durante días con la familia, el ganado y diferentes provisiones, a través de terrenos escabrosos y ríos caudalosos, propició más descontento que el cambio de «temple»60. Es interesante constatar que esto no solo sucedió en el caso de la mita potosina. En los recursos interpuestos por las comunidades indígenas de Chumbilvicas —mita huancavelicana— no dejaron de exponerse los efectos perjudiciales de los desplazamientos hasta la villa. Así, informaban amargamente que debían caminar «diariamente a pie por espacio de dos meses, sin el menor avío dejando abandonadas sus casas y caminando con sus ganados e hijos y mujeres expuestos a ahogarse en los crecidos ríos del tránsito»61. Testimonio que nos sugiere que esta realidad no fue tan diferente a la potosina. Desde luego, la distancia entre el partido de Chumbivilcas y Huancavelica era superior a 100 leguas62, y aunque estaba fijado que se les abonase los leguajes —pagos que se realizaban a los mitayos por el tiempo de viaje al centro minero y de vuelta a sus comunidades— algunos testimonios nos hablan de incumplimiento. Así ocurrió también en Potosí, donde desde mediados del siglo xviii dejaron de pagarse por completo los leguajes de ida hacia el centro minero63. Sin duda, de haberlos pagado las ganancias de los mineros se hubiesen reducido considerablemente. No fue algo exclusivo del ámbito peruano, en Nueva España el pago de los días de traslado tampoco fue algo generalizado64.
Noejovich y Salles, como vimos, recalcan que el desplazamiento a larga distancia y sus efectos constituían la característica principal que diferenciaba a la mita de Potosí del resto de repartimientos. El radio de reclutamiento que ellos manejan para el caso de la mita de Huancavelica, siguiendo la legislación, es de 20 leguas65, pero no podemos perder de vista que, en verdad, muchas de sus regiones mitayas se hallaban a una distancia superior. En este sentido, al estudiar las protestas frente a los repartimientos, las referencias a los efectos de la migración forzosa pueden verse tanto en el caso de Potosí como en el de Huancavelica. Incluso, como se ha podido comprobar, en el caso de los repartimientos para Guanajuato el radio de desplazamiento superó con creces lo fijado sobre el papel. Como han señalado algunos autores, la legislación relativa a los repartimientos nos da una visión muy superficial de esa realidad66. Las quejas y protestas nos ponen sobre aviso de la discrepancia existente entre ley y práctica y, al mismo tiempo, nos permiten apreciar que en ambos virreinatos las comunidades indígenas y sus autoridades orquestaron discursos frente al servicio personal en las minas en los que denunciaban los abusos o desviaciones introducidas en el sistema.
La realización de tareas comunitarias en sus pueblos fue otro motivo argüido con objeto de evadir el servicio personal. De este modo, la construcción de iglesias y obras públicas, o la siembra de sus tierras aparecen de forma reiterada en sus alegatos y la intención es clara. Sirvan de ejemplo las palabras de José Mariano del Rosal, representante de varios pueblos de la jurisdicción de Peribán, quien citaba la importancia de los trabajos que se realizaban en la iglesia, la casa cural y el hospital a causa del incendio que habían sufrido y recalcaba que para evitar su detención «deberían libertarse de las tandas de servicios involuntarios»67. Seguro tenía noticias de pueblos que habían logrado la exoneración del servicio personal minero con alegatos de la misma naturaleza. Por ejemplo, los indígenas del pueblo de San Lucas Masatepeque, en Cuernavaca, compelidos a trabajar en las minas de Taxco, lograron una exención durante 9 años por hallarse ocupados en la construcción de la iglesia68.
Otro tanto ocurría en el ámbito andino. Pablo García, en nombre de los pueblos del partido de Chumbivilcas, comentaba que de ser liberados de mita, podrían dedicarse a la construcción de puentes y caminos en el partido, aspecto que, además, consideraba de vital importancia. «la mitad, o tercia parte —escribía— perece en el camino, o se queda en dicha villa de Huancavelica abandonando su patrio suelo: estos son unos inconvenientes, que de año en año, van extenuando el vecindario, no siendo esto lo más doloroso, sino la falta que hacen al público, para la compostura de caminos, y habilitación de correos y pasajeros»69.
Otra cuestión interesante es comprobar cómo en muchos pueblos se consideró que había población suficiente en los centros mineros para el laboreo de las minas y que, por tanto, no eran necesarios operarios adicionales. Así ocurría en muchos pueblos del bajío michoacano; por ejemplo, el gobernador del partido de Tiríndaro denunciaba ese hecho y, a fin de lograr la exención de los 7 pueblos que gobernaba, subrayaba que si bien la legislación permitía la coerción laboral, esta quedaba supeditada a la escasez de gente para el trabajo de las minas70,«lo que no se verifica en Guanajuato»71. Pues, de acuerdo a sus palabras, las cantidades que pagaban para eximirse del servicio, en lugar de ser empleadas en contratar a trabajadores libres, se las embolsaban el juez de tandas y el alcalde mayor de minas.
En el caso de Huancavelica la necesidad de gente era bastante cuestionable, no hay que olvidar la escasa actividad extractiva de este mineral en las últimas décadas del siglo xviii, cuyo laboreo terminó reducido a actividades de conservación. En esas circunstancias, la mita, en gente o en dinero, se presentaba como una obligación carente de sentido. José de Gozo, fiscal defensor de la Real Hacienda en la intendencia de Huancavelica, llegó a tocar el fondo del problema al preguntarse a comienzos del siglo xix: «¿Cómo y cuándo podrá probarse que no habiendo que trabajar en la mina de Huancavelica se obligue a los indios del partido de Chumbivilcas a concurrir en persona para ser ocupados en servicio de particulares, y en minas de plata, y a los de Aimaraes, Andaguailas, Lucanas, Parinacochas, Vilcashuaman, Huanta, Castrovirreina, y Tayacaja a pagar anualmente 29.000 y más pesos porque no van no teniendo a que ir?»72.
Es oportuno señalar que las afirmaciones de Gozo se sustentaban en la atenta revisión de los autos sobre el ramo de mitas que se encontraban en la Junta Superior de Real Hacienda. Ese material le había permitido advertir la contradicción que encerraba la pervivencia de la mita y percatarse de la pasividad estatal al respecto. Con razón se quejaba de que «todas las pretensiones han sufrido la suerte ordinaria, esto es, largas y detenidas substanciaciones, adormecimiento por años enteros, y aunque suscitadas de nuevo a pocos trámites olvidadas, otra vez»73. Asimismo, puso de relieve que los indios apenas habían participado en las demandas y quejas sobre la mita de faltriquera. En su opinión, ello era debido a los continuos padecimientos que los indígenas venían soportado a causa del servicio personal, hecho que despertó en ellos un sentimiento de aprensión al mismo, trasmitido de padres a hijos. Ante la perversa imagen que tenían de la mita personal, aceptaban sin objeciones la contribución monetaria «al recelo siquiera de que se les pueda obligar al personal trabajo»74.
Una vez examinados los principales motivos y justificaciones de las resistencias a los repartimientos mineros, es conveniente apreciar los modos que adquirieron las diferentes manifestaciones de disensión. En líneas generales, en ambos espacios se observa una predisposición por parte de las comunidades indígenas a reivindicar sus intereses mediante trámites legales, sin llegar las quejas y protestas a adquirir tintes violentos. Varios de los pueblos que mitaban a Huancavelica ofrecen buena muestra de ello. Además del caso expuesto del partido de Chumbivilcas, se puede citar el del pueblo de Arma en el partido de Castrovirreina. Haciendo uso de los cauces legales, el alcalde ordinario de indios, en nombre de la comunidad indígena de esa reducción, requirió que esta fuese relevada de algunas de las mitas que le gravaban. Se daba la circunstancia de que, además de contribuir con la mita pecuniaria en Huancavelica, asumía la mita a la posta de Turpo75. Desconocemos si la petición fue aprobada o no, lo interesante es comprobar la preferencia por los medios legales, sin llegar a una confrontación directa con las autoridades.
Los pueblos michoacanos afectados por el repartimiento para las minas de Guanajuato, como se ha podido apreciar, optaron del mismo modo por manifestar sus desavenencias y quejas a través de las vías legales a su disposición. «Así —escribe Felipe Castro— enviaron representaciones y comisiones a la Ciudad de México, declamaron protestas de lealtad, recordaron sus méritos y privilegios, contrataron apoderados y representantes y solicitaron certificaciones a los curas párrocos, tenientes de alcalde y alcaldes mayores»76.
Un caso un tanto distinto, pero buen ejemplo del uso de la negociación, es el de las minas de San Agustín de Huantajaya en Tarapacá77. A mediados del siglo xviii el minero José Basilio de la Fuente solicitó al virrey del Perú la concesión de una mita para las minas que tenía en Huantajaya. Después de largas deliberaciones, la Corona le otorgó 50 mitayos78, sin embargo gracias a la capacidad de negociación de los curacas de Tarapacá esta mita no llegó a ejecutarse. El minero había afirmado, contando con testigos, que las condiciones medioambientales de la mina, tal y como establecía la legislación, eran similares a la de las regiones de los mitayos. Pero esa aseveración no se correspondía con la realidad. Los curacas conocían bien la reglamentación al respecto y usaron esos conocimientos en sus apelaciones al corregidor. Sin duda, en esas circunstancias, estos podían haber recurrido a una autoridad superior exponiendo el falso testimonio del minero y sus testigos y dejando sin apoyo al corregidor en el repartimiento de mercancías. Esto fue, según Murkerjee «el as en la manga del kuraka en sus negociaciones»79. La habilidad política de los curacas tuvo sus frutos y, de ese modo, los mitayos en lugar de ir a las lejanas minas de Huantajaya, asistirían a las haciendas de beneficio que el mismo minero poseía en una región mucho más cercana y con mejores condiciones de trabajo.
Pero no siempre se optó por los cauces legales; tomaremos 2 ejemplos, uno novohispano y otro peruano, de incidentes violentos, aunque hubo muchos más80. La violencia estalló, sobre todo, cuando la situación de coerción se hizo insoportable, ya fuese por su intensificación y/o por los abusos que se cometían a su amparo. Sin embargo, es conveniente señalar que, si bien se llegó a una respuesta violenta concreta, también se emplearon recursos conforme a la legislación. Como han señalado algunos autores, la protesta tumultuaria no supuso, en última instancia, una ruptura del orden social, más bien constituyó, en muchos casos, parte de las estrategias desplegadas por determinados sectores frente a una serie de prácticas y actos desarrollados por las autoridades que se salían de lo marcado en el sistema legal81.
El primer ejemplo es el de Actopan. En esta región, en abril de 1757, tuvo lugar un tumulto protagonizado por los indígenas obligados a trabajar en las minas de Real del Monte. Estos, en un principio, optaron por la vía legal para librarse del repartimiento, pero al no prosperar esta vía recurrieron a medios violentos82. De tal forma, se resistieron a asistir al laboreo minero y expresaron que «pretendían y aceptaban la paz y tranquilidad mientras no se obligasen al trabajo de las minas»83 de Romero de Terreros. El móvil de la sublevación, por tanto, era evidente. La resistencia, según explicaron los vecinos de Actopan, se debía a las penalidades sufridas en esas minas. Por ejemplo, el comerciante Rafael Bravo de Hoyos señaló que la «resistencia provenía del gran trabajo que les hacían hacer y también porque no se les pagaba»84. Es cierto que eran ocupados en tareas de desagüe, peligrosas, dañinas para la salud y exentas de los posibles beneficios de la actividad extractiva. Pero la cosa no quedaba ahí; también se denunciaron las prácticas arbitrarias de algunas autoridades, concretamente del gobernador y la esposa del alcalde mayor85. El labrador Simón de la Rieta relataba que los trabajadores no percibían su sueldo en el real de minas, en su lugar recibían unas boletas para que en Actopan el gobernador o la esposa del alcalde mayor les pagasen. Aunque cada trabajador ganaba en torno a 4 reales, el gobernador Agustín de Santiago les pagaba a real y medio, y con lo que le restaba pagaba una deuda que tenía en concepto de tributos86. La repetición de esta práctica abusiva generó, en gran parte, el descontento entre los indígenas87.
Según los datos disponibles en el tumulto participaron alrededor de 1,000 personas. Esta resistencia violenta y multitudinaria es explicada por Ruiz Medrano «como una estrategia racional de defensa del orden social consuetudinario»88. Un orden que, para los indígenas, había sido quebrantado tanto por las arbitrariedades y los excesos cometidos por las autoridades como por los maltratos recibidos en el trabajo minero.
El alzamiento fue sofocado pronto y sin la mayor dificultad. En las siguientes semanas se llevaron a cabo unas indagatorias para dilucidar las causas del tumulto y sus cabecillas, y además para conocer las condiciones de trabajo en las minas de Romero de Terreros. Esto último puede ser interpretado como un logro de los indígenas89; desde luego, no era nada habitual, en esa época, indagar sobre las condiciones concretas que rodeaban al trabajo indígena en la minería. Con todo, en este caso, la resistencia ofrecida no alcanzó el objetivo primordial: la exención del trabajo obligatorio. El virrey, tratando de dar ejemplo al resto de comunidades indígenas que se oponían a los repartimientos, mantuvo el trabajo obligatorio e incrementó los castigos para aquellos que en adelante no cumpliesen con los repartimientos90. Es cierto que también dictó una serie de disposiciones acerca del buen trato que debían recibir los indios en las minas: no debían ser empleados en tareas peligrosas y recibirían el jornal semanalmente y en su propia mano. No obstante, todas esas medidas ya estaban recogidas en la legislación sobre la materia, y su cumplimiento, atendiendo a los hechos, había sido bastante cuestionable.
Pasando al virreinato peruano, en 1780, los mitayos del semestre de Navidad del partido de Jauja protagonizaron un virulento episodio. Este se originó cuando los mitayos se amotinaron y agraviaron al caudillo enterador, Jacinto Maita, manifestando su intención de no ir a Huancavelica aunque los degollasen91. No cesaron ahí los incidentes; días después, las mujeres de los mitayos se agolparon ante la casa del enterador gritando improperios hacia su persona. La respuesta del gobernador de la provincia ante aquellos sucesos fue suspender momentáneamente la remisión de mitayos. Una decisión tachada de tenue e indulgente por el fiscal encargado del caso92. Lo cierto es que la postura comprensiva del gobernador podía entenderse por su actitud crítica hacia la mita. Así llegó a escribir: «Siempre están cuasi mendigos, y por esto se hace tan fatigoso el cobro de sus tributos, […] con que si tanto cuesta el recoger el ramo de tributos, que es objeto tan privilegiado, qué llantos y estrecheces padecerán estos infelices indios al ver que cuando el apoderado del Real Asiento quiere los apremia, encarcela, embarga y destruye exigiéndoles treinta y tres pesos que ha puesto de tasa en cada indio por su respectiva mita»93.
Si el pago de dinero en concepto de mita era un problema, el servicio personal derivado de ella era todavía más grave. En este sentido, manifestaba que en el centro minero no recibían compensación monetaria por su trabajo, por lo que debían mantenerse del sustento que habían llevado consigo. Denunciaba el maltrato al que estaban expuestos esos indios por parte de los mayordomos, motivo de la fuga de muchos. Explicaba que si se ausentaban de sus pueblos era para eludir la obligación de mitar y los perjuicios que ello les ocasionaba94.
Las circunstancias expuestas por el gobernador y el consiguiente riesgo de revuelta estuvieron presentes en la reiterada negativa del partido de Jauja a contribuir su mita, ya fuese en gente o en dinero. Así se entiende que a partir de 1780 este partido suspendiera su aportación mitaya, dando origen a una deuda creciente con la Real Hacienda por este concepto. Una deuda que a mediados de 1781 ya ascendía a 17,652 pesos95, y durante la etapa de intendencia no dejará de aumentar, concretamente 10,520 pesos anuales. En 1789 la cantidad adeudada ascendía a 84,177 pesos96.
Cuando el intendente Márquez de la Plata reclamó el importe de las mitas atrasadas, la respuesta del distrito se tornó en agitación. Finalmente, tanto el intendente de Tarma, como el subdelegado de Jauja, el protector de naturales y posteriormente Jorge Escobedo, resolvieron dispensar a los indios de Jauja de la mita en calidad de fronterizos, considerando que era lo más adecuado en esas circunstancias97. Sin embargo, la medida no sirvió para detener la deuda, que siguió contabilizándose para llegar en 1800 a la exorbitante cifra de 200,000 pesos98; 3 años después el intendente Gálvez pedía al virrey que resolviese si debía cobrar tan ingente cantidad o si debía considerarla incobrable. Realmente era consciente de las dificultades que planteaba recaudar esa cantidad, que consideraba, por consiguiente, imaginaria para la Real Hacienda99. No obstante, para su condonación eran precisas disposiciones del virrey y estas no llegaban100. Lo reseñable del caso es que, con o sin resolución, esa forma de disensión había conseguido disuadir la obligación de mitar que recaía sobre el partido de Jauja. Más incluso, cuando fueron compelidos a enviar 18 trabajadores a Pasco volvieron a resistirse, logrando esquivar tal requerimiento ante los temores del subdelegado a otra posible sublevación101.
A modo de conclusiónDurante el siglo xviii, sobre todo en su segunda mitad, la compulsión laboral se recrudeció en regiones mineras de Nueva España como fueron Guanajuato, Real del Monte o Taxco. El auge productivo, la mayor envergadura de las obras y el consiguiente aumento de la demanda de mano de obra llevó a los inversionistas mineros más poderosos a solicitar el repartimiento de operarios no cualificados. De esta forma intentaban reducir los costos de producción, pues no se debe olvidar que dentro de estos el rubro correspondiente a mano de obra era el mayor. La Corona les concedió el privilegio solicitado y la resistencia por parte de las comunidades indígenas no se hizo esperar. La coyuntura fue diferente en el virreinato peruano, al cual se le desgajó en 1776 el Alto Perú, que quedó unido al virreinato del Río de la Plata. La crisis minera y la ausencia de influyentes inversionistas mineros pueden ser la explicación de que a pesar de las peticiones de nuevos repartimientos, en escasas ocasiones se concedieron. Eso sí, la mita toledana sancionada a finales del siglo xvi pervivió hasta comienzos del siglo xix.
De este modo, mientras en Nueva España se trató de una «nueva» obligación para las comunidades indígenas102, en el Perú era una vieja imposición. La intensificación de los repartimientos en las minas, en el primer caso, y la pervivencia de una práctica que perdió su esencia con la mengua de la actividad productiva, en el segundo, conllevaron protestas y malestar en las comunidades indígenas. En su forma y contenido dichas quejas y protestas no fueron muy diferentes; parece que las distintas coyunturas mineras se aprecian más en la respuesta dada por la Corona a las demandas. En este sentido las autoridades fueron, en general, más rígidas en cuanto al cumplimiento de los repartimientos mineros en Nueva España, donde, como se ha señalado, la presión de los mineros fue mayor. Lo que no quiere decir que los reclamos de los indígenas en el Perú prosperasen, dado que la Corona tuvo una postura ambigua, principalmente en el caso huancavelicano, donde la mita era principalmente pecuniaria. En vista de la progresiva deuda del ramo de mitas, es fácil pensar que las exigencias para su cumplimiento no fueron muy rigurosas. Pero no llegó a anularse como diversas comunidades solicitaron.
También se debe considerar que las protestas frente a los repartimientos mineros nos brindan una imagen del trabajo forzado bastante distinta a la ofrecida por la legislación. Al igual que ocurre con otras instituciones, el servicio personal minero no puede ser contemplado únicamente en su formulación sobre el papel. Es necesario apreciar la divergencia entre norma y práctica pues, como se ha visto, las desviaciones introducidas en el sistema estuvieron en el centro de muchas de las protestas de las comunidades indígenas frente a los repartimientos mineros. Por tanto, la aproximación a las protestas y resistencias de las comunidades indígenas y sus autoridades nos permite conocer, entre otras cuestiones, las irregularidades y los abusos a los que tuvieron que hacer frente, una realidad que va más allá de lo sancionado. Así, se advierte que las prácticas abusivas fueron diversas y muy similares en los 2 ámbitos espaciales estudiados.
De igual modo, el recurso a denunciar esos comportamientos abusivos como medio para lograr la exención del servicio personal fue habitual en ambos casos. Esta cuestión resulta relevante como muestra de que los campesinos indígenas no buscaban la ruptura con el orden colonial establecido, sino más bien la participación en él de forma activa a través de la denuncia de los quebrantamientos del marco jurídico. Las manifestaciones de disensión a través de los canales legales que el sistema ponía a su alcance son, de igual modo, prueba de ello. Es verdad que en no pocas ocasiones llegaron a hacer uso de la demanda violenta, sin embargo no renunciaron por completo a los instrumentos jurídicos.
Desde luego el tema no está agotado. Sería conveniente, para próximos trabajos, ampliar la perspectiva espacial y temporal de esta investigación y así poder apreciar, por un lado, la evolución que, a lo largo del periodo colonial, experimentaron las protestas de los indígenas obligados a trabajar en las minas y, por otro, prestar atención a las estrategias concretas implementadas para eludir el trabajo minero obligatorio en todas las regiones de la América española afectadas por él. Todo ello permitirá interpretar de forma consistente el impacto que la actividad minera tuvo en las poblaciones campesinas e indígenas de la Hispanoamérica colonial.
FuentesArchivosArchivo General de Indias (AGI).
Archivo General de la Nación, México (AGNM).
Archivo General de la Nación, Perú (AGNP).
Isabel María Povea Moreno. Doctora en Historia por la Universidad de Granada, España. Actualmente realiza una estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. Su línea y temas de investigación se desarrollan dentro de la historia social y del trabajo, concretamente, de la minería en la época virreinal. Entre sus publicaciones destacan: La mita minera en el contexto de las Cortes de Cádiz (1810-1814). Entre nuevos esquemas y viejas concepciones, en Naveg@mérica (núm. 5, 2010); Buscones del metal. El sistema de pallaqueo en Huancavelica (1793-1820), en Anuario de Estudios Americanos (vol. 69, I. 2012); Una encrucijada conceptual en el marco de las independencias: La voz patria. Perú, 1808-1814, en Chronica Nova (vol. 38, 2012).
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
De entre la abundante bibliografía existente al respecto, pueden citarse las siguientes obras: De la Torre Villar, 1980; Cole (1985), Bakewell, 1989 (pp. 73 y ss.); González Casasnovas (2000);Pérez de Tudela y Bueso, 1970 (pp. 355-371); Meza Villalobos, 1976 (pp. 313-343); Barnadas, 1973 (pp. 16-70); Saignes, 1984 (pp. 47-63); Ruigómez Gómez, 1990 (pp.155-166).
El estudio de yacimientos mineros distintos a Potosí y Huancavelica ha permitido ver, en el marco de la minería andina colonial, el recurso al trabajo libre. Sirva de ejemplo: Contreras (1995); Gavira, 2000 (pp. 223-250); Chocano Mena, 2001 (pp. 173-196).
Archivo General de Indias (en adelante, AGI), Lima 1357. Representación de Luis Gargollo, apoderado del Tribunal de Minería de Lima. Cádiz, 3 de marzo de 1812.
Guillermo Lohmann advierte de que la mita no se trataba de una imposición individual, sino regional, por lo que, al cambiar de región de residencia desaparecía el deber de acudir periódicamente a los trabajos mineros. Lohmann, 1999 (p. 103); Bakewell, 1989 (pp. 119-121). Para el caso novohispano, Felipe Castro y Laura Pérez documentan algunos casos de huidas desde las comunidades indígenas que debían prestar servicio personal minero hacia regiones exentas de tal obligación. Castro Gutiérrez, 2002 (pp. 243-244); Pérez Rosales, 1996 (p. 177); Pérez Rosales, 2003 (p. 112).
Archivo General de la Nación, Perú (en adelante, AGNP), Minería 16, doc. 631. Oficios de la diputación de Lucanas al Tribunal de Minería haciéndole presente la necesidad en que se hallan esos minerales de operarios para el laborío de sus minas. Años 1792, 1793, 1796. AGI, Lima 1354. Informe del Tribunal de Minería. Lima, 1 de mayo de 1794.
Para el caso de Nueva España, Felipe Castro recoge algunos ejemplos; Castro Gutiérrez, 2002 (pp. 240-241).
Sobre Matías Lagúñez, véase: González Casasnovas 2000 (pp. 259-304). Sobre Victorián de Villava y su actuación, consúltese: Levene (1946); Ezquerra Abadía, 1970; González Casasnovas (1989).
AGI, Lima, 1335. Oficio de Francisco de Jáuregui al virrey. San Juan de Lucanas, 10 de abril de 1780.
AGI, Lima, 1354. Informe del Tribunal de Minería a su nombre y al del Gremio, Lima, 1 de mayo de 1794.
Capitán enterador, también “capitán de mita”, era la persona encargada de agrupar, transportar y vigilar a los mitayos destinados a los centros mineros en el mundo andino. En Nueva España recibía el nombre de papite. Sobre el tema de los indios capitanes de mita consúltese el capítulo vii de O’Phelan Godoy, 2013 (pp. 251-276).
Castro Gutiérrez, 2008 (p. 239). Los lazadores son definidos en los Comentarios de Gamboa, como «lo mismo que recogedores de gente para el trabajo de las minas, por la escasez de operarios, por su rara destreza en echar un lazo». Gamboa, 1761 (p. 496). Sobre el tema de los recogedores de indios en Nueva España, véase el capítulo v de von Mentz 1999, (pp. 281-326).
Archivo General de la Nación, México (en adelante, AGNM). Minería, 148. Pedimento de José Fernández de Córdoba por los naturales del pueblo de San Nicolás Acuichio y barrio a el sujeto de Jesús Guiramba, 1778.
En AGNM, Minería 148, se recoge numerosas quejas de las comunidades campesinas obligadas a prestar servicio laboral en Guanajuato.
En AGNM, Minería 148. Pedimento de Miguel de Deza, alcalde mayor de la jurisdicción de Tinguidin y XiquilpanTinguindi, 28 de mayo de 1778.
AGNM, Minería, 56, exp. 6. Certificación de Miguel García de Malabehar, ensayador, fundidor y balanzario de estas reales cajas de Pachuca, 2 de mayo de 1792.
AGNM, Minería, 148. Exp. 1. Representación de José Mariano del Rosal por los naturales de los pueblos de Santiago Tingambato, San Ángel Turumucapio, San Andrés Ziriquaretiro y el de Taretan de la jurisdicción de Pátzcuaro, año 1778.
Recopilación de Leyes de Indias, Ley III, Título XII, Libro VI. «Que a los indios se pague el tiempo que trabajaren, con ida, y vuelta, y vayan de diez leguas».
AGNM, Minería, 148. Exp. 1. Representación de José Mariano del Rosal por los naturales de los pueblos de Santiago Tingambato, San Ángel Turumucapio, San Andrés Ziriquaretiro y el de Taretan de la jurisdicción de Pátzcuaro, año 1778.
Curiosamente, esa objeción se plantea en la provincia no serrana de Tarapacá, ante la implementación de la mita en las minas de Huantajaya, en pleno desierto de Atacama. Véase el ejemplo en Mukerjee (2008).
AGI, Lima 1335. Memorial de los mandones, alcaldes y segundas del partido de Chumbilvicas, 12 de enero de 1793.
Teniendo en cuenta que la ruta sería Huancavelica-Huamanga-Cuzco-Chumbilvicas, sabemos que de Huancavelica a Huamanga había unas 29 leguas y que de Huamanga a Cuzco unas 79 leguas. A lo que habría que sumar las leguas existentes —cifra que desconocemos— hasta Chumbivilcas. Carrió de la Vandera, 1985 (pp. 183 y 193).
Por ejemplo, von Mentz, 1999 (p. 30) recoge en su obra el caso del minero Francisco de la Borda, quien en Taxco no había pagado ninguna cantidad por los días de traslado.
AGNM, Minería, 148. Exp. 1. Representación de José Mariano del Rosal, en nombre de varios pueblos de la jurisdicción de Peribán, 1778.
AGI, Lima 1335. Recurso de Pablo García a nombre de los mandones, segundas y alcaldes de los 7 repartimientos del partido de Chumbivilcas de la intendencia del Cuzco, Callao de Lima, 3 de abril de 1799.
AGNM, Minería 148. Solicitud de Lorenzo de Zacarías, gobernador de los 7 pueblos de Tiríndaro (obispado de Michoacán), sin fecha.
AGI, Lima 1357. «Noticia de la contribución pecuniaria que anualmente hacen los indios de algunas provincias del Perú con el título de mita de faltriquera». Adjunta al oficio de José de Gozo al intendente Juan Vives. Huancavelica, 4 de junio de 1808.
AGI, Lima 1357. «Noticia de la contribución pecuniaria que anualmente hacen los indios de algunas provincias del Perú con el título de mita de faltriquera». Adjunta al oficio de José de Gozo al intendente Juan Vives. Huancavelica, 4 de junio de 1808.
AGI, Lima 1335. Recurso del alcalde ordinario de indios del pueblo de la Concepción de Arma, Matías Layán, por medio de sus encargados Bernardo Aurisy Valerio Pérez, enero de 1809.
von Mentz, 1998 (pp. 40-42) enumera para el caso de Pachuca y Guanajuato una serie de tumultos en la segunda mitad del siglo xviii como consecuencia de la intensificación de la coerción laboral.
AGNM, Civil 241, exp. 1. Informe del virrey de Nueva España, Agustín de Ahumada Villalón, marqués de las Amarillas. México, 5 de mayo de 1757.
AGNM, Civil 241, exp. 1. Declaración del cuarto testigo, don Rafael Bravo de Hoyos. Actopan, 13 de mayo de 1757.
AGNM, Civil 241, exp. 1. Declaración del octavo testigo, don Simón de la Rieta. Actopan, 14 de mayo de 1757.
AGNM, Civil 241, exp. 1. Declaración del octavo testigo, don Simón de la Rieta. Actopan, 14 de mayo de 1757.
AGNM, Civil 241, exp. 1. Declaración del duodécimo testigo, don Matías de Nieva. Actopan, 14 de mayo de 1757.
AGI, Lima 1335. Oficio de Vicente de Séneca, gobernador de Jauja, a José Antonio de Areche. Jauja, 9 de diciembre de 1780. Remitió otro oficio con la misma fecha al virrey Jáuregui.
AGI, Lima1335. Informe de José de Pedregal y Mollinedo, apoderado de Francisco de Ocharán, a los oficiales reales. Huancavelica, 22 de septiembre de 1781.
AGI, Lima 1335. Informe de Bartolomé de Bedoya, teniente asesor de la provincia de Tarma al virrey. Tarma, 17 de septiembre de 1796. Informe de la Contaduría general de Tributos, 29 de junio de 1797.
AGI, Lima 1335. Oficio del intendente Juan María de Gálvez al virrey. Huancavelica, 14 de julio de 1800. Otro oficio fechado en Huancavelica, 3 de junio de 1801.
AGI, Lima 1335. Oficio del intendente Juan María de Gálvez al virrey marqués de Avilés. Huancavelica, 6 de mayo de 1803.
AGI, Lima 1357. Informe de Robledo consultor de los Reales Tribunales del Consulado y de Minería. Lima, 30 de abril de 1799.