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Vol. 55.
Páginas 8-29 (julio - diciembre 2016)
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La historia social en Estudios de Historia Novohispana
The social history in Estudios de Historia Novohispana
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Felipe Castro Gutiérrez
Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México
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Resumen

El artículo analiza el desarrollo de la historiografía social sobre el periodo colonial de México a partir de los artículos publicados en la revista Estudios de Historia Novohispana. En su primera parte narra y comenta los primeros acercamientos al tema, reconstruye la manera en que sociedades científicas e instituciones académicas organizaron la producción y difusión de conocimientos, así como la vías de arribo y recepción de nuevas tendencias historiográficas. En la segunda comenta cuestiones relacionadas con las discusiones sobre los conceptos de resistencia, pacto social, vínculos sociales, historia sociológica e historia cultural de la sociedad y discute la manera en que diferentes autores han abordado estos temas. Concluye que los artículos examinados, dentro de su inevitable variedad, muestran un eclecticismo que incorpora elementos, métodos y perspectivas de sucesivas corrientes de pensamiento.

Palabras clave:
Historiografía
Historia social
Revistas científicas
Historia de México
Nueva España
Abstract

This article analyzes the evolution of social historiography on the colonial period of Mexico, taking as subject the articles published in the journal Estudios de Historia Novohispana. In its first part, it discusses the initial approaches to the matter, explaining the manner in which scientific societies and academic institutions organized the production and dissemination of knowledge, as well as the ways of the arriving and reception of new historiographical tendencies. In the second part, it considers issues related to the concepts of resistance, social pact, social ties, sociological history and cultural history of society, and how different authors have addressed these issues. It concludes that the articles examined, within their inevitable variety, show an eclecticism that incorporates elements, methods and perspectives of successive currents of thought.

Keywords:
Historiography
Social history
Scientific journals
History of Mexico
New Spain
Texto completo

En un sentido amplio toda historia es social, dado que su asunto es el pasado de los hombres en sociedad. En muchas obras académicas este aspecto no parece tan notorio porque se ocupan de abstracciones tales como ciclos económicos y demográficos, corrientes intelectuales o instituciones políticas, que solo indirectamente nos hablan de las personas concretas. Pero evidentemente, las ideas requieren de quien las escuche, la economía implica personas que trabajan, compran y venden, y el arte necesita fabricantes de pinturas y lienzos. Y desde luego, a veces este contexto social inquieta las conciencias, preocupa a los gobernantes, sobresalta la ordenada marcha de la economía o incluso irrumpe con estrépito en calles, plazas y palacios1.

Así planteado, la historia social es tan antigua como la misma historiografía. Sin embargo, el interés por los grupos humanos en cuanto tales —esto es, por su origen, composición, condiciones materiales de existencia, relaciones recíprocas, ideas sobre sí mismos y transformaciones en el tiempo— ha conocido momentos de cercanía y otros de indiferencia. Asimismo, los motivos y las formas de abordar esta historia no han sido siempre los mismos.

Esta evolución puede reconstruirse por distintas vías. Una de ellas es seguirla en los artículos publicados en una revista que, como Estudios de Historia Novohispana, tiene ya 50 años de publicar trabajos académicos. Es un objeto adecuado para seguir la forma y propósito de la labor de los historiadores de la sociedad, su relación con las asociaciones e instituciones académicas, los vaivenes provocados por las novedades y polémicas historiográficas, así como las inevitables tensiones entre continuidad e innovación en relación a un periodo histórico que presenta problemas y enigmas particulares al historiador de la sociedad.

El contexto intelectual

Es casi una convención decir que la «gran historia» tradicional era la diplomática, política, militar y eclesiástica. Esto no es del todo así en el caso mexicano, en gran medida porque el ejercicio de la historia se insertaba en la discusión sobre los grandes asuntos de la vida social y política. Y ciertamente, temas tales como la condición del indio, la legislación sobre bienes de comunidad, la asistencia a las llamadas «clases menesterosas» y el mantenimiento del orden público fueron siempre objeto de vivas polémicas a las que los historiadores no fueron indiferentes.

Lo que ocurre, más bien, es que las cuestiones sociales aparecían en el trasfondo del escenario, fuera del principal foco de atención. Las normas protectoras de los indígenas, el establecimiento del peonaje en las haciendas o la legislación sobre salud y policía importaban en cuanto habían dado motivo al pensamiento, la acción o los conflictos de virreyes, frailes, arzobispos o conquistadores. Las «masas obscuras» de indios, castas y españoles pobres aparecían como objeto de las buenas o nefastas intenciones de las grandes personalidades. Incluso las élites nobiliarias o burguesas —comerciantes, hacendados o financieros—, que evidentemente estaban mejor documentadas, eran conocidas en función de sus personajes más notables, y antes del libro de David Brading poco era lo que se sabía sobre su entorno social, familiar, formas de reclutamiento, promoción o decadencia2.

Con el paso de los años, sin embargo, la relevancia de la «gente común» comenzó a despertar mayores inquietudes, sobre todo con la aparición de una clase obrera, los nuevos problemas de las urbes, el desarrollo del movimiento sindical, los partidos socialistas y la revolución iniciada en 1910, cuyo carácter social resultaba evidente. Los posteriores gobiernos se consideraron sus herederos legítimos, hallaron su legitimación en el pasado y buscaron en él la raíz y la explicación de los problemas del presente. Así, dieron espacio, oficio y apoyo a muchos historiadores afines. Algunos, como Rafael Ramos Pedrueza, Alfonso Teja Zabre y Luis Chávez Orozco, procuraron adaptar de manera más o menos afortunada el marxismo a la realidad mexicana, tanto como podían hacerlo en una época en la que los escritos de los fundadores se conocían poco y mal («protomarxistas», los llama Enrique Rajchenberg S.)3. Con el favor de sucesivos gobiernos, estos autores ocuparon cargos públicos (notablemente en la educación) y editaron sus escritos en imprentas oficiales, como los Talleres Gráficos de la Nación, el Archivo General de la Nación y secretarías de Estado como las de Relaciones Exteriores y de Hacienda y Crédito Público. Se les llamaba «indigenistas» (aunque hoy se les denominaría más bien «nacionalistas») en oposición al «hispanismo» conservador, dos corrientes que se excluían entre sí con un enconado espíritu partidario4.

Los historiadores «públicos» no eran los únicos en interesarse por las cuestiones sociales del pasado. Notablemente, Silvio Zavala comenzó por entonces la vastísima recopilación de documentos que daría lugar a sus libros sobre La encomienda indiana (publicada en España, en 1935)5 y luego el inicio de la extensa serie de Fuentes para la historia del trabajo (1939-)6. Era la suya una historia que heredaba la tradición erudita que a lo largo del sigloxix había adoptado los métodos y procedimientos de la moderna historiografía, con búsqueda minuciosa de documentos y crónicas, comparación de fuentes y empleo de aparato crítico. Muchos de ellos eran abogados o tenían formación jurídica, lo cual marcaba una forma de argumentación muy afín a la jurisprudencial; su producto típico fue la monografía especializada. A veces se les llama «positivistas», algo que como bien ha señalado Álvaro Matute no es exacto, porque esta teoría incluía una idea de leyes y estadios culturales que realmente no tuvieron mucho eco en México7.

Fueron los partícipes y continuadores de esta tradición los que estuvieron al frente del establecimiento de instituciones de investigación y docencia en historia. Efectivamente, fue en estos años que las universidades e institutos de investigación comenzaron a cobrar mayor importancia y autonomía, y a ocuparse de la producción intelectual que se había hecho previamente en instancias gubernamentales. En 1910 se había fundado la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y dentro de ella una Escuela de Altos Estudios, con una sección de humanidades (1913) que daría lugar en 1925 a la Facultad de Filosofía y Letras y a la creación de una licenciatura en historia (1927)8. Después se establecieron centros de investigación, como el Instituto Panamericano de Geografía e Historia (1928), el Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (1935) y posteriormente el Instituto Nacional de Antropología e Historia (1939), el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México (1941), el Instituto Nacional Indigenista (1948), así como el Instituto de Investigaciones Históricas (1945) de la UNAM9. En conjunto, fue un lento pero continuo movimiento hacia la institucionalización académica.

Una de las consecuencias fue el auge de los estudios novohispanistas, que hasta entonces solamente habían encontrado acogida en la Academia Mexicana de la Historia (desde 1919), el Boletín del Archivo General de la Nación (1930) y la conservadora Editorial Jus (1942). Hubo un florecimiento de las investigaciones sobre el patrimonio arquitectónico, las instituciones, los misioneros, conquistadores y colonos10. Aunque típicamente estos trabajos se quedaban en consideraciones eruditas, puede verse en ellos una versión discreta de disidencia cultural de parte de un grupo de intelectuales que por su formación y afinidades no compartía la visión oficial del pasado novohispano. Reivindicaban, asimismo, el ejercicio profesional de la historia y la independencia del saber académico. Carlos Martínez Marín los recuerda como «buenos maestros, disciplinados, conocedores a fondo de sus temas, de todas las posibilidades que ofrecían las fuentes de información»11.

Para muchos historiadores, y sobre todo para los aspirantes a serlo, el de los «grandes viejos» parecía por entonces un programa respetable pero decididamente anticuado. En efecto, en gran medida como consecuencia de la renovación que trajeron algunos refugiados españoles de la Guerra Civil (notablemente José Gaos y Ramón Iglesia), se difundió en México la «filosofía de la historia», lo que acabó en el país denominándose «historicismo». Los renovadores hicieron propios los problemas cognoscitivos, la reivindicación de la subjetividad y de la relatividad de la verdad, así como una narrativa que alentaba el recurso a la imaginación, incluso a la pasión. El asunto del historiador, para ellos, eran ante todo las ideas que se hallaban en el trasfondo de la acción humana, dejando así atrás tanto la historia nacionalista como la obsesión erudita por los detalles y fechas12. No dudaban, tampoco, en mostrarse críticos e irreverentes frente a las jerarquías académicas establecidas13. Consideradas a distancia, no deja de ser notable que muchas de las ideas presentadas hoy día como novedades posmodernas ya fueron expuestas, aunque no en los mismos términos, hace más de medio siglo14.

Como era inevitable, la discusión se trasladó al programa de estudios de la Facultad. En 1955, un artículo publicado en Historia Mexicana, con varias entrevistas, daba razón de un plan de estudios (defendido por Arturo Arnáiz y Freg, Justino Fernández y Edmundo O’Gorman) que ponía el énfasis en historiografía y la historia del arte, y de otro definido por sus críticos como una historia «con erudición inútil e inaplicable»15.

Del punto de vista del historiador social, el conflicto de ideas puede verse también como generacional: un grupo de jóvenes que aspiraba a su propio lugar en la academia, enfrentados a una generación previa que ocupaba la mayor parte de los puestos académicos. A la larga, los revisionistas lograron el predominio, sobre todo cuando paulatinamente los jóvenes historiadores alcanzaron las cátedras y posiciones de autoridad.

Esta perspectiva intelectualista se prestaba menos para considerar ideas o creencias populares, difusas, y desde luego tenía poco interés en la sociedad y la economía, en los acontecimientos cotidianos, que a lo sumo contaban en la medida que generaban opiniones, reflexiones y expresiones artísticas o intelectuales. Se entiende por qué en un balance de la historia social y económica mexicana realizado en 1966 por Enrique Florescano y Alejandra Moreno Toscano ni siquiera se menciona a los historicistas16, pero no puede comprenderse lo que vendría después sin esta generación previa.

La nueva historia socioeconómica

En el artículo donde aparecieron las opiniones sobre el plan de estudios de la Facultad se incluyó un comentario del joven Moisés González Navarro, quien acababa de publicar su Repartimiento de indios en Nueva Galicia, poco antes de que partiera a continuar su formación en la École Pratique des Hautes Études, en París. Además de otras consideraciones, González Navarro ponía en cuestión ambos planes por su falta de conexión con las ciencias sociales, cuando deberían haber propuesto «una historia integral, que incluya los campos poco trabajados de la historia social y económica». Fue una crítica que en su momento debió pasar casi inadvertida, pero que anunciaba el arribo de una nueva manera de abordar los estudios históricos17.

Es un lugar común atribuir a los Annales la aparición y el desarrollo de la historia social y económica contemporánea. Esto es así en gran medida, aunque como hemos visto existía en el país un interés previo por estos temas que no desapareció súbitamente sino que permaneció dando matices particulares a la nueva historiografía, como el apego a la erudición y cierto compromiso por la historia «pública»18. Tampoco los nuevos enfoques se trasladaron ni adaptaron pasivamente. Ciertamente, la obra de los principales autores de la nueva historiografía francesa había sido publicada en español: la primera edición de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo, de Fernand Braudel es de 195319; la Introducción a la historia, de Marc Bloch, es de 195220; La revolución francesa y el Imperio, de Georges Lefebvre, es un poco más tardía, de 196021. Sin embargo, su influencia fue aislada e incidental durante muchos años. No es que faltara el conocimiento personal y directo: por ejemplo, Silvio Zavala estuvo en París a mediados del siglo (primero como agregado cultural, luego como embajador). El ilustre yucateco conoció y admiró a los grandes historiadores de ese tiempo, pero comentaría después que no podía comprender su menosprecio por el mundo de las ideas, de la política y las instituciones22. Es algo que nos lleva a un problema: las corrientes intelectuales no se transmiten de manera mecánica, ni como una especie de ósmosis. Requieren de medios de transmisión y de un entorno propicio para la recepción y aceptación.

No fue sino hasta entrada la década de los sesenta que esta manera de ver el pasado social ocupó la atención de los historiadores de forma destacada. Algunos estudiantes que fueron a la Sorbona, a l’École des Hautes Études en Sciences Sociales y otros establecimientos de enseñanza superior franceses en los años cincuenta y sesenta (como Enrique Florescano, Manuel Ramos Medina, Pablo González Casanova, Carlos Martínez Assad, Hira de Gortari y Jorge Alberto Manrique), pueden haber tenido un papel importante. Sin duda incidió la presencia en México de varios intelectuales galos, en particular mediante unas mesas redondas sobre historia social mexicana organizadas anualmente entre 1954 y 1962 por François Chevalier en el Instituto Francés para la América Latina. En ellas participaban académicos franceses residentes y otros que estaban de paso, historiadores y científicos sociales mexicanos, así como investigadores estadounidenses23. Desde 1961 fue relevante la Mission Archéologique et Ethnologique Française (antecedente del actual Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos) y la frecuente estancia o residencia en México de otros emigrados, como Jean-Pierre Berthe, Solange Alberro, Jean Meyer, Serge Gruzinski y Thomas Calvo.

Algunas editoriales, como el Fondo de Cultura Económica y SigloXXI, tuvieron interés por publicar la nueva historiografía europea y mexicana. Esta última editorial editó La clase obrera en la historia de México entre 1980 y 1989, con participación de 27 autores en 17 volúmenes. En la presentación se leía que «A diferencia de otros proyectos parecidos, en esta colección el pueblo trabajador, en particular los trabajadores industriales, ocupa el centro de la escena histórica y política». El volumen «De la colonia al Imperio» (1996) reunía a Florescano, Isabel González Sánchez, Jorge González Angulo, Roberto Sandoval Zarauz, Cuauhtemoc Velasco y Alejandra Moreno Toscano24.

Las nuevas influencias son apreciables en la afinidad por la historia demográfica y económica, así como por los métodos cuantitativos y comparativos, el metalenguaje propio de las ciencias sociales y la utilización de otro tipo de fuentes (listas de precios, contratos notariales, juicios criminales). Para muchos, más que historia, debía hacerse sociología histórica, buscar realidades subyacentes, duraderas, «de larga duración» detrás de lo circunstancial. En una revisión historiográfica de esa época, Gurría Lacroix y León-Portilla lo llamaban «enfoque crítico-descriptivo» o «social cientificista» y comentaban un tanto secamente que podía conllevar el riesgo de que se perdiera lo cualitativo y la comprensión filosófica, en cuanto objeto principal de la reflexión histórica25.

Como he señalado en un trabajo previo, puede verse en esta renovación no solamente una evolución intelectual, sino asimismo ciertos cambios en el mismo país26. Una historia social de la historiografía tendría que considerar evidentemente lo que ocurre más allá de la academia. Esta evolución intelectual no puede separarse del desarrollo de una universidad «de masas», la frustración de las opciones de movilidad ascendente asociadas antes a un título profesional, y la aparición de grupos políticos disidentes en los espacios universitarios27. Para los estudiantes, muchos de ellos comprometidos personal o intelectualmente con los movimientos sociales contestatarios, la historia no podía ya limitarse a sutiles discusiones filosóficas o minuciosidades eruditas. Fue un momento de entusiasmo por la posibilidad de construir una «ciencia de la historia» y dejar en el pasado la discusión entre el empirismo erudito y el intelectualismo historiográfico.

Así puede apreciarse, por ejemplo, en el V Congreso de Historiadores Mexicanos y Norteamericanos realizado en 1977 en Pátzcuaro con un tema muy característico de las inquietudes del momento: «El trabajo y los trabajadores en la historia de México»28. Aquí participaron historiadores que tenían ya cierta trayectoria y otros que destacarían posteriormente en la academia. Para limitarme solo a la época colonial, habría que citar entre otros a Josefina Cintrón Tiryakian, Teresa Rojas, Murdo McLeod, Ignacio del Río, Patrick J. Carroll, Solange Alberro, Adriana Naveda, William L. Sherman, Samuel Kagan, James D. Riley, Roberto Moreno, Linda Arnold, Dorothy Tanck, John Tutino, Jan Bazant, Frederick J. Shaw, Juan Gómez Quiñones y Enrique Florescano. Algunas contribuciones, como la de Naveda, muestran bien los nuevos tiempos: emplea el análisis cuantitativo, el metalenguaje, las gráficas, cuadros y porcentajes que acercaban el estudio del pasado a las ciencias sociales29.

Desde luego, una ponencia en un congreso que entonces era de asistencia casi obligatoria puede ser una muestra puramente incidental de afinidades e inclinaciones. Asimismo, que la temática fuese social no significaba que la perspectiva fuese la propia de la reciente historiografía; algunos textos, como el de Moreno de los Arcos, constituyen una erudita revisión de la legislación laboral novohispana, muy en el estilo de Silvio Zavala30. Aunque el tema general fuese innovador, muchas de las perspectivas y precedentes historiográficos (el antiguo empirismo, el marxismo tradicional, el historicismo) seguían presentes en los hábitos y métodos de los historiadores. Es probable que gran parte del impacto de la nueva manera de ver el pasado fuese la de un «efecto demostración»: una fuente de inspiración y de legitimidad hacia estudios que hasta entonces habían sido considerados como «historia menor». En esto, como en muchos otros momentos, prestar atención a los historiadores más representativos de las tendencias renovadoras (como Enrique Florescano, por ejemplo, cuyo libro Precios del maíz y crisis agrícola marcó sin duda un hito)31 puede ocultar un trasfondo intelectual que era heterogéneo y ecléctico, y en el que pueden apreciarse tanto continuidades como rupturas. Es muy interesante, por ejemplo, una reflexión posterior de Jorge Alberto Manrique donde reivindicaba el historicismo «en un sentido amplio», enriquecido con el análisis marxista entendido solamente como método, más la sociología del arte, lo rescatable del positivismo y una posición de izquierda en un sentido liberal y tolerante, entendida como un compromiso con la libertad y las causas justas32. Puede que el todo no nos resulte muy coherente desde el punto de vista teórico, pero tenía su lógica intelectual y ética.

Este congreso también ofrece un ángulo que me parece no ha sido bien observado: la considerable presencia, influencia y comunicación con académicos estadounidenses. Por esta vía llegó el libro pionero de Charles Gibson, que prácticamente inaugura la etnohistoria moderna en México33. Como ha señalado James Lockhart, la obra puso como centro de su vastísimo y erudito estudio a los indios, abordó las instituciones con erudición, corrigió varios supuestos que habían corrido hasta entonces como hechos —notoriamente, la supuesta generalización del peonaje— y sobre todo dejó en claro que la población nativa no había sido una masa sumisa e inerme, sino muy capaz de defender sus derechos y recursos con cierto éxito34. Lo mismo podría decirse de la influencia de la demografía histórica de Woodrow Borah, que atrajo a los historiadores tanto por sus métodos como por sus posibilidades para la reinterpretación del pasado colonial35 y sentó las bases de una prolongada y animada discusión cuando planteó la existencia de una gran depresión en el sigloxvii, con un elegante modelo que enlazaba demografía, relaciones de trabajo, instituciones y economía36.

Esta es también la época de la aproximación a la antropología (o, más bien, cuando la antropología se acerca a la historia), como se observa en la ponencia patzcuarense de Teresa Rojas Rabiela, donde discutía a Eric Wolf, Ángel Palerm y Pedro Carrasco a propósito de un tema que por entonces era muy relevante: la importancia de las obras públicas, y en particular las hidráulicas, como importante fundamento de la organización social y política37. No es casual, tampoco, que comience a hacerse visible la participación de investigadores que integraban el recientemente fundado Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (1973, el actual Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social), como Luis Reyes y Arturo Warman, así como profesores de la Universidad Iberoamericana, donde desde 1969 Ángel Palerm fomentaba los estudios antropológicos con una perspectiva evolucionista38.

Fue Palerm, precisamente, quien invitó a México y trabajó varios años con Eric Wolf (por entonces en la Universidad de Columbia, donde compartía espacios con una notable generación de antropólogos interesados en el evolucionismo y la ecología cultural). Posteriormente, Wolf regresaría para participar en proyectos con Arturo Warman, Bonfil Batalla y sus estudiantes. En varias de sus obras aparecen ejemplos o estudios de caso mexicanos (Mexican Bajío in theXVIII century, 1953; Sons of the Shaking Earth, 1959) y fue muy influyente su Europa y la gente sin historia (1987)39. Su modelo de «comunidad corporativa cerrada» y las variables que incidían en la diversidad del potencial revolucionario del campesinado, presentado en Las luchas campesinas del sigloXX, tuvieron un duradero impacto en los estudios sociales40.

El arribo del marxismo británico siguió esta vía indirecta, inicialmente más cercana a los circuitos de las ciencias sociales que al de los historiadores. Fue particularmente notable en cuanto a su interés por «los de abajo» que encontró un eco en México, donde la investigación moderna sobre historia y sociedad nunca había sido un simple ejercicio académico. Eric Hobsbawm estuvo como invitado en 1973 en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y retornó en varias ocasiones. Sus primeros libros, que habían circulado en fotocopias, comenzaron a aparecer paulatinamente en español: Rebeldes primitivos (1968) y Bandidos (1974)41. Inicialmente sus trabajos atrajeron a los sociólogos y antropólogos que estudiaban los efectos sociales y económicos de la revolución industrial, el sindicalismo y el anarquismo. Para los investigadores de la época colonial, sus propuestas sobre bandolerismo y rebeldes «primitivos», así como respecto de tumultos y agitaciones aparentemente menores, abrieron un campo de reflexiones sobre hechos y situaciones que se habían considerado como anecdóticas.

Su contemporáneo y ocasional co-autor, George Rudé, introdujo el principio de que era necesario estudiar los «rostros» de la multitud en su contexto: dimensiones, objetivos, líderes, composición, víctimas, ideas subyacentes, represión, secuencia de los hechos, significación histórica, sin menospreciarlos ni convertirlos en objeto romántico de una historiografía liberal o radical. Propuso que las ideas populares no eran una simple derivación de las de la élite, sino una adaptación, un «préstamo» de ideas ajenas, junto con una «leche materna» ideológica proveniente de la experiencia, la tradición oral y la memoria colectiva42.

El conjunto de estas aportaciones estimuló una visión más comprensiva y refinada del orden social, el conflicto y la protesta. Fue el contexto de una obra que en muchos aspectos representa el estado de la cuestión de su momento historiográfico: la compilada por Friedrich Katz, Revuelta, rebelión y revolución (1990), con un conjunto de ensayos que abarcaban desde la época prehispánica hasta el sigloxx publicada por Ediciones Era, que por entonces dio páginas a mucha de la nueva historia social. Con la inevitable variedad que era de esperarse, sus distintos capítulos abordaban el papel de la religión, las ideas y las creencias en la preservación o ruptura del orden social43.

De este acercamiento a la cultura, y la consiguiente afinidad por la antropología, pueden verse dos conceptos particularmente importantes: el de pacto social y el de resistencia. El primero devino del reconocimiento de que hablar de «clases dominante y dominadas», o de «colonizadores y colonizados», era tan inevitable como incompleto. Vistas con detenimiento, las relaciones sociales específicas parecían implicar ciertos acuerdos tácitos, aun entre desiguales, así como límites consuetudinarios a la tributación, los servicios personales y la obediencia exigibles; cuando no se respetaban, podían causar indignación, protestas e incluso rebeliones. John Tutino habló de una «estructura de explotación simbiótica» y de co-dependencia entre hacendados y pueblos campesinos, mediada por la justicia virreinal44. En términos incluso más amplios, Pedro Bracamontes y Gabriela Solís escribieron acerca de un «pacto colonial», un espacio de negociaciones y conflictos delimitados entre las élites mayas y los españoles que permitía lograr acuerdos, dirimir diferencias y mantener una cierta estabilidad45. Situaciones «pactuales» similares pueden explicar en mayor o menor medida las rebeliones ocurridas en otros contextos (como en Oaxaca)46, dar razón de algunas graves sublevaciones ocurridas en el centro de virreinato cuando la Corona inició reformas para obtener mayor control y provecho de sus reinos indianos, así como los motivos del quebrantamiento final de la legitimidad del dominio hispano47.

Según se vea, el concepto de resistencia es opuesto o complementario del anterior. En México ha girado en torno a la idea de que los indios nunca aceptaron el dominio español y que buscaron constantemente defender sus recursos, su autonomía o incluso recuperar su libertad, como una especie de arraigada tradición esencial que llega hasta el presente, con independencia de los regímenes políticos. Se aplicó inicialmente a las rebeliones, pero a partir de la recepción de la obra de James C. Scott48 se extendió a las formas «encubiertas», esto es, a los ámbitos privados, religiosos e incluso simbólicos. Algunos resultados de esta perspectiva han sido del mayor interés49. Es uno de los términos académicos que acabaron por hacerse de uso común, público y cotidiano, a pesar de sus ambigüedades50.

Desde luego, no todas las propuestas iniciales de la historia social se adaptaron bien, y otras siguen siendo materia de discusión. En temas y modelos particulares, fue el caso de la aplicabilidad en Mesoamérica del modo de producción asiático, en el que por un tiempo se interesaron Roger Bartra y otros autores51, así como la identificación propuesta por John L. Phelan de rasgos milenaristas entre los primeros evangelizadores, que fue muy criticada por Elsa Frost (aunque, como se verá, el concepto regresa en otras investigaciones)52.

En términos más amplios, la confianza inicial en la cuantificación y la serialización ha pasado por una revisión desde que comenzó a hablarse del «ídolo del cuantitativismo»53. Asimismo, entidades conceptuales como «sociedad» y «clase social» han sido puestas en duda, consideradas como «construcciones» que no necesariamente representan sujetos válidos y «reales» de análisis54. Es característica, en este sentido, la tendencia a «deconstruir» grandes acontecimientos como las revoluciones, sospechosas de ser parte de mitologías sociales o nacionales, y aceptar que a nivel local puede haber motivaciones muy variadas, como han argumentado Hugh Hamill y Eric van Young a propósito de la independencia55.

Otro proceso notable ha sido la fragmentación del sujeto histórico. Los fundadores de la nueva historia social pensaban en los «grandes temas», como las clases, el trabajo, los conflictos sociales y las migraciones, pero el interés fue trasladándose paulatinamente hacia ámbitos cada vez más particulares y específicos, con sus propios enfoques, publicaciones y discusiones. Fue muy característico lo ocurrido en el Encuentro de Historiadores Mexicanos y Norteamericanos realizado en Oaxtepec, en 1988. La historia social se redujo a una sola sesión, mientras hubo mesas específicas para historia de la mujer, regional, microhistoria y mentalidades. Es algo que fue bien observado por Hira de Gortari, quien sostuvo que el programa de la historia social era un hecho consumado, y al mismo tiempo comentaba que no podía ya observarse en su conjunto, sino en sus diversas derivaciones56. No fue un proceso específicamente local; lo mismo ocurre en el contexto europeo cuando la «gran historia» se desmenuza en «migajas» cada vez más especializadas57.

Por otro lado, la historiografía social mexicana no ha seguido exactamente los cauces recientes y conocidos de la europea o estadounidense. Como bien ha comentado Peter Guardino58, la discusión posmoderna sobre el propósito y sentido de la narración histórica ha estada aquí básicamente ausente (aunque ha tenido lugar entre los historiógrafos y en particular en la revista Historia y Grafía, de la Universidad Iberoamericana). Podría decirse que la recepción de estas polémicas ha sido muy pragmática, con la adopción de ciertos conceptos y temas, pero sin preocuparse demasiado por la polémica de fondo. Es muy ilustrativa la historiografía sobre los «títulos primordiales» de los pueblos indígenas (esto es, documentos de tierras que pretendían ser, sin serlo, de remota antigüedad). El tema aborda una perspectiva que se interesa más por los usos del pasado que por el pasado en sí, y ha tenido alusiones frecuentes a «representaciones», «memoria histórica», «discursos» y otros conceptos característicos de la nueva historia cultural, pero al mismo tiempo muestra la conjunción y presencia de la antigua curiosidad erudita, la filología analítica y la etnohistoria muy a la manera de Gibson59.

La historia social en Estudios de Historia Novohispana

¿Cómo se manifiesta esta compleja evolución en Estudios de Historia Novohispana?60. Su primer número contiene un breve texto del entonces director del Instituto de Investigaciones Históricas, Miguel León-Portilla, donde se refería al periodo novohispano como el que «marca el trasplante de las instituciones culturales del Viejo al Nuevo Mundo [y] es asimismo el marco de innumerables procesos de contacto y fusión entre indígenas y europeos de los que habría de derivarse la fisonomía mestiza de México»61. Aunque este proemio permitía esperar argumentos de cierta amplitud, esto no fue así. La gran mayoría de los artículos son en estos años monografías eruditas atenidas a asuntos muy concretos. Varios son, de hecho, introducción y comentario de documentos, algo muy característico de una época en la que se pensaba que estos testimonios debidamente ordenados y depurados, eran la sustancia principal y criterio de verdad de la narración histórica. Son prácticamente inexistentes la referencia a modelos de interpretación o las reflexiones generales, más allá de que pueden apreciarse algunos supuestos psicológicos implícitos acerca de la conducta humana.

Hay algunos artículos que, desde este primer número, tuvieron temáticas sociales, como los de José Miranda sobre la población indígena de Ixmiquilpan62, de Delfina López Sarrelangue respecto de las tierras comunales en el sigloxvi63 y de María Elena Galaviz sobre las rebeliones de seris y pimas en el sigloxviii64. Los dos primeros, en particular, abordan temas que algunas décadas atrás no habrían sido considerados dignos de especial atención. Muestran también la influencia de la demografía histórica de Woodrow Borah incluso entre autores que podrían considerarse entre los eruditos tradicionales como Gurría Lacroix, lo cual debería recordarnos que, desde luego, los historiadores a lo largo de su vida se dedican a muy diferentes temas y ensayan distintas perspectivas65.

Los aspectos sociales no fueron ciertamente los predominantes en esta época; Luis González y González incluso mencionaba por entonces que la revista estaba «monopolizada por los historiógrafos»66. Sin embargo, recibieron frecuente atención, como puede verse en otros trabajos de Miranda67, así como en la serie de artículos donde Josefina Muriel escribía sobre las mujeres68. Algunos ensayos sugieren ya la aceptación de otras maneras de comprender y analizar la sociedad, como ocurre con el de Antonio Porro, sobre un tema que sería muy típico: el milenarismo maya, la escatología indígena, el profetismo y el mesianismo en las rebeliones69.

Pero es el volumen 8 (1985) de la revista el que marca el arribo de la nueva historia social, aunque tampoco es un «dossier» temático, como los que después se acostumbrarían en algunas publicaciones. De hecho el volumen incluye ensayos del tradicional estilo erudito, como el de Ernesto de la Torre Villar70, pero también aparecen aquí contribuciones de Ignacio del Río sobre el auge y decadencia del real de La Cieneguilla, en Sonora; de Norman F. Martin, dedicado a pobres, mendigos y vagabundos en la Nueva España; de Solange Alberro, sobre Zacatecas como zona de frontera según los documentos inquisitoriales; de Serge Gruzinski, relativo a los procesos de aculturación, el estado ilustrado y la religiosidad indígena, así como un texto de Sergio Ortega Noriega sobre la historia de las mentalidades.

El arribo tardío de estas novedades historiográficas hizo que reunieran la influencia de los escritos de los «fundadores» con aquellos a los que a veces se llama la «tercera generación» annalista, que abrazaba la historia cultural. Esto conllevó una discusión sobre la relación entre lo que se llamaba «infraestructura» y «superestructura», así como la vinculación compleja y no siempre previsible entre las condiciones materiales de existencia y las conductas cotidianas. Era algo que en esto años ocupaba y preocupaba a los historiadores, y derivó en diferentes propuestas y soluciones.

Solange Alberro, por ejemplo, comparó las gráficas de la producción minera con la frecuencia de casos inquisitoriales, observó lo que consideraba una sorprendente coincidencia y concluyó que los acusados eran una masa sensible a las oscilaciones de la producción de la plata debido a que su personalidad, a menudo poco individualizada, así como su estado social, los hacía adoptar comportamientos regidos por la coyuntura económica71.

Ignacio del Río, por su lado, discutía la forma en que la subsistencia de las tierras de las comunidades indígenas hacía que la disponibilidad de fuerza de trabajo de las minas de Sonora fuese inestable y precaria, discutía las modalidades de la plusvalía, plusproducto y excedente económico, la acumulación originaria del capital y las modalidades del desarrollo capitalista72.

Es también muy notable el ensayo de Sergio Ortega Noriega, porque además de ser un trabajo explícitamente teórico y metodológico (en sí, una novedad en la revista), se apoyaba en Louis Althusser, Jacques le Goff, Alberro y Gruzinski para introducir el estudio de las «mentalidades», esto es, de las ideas y creencias que regían los comportamientos y actitudes de los individuos, para conocer así la manera en que los hombres percibían y vivían la realidad cotidiana. Aceptaba que la estructura económica tenía un papel determinante en los fenómenos sociales, aunque hubiera desfasamientos y tensiones, dado el diferente ritmo evolutivo de cada instancia. Proponía, en fin, como objeto particular de estudio los aspectos culturales de la tributación indígena, vista en el largo plazo, y concluía con comentarios metodológicos sobre el «discurso» en los que citaba a Michel Foucault y Pierre Chaunu, con alusiones a la etnopsiquiatría derivadas de Georges Devereux. El texto es de mucho interés tanto por lo que anticipa en perspectivas que luego tendrían un amplio desarrollo en el Seminario de Historia de las Mentalidades del INAH, desde 1978, coordinado primeramente por Alberro, Gruzinski y luego por Ortega Noriega, como en aquello que derivó en adaptaciones y modificaciones, o que fue dejado de lado. Si se compara con una conferencia posterior (1990) de Ortega Noriega sobre el mismo tema, se ve que la preocupación por los determinantes materiales ha desaparecido, y el autor principalmente comentado es Max Weber (en su La ética protestante y el espíritu del capitalismo)73. La amplia y muy fructífera producción del seminario, por otro lado, se centró más bien en los temas de la normatividad eclesiástica sobre la familia y la sexualidad, y desde luego en sus omnipresentes transgresiones cotidianas74.

Los estudios sociales continúan presentes en los años siguientes, aunque ya no hay el entrelazamiento y la coherencia del volumen que acabamos de comentar. Por el contrario, es evidente la gran variedad de enfoques. Al tiempo que Josefina Muriel continuó escribiendo sobre instituciones femeninas en el estilo erudito tradicional75, Cheryl Martin discutía los modos de producción en el espacio del actual Estado de Morelos76 y Thomas Hillerkuss hacía un ensayo de ecología histórica y cultural de los tarahumaras77. Son solo tres ejemplos, pero dan muestra de las muy diversas aproximaciones. Las contribuciones más novedosas, en particular, difieren entre un enfoque que buscaba analizar datos sociales estructurales, respecto de una modalidad más interesada en representaciones, creencias y actitudes. Son dos variantes que bien vale explorar con algún detenimiento78.

Entre una historia sociológica...

La historia social contemporánea se inspiró grandemente en la sociología, y de hecho ingresó en esta disciplina con entusiasmo para apropiarse de teorías, conceptos y métodos. En su variante más extrema, proponía llevar esta disciplina al estudio del pasado para construir modelos, conclusiones generales y certidumbres científicas. Es una propuesta que tuvo promotores ilustres, como Fernand Braudel, quien pensaba que sociología e historia constituían «una sola y única aventura del espíritu, no el envés y el revés de un mismo paño, sino este paño mismo en todo el espesor de sus hilos»79. Aunque la idea de una ciencia unificada de «lo social», que uniera lo sincrónico y lo diacrónico, acabó por no ir a ningún lado, no ocurrió lo mismo con el interés de los historiadores por los conceptos, los problemas y las perspectivas estructurales. Es más una «historia sociológica» que una «sociología histórica», interesada en dilucidar el origen, la composición, las condiciones materiales de existencia, las relaciones recíprocas y las transformaciones en el tiempo de los grupos sociales, definidos en un sentido amplio80.

Así puede verse cuando Rosario Esteinou, al tratar de la historia de la familia, ponía en cuestión una tradición que venía desde Émile Durkheim a Talcott Parsons que suponía una evolución paulatina e inevitable hacia un modelo nuclear, comentaba el revisionismo de los modelos organicistas y evolucionistas, para acceder seguidamente al estudio de los tipos de familia predominantes en la época novohispana (y un nuevo tipo, que llamaba «patriarcal restringido»)81. No es, por otro lado, un análisis puramente formal: la autora muestra que el comportamiento de los núcleos familiares dependía también de la condición social y étnica.

Matilde Souto escribió sobre la composición familiar y la estructura ocupacional de la población española y mestiza de Jalapa de la Feria a partir de un padrón de 1791, para lo cual empleó un procesamiento estadístico que le permitió una argumentación final: que las categorías incluidas en los registros de población parecen presentar un escaso mestizaje, pero por otro lado estas clasificaciones tenían un carácter cultural, y en ellas pesaban también la posición económica, el prestigio, el honor, los hábitos, las costumbres y las lenguas, todo lo cual se englobaba bajo un término, el de «calidad»82, que parece ir aceptándose en la historiografía reciente. Es una perspectiva en la que coincide Ernest Sánchez Santiró, quien al analizar la población de la ciudad de México a fines del sigloxviii y la reforma de las jurisdicciones parroquiales recuerda al lector que el empleo de términos como «español», «castizo», «mulato» o «indio» se refiere al «color legal» de las personas, no a la «realidad objetiva» que resultaba del mestizaje; sostuvo incluso que estas denominaciones constituían ejercicios de «autodefinición», citando los casos en que el empadronador aceptaba el estatus declarado por cada persona83. Que este proceso de mestización derivara a fin de cuentas, como frecuentemente se ha dicho, en la integración de una «plebe» urbana es algo muy posible, pero también parece que no habría que apresurarse a darlo por concluido demasiado pronto: las identidades podían ser muy duraderas y arraigadas por la práctica cotidiana y estaban asociadas a instituciones como las repúblicas de indios urbanas84.

Las fuentes y métodos son mixtos. Por un lado, se aprovechan los hechos «serializables» y las estadísticas; por otro, no se desdeñan materiales menos cuantitativos, como las crónicas de la época o informes de párrocos a sus obispos. La narrativa incluye mucho del metalenguaje sociológico y es afín a los modelos de explicación, las generalizaciones y la teoría social. También, al igual que la sociología clásica, sigue interesándose por los «grandes temas» de la sociedad: familia, migración, mestizaje, etnicidad, ingresos, ocupación.

El inconveniente práctico para estas aproximaciones estructurales y cuantitativas ha sido siempre que las fuentes para periodos «pre-estadísticos» son incompletas y poco sistemáticas, por lo cual hay que acudir a documentos antes menospreciados, como los padrones de población, registros de confesantes o listas de precios. O bien acudir a la creatividad y la imaginación para emplear fuentes poco convencionales. Es algo que hizo, por ejemplo, Linda Arnold cuando, para estudiar un barrio de la ciudad de México, utilizó los tipos de vivienda (casa, «accesoria» o «cuarto de vecindad») y la disponibilidad de servicio doméstico85.

Con el tiempo, se aprecia un retorno a una argumentación a partir de ejemplos considerados como representativos —esto es, una narrativa más cercana a la característica de las humanidades. Es algo que puede apreciarse incluso en trabajos como los de John Kicza, que tienen un vigoroso énfasis en temas estructurales y en los cuales se insiste en la descripción de una sociedad compuesta por clases (subdivididas por etnicidad, ocupación, riqueza, conexiones), pero da considerable espacio a la posibilidad de negociación y movilidad que demuestran las historias personales86.

Más allá de las interesantes discusiones individuales, estos trabajos muestran una regularidad que interesa particularmente: la averiguación de datos «duros» y «objetivos» (como los demográficos, ingresos, ocupación, vivienda) no es un objetivo en sí mismo, sino la base de la cual se parte para plantear hipótesis sobre identidad, conducta y actitudes.

… y una historia cultural de la sociedad

Como habrá podido apreciarse, el tránsito entre el estudio de la estructura social y el análisis cultural de la sociedad es tan natural como inevitable. En muchos casos, lo que las separa es más bien una cuestión de énfasis, del ángulo en que se observa el pasado. La afinidad por la antropología (que, en México, siempre tuvo un particular interés por el pasado) también marcó lenguajes y discusiones. La filología crítica y el historicismo han hecho su contribución en cuanto señalan la importancia de los términos en uso en un momento dado, y la manera en que evolucionan los significados implícitos. Un concepto, el de aculturación, que aparece desde los años iniciales de la revista, fue discutido extensamente, y es un buen objeto para examinar lo aquí dicho.

En la Nueva España había situaciones relacionadas con el contexto de una sociedad colonial, con poblaciones nativas con su propia cultura, lengua e historia. El mestizaje biológico y cultural llamó siempre la atención, desde los cronistas y oficiales de la época virreinal hasta la reflexión académica contemporánea. Fue muy conocida, por ejemplo, la polémica triangular e indirecta a propósito del sincretismo religioso indígena entre Manuel Gamio (el reconocido coordinador de La población del valle de Teotihuacan y posterior director del Instituto Indigenista Interamericano); el autor de La conquista espiritual de México, Robert Ricard, y el filólogo y traductor de su obra, Ángel María Garibay, que llevó al historiador francés a apelar a la moderación que consideraba propia de toda reflexión científica87.

Lo que era una discusión muy encendida pero simplista entre «hispanistas» e «indigenistas» derivó en una visión más sofisticada con los trabajos de Gonzalo Aguirre Beltrán. En Medicina y magia (1955) y El proceso de aculturación (1957)88 el antropólogo veracruzano retomó y adaptó argumentos de varios autores (como Robert Redfield y George Foster) para establecer un modelo del cambio cultural asociado a un modelo de desarrollo que llevaría a «lo indígena» de una condición de «casta» a una de «clase». Aunque esta última hipótesis no arraigó mayormente en los estudios históricos, en cambio el concepto de la huida indígena a «regiones de refugio» y su empleo de instituciones como el gobierno comunal, cofradías y mayordomías como defensa frente a la penetración española tuvieron mayor fortuna y llegaron a ser común referencia89.

Los historiadores tardaron en arribar al tema, pero cuando lo hicieron plantearon asuntos de interés. Una cuestión conceptual giró en torno a si las peculiaridades hispanoamericanas podían interpretarse a partir de propuestas de la historiografía europea o por el contrario tenían aspectos que hacían necesario analizarlos en sus propios términos. Serge Gruzinski, en un muy citado artículo sobre la «segunda aculturación» —esto es, la nueva ofensiva episcopal de depuración de la fe y moralización de la conducta ocurrida en la Nueva España en la segunda mitad del sigloxviii—, comentó diversos casos (sobre cofradías, la colecta itinerante de limosnas, fiestas y procesiones) que han sido retomados por la historiografía posterior. Pero asimismo, en párrafos menos atendidos, se preguntaba si estos cambios podían considerarse como parte de un proceso más amplio, con una perspectiva deliberadamente «eurocéntrica», esto es, atendiendo a la campaña de la Iglesia en Europa occidental para establecer una piedad más íntima, depurada, «ilustrada», utilitaria y moderna90. Es una pregunta que me parece sigue siendo válida.

La frontera norte virreinal fue un campo privilegiado para el estudio de la aculturación. Tuvo su razón de ser en los intereses de varios investigadores y en la existencia de un Seminario de Historia del Noroeste de México (después «del Norte de México») coordinado por Del Río y Ortega Noriega, del que resultaron numerosas tesis, reuniones y publicaciones. Asimismo, existía una comunicación con la amplia corriente que en Estados Unidos se llamaron «Spanish borderlands studies»91.

En esta perspectiva, Del Río dio sustento analítico a las razones por las cuales los indígenas de tradición nomádica o semisedentaria en Baja California se adaptaban difícilmente al sedentarismo misional, aunque al parecer tenían mejores condiciones materiales de vida. Argumentó que las innovaciones introducidas por los misioneros (sedentarismo, agricultura, ganadería) rompieron un equilibrio con el medio natural establecido por una experiencia de siglos, introdujeron nuevos patrones de vivienda, vestimenta y alimentación, y alteraron radicalmente las jerarquías tradicionales y el orden familiar92. A parecidas conclusiones llega, para una región de Zacatecas, José Enciso Contreras: la decadencia poblacional indígena deriva de cambios casi imperceptibles, «de larga duración», de la imposición de un sistema de valores y modelos de comportamiento diferentes a las tradiciones ancestrales, cambios en los patrones de consumo y de la instauración de nuevos métodos de trabajo93. El hecho de que estudios en distintos ámbitos arriben a similares conclusiones es algo que resulta de interés y abre perspectivas que comentaré más adelante.

La posterior evolución de la discusión mostró que la aculturación tenía múltiples niveles y aspectos, que no siempre era unidireccional ni forzada, y que los préstamos culturales rara vez se transmitían sin pasar por variadas formas de sincretismo, esto es, de asimilación y reinterpretación. «Sincretismo», por otro lado, es un término que parece adecuado a primera vista pero que abarca realidades y contextos demasiado diversos, que iban desde la subsistencia de un conjunto orgánico de creencias de origen mesoamericano detrás del catolicismo público, hasta la supervivencia de prácticas aisladas e inconexas, cuyo sentido ya resultaba oscuro para quienes lo practicaban. Y, desde luego, muchas situaciones intermedias, que variaban dentro de una misma población.

Como mostró José Luis Mirafuentes, podía ocurrir asimismo que hubiera experiencias divergentes y contradictorias de cambio cultural, como las que ofrecían los misioneros y pobladores españoles —dos grupos que no tenían exactamente los mismos propósitos. El desarrollo y la expansión de las estancias ganaderas, los pueblos de colonizadores y los reales de minas presentaban a los indios opciones alternativas de vida, recursos y libertades personales que no tenían en el entorno cuidadosamente reglamentado y vigilado de las misiones. Así, el autor reinterpreta una situación muchas veces denostada por los cronistas de las órdenes —la «fuga» de los indios para trabajar como jornaleros— como un hecho voluntario, una búsqueda de independencia personal, ingresos, bienes y productos españoles. En una propuesta que podría haber atraído más discusión, sostuvo que la migración a los reales de minas podía ser considerada como el equivalente de la huida hacia zonas «de refugio» en lugares inhóspitos y de difícil acceso94. Por otro lado, que el proceso no era siempre previsible, y que los actores podían ser muy diversos, lo muestra bien un ensayo de Cecilia Sheridan, cuando se ocupa de los colonizadores tlaxcaltecas de norte novohispano, que hicieron las veces de «madrineros» para favorecer la integración de grupos indígenas locales95.

A la larga, el modelo de colonización cambió cuando las prioridades del gobierno pasaron de la evangelización a la seguridad de las fronteras, el poblamiento civil y el desarrollo productivo, como ocurrió desde mediados del sigloxviii a raíz de la inspección y planes del visitador José de Gálvez96. Es muy notorio este cambio de prioridades en la colonización del Nuevo Santander (al noreste del virreinato), donde mostró Patricia Osante que se privilegiaron las poblaciones españolas con fuerte presencia militar, con un papel secundario y subordinado de las misiones y de los misioneros, obligados ahora prácticamente a servir de capellanes de los colonos97. En muchos sentidos, puede considerarse como la conclusión de la pugna entre dos modelos distintos de aculturación

Los vínculos personales y el orden social

Evidentemente, una cosa es que el historiador pueda definir grupos siguiendo distintos criterios analíticos —ya sean legales (por «estamento»), sociales (por «clase», «etnia» o «sociorraciales»), de género, o incluso últimamente como «actores sociales» variados—, y otra relacionada pero muy distinta que pueda explicar vidas, comportamientos y actitudes. Las personas pueden o no identificarse con su adscripción jurídica, contentarse con su condición social, sentirse identificados con quienes tienen el mismo oficio, o aceptar las condiciones adjudicadas a su género. Estas diferentes condiciones se cruzan entre sí para conformar una sociedad, con todas sus contradicciones y cambiantes solidaridades e identidades colectivas.

Cada grupo, por otro lado, evidentemente no era homogéneo, y existían desiguales jerarquías, ingresos y prestigio. También era posible navegar por estas distintas condiciones sociales o jurídicas con mejor o peor éxito. En muchos casos resulta evidente que existían vínculos sociales subyacentes que permitían o inhibían la integración, aceptación y movilidad de los individuos. Los historiadores se han interesado particularmente en familia, origen (o, más exactamente, paisanaje u «oriundez»), clientelismo, compadrazgo, amistad, intereses98. Para ello tenemos herramientas específicas, como la genealogía (de los que son buenos ejemplos los trabajos de Javier Sanchiz)99, un método, el prosopográfico, y un concepto, el de redes sociales, que para el caso hispano indiano tuvo un notable y bien apreciado ejemplo en el libro de Michel Bertrand sobre los oficiales de la Real Hacienda100. No siempre el empleo del concepto de redes ha seguido la idea original, que insistía en la cuantificación, la distinción de la cohesión, intensidad y jerarquía de los contactos; como advierte el mismo autor, su uso puede reducirse a una simple metáfora, más que a un método sistemático (lo cual, de hecho, ha sido muy frecuente)101. Desde luego, en parte ocurre que simplemente no hay suficientes datos, algo a lo que un historiador necesariamente debe adaptarse, como comenta Gerardo Martínez a propósito de los médicos102.

Los artículos publicados dan buen ejemplo de la relevancia de los vínculos sociales, ya sea que se ocupen de los «beneméritos» españoles en la sociedad yucateca103, los comerciantes locales de Zacatecas104, la continuidad de la fortuna e influencia familiares en tres generaciones de personajes del Valle del Maíz (San Luis Potosí)105, las redes de comerciantes riojanos106, las de comerciantes españoles de libros107, o los grupos de poder en Xalapa108. Como puede apreciarse, todos estos ejemplos tienen en común que tratan de sectores pertenecientes a la élite (o aspirantes a serlo) virreinal, y es evidente la importancia de la familia y el paisanaje para la integración de los migrantes, el conveniente matrimonio, la movilidad ascendente y la buena marcha de los negocios.

Las historias de éxito tienden naturalmente a generar mayor documentación y atraer a los estudiosos. En cambio, aquellos que acabaron descendiendo en la escala social y acabaron sumergiéndose en los oscuros ámbitos de la marginalidad e incluso de la criminalidad no están tan bien representados, salvo algún estudio particular109. Son (o deberían serlo) también de interés.

Hay que notar, asimismo, que esta insistencia en las élites ha dejado en la penumbra su relación con los dependientes inmediatos (los cajeros, administradores, mayordomos, capataces), así como todas las personas de rango mucho más modesto que dependían del favor de los personajes notables, como los maestros artesanos, comerciantes al menudeo, sirvientes y esclavos. Existe, evidentemente, una dimensión «vertical» de las redes sociales sin la cual no pueden comprenderse cabalmente muchas relaciones sociales y políticas en la sociedad urbana y rural o, asimismo, los grandes tumultos como el de 1624 en la ciudad de México, de los que se ha ocupado Gibran Bautista)110.

Pese lo que parecería a primera vista, tampoco la plebe urbana o los indios y otros grupos subordinados eran una masa uniforme. En este sentido, es necesario ver la fuerza de las solidaridades colectivas que conformaban los gremios de artesanos, las cofradías o las repúblicas de indios y con ello el origen, las características y la evolución de personas y grupos que actuaban como representantes, mediadores y negociadores. Es el ejemplo de los nobles y caciques indígenas111, los intérpretes (que eran indispensables mediadores en los procesos judiciales)112 y los «capitanes generales» de las milicias indias de la frontera norte, que jugaban un papel tan imprescindible como ambiguo frente a los misioneros113.

Estos vínculos tendían a consolidar, mantener y preservar el orden social. Brindaban cohesión, apoyo muto y relaciones personales recíprocas y previsibles, a la vez que controlaban los comportamientos indeseables o inconvenientes. Era algo característico de una sociedad de Antiguo Régimen, donde la posición de la persona dependía en buena medida de su adscripción a una comunidad, corporación, familia o clientela. Desde luego, en la medida en que la inclusión tiene como contraparte la exclusión, esto podía resultar también en el menosprecio, incluso la hostilidad contra otros, ya fuesen «extraños» o simplemente diferentes por su modo de vida. Es lo que señala con pertinencia Patricia Arias cuando examina el contexto social de una acusación contra una curandera mulata por brujería, en Valle del Maíz: no se trataba necesariamente de la conducta irregular de la acusada, sino de la transgresión a lo que era considerado como el comportamiento aceptable. Conviene mencionar uno de los párrafos finales de este artículo: «…la sociedad novohispana estaba muy lejos de ser armónica y equilibrada, según los principios católicos y las buenas costumbres morales; al contrario, se puede observar una sociedad carente de muchos valores y de continua transgresión al orden que se pretendió implantar desde los primeros años de colonización»114. En el fondo, desde luego, subyace uno de los grandes temas de la historia social: la configuración y preservación del orden, los mecanismos de solidaridad y exclusión, así como las tensiones y conflictos que podían derivar en un nuevo equilibrio, en la redefinición de los vínculos sociales o, por el contrario, en la ruptura.

Las realidades geográficas y sociales podían ser muy diversas. En la lejana Zacatecas, en fechas tempranas, una sociedad minera inestable y muy fluida favoreció comportamientos que acabaron por llamar la atención de la Inquisición115. Más tarde, en grandes ciudades como México, se aprecia una población socialmente marginal que vivía en condiciones miserables en suburbios y casas de vecindad, oscilaba entre trabajos ocasionales y la delincuencia incidental, y mantenía buena conducta no tanto por respeto a normas morales, sino por temor al castigo116. Pero, desde luego, pueden ser casos particulares, que requieren de contraste y comparación temporal y geográfica.

Ocurría, también, que la transgresión pasaba de ser individual a colectiva, incluso multitudinaria. De hecho, la «pax hispanica» estuvo atravesada por conmociones de mayor o menor entidad, bien que por lo común no amenazaran la estabilidad del dominio colonial como un todo. En particular, los tumultos locales, de breve duración, parecen haber sido una forma indirecta y relativamente aceptada de expresión de agravios y negociación colectiva, como en su momento demostró William B. Taylor117. Es algo que reafirma Isabel Povea para el caso de las protestas contra los abusos en el servicio personal forzoso o «repartimiento» de los indígenas destinados a las minas: entre las quejas formales por vías jurídicas y la ocasional violencia colectiva podía haber muchas continuidades, aunque del punto de vista formal y jurídico fuesen conductas distintas, incluso excluyentes118. Incluso podía suceder, como señala Carlos Rubén Ruiz Medrano, que los pueblos trataran de justificar hechos violentos con argumentos legales, reclamando lo que entendían eran derechos adquiridos por la ley y la costumbre119. Que estos movimientos podían, en ciertas circunstancias, derivar casi insensiblemente hacia desafíos más amplios y radicales al orden colonial se vio en Guanajuato en 1767, como muestra el mismo autor: en este caso lo que se puso en cuestión fueron las innovaciones en el gobierno, la recaudación fiscal y la expulsión de los jesuitas, esto es, asuntos que iban más allá del ámbito local y sugieren la transición hacia agitaciones y propósitos más amplios120.

¿Puede deducirse de esto algo más que la presencia de ideas y creencias arraigadas pero difusas, y pensarse en la existencia de una cultura «subalterna», de una «conciencia política» plebeya? Una primera respuesta tendría que considerar que «la sociedad novohispana» es un concepto arbitrario que por su frecuente uso puede pasar sin mayor examen, pero no debería hacerlo. La división de las jurisdicciones españolas se llevó a cabo por razones históricas vinculadas a la expansión imperial, y cada virreinato abarcaba realidades sociales y culturales muy diversas. La colonización, las características de la conquista, las formas del avecindamiento español, la mayor o menor lejanía, los recursos naturales y desde luego las características de la población nativa marcaron situaciones en ocasiones similares y en otras muy diferentes, que iban desde el Yucatán señorial, pasando por las grandes ciudades, los multiformes reales de minas y el norte misional.

Por otro lado, la distancia geográfica no era en sí un factor: ya he mencionado como Del Río y Enciso hallaron procesos muy afines de colonización y aculturación entre zonas distantes entre sí. Pueden verse, asimismo, como ciertas regiones fueron integrándose (como en el caso muy notorio del Bajío)121 para formar espacios vinculados por nexos demográficos, económicos, sociales y culturales. Si se ve de esta manera, una historia social que pretenda cierto nivel de generalidad debería atender tanto a las especificidades locales como a los paralelismos, interrelaciones, comunicaciones y adaptaciones de experiencias, creencias e ideas.

El caso de los movimientos de rebelión que tuvieron expresiones religiosas heterodoxas es un buen ejemplo de todo lo aquí expuesto. En efecto, estas sublevaciones responden evidentemente a un contexto material concreto, muchas veces resultado de la diversa combinatoria de crisis material, nuevas exigencias fiscales, mayor presencia gubernamental en la vida cotidiana, el celo excesivo de los religiosos, y resentimientos sociales subyacentes. Sin embargo, no es una sumatoria de causas particulares, contradicciones y conflictos la que da razón y explica las sublevaciones. Sus expresiones toman formas culturales que resultaban de un proceso de aculturación, del trato con religiosos y gobernantes, y de una idea que los rebeldes tenían de sí mismos y del mundo.

Es lo que ocurre, como caso notorio, con una rebelión iniciada con la prédica de un profeta indígena que anunciaba en Sonora el inminente retorno del «dios Moctezuma», creador del cielo y de la tierra, el fin apocalíptico del mundo y el arribo de una era de felicidad y prosperidad en que los indios se convertirían en españoles, y los españoles en indios, y ya no habría vejez ni muerte122. Mirafuentes definió este movimiento como mesiánico y milenarista, y con ello se internó en una temática tan interesante como complicada, en la que se ocuparon previamente autores como Norman Cohn, Isaura Pereira de Queirós y Peter Worsley, para distintas épocas y sociedades que van desde el occidente europeo medieval, las sociedades coloniales y poscoloniales, el Brasil moderno y los «cultos cargo» de Melanesia123. El caso forma parte, también, de un complejo previo de creencias que parece haber estado muy presente en el noroeste de México a fines del sigloxviii, que giró en torno a alguna variante de fantasía apocalíptica y del retorno de un «príncipe» tlaxcalteca o «rey» indio escondido. No lo habían notado los gobernantes y misioneros, ni lo tomaron en consideración los historiadores hasta fechas recientes, cuando se interesaron el mismo Mirafuentes y otros autores124.

En otro contexto, Gerardo Lara Cisneros se ocupó del «Cristo viejo» de Xichú (en la Sierra Gorda), un indio que «fingía» ser profeta o santo, decía misa, daba comunión con tortillas, hacía beber el agua con la que se bañaba a sus seguidoras y estuvo detrás de muchas agitaciones en contra de las autoridades y los vecinos españoles. Como comenta el autor, a pesar de las opiniones escandalizadas de los oficiales del rey, en realidad los participantes en este movimiento no rechazaban la religión católica, sino que trataban de «recodificarla» para hacerla propia, incorporando elementos sincréticos tales como el culto a los cerros, a los pinos como representación de un axis mundi y la reverencia a un «dios viejo» del fuego125.

Aparte de su interés en sí, estos dos casos importan porque presentan bien las cuestiones de proceso histórico, estructura social, identidades, continuidades, desigualdades y divergencias, creencias e ideas. Esto es, la materia típica y propia del historiador de la sociedad, y que dará todavía materia para muchas reflexiones.

Conclusión

En una reseña publicada en 1967 sobre el primer número de Estudios de Historia Novohispana, Irene Vázquez de Warman escribía que la nueva publicación no tenía un perfil definido y daría por tanto cabida a cualquier tema, tendencia y enfoque, lo cual marcaría su destino126.

Cincuenta años después de esta sibilina reseña, la cuestión sigue abierta. En efecto, la publicación nunca tuvo una declaración de principios o definió (explícita o implícitamente) alguna orientación particular, más allá de que la acumulación en sí de artículos con ciertas perspectivas o el perfil intelectual de los sucesivos editores pudiera haber atraído contribuciones afines127. Pero desde luego, «Novohispana» (como coloquialmente se la llama) no ha tenido más requisitos de aceptación de artículos que los que han sido habituales en las publicaciones académicas a través del tiempo; tampoco ha publicado «dossiers» o números temáticos, que son una vía indirecta de fomentar ciertos enfoques. El resultado inevitablemente es heterogéneo, con ciertos temas particularmente favorecidos (en particular aquellos que tenían en el mismo Instituto un seminario o grupo de trabajo). También, si se busca con suficiente empeño, se hallarán algunos ámbitos (como la historia afromexicana) que no están bien representados. La revista, ciertamente, nunca pretendió ser un proyecto de historia general por entregas periódicas, aunque el conjunto cubre una impresionante variedad de temáticas.

Por otro lado, como espero haber demostrado, puede verse una evolución en los temas y problemas sobre historia de la sociedad, así como un cambio paulatino en las fuentes, los métodos y las perspectivas. El empirismo erudito, el cuidado por el rigor, la exactitud y el detalle siguen siendo característicos, aunque su relevancia ya no sea la misma; el relativismo del historicismo, la afinidad por las ideas y por la «filosofía» de la historia llegan al presente; el interés por la estructura social, por los datos cuantitativos y los métodos sociológicos se mantienen como espacios válidos de investigación, y la más reciente historia cultural se sobrepone y mezcla a las experiencias precedentes.

En realidad, no puede hablarse propiamente de «etapas» claras, nítidas y ordenadas. Como es característico en la historiografía mexicana, el progreso se ha dado por agregaciones a lo previamente existente, sin desplazarlo por entero, a pesar de las intenciones renovadoras y ocasionalmente iconoclastas de cada nueva generación. A veces la historiografía social mexicana tal como aparece en Estudios de Historia Novohispana se parece a una sucesión sedimentaria de estratos que se sobreponen sin confundirse enteramente. Viéndolo en esta forma, la presencia de una revista académica que permite todos los estratos y sedimentos intelectuales, sin restringirse a alguno en particular, ha resultado en un suelo fértil, y en una variada y fructífera cosecha.

Agradecimientos

Agradezco a Gerardo Lara Cisneros por sus comentarios a una versión previa de este trabajo.

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Felipe Castro Gutiérrez. Doctor en Antropología por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, investigador titular de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Históricas y profesor de licenciatura en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

La historia social moderna ha tenido varias definiciones: originalmente fue considerada como la historia en sí misma, que reunía los aportes de las historiografías particulares (política, económica, demográfica), como si fuesen sus auxiliares. Este ambicioso programa inicial (más bien una declaración de principios), característico de los artículos publicados en la revista Annales, pronto cedió su lugar a dos vertientes particulares: la que se ocupa de ciertos ámbitos particulares, como los grupos sociales (que prosperó particularmente, como se verá, en la Gran Bretaña), y otra que ve la historia social ante todo como una perspectiva, una manera de ver y buscar lo social, subyacente con distinta relevancia en diferentes instituciones, procesos, actividades, creencias e ideas. En este ensayo he optado por la última acepción, aunque evidentemente no pretendo cubrir todos sus aspectos.

La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Zermeño Padilla (2011, pp. 29-33). Para el entorno intelectual de la época, véase Moctezuma Franco (2005).

Véase el estado de la historiografía previa en Meyer (1971).

Moreno (1979). Vale la pena comparar fuentes y métodos con un trabajo posterior de tema afín: Villalba Bustamante (2013).

Borah (1982). Sobre los primeros años de la discusión, véase la «Introducción» de Peter J. Bakewell, publicada en la misma obra.

Viqueira (1999). Sobre su biografía y trayectoria, véase Suárez (1995).

Tutino (1990). El autor amplió el concepto en Tutino (1990b).

Phelan (1972); Frost (1990). Véase una argumentación sobre posibles correspondencias entre creencias mesoamericanas y cristianas en Güereca Durán (2014, pp. 151-157).

No es mi intención hacer un catálogo comentado de todos los artículos que pueden considerarse de historia social en esta publicación, sino seguir ciertos desarrollos y tendencias. La selección, inevitablemente, tiene su parte personal y subjetiva, e inevitablemente puede dejar fuera algunas contribuciones que son en sí de interés desde otras perspectivas.

Ramos Soriano (2015). Sobre el impacto de este seminario en la discusión internacional del tema, véase Langue (2006).

Advierto que no es mi intención encasillar a distintos autores en una categoría o perspectiva específica. Por un lado, los historiadores frecuentemente (aunque no siempre) van adaptando y modificando sus ideas a lo largo de su vida profesional; por otro, es común que empleen las fuentes, los métodos y el lenguaje apropiados para cada objeto de estudio particular, que puede variar según las circunstancias. En este sentido, la referencia a un artículo es ciertamente indicativa de sus afinidades en un momento dado, pero no necesariamente define el conjunto de su pensamiento.

Como fue propuesto por Turner (1971).

Aguirre Beltrán (1967). Véase una revisión de su obra en Peña (1995), así como las propuestas al respecto de esta discusión de Yasumura (2005).

Del Río (1974). Véase asimismo su reflexión sobre el concepto en Del Río (1992).

Véanse los comentarios al respecto de Rosenmüller (2006).

González Muñoz (1994). Sobre este mismo tema, véase Alfaro Ramírez (1997).

Castro Gutiérrez (2012a,b). El temor referido no es una figura retórica; algunos centros de reclusión, como la cárcel de la Acordada, eran lugares particularmente siniestros. Véase Lozano Armendares (1993).

Lara Cisneros (2002). Sobre la historia previa de la región, véase Jackson (2012).

La editora del primer número fue Josefina Muriel, con la colaboración de Rosa Camelo. En los volúmenes 2 y 3 Muriel y Camelo aparecen ya como coeditoras. En los dos siguientes, por alguna razón, no hubo constancia de los créditos de edición. En los volúmenes 6 y 7 se dieron a un comité compuesto por Rosa Camelo, Ignacio del Río, Jorge Gurría Lacroix y Josefina Muriel. En los volúmenes 8-10 la responsabilidad fue únicamente de Camelo. Posteriormente la edición corrió a cargo de Felipe Castro Gutiérrez (11 a 19), Pilar Martínez López-Cano (20-27), Gisela von Wobeser (28-31), José Rubén Romero Galván (32-34) Carmen Yuste (35-45) e Iván Escamilla González (46-55).

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