Hay innúmeros colegas en el oficio de historiar que son excelentes profesionistas, pero no todos logramos el difícil equilibrio entre conservar la persona y sobrevivir la personalidad. Alfonso Martínez Rosales, quien murió en la madrugada del martes 18 de abril, durante la Octava de Pascua de Resurrección, era precisamente de una madera vital de la que ya no hay; dueño de una vocación a prueba de fuego –persona única e irrepetible–, antes que poseedor de una profesión con personalidad “reconocida” era un “terciario” de la historia con voluntad de servicio. Ajeno a las adulaciones y el protagonismo, se enorgullecía de ser un hombre de a pie y compañero de banca. En realidad, este recio y travieso potosino, pertenecía a una generación que es difícil se repita en esta era de inundación informática y eficiencia académica pero carente de juicio y tradición. Nació, vivió y murió en/por/para su tierra natal: la ciudad de San Luis Potosí, la urbe minera, desértica, levítica y virreinal que conocía palmo a palmo, documento a documento, como pocos de sus hijos. Más aún desde dos dimensiones que casi nadie atraviesa al alimón: la espiritualidad de su pasado y la materialidad de sus espacios. Esto solo ocurrió debido a su sólida y profunda formación jurídica y religiosa, archivística y memoriosa, sendas credenciales que le permitían explorar los significados profundos de sus monumentos y personajes.
Pero el legado más trascedente del doctor Martínez Rosales está en su docencia personalizada de tantos años, lo mismo en el aula formal como en la tertulia informal, desde el claustro de profesores de El Colegio de México hasta el entrañable salón de lectura de la Biblioteca “Ricardo B. Anaya”, repleto de libros antiguos, en la neoclásica Casa de la Acción Católica de la ciudad de San Luis Potosí. Lo mismo en los recorridos de historia viva andando las calles y plazas de las ciudades mexicanas, un ejercicio de locomoción imparable e intenso. Sus urbes y villas favoritas eran, además de su querido San Luis, la de México, Puebla, Atlixco, Salvatierra, Pátzcuaro, Querétaro, Lagos y San Miguel (creía que adentrándose en ellas se podía palpar todavía el régimen de repúblicas entre españoles e indios y rememorar la vida pública de sus instituciones y la espiritual de los intramuros o clausuras). En sus cascos antiguos veía cómo el urbanismo dejaba de ser una utopía ortogonal y se metamorfoseaba en una “traza procesional barroca”, articulada y jerarquizada por la fiesta o el rito.
Mediante estas lecciones, de ciudadano de a pie, por los rincones de patios y sacristías (nunca le gustó manejar vehículos) demostraba que para ejercer el buen magisterio no es necesario matricularse en la ventanilla de la escolaridad, tan solo ser recibido en la antesala de la amistad y mantener un trato continuo y personalizado. En esto, en la conversación y en la trasmisión del oficio, Alfonso fue pródigo, desprendido y acertado, incluso radical. Por eso el tiempo muchas veces le dio la razón, sobre todo, cuando los ímpetus juveniles de sus alumnos no entendíamos el sentido profético de muchos de sus juicios o apreciaciones expresadas a rajatabla. Dueño de una prosa correcta, estructurada y personalísima, gracias a su faceta de latinista, se sentía con absoluto derecho para enderezar nuestras deficiencias (“sacar el bisturí”, decía) y señalar las de otros tantos colegas reconocidos, no con el afán de exhibirlos, sino para tomarlos como exempla virtutis. Por esa pulcritud en la escritura y en sus capacidades como editor había otro tanto que aprenderle en el oficio; de ello se desprende que en su currículum figure la dirección con esmero, puntualidad y entrega de la revista Historia Mexicana por más de un lustro con el apoyo de otro de sus alumnos: Carlos Macías Richard.
Dicen que nadie es profeta en su tierra y en parte la sentencia es correcta, mas no determinante: Alfonso Martínez Rosales lo fue dentro y fuera de sus linderos, desplazándose a otras latitudes y con miras a establecer vínculos nacionales e internacionales. Ya desde su etapa como funcionario, al ser nombrado director fundador del Archivo Histórico del Estado de San Luis Potosí en 1978 (tomaría posesión formal en 1979), mostró, antes que otra cosa, que sin la salvaguarda del patrimonio documental no había posibilidad de formar historiadores locales. Su trabajo al frente del acervo resultó fundamental pues rescató del olvido y la destrucción los legajos que hoy lo convierten en uno de los repositorios más ricos del país. Entre cajas humedecidas y mohosas, Alfonso recogió los “papeles”, como afectuosamente les llamaba, que tras ser restaurados y catalogados (el visitante curioso se percatará de su buena mano en los catálogos manuscritos) sirven, al día de hoy, para la consulta de las jóvenes generaciones de investigadores. El conocimiento, la transmisión y la valoración del archivo serían una vocación-profesión que honraría a lo largo de su vida. Incluso, desde las páginas de la revista que tanto quiso –Historia Mexicana–, dedicó un artículo a esta institución de la que, hasta el último de sus días decía, “era la gran cosa”.
Su aventura académica lo llevaría en 1975 a El Colegio de México, para cursar un doctorado cuyo grado recibiría con honores. En el seno de esta institución sus inquietudes hallaron eco y apoyo en otra figura de enorme reciedumbre vocacional: el doctor Elías Trabulse Atala, su director. La excelencia de su tesis, aplaudida y reconocida por muchos (particularmente por otro grande que recientemente partió y al que don Alfonso admiró y respetó: el maestro Jorge Alberto Manrique), le permitió obtener una plaza de profesor investigador en dicha institución, misma que, desde 1982 y hasta 1999, desempeñaría a cabalidad y con su estilo, formando investigadores y construyendo conocimiento con su peculiar método teórico-práctico. Esa etapa le permitió conocer muchos lugares dentro y fuera de México, siguiendo la pista de inquisidores, predicadores, obispos, funcionarios reales, historiadores, o de potosinos ilustres y los no tanto, siempre buscando vincular su tierra natal con un pasado virreinal común y, al hacerlo, dar cuenta de la vastedad de la Monarquía Hispánica desde un observatorio regional. Sus obras serían visionarias en ese sentido de ida y vuelta y hoy su vigencia resulta innegable.
Su libro El gran teatro de un pequeño mundo. El Carmen de San Luis Potosí, 1732-1859, del que el propio maestro Manrique escribiese una magnífica reseña en el boletín editorial de El Colegio de México, fue solo el preámbulo de una serie de trabajos que, de a poco, irían conformando las piezas del complejo rompecabezas del San Luis novohispano. Hoy, esa obra es una lectura fundamental para quienes pretenden asomarse al San Luis Potosí dieciochesco y monacal. Pero no solo su obra sobre el Carmelo potosino lo retrata como el gran historiador que fue para la ciudad; sus investigaciones abordaron un sinnúmero de temáticas artísticas y sociales que hoy son referencia y piedra de toque. Así: los tesoreros oficiales reales, la hacienda de la Tenería –entre otras haciendas–, los Dragones provinciales, los santos patronos jurados de la ciudad, los gigantes que embellecían a su paso las procesiones de carnaval, la gramática Pame (de la que se sentía especialmente orgulloso de haber publicado, pues en ella trabajó junto con su hermano, Salvador, artífice de la paleografía), la desaparecida Merced, la negritud y su movilidad social en San Luis Potosí (cuyo tema preparó y actualizó para presentarlo en lo que hubiese sido su más reciente conferencia el pasado 25 de abril, misma que, horas antes de dejarnos, encargó fuera leída para “que no se modifique el programa establecido”. Pues siempre, hasta el último de sus alientos, se preocupó por su trabajo y respetó al máximo las actividades académicas), la biblioteca del colegio de la Compañía de Jesús de la ciudad y el ilustre jesuita mexicano, Francisco Xavier Clavijero, fueron tan solo algunos de los temas sobre los que escribió con esmero y seriedad; destaca de todo su trabajo el haberse ocupado de temas y problemas que entonces casi nadie consideraba materia y objeto del historiador en su contexto local: la oratoria sagrada, las juras reales y patronales, el discurso de la fiesta, las causas de procuración, el lenguaje simbólico de los espacios y el patrocinio y mecenazgo. Su vasta bibliografía es sin duda trabajo pendiente por hacerse, pues sus obras, publicadas allende y aquende el mar, ni siquiera el propio Alfonso las tenía documentadas y al preguntársele sobre todas ellas, socarronamente decía “trabajen y búsquenlas”, aunque una parte de ella la consignamos al finalizar esta semblanza.
La escritura amable y aparentemente ligera que caracterizó cada uno de sus trabajos guarda claves bien meditadas que anidan en su curiosidad y buscan a su vez despertar la curiosidad del lector. Estas “pistas”, han abierto nuevas vetas y veneros discursivos que hoy son base de una nueva historiografía en el ámbito histórico potosino del periodo virreinal, que es deudora a la obra de Alfonso Martínez.
Los últimos años de su vida, don Alfonso los pasó en una suerte de “recolección elegida” en su San Luis natal, alejado de reflectores y vanos pedestales. En la sala de consulta de la Biblioteca “Ricardo B. Anaya” de la Acción Católica, bajo los ojos observantes del busto del padre Anaya (a quien tanto admiró). Ahí, desde el diletante espontáneo, enamorado del pasado o su terruño, hasta el consagrado investigador de paso, todos tuvieron cabida en la mesa del doctor Rosales, entre viandas y conversación, en un ameno convivio sin horario fijo. Desde las estanterías bajaban los libros y, localizadas las referencias, surgían los datos y las anécdotas que iban aderezadas de su erudición, profunda y atinada. Doctorados y maestrías se consolidaron al amparo de la guía que, en forma de franca y divertida tertulia, prodigaba, una tarde sí y otra también, en ese rincón poco conocido del común pero de gran fecundidad para los “elegidos”.
La prolijidad de su pluma no paró tampoco, de su época en la biblioteca se desprendieron obras de gran calado, como sus trabajos sobre la Catedral y San Sebastián, así como el opúsculo sobre la Compañía de Jesús, obra sintética que resume décadas de investigación y conocimiento. Tampoco cesó su afán de investigación, pues siguió trabajando en archivos parroquiales y en bibliotecas especializadas, recopilando información que, más temprano que tarde, tomarían forma de un libro, un artículo o una conferencia, o que simplemente, con ese espíritu generoso que lo acompañó toda su vida, pasaban a ser información nueva y útil para otras manos. Destaca en esto el exhaustivo estudio del periódico “El Estandarte”, del cual revisaría cada uno de sus ejemplares durante los últimos años. Hasta el momento final de su vida mantuvo ese espíritu que todos los investigadores poseemos al principio de nuestra carrera y que muchos perdemos en el camino: “no hay nada como el trabajo en archivo”, decía, y tal fue su ley de vida. Muchas obras y proyectos se quedaron en el tintero merced a su repentina partida, tocará a los que vienen tomar esa estafeta, en la medida de lo posible y de sus alcances.
Desde su querida España, pasando por los Estados Unidos y Sudamérica, muchos fueron los investigadores que se sentaron en el aula de la Biblioteca “Ricardo B. Anaya” donde don Alfonso, desde el año 2000, ofrecía sus servicios de consulta; así, no resultaba extraño encontrar departiendo con él a investigadores del Museo del Prado, de universidades nacionales y del extranjero, de reconocidas instituciones como el COLMEX, el COLMICH, el COLSAN, la UNAM, lo mismo alumnos y becarios, cada tarde, durante los últimos 17 años, buscando la pista, la guía experta de quien conoce los acervos y los libros especializados. Ahí radica la grandeza del último de los grandes historiadores de San Luis Potosí, pues, aun en la suerte de autoexilio en la que vivió sus últimos años y, a pesar del olvido en el que la miopía de la propia academia relegó torpemente sus trabajos, su labor no paró nunca, sus frutos no dejaron de ser prolijos, sugerentes y hasta provocadores. Su fecundidad académica superó aun las pruebas más adversas y de todo esto y a pesar de ello, don Alfonso salió airoso hasta el último de sus días. Quizás también porque, inconforme con las contradicciones de su tiempo, gustaba desconfigurar esquemas y poner en crisis a los interlocutores de cliché: rígido en sus principios, en momentos francamente antisolemne y desde luego provocador (aunque sin vociferar o desafiar, extraviando el decoro, ya que sus catilinarias estaban convalidados por la virtud del ejemplo). Incluso, se mostraba politizado y marchista de a pie, lo que a algunos parecían paradojas, pero al cabo congruente conociendo sus compromisos éticos: católico social, pero también militante navista y hasta cardenista inconforme siempre con el oficialismo y la simulación.
El doctor Martínez mantenía otras virtudes secretas u “obras de misericordia”, ya fuese yendo a visitar a los maestros mayores o retirados y confortarlos con su plática y presencia constate (así lo acompañamos una o varias veces a las casas de las doctoras María del Carmen Velázquez, Berta Ulloa, el padre Guillermo Porras, el presbítero Rafael Montejano y Agüiñaga), lo mismo que apoyando de mil y una formas a todo aquel que quisiera superarse académicamente, sin distingos entre el oficial de bicicleta leyendo sus libros de secundaria bajo la sombra del árbol de fuera de su casa y el doctorando que se quedase sin empleo y con la disyuntiva de seguir o cortar el camino. En estas virtudes asomaba el talante de un hombre congruente entre su decir y hacer.
Pero al doctor Alfonso lo recordaremos, por sobre todas las cosas, por su excepcional capacidad para despertar vocaciones y mantener, con todo su apoyo y asistencia, a los jóvenes que se iniciaban en nuestro gremio: “pasto material y espiritual”. Este fue ejemplo de su querido Carmelo, aplicando la escritura y las enseñanzas de San Juan de la Cruz y Santa Teresa que revivieron en él y fueron norma para su vida: fecundo y discreto como “las aguas vivas” –o los veneros que se derraman desde el monte sagrado–, apasionado y arrebatado finalmente en su “carro de fuego” eliano, no sin antes dejar a sus discípulos un hábito de trabajo y apego a “la regla” personal de profesar e historiar.
En el magnífico escenario del retablo de los arcángeles del colosal templo del Carmen de San Luis Potosí, el pasado diciembre de 2016, Alfonso dictó la que dijo sería su “última conferencia”. Así lo fue y, en el mismo escenario al que consagró lo mejor de sus afanes profesionales, cerró un círculo vital e intelectual el querido amigo, guía y mentor. Nuestro querido Alfonso pensó muchas veces en voz alta la escena de su muerte de manera pacífica, discreta y armoniosa: consiguió la muerte como una experiencia sacramental, tal como la deseaba, sin mayor pretensión o falaz memoria. “Tradicional y fundamentalista”, como entre veras y bromas se describía, fue su deseo descansar en la cripta de la Acción Católica, a la que aportó su sabiduría y cuidado durante los últimos años, y a la que generosamente se brindó en persona y obra desde temprana edad como correspondía, entonces, “al apostolado de los laicos” (pese al desdén de una parte de la jerarquía). Lo echaremos de menos sus amigos, pero lo mantendremos cerca gracias a su ejemplo y sus palabras en el trabajo diario.
Enunciamos de forma breve algunas de sus obras, a la espera de “ponernos a trabajar”, como le hubiese gustado a nuestro amigo:
Martínez Rosales, A. (1977a). Las haciendas potosinas en los caminos de SLP en el siglo xix. Bibliografía de Historia Potosina, 31, V-VIII-3, San Luis Potosí.
Martínez Rosales, A. (1977b). Las haciendas potosinas y el Regimiento Provincial de Dragones de San Luis, 1796. Archivos de Historia Potosina, 32, Academia de Historia Potosina, abril-junio.
Martínez Rosales, A. (1982a). Fray Nicolás de Jesús María, carmelita descalzo del siglo xviii. Historia Mexicana, XXXII-3, enero-marzo, 299-348.
Martínez Rosales, A. (1982b). La provincia de San Alberto de Indias de Carmelitas Descalzos. Historia Mexicana, XXXI-4, abril-junio, 471-543.
Martínez Rosales, A. (1983). El archivo histórico del Estado de San Luis Potosí. Historia Mexicana, XXXIII-2, octubre-diciembre, 318-336.
Martínez Rosales, A. (1985a). El gran teatro de un pequeño mundo. El Carmen de San Luis Potosí, 1732-1859. México: El Colegio de México/Universidad Autónoma de San Luis Potosí.
Martínez Rosales, A. (1985b). La bonanza barroca dieciochena en San Luis Potosí. Cuadernos de Arquitectura Virreinal, 2, noviembre.
Martínez Rosales, A. (1986). El fundador del Carmen de San Luis Potosí, 1671-1732. Historia Mexicana, XXXV-3, enero-marzo, 389-446.
Martínez Rosales, A. (Comp.). (1988a). Francisco Xavier Clavijero en la ilustración mexicana 1731-1787, prólogo A. Gómez Robledo. México: El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos.
Martínez Rosales, A. (1988b). Los gigantes de San Luis Potosí. Historia Mexicana, XXXVII-4, abril-junio, 585-612.
Martínez Rosales, A. (1988c). Escenas de la revolución francesa en un bordado. Historia Mexicana, XXXVIII-1, julio-septiembre, 111-126
Martínez Rosales, A. (1989a). Construcción de una catedral sin diócesis. San Luis Potosí, 1701-1728. En América. Encuentro y asimilación. Segundas jornadas de Historiadores Americanistas. Granada: Diputación Provincial de Granada, Sociedad de Historiadores Mexicanistas, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía.
Martínez Rosales, A. (1989b). Cuaderno de algunas reglas y apuntes sobre el idioma pame de Francisco de Valle, presentación de A. Martínez Rosales, transcripción de S. Martínez Rosales. México: El Colegio de México.
Martínez Rosales, A. (1991). Documentos de la hacienda de la tenería. San Luis Potosí: Archivo Histórico del Estado de San Luis Potosí.
Martínez Rosales, A. (1992). Los jueces oficiales reales de la Real Caja de San Luis Potosí. Anuario Mexicano de Historia del derecho, 4, 139-149.
Martínez Rosales, A. (1993). Los patronos jurados de la ciudad de San Luis Potosí. En C. García Ayluardo y M. Ramos Medina (coords.). Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano (vol. I, pp. 107-123). México: Universidad Iberoamericana/INAH/CONDUMEX.
Martínez Rosales, A. (1994a). Cinco mexicanos y el Museo del Prado. Memoria. Museo Nacional de Arte, 5, 73-83.
Martínez Rosales, A. (1994b). Reales exequias en San Luis Potosí. En J. Cuadriello (coord.). Juegos de Ingenio y Agudeza. La pintura emblemática de la Nueva España (pp. 170-180). México: MUNAL/CONACULTA.
Martínez Rosales, A. (2003a). Parroquia del Sagrario de San Luis Potosí. Su iglesia y su capilla. San Luis Potosí: Kaiser.
Martínez Rosales, A. (2003b). San Sebastián del Potosí. Arte e historia. San Luis Potosí: Kaiser.
Martínez Rosales, A. (2004). La Catedral de San Luis Potosí. San Luis Potosí: Kaiser.