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Vol. 49.
Páginas 3-38 (julio - diciembre 2013)
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Los Seminarios Tridentinos y la Política Eclesiástica de Felipe II. El caso de Charcas
The Tridentine Seminars and the Ecclesiastical Policy of Philip II. The Charcas case.
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Leticia Pérez Puente
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Resumen

El objetivo de este trabajo es mostrar cómo la temprana fun-dación de los seminarios tridentinos en el Perú fue un elemen-to más de la nueva política eclesiástica promovida por la junta magna de 1568. Para ello, en un primer apartado se da cuenta de las acciones del virrey Francisco de Toledo tendientes al fomento de esos establecimientos; posteriormente se ve la con-tinuidad que dio la audiencia de Charcas a esa política en la Iglesia de La Plata y, finalmente, se muestra cómo el seminario de esa diócesis, la más rica de América, se formalizó gracias a la presión ejercida por los ministros reales.

Palabras clave:
Seminarios conciliares
Iglesia en Charcas
Francisco de Toledo
Tercer concilio limeño
ciudad de La Plata
Sucre
Abstract

This paper describes the early founding of Tridentine seminaries in Peru as part of the measures promoted by Philip II from 1568, designed to exert greater control over the Indian Church; the church policy laid by the junta magna and the impulse given by viceroy Francisco de Toledo to found seminaries. It is also shown the application of this policy by the Audiencia of Charcas in the bishopric of La Plata, and how the seminary of that diocese was formally established by the pressure exerted by royal ministers.

Key words:
Seminaries
Church in Charcas
Francisco de Toledo
Third council of Lima
La Plata City
Sucre
Texto completo

Recién concluido el concilio de Trento dio inicio la fundación de semi-narios conciliares,1 por lo cual al término del siglo xvi se habían creado ya 20 establecimientos en la península ibérica. En ese mismo tiempo, en las diócesis americanas se fundaron 11, la mayoría en el virreinato del Perú.

A los seminarios peninsulares les ha tratado una vasta historiografía, que ha puesto la atención en los fenómenos que condicionaron su pronta creación, así como en el particular interés de la Corona y el Pa-pado por su fundación y fomento.2 Por el contrario, el establecimiento de los primeros seminarios tridentinos en Hispanoamérica ha recibido una muy escasa atención pues se ha privilegiado a las universidades, la obra jesuita o los colegios carolinos del siglo xviii, considerados como más exitosos y de mayor influencia social.

Debido a ello, siguen imperando las consideraciones de una historiografía muy tradicional que suele atribuir esas fundaciones al celo de los obispos por acatar el mandato de los concilios, o a su empeño por remediar la escasez de clérigos y su falta de instrucción. De esta manera, poco se ha reflexionado sobre el importante número de seminarios crea-dos en Indias en el siglo xvi, pues se les ha presentado como a iniciativas individuales, lo cual provoca que aparezcan ajenos e independientes de los fenómenos más amplios que marcaron a aquella centuria.

En respuesta a esa tendencia quisiera mostrar la influencia de las políticas eclesiásticas dispuestas por la Junta Magna de 1568 en la temprana fundación de los seminarios americanos, los cuales fueron vistos por las autoridades reales como un elemento más de la nueva política eclesiástica encaminada al asentamiento y control de la Iglesia en América.

Para dar cuenta de ello me referiré a la importante labor de promo-ción llevada a cabo por el virrey Francisco de Toledo en el Perú para la creación de esos establecimientos, y a continuación reseñaré las circunstancias en las cuales se creó el seminario de la ciudad de La Plata (hoy Sucre), en Los Charcas. Una de las pocas fundaciones que la historiografía tradicional no atribuyó a un obispo y una de las pocas diócesis americanas del siglo xvi, donde multitudes de clérigos aspiraban a adquirir sus parroquias y doctrinas.

El virrey toledo y los seminarios

Como es sabido, los virreyes Martín Enríquez, de Nueva España, y Francisco de Toledo, del Perú, fueron instruidos para llevar a cabo una serie de reformas cuya finalidad era aumentar la explotación económica de las colonias y reformar la administración eclesiástica, las cuales habían sido preparadas por la llamada Junta Magna.

Esa asamblea inició sus reuniones en Madrid el 27 de julio de 1568, en casa del cardenal Diego de Espinosa, presidente del Consejo de Castilla e inquisidor general, con quien se reunieron personalidades de los distintos consejos, por lo menos hasta enero de 1569. En ella se trataron asuntos referentes a derechos fiscales, producción, comercio, encomienda,3 los cuales fueron en consonancia con las medidas allí tomadas relativas al gobierno eclesiástico, pues se pensaba que la riqueza de las Indias, favorecería la cristianización.4

En la instrucción dada al virrey Francisco de Toledo la nueva política referente al gobierno eclesiástico se expuso en 37 puntos, los cuales se le ordenaron hacer guardar y cumplir.5 En ellos, la idea es clara: se trataba de robustecer el dominio sobre la tierra ya conquistada y las nuevas poblaciones, estableciendo Iglesias encabezadas por obispos co-nocedores de las problemáticas americanas y con una amplia jurisdicción sobre sus territorios diocesanos; un clero secular nativo, instruido y nu-meroso para hacerse cargo de las parroquias, y frailes preparados ex profeso para dedicarse a la misión entre los infieles. Todos ellos sujetos a las estructuras administrativas virreinales y, por tanto, dependientes de la Corona para su colocación y promoción, aunque autosuficientes en los aspectos económicos.

La medida central del proyecto era la imposición del diezmo general, el cual se mandó establecer al virrey “sin esperar ni perder más tiempo”, así entre españoles como indios y cualquier género de personas, sin distin-go de sexo o edad. Éste se cobraría de todos los frutos de la tierra, ganados y crianzas, y de lo obtenido por el trabajo o servicio de cada individuo.

De acuerdo con las instrucciones dichos diezmos se distribuirían de una nueva forma, aumentando lo destinado a hospitales y fábrica material de las iglesias y, sobre todo, la parte correspondiente al rey.6 Gracias a ese cobro se pensaba rebajar de los tributos la parte de la doctrina que pagaban los encomenderos, pues de allí se pretendía costear a los curas párrocos e incluso se habló de dar algo a los grandes conventos de las ciudades, para que los frailes se avinieran más fácilmente al cobro del diezmo general.

Así, la nueva política eclesiástica dispuesta por la Junta Magna tenía por objetivo poner las bases para fortalecer a la iglesia secular en Indias, pues ello equivalía a acrecentar la propia autoridad del monarca y su hacienda, en la medida en que los obispos estaban fuertemente con-trolados por él. Convencido de ello, escribió Toledo en 1572, luego de visitar la provincia de Chucuito, en Los Charcas

Cuando fuese mayor el número de clérigos le será a vuestra majes-tad de poca más costa o ninguna, y de mucho más descargo de vuestra real conciencia, porque con tener el perlado [sic] cerca an-darán mucho más concertados y no se atreverán a los excesos que los frailes […] con la contradicción que hacen a todo lo que es acre-centar vuestro real patrimonio.7

Ahora bien, en el punto 23 de las instrucciones dadas a Toledo se le ordenó procurar el establecimiento de escuelas “en todos los lugares y repartimientos” para la enseñanza de los indios y para implantar en ellos la doctrina cristiana con más fundamento. En los lugares principales habría colegios y seminarios donde también se miraría por los estudios. Esa orden debía conferirse con los obispos, para determinar cómo se sostendrían, y, mientras aquello se asentaba, el virrey debía proveer lo que pudiera y ya luego, a partir de sus informes, se ordenaría con más fundamento.8

El sentido dado por Toledo a ese mandato y los alcances que éste suponía debería tener son del todo claros en uno de sus informes de 1570.9

Allí, señaló cómo los estudios y seminarios que se le ordenaron crear eran muy importantes, pues con ellos se tendrían los letrados necesarios, frailes y clérigos para ocupar beneficios eclesiásticos. Así, el rey se evitaría la “gran costa y susidios sobre su hacienda real, con los religiosos que envía a estos reinos”. Además, gracias a los estudios, señaló Toledo, se allanaba y aseguraba más la tierra, pues se daba salida a los hijos segun-dos y terceros de conquistadores quienes, por falta de oficio y ocupación, se quedaban siempre pretendiendo mercedes reales, alegando los méritos de los padres.

El problema era que de momento no había cómo sostener esos colegios y seminarios, pues el diezmo general no podría aplicarse tan rápido como se esperaba y, además, no había tributos vacos, por lo tan-to los estudios debían pagarse de la hacienda real.

Aún antes de la llegada de Toledo al Perú los obispos reunidos en el segundo concilio limeño (1567) habían convenido en ordenar la fun-dación de seminarios tridentinos, sin embargo, no habían podido resolver el problema de su financiamiento. En el acta conciliar se dijo que se podría sacar una porción moderada de las doctrinas indígenas, ya fuera del diezmo de los indios, si acaso se autorizaba su cobranza, o de la parte de los tributos dada a los frailes por la doctrina.10 Sin embargo, por lo me-nos hasta 1568, aún no se había creado ningún seminario debido a la falta de definición de cómo se harían esos cobros.

Ante ello Toledo insistió al rey en la necesidad de señalar las fuentes de donde se podrían sustentar. “Convendría asimismo –dijo el virrey–, que vuestra majestad dé orden que se señale alguna prebenda o pinsión [sic] o en otra cualquier manera para hacer los seminarios, como vuestra majes-tad manda en sus instrucciones y el santo concilio de Trento dispone”.11

El interés de Toledo por crear seminarios tridentinos, para así dar seguimiento a la nueva política eclesiástica que se le había encomendado introducir, es del todo claro en su actuación en el Cuzco. Desde esa ciu-dad escribió a principios de 1572 informando cómo había ordenado instituir seminarios pagados de las rentas eclesiásticas en todos los obis-pados.12 De hecho, dijo, “a fuerza de brazos y con harta dificultad”, había ordenado se hiciera el del Cuzco.

Estando en esa ciudad, en agosto de 1571, mandó al deán y cabildo, en sede vacante, hacer cuentas del diezmo y luego despachó una serie de disposiciones sobre la construcción de una nueva catedral y del seminario conciliar.13 Al parecer, en el proyecto original del seminario se había involucrado al cabildo de la ciudad, sin embargo, los prebendados no lo habían aceptado. Debido a ello se acordó hacer dos establecimientos, un colegio de legos destinado a mestizos y el tridentino. Estos, decía Toledo, sumados al de la Compañía de Jesús, servirían para enmendar “la liber-tad con que se crían los muchachos de esta ciudad”.14

Para el seminario el cabildo eclesiástico estimó se necesitarían 6 000 pesos de plata ensayada al año, pero Toledo lo rebajó a sólo 4 000, lo cual se cobraría de las rentas decimales, el salario de las doctrinas del obispado y de los prebendados. En las Noticias cronológicas del Cuzco se anota cómo los capitulares reunidos en el mes de agosto mandaron comprar las casas de Villacastín, ubicadas en la cuadra de la catedral, y acordaron se fabricara el colegio conforme se pudiera, hasta haber renta bastante, diezmando los indios.15 En aquél mismo texto se consigna cómo en otra reunión capitular se determinó nombrar un prebendado para atender la obra y a otro para cobrar la derrama de todas las rentas eclesiásticas, beneficios, hospitales, capellanías, etcétera.

Con todo, al año siguiente se organizaron compañías de tropa y se preparó la guerra contra Tupac Amaru y en el mes de septiembre de 1572 el Inca fue conducido a la ciudad donde sería sentenciado a muerte. La conmoción por los acontecimientos de ese entonces posiblemente hizo que la derrama para la paga del seminario no se impusiera de forma inmediata. Los años siguientes tampoco fueron propicios, pues en julio de 1573 tomó posesión de su sede el obispo Sebastián Lartaún.

De acuerdo con el expediente presentado en su contra en el tercer concilio limeño, cuando ese prelado llegó a Cuzco impuso muchas cargas económicas sobre el clero por concepto de visitas, provisión de curatos, títulos de órdenes, exámenes, cartillas, autos y procesos. También se le acusó de solicitar a los curas e indios materiales y servicios por los que no pagaba. Además, según se dijo, estableció dos derramas generales de 20 pesos ensayados cada una para enviar un procurador a Roma, aunque no se sabía con qué fin, y otra derrama más, perpetua, de 4 pesos anuales, para el sostenimiento del hospital de españoles, donde, a pesar de ello, no había cómo atender a los enfermos.16

En el largo expediente formado en contra del obispo Lartaún se hizo alusión de todas las cargas económicas impuestas por él al clero del obispado, sin embargo, no se mencionó nada sobre el seminario, por lo cual es casi seguro que el prelado no dio continuidad al proyecto toleda-no de fundación. Además, la imposición del diezmo general, con el cual se suponía que los curas y doctrineros tendrían más facilidad para con-tribuir con el colegio, no se asentó.

A ese respecto Toledo informó cómo imponer los diezmos generales significaría tan sólo enriquecer y dotar a los obispos y cabildos, dejando pobres a los curas, lo cual era contrario a lo pretendido por la Junta Magna. Incluso si se introducía la nueva forma de distribución del diez-mo no habría cambio para las parroquias.17 En efecto, en la distribución original los curas recibían cuatro novenos de la mitad del diezmo, esto es 4/18 del total, y en la nueva recibirían 2/9, es decir, lo mismo.18 Por su parte, los diezmos personales se habían prestado a muchísimas dudas y aunque se impusieran, pensaba Toledo, tampoco serían de gran beneficio para los curas y sí de mucha molestia para los indios, por las vejaciones que podrían sufrir. De esta manera el virrey sugirió posponer la reforma del diezmo para cuando la tierra tuviera mayor asiento y mientras tanto los curas se sustentarían del peso que se habría de imponer en la tasa a cada indio tributario. Con ello, además, se aseguraba que la paga quedara sujeta a la real justicia, como procedente de bienes legos y no espirituales,19 lo cual equivaldría a aumentar el control sobre los dineros del rey, las parroquias y los curas doctrineros.

Ante la necesidad de mayores rentas para los colegios y con el claro interés de fortalecer la presencia española en Cuzco por su significado simbólico –“ciudad que es cabeza de las demás y otra Roma para los indios”, diría el padre Acosta–,20 Toledo propuso trasladar allí la universidad que aun estaba en el convento dominico de Lima, y asentarla en el seminario o en el colegio de legos.21 La medida garantizaría un mayor control del rey sobre esas instituciones, pues lejos de dar la universidad al seminario se pretendía un mayor control de éste y, al mismo tiempo, fortalecer el patronato real sobre la corporación universitaria. En ese sentido, el virrey defendió crear “universidad de por sí”, con edificio independiente, donde se pudieran incorporar los oidores y miembros de la audiencia. Incluso, planteó la posibilidad de celebrar los grados y autos académicos en las casas reales.

Si bien los proyectos de Cuzco no se concretaron en ese entonces, el impulso dado por Toledo a los seminarios continuó. De hecho, los dos primeros seminarios del Perú se erigieron en Quito y Santa Fe, ciudades que eran sedes de audiencias dependientes del virrey de Lima y donde los ministros reales tuvieron una activa participación en la fundación de esos colegios y durante sus primeros años de vida.22

Ahora bien, además de promover la fundación de seminarios el virrey insistió en la creación de cátedras públicas para la enseñanza de las lenguas indias y en la celebración de un nuevo concilio provincial, medidas que también impulsarían el establecimiento de aquellos colegios tridentinos en el Perú.

En casi todas las cartas donde Toledo informó sobre asuntos eclesiásticos se refirió a la necesidad del aprendizaje de las lenguas indígenas por parte de los clérigos. Según escribió al rey había mandado hacer muchas juntas de prelados para tratar sobre este ministerio, pues sin saber las lenguas “era imposible poder hacer fruto en la conversión de los indios”.23 En consecuencia, en noviembre de 1579 informó cómo había dotado una cátedra de lengua en la universidad de Lima y dictado una serie de ordenanzas para su régimen. Entre otros puntos, el virrey estableció en esas ordenanzas que sería obligatorio cursar la cátedra por cierto tiempo para poder adquirir grados de bachiller o licenciado, así como para la ordenación sacerdotal y para la obtención de beneficios eclesiásticos. Además, al término de un año todos los curas debían presentarse ante el catedrático para ser examinados, pues ningún sacerdote podría tener parroquias ni sería presentado a ninguna, sin mostrar la cédula de examen.24

En la medida en que de ese catedrático dependería expedir las cédulas de aptitud lingüística para adquirir órdenes y beneficios eclesiásti-cos, los obispos aspiraron a controlar el nombramiento del preceptor y la cátedra. Así, por ejemplo, el obispo de Santa Fe, en el Nuevo Reino de Granada, consiguió que esa lectura se impartiera en la catedral y muy poco tiempo después la incorporó al seminario. De hecho, éste dio inicio gracias a esa cátedra, pues además de ser su primera lectura asalariada facilitó que el colegio adquiriera una casa donde alojar estudiantes.25

Por otra parte, el virrey Toledo intentó que se celebrara un nuevo concilio provincial, sobre todo porque pensaba que en él se podían y debían tratar muchos de los apuntamientos que había elaborado sobre materias eclesiásticas durante su visita general, “va conmigo la experiencia de lo que es menester”, dijo al rey.26 Si bien al principio pospuso la reunión provincial para poder estar presente, luego insistió en su celebración desde 1575 y hasta poco antes de su partida del Perú, en mayo de 1581. Por ello no es extraño que su sucesor, Martín Enríquez, y el nuevo arzobispo, fray Toribio Mogrovejo, recibieran órdenes expresas para ponerse de acuerdo en la convocatoria del concilio apenas llegaran a sus sedes.

Esa reunión provincial, celebrada en Lima entre 1582 y 1583, fue sin duda una pieza fundamental para la creación de seminarios, pues dio una solución concreta al problema del financiamiento. En sus decretos mandó a los obispos ocuparse cuanto antes de esas fundaciones y para ello ordenó aplicar a perpetuidad, y desde entonces, una contribución del 3% de todas las rentas y bienes eclesiásticos: diezmos, beneficios, capellanías, hospitales y cofradías, sin importar si se trataba de rentas episcopales, capitulares o beneficiales, así como de las doctrinas de indios, aunque estuvieran a cargo de los religiosos.27

En conformidad con ese mandato los obispos crearon en cada ca-tedral una partida de dinero que se fue acumulando y en breve facilitó la puesta en marcha de seminarios en distintos obispados. Gracias a esa medida se pudieron fundar colegios como el de Santiago de Chile, La Imperial o el Tucumán, pues se trataba de iglesias en plena construcción y con muy escasas rentas.

Así, la pronta creación de seminarios en el Perú estuvo determinada por ese acertado decreto conciliar y por la actuación de Toledo y de los ministros encargados de poner en práctica las disposiciones de la Junta Magna. La gran influencia de las autoridades reales se aprecia con claridad en los colegios de Quito y Santa Fe, pues fueron erigidos antes del término del tercer concilio limeño y, como se ha dicho, en su fundación y primeros años de vida intervinieron activamente las audiencias.

Un caso similar al de aquellos fue el del seminario de la ciudad de La Plata. La primera noticia de la existencia de este colegio data de enero de 1583, esto es, en el tiempo en que se celebraba el tercer concilio limeño. Su fundación también estuvo señalada por la participación de la audiencia, pero en este caso el interés fue mayor, pues en Charcas se encontraba el rico cerro del Potosí, circunstancia que provocó una enor-me supervisión y control de la iglesia.

Granero de ávalos y la defensa de la jurisdicción episcopal

Su temple es maravilloso, donde se coge todo género de frutos y frutas, mucho vino, seda y ganados, con hortaliza de España; y si algo le falta, se lo trae a casa la riqueza de sus metales preciosos…

Gil González Dávila, Teatro eclesiástico… Reyno del Pirú (1655)

Casi todos los autores que se han referido al seminario conciliar del obispado de La Plata han atribuido su fundación al maestrescuela Juan de Larrategui. Ello quizá obedezca a que Trento y el segundo concilio limeño ordenaron a los maestrescuelas catedralicios leer en los seminarios, o tal vez porque cuando el rey presentó a Larrategui a la maestrescolía de esa iglesia en 1585 le encomendó dictar diariamente una lección de filosofía, haciendo referencia a la inclinación a las letras de los habitantes de La Plata, a la utilidad de ellas y a su falta en la ciudad.28 Dicha titularidad también podría responder a que ese maestrescuela era herma-no de un importante y conocido letrado, Antonio Navarro, quien durante el reinado de Felipe II fue secretario del Consejo de Hacienda, del Consejo Real y luego lo llegaría a ser de Felipe III.29 Finalmente, quizá se otorgó a Larrategui la autoría del seminario debido a la impopularidad del obispo Granero de Ávalos, entre ciertos autores, por su oposición a fray Toribio Mogrovejo durante las reuniones del tercer concilio limeño. Pero, con independencia de los motivos de la historiografía, lo cierto es que cuando Larrategui tomó posesión de su prebenda, el seminario conciliar ya estaba funcionando, lo cual estuvo influido por las acciones de aquél desdeñado y polémico prelado.

Separada de Cuzco, la iglesia de la ciudad de La Plata se erigió como obispado en 1552. Poco tiempo después, conforme la conquista avanzaba y se hacía necesario asentar la tierra, la descomunal diócesis se dividiría para crear los obispados de Santiago de Chile y La Imperial en 1561, y luego, en 1570, el de Santiago del Estero, en el Tucumán. Después, en 1605, el territorio volvería a dividirse para dar origen a otros dos obis-pados más, el de Nuestra Señora de la Paz y el de Santa Cruz de la Sierra. Finalmente, en 1609 La Plata sería elevada a metropolitana.

En el último cuarto del siglo xvi el aún obispado de La Plata no solamente era enorme, sino también muy rico. Fray Reginaldo de Lizárraga, quien hizo dos veces el camino de Quito al Potosí y de ahí a Chi-le, atravesando el Tucumán, anotó que en los años setenta del siglo xvi los diezmos del distrito de la ciudad y de algunos de los pueblos nuevos de las montañas chiriguanas valían 76 000 pesos ensayados y poco tiempo después habían llegado a los 82 000, sin contar los de la ciudad de La Paz y provincia de Chucuito.30 “Tiene el señor obispo, de su cuarta de la mesa episcopal 25 000 pesos, sin lo que le viene de la cuarta funeral, que yo seguro no le falta mucho para 40 000, que no es mal bocado para un pobre clérigo o fraile”.31

De igual forma Ramírez del Águila, quien escribió en torno a 1612, anotó que en Los Charcas los eclesiásticos, ya fueran curas o prebenda-dos, eran “comúnmente ricos, porque las rentas eclesiásticas de esta pro-vincia son pingües, y aunque tienen grandes gastos en la sustentación de sus oficios, la grosedad de ellas lo sufre todo”.32

Aunque la vida era cara en Charcas, pues una yunta de bueyes costaba de 60 a 80 pesos, las parroquias y doctrinas estaban bien pagadas. A finales del siglo xvi la gran mayoría de los beneficios valía 800 pesos de plata ensayada al año y, por lo menos en las provincias de La Paz y Chucuito, los curas recibían, adicionalmente, provechos de hasta 400 pesos anuales.33

Más aún, en 1595, según el licenciado Juan López de Cepeda, presidente de la audiencia, era común opinión que el curato de la catedral valía 4 000 pesos ensayados al año.34 Pudiera ser excesivo, pero los dos curas que ahí servían cobraban las primicias de todo el distrito de la ciudad, obvenciones, velaciones y entierros, aunque estos se hicieran en los valles y chacras donde había curas.

Con esas rentas en Charcas no faltaban clérigos, como no fuera en las doctrinas de las rancherías y pobladillos cercanos a la sierra chiriguana. En la provincia, decía el licenciado Cepeda, había cerca de 200 parroquias a las cuales se presentaban a opositar multitud de clérigos procedentes de todo el Perú. “La causa de venir tantos clérigos a este obispado es la general de todos los que vienen de España, que acuden a la labor de este cerro rico de Potosí y grosedad de esta provincia, más que a las otras de este reino”.35

Con ser enorme y muy rica, la iglesia de La Plata no tuvo obispo durante la mayor parte del siglo xvi. Cuando en 1574 el virrey Toledo estuvo en Los Charcas fray Domingo de Santo Tomás (1563-1570) había muerto hacía cuatro años. Éste había sido, prácticamente, su primer prelado, pues fray Tomás de San Martín murió en Lima sin tomar pose-sión, Servan de Cerezuela renunció a la mitra, fray Pedro Fernández de la Torre murió en el Brasil y Hernando González de la Cuesta en Panamá.36 A aquellos seguiría Alonso Granero de Ávalos quien fue preconizado en México en noviembre de 1578, llegó a La Plata en los primeros meses de 1582 y, a pesar de sufrir de gota, en marzo de 1583 ya estaba en la ciudad de Los Reyes para asistir al tercer concilio provincial lime-ño.37 Finalmente, el prelado murió en La Paz en noviembre de 1585, sin haber vuelto a pisar su sede.

Si bien Granero de Ávalos gobernó su obispado prácticamente en ausencia, no le faltaron ocasiones para entrar en competencia con el presidente y la audiencia de Charcas, sobre todo porque la suya no era cualquier diócesis. En ella se encontraba la Villa Rica del Potosí, así como las minas de Porco, Maragua, Yaco, Piquisa, Siporo, Oruro, Lipes, Carangas, Chayanta y el principal centro productor de azogue, Huancavelica.38

Además, el tiempo en el cual Granero de Ávalos gobernó esa diócesis fue particularmente importante, pues coincidió con un ciclo de fuerte crecimiento en la minería, resultado de los cambios ejecutados por Toledo. En el quinquenio 1571-1575 la producción de metales preciosos del Perú alcanzó un promedio anual de 352millones de maravedíes, el cual ascendió abruptamente en el quinquenio siguiente (1576-1580) a cerca de 1 622millones, esto es, más de cuatro veces la cifra anterior. Aumento que continuó entre 1581 y 1600, pues en este lapso el promedio anual fue de 2 760millones de maravedíes.39 Ese movimiento general fue comandado por la producción de plata del Potosí. De sus minas se ob-tuvieron 5 804 811 marcos en el periodo 1551 a 1575, y llegó a 18millones de marcos para el siguiente cuarto de siglo (1576-1600).

La enorme riqueza de ese territorio, así como su complejidad política y social, provocó que las autoridades reales custodiaran a la iglesia con particular celo. Además, durante las largas sedes vacantes la audiencia y el cabildo eclesiástico debieron establecer mecanismos de gobierno prescindiendo de la figura y autoridad del prelado.

Así, la actuación de Granero de Ávalos durante sus tres años de gobierno, estuvo encaminada a restablecer la autonomía y jurisdicción del obispo en el gobierno de la diócesis, lo cual lo enfrentó de manera natural con la audiencia de Charcas.

Una muestra del recelo generado por la presencia del nuevo prelado es la solicitud de aquella audiencia para que se revocara la orden dada a los obispos de Indias de enviar a Madrid relaciones con los nombres de los clérigos beneméritos para que a partir de ellas el rey señalara a quienes ocuparían beneficios. De hacerse así, decían los oidores, el rey sólo tendría noticia de quienes eran gratos al obispo, sus allegados, paniaguados y domésticos, “con que derechamente se haría señor absoluto de las doctrinas”.40

De igual forma, se quejaron los oidores al rey sobre la pretensión de Granero de Ávalos de ejecutar una cédula de 1583, donde se había mandado preferir a los clérigos en las doctrinas, pues “el prelado por sí sólo, sin consultarlo con el presidente y que concurran ambos en ello, no puede vacar ni proveer doctrinas”.41 El intento fue detenido por el tribunal al ordenar a los corregidores de distrito no pagar estipendio alguno a los clérigos que no tuvieran su presentación. Cabe señalar que cerca del 86% de las doctrinas del obispado estaban a cargo del clero secular.

La reivindicación que Granero de Ávalos pretendía hacer de la in-dependencia y autoridad episcopal no sólo lo enfrentó al tribunal de Char-cas, sino también al arzobispo metropolitano, fray Toribio Mogrovejo.

Recién llegó a Lima, el obispo de La Plata se unió a uno de los ban-dos en que se había dividido la asamblea conciliar, al de los prelados de Cuzco, Quito y Tucumán. Estos pretendían impedir al concilio conformarse como un tribunal precedido por Mogrovejo, con facultad para conocer de causas e imponer sanciones a los obispos. Ello con motivo de las quejas interpuestas contra Lartaún, a las cuales nos referimos en el apartado anterior.

La facción a la cual pertenecía Granero suponía que la prelatura del concilio correspondía al pleno de éste y no a Mogrovejo. En ese sen-tido el arzobispo escribió al rey dándole cuenta de cómo los obispos habían manifestado que él no tenía allí más jurisdicción que cualquiera de ellos.42 Así, no es de extrañar que cuando la reunión conciliar por fin terminó y Granero de Ávalos fue nombrado juez compromisario del concilio para conocer y sentenciar de las causas presentadas a él, éste hubiese absuelto de todos los cargos al obispo de Cuzco, quien, por cierto, había muerto poco antes de finalizar el concilio.

Granero de Ávalos no sólo apoyó a Lartaún en su afán por señalar la autoridad e independencia que debía tener el obispo en su diócesis, también se acercó al clero que se había sentido atropellado por algunos de los títulos de la nueva legislación conciliar.

Según anota Vargas Ugarte, luego de haberse hecho público el tex-to conciliar, los cabildos eclesiásticos y el clero en general fueron quienes hicieron mayor oposición a los decretos, sobre todo debido al rigor de las censuras con que se pretendían castigar los excesos y por el descuen-to del 3% impuesto sobre los beneficios eclesiásticos para la paga de los seminarios tridentinos.

En la defensa de sus causas el clero nombró un procurador para ir a Madrid y a Roma, escogiendo para este intento –dice Vargas Ugarte– al maestro Domingo de Almeida, “prebendado de la iglesia de Charcas, el cual aceptó la comisión y se embarcó para la península donde hizo cuanto pudo para que se revocasen los decretos de los cuales había ape-lado el clero”.

Sin embargo, cuando Domingo de Almeida fue a la corte aún no era prebendado de La Plata,43 sino un clérigo cercano a Granero de Ávalos, incluso su viaje a la península en calidad de procurador fue financiado con una derrama impuesta por el obispo a todos los clérigos de La Plata. Según el licenciado Cepeda, presidente de la audiencia, en las instrucciones y capítulos dados por Granero al procurador se pedían “muchas cosas graves y algunas en perjuicio del patronato real de vuestra majestad y todas en su favor e interés, usurpando vuestra real jurisdicción”.44

A pesar de las advertencias de aquél oidor las negociaciones de Almeida dieron importantes frutos pues entre 1586 y 1588 se recibieron en Charcas, por lo menos, 11 cédulas reales ganadas por él. En su ma-yoría se trató de mandatos donde se limitaba la actuación de la audiencia y los corregidores en materias parroquiales.45

Así, por ejemplo, Almeida consiguió se pusiera orden en los descuentos por ausencias, impuestos por mandato del virrey Toledo a los salarios de los curas de indios, con el argumento de que el dinero solía quedar en manos de los corregidores. Gracias a la labor del procurador se ordenó tomar cuenta de esas faltas, se prohibió a los corregidores hacer los descuentos, se mandó depositar el dinero en una caja de tres llaves en las cabeceras de provincias, aplicarlo en el ornamento y edificio de la iglesia correspondiente y gastarlo con el parecer del obispo.46

Entre otros mandatos el procurador obtuvo también una cédula donde se reconocía el derecho del obispo para nombrar vicarios –es decir jueces eclesiásticos– y removerlos cuando no fueran idóneos, pues hasta entonces, en algunas parroquias de españoles, tal nombramiento lo solía dar el presidente de la audiencia junto con el título de beneficiado, a quien elegía como párroco en nombre del rey.47 Los así nombrados no podían ser removidos por el prelado y quedaban exentos de la jurisdicción eclesiástica a pesar de ejercerla como vicarios del obispo.

Por las cédulas ganadas en la corte es claro cómo, además de representar al clero en su oposición al concilio limeño, Almeida tenía como tarea principal restituir la jurisdicción episcopal en detrimento de la fuerte influencia y de las prerrogativas que se habían arrogado los funcionarios reales en materia de doctrinas.

Además del nombramiento de vicarios, el salario de los curas doc-trineros, la provisión de beneficios y otros mecanismos de control, la audiencia aspiró a contener la jurisdicción del obispo y controlar su ac-tividad mediante la instrucción del clero. Precisamente fue debido a ello que el tribunal prestaría particular atención a la cátedra de lenguas indígenas y al seminario conciliar.

Como se recordará, en las ordenanzas dictadas por Toledo para la cátedra de lenguas se estableció como requisito para la ordenación sacerdotal y para la obtención de beneficios eclesiásticos presentar fe y certificación del catedrático de haber tomado un curso entero de lengua. Así, cuando la cédula real donde se ordenó crear esas cátedras se recibió en La Plata, el obispo pretendió dar la lectura a un clérigo allegado a él, con la intención, según la audiencia, de “entrar a hacerse señor del proveimien-to de todas las doctrinas”,48 pues si el catedrático era un clérigo súbdito del obispo, aprobaría a quien éste quisiera. Debido a ello, la audiencia dio la lectura a un religioso de la Compañía de Jesús, con salario de 1 000 pesos ensayados, procedentes de la caja de granos del Potosí. Así, serían jesuitas quienes, por orden de la audiencia, extendieran, al menos por un tiempo, los certificados de aptitud lingüística necesarios para ocupar doc-trinas y recibir órdenes sacras en la iglesia de La Plata.

Por la misma razón que se disputaban esa cátedra, el obispo y el tribunal de la audiencia lidiarían también en torno al seminario conciliar. Cuando el licenciado Cepeda tuvo noticia de algunas de las ins-trucciones dadas al procurador Domingo de Almeida, acusó a Granero de Ávalos de proceder de forma dolosa y fraudulenta e ir en contra de lo acordado en el concilio limeño. Para dar fuerza a su denuncia Cepeda envió al rey una copia del decreto conciliar donde se mandaba establecer los seminarios, diciendo que él había requerido al obispo observara el canon, pues se había obligado a su cumplimiento al firmar las actas conciliares.49

A pesar de las denuncias, en la catedral de La Plata se obedecía lo dispuesto en el concilio sobre los seminarios, incluso antes del fin de las sesiones. De hecho, en el memorial elaborado por el padre Acosta para dar respuesta a las contradicciones hechas al sínodo limeño, éste defendió la imposición del 3% sobre todos los beneficios eclesiásticos para la paga de los seminarios, solicitando contribuyeran también los frailes, y apuntó: “en el Obispado de los Charcas, en cierta forma, se ha guardado hasta el día de hoy”.50

En efecto, según consta en las actas de cabildo de la catedral de La Plata, por lo menos desde enero de 1583 había una partida de dinero destinada para un “maestro de los mochachos”,51 quien les enseñaba a cantar y se ocupaba de ellos y, según lo dicho por Acosta, esa renta procedía los beneficios eclesiásticos del obispado. Así, el seminario empezó a funcionar por orden del obispo Granero de Ávalos, pues éste tomó posesión de su sede a principios de 1582 y no llegó a Lima sino hasta marzo de 1583.

Aun no había un edificio donde hospedar colegiales, no obstante, las lecciones dadas a los muchachos eran un seminario tridentino. Así se les llamó en reiteradas ocasiones en las actas de cabildo y, además, en estricto sentido, los seminarios eran un mecanismo para la formación de clérigos, financiado con dinero eclesiástico procedente de parroquias, capellanías, prebendas, etcétera. Esta característica les distingue de las escuelas o las lecciones catedralicias, así como de otros colegios y hospederías donde también se formaban clérigos. Al tratarse, al menos en su mayor parte, de rentas eclesiásticas del obispado, se aseguraba que los seminarios quedaran exclusivamente a cargo del prelado, sin intermediaciones y sin importar quién fuera éste.

Así, remediar la falta de un local adecuado para el seminario que ya funcionaba, y formalizar jurídicamente la fundación de la institución ya existente, lo haría el cabildo de la catedral doce años después, presionado por el presidente de la audiencia. El seminario había empezado a andar sin su conocimiento, pero no se legalizaría sin que pretendiera participar, pues el licenciado Cepeda era un hombre de vastísima experiencia en la administración de los asuntos americanos y con una idea muy clara de los límites que debía tener la jurisdicción eclesiástica para poder servir al rey.

El licenciado cepeda y el cabildo

El licenciado Juan López de Cepeda había nacido en Tenerife, en las Islas Canarias, donde fue gobernador de 1555 a 1557. En ese último año se le ordenó pasar a La Española, a tomar residencia a Alonso Maldonado, presidente de la audiencia, la cual dirigió, como oidor decano, durante el tiempo de su comisión. Estuvo en Santo Domingo aproximadamente hasta 1560 y luego pasó al Nuevo Reino de Granada. Allí estuvo a cargo de la visita de Cartagena y Santa Marta, para vigilar la aplicación de las Leyes Nuevas, y en 1572 hizo la visita de Tunja para la retasa del tribu-to. Posteriormente fue nombrado alcalde del crimen y oidor en Lima y en ese entonces, según escribió Cepeda, el virrey Toledo consultaba sus cosas con él.52 Después sería nombrado gobernador interino de Panamá (1578) y, finalmente, presidente de la audiencia de Charcas en 1580.53 Murió el 3 de mayo de 1602 cuando iba camino al puerto de Arica para viajar a la ciudad de los Reyes.

Como es de esperarse, las cartas del licenciado Cepeda al rey durante sus 22 años al frente de la audiencia de Charcas tienen como tema central las minas, el trabajo en ellas, su administración y control. Luego, ocupa un lugar muy importante en su correspondencia la guerra contra los indios chiriguanes y el proceso de poblamiento de la región, y finalmente estaría la custodia del patronato y los asuntos eclesiásticos en general, pues la audiencia debía lidiar con los conflictos de frailes, cléri-gos seculares, cabildos y obispos de las iglesias de La Plata, Río de la Plata y el Tucumán.

No obstante la multitud de temas y tareas, en sus informes es posible apreciar un gran control de la audiencia sobre la provisión de parroquias y doctrinas de La Plata.54 Sobre todo por que, como ya se ha señalado, a los beneficios del obispado solían presentarse como oposito-res clérigos venidos de la península y de todo el Perú.

Según declaró el presidente, además de seguir lo estipulado en la ordenanza del patronato en la provisión de parroquias y doctrinas, se revisaban dimisorias y cédulas de aptitud lingüística a todos los pretendientes y para conocer las costumbres de quienes venían de fuera se to-maba cuenta de su arribo al obispado, para así poder dejar pasar un tiempo antes de encargarles la cura de almas. Además, la audiencia solía recibir memoriales de corregidores, caciques e indios sobre el comportamiento de los doctrineros, los cuales se consideraban para los nuevos concursos y promociones. De hecho, una de las quejas de los clérigos de Charcas era la imposibilidad de compeler a los indios a ir a misa o co-rregirlos en los pecados públicos, pues con cualquier motivo éstos se quejaban ante la audiencia y ésta les removía de sus beneficios.55

A pesar de esa estrecha supervisión sobre parroquias y doctrinas, no se registraron demasiados problemas entre el licenciado Cepeda y el obispo fray Alonso de la Cerda, el sucesor de Granero de Ávalos, lo cual seguramente se debió a que éste sólo gobernó dos años y medio, pues llegó a su sede en octubre de 1589 y murió en marzo de 1592. El más importante de sus conflictos surgió a raíz de una solicitud de la iglesia para que fuera el virrey de Lima y no el presidente de la audiencia de Charcas quien tuviera a cargo la provisión de beneficios. Sin embargo, de acuerdo con lo declarado por Cepeda, en realidad esa solicitud no era del obispo, sino del cabildo de la catedral, pues aquél tenía impedida el habla, el entendimiento y la memoria desde su llegada a la ciudad debido a una enfermedad de perlesía. Por ello, dijo Cepeda, el gobier-no del obispado estaba en manos de aquellos capitulares que se hacían señores del prelado, quien no tenía “más voluntad de aquella que de secreto le persuaden sus criados por intereses y otros hombres de malas costumbres, a quien está rendido”.56

Luego de la muerte de ese obispo, el presidente de la audiencia se lamentó ante el rey y el Consejo de los conflictos al interior del cabildo, y de cómo los canónigos procuraban las mejores doctrinas para sus parientes y amigos. Para conseguir ese fin daban orden a los clérigos de no presentarse a los concursos de oposición, y como nadie osaba en-frentar al cabildo en sede vacante sólo quedaban quienes los capitulares querían.57

Con independencia de las quejas del licenciado Cepeda, pues, al fin y al cabo la suya es la opinión de uno de los bandos en conflicto, el ca-bildo eclesiástico de La Plata era una corporación poderosa. “Los prebendados –anotó Ramírez del Águila–siempre han sido personas de mucha autoridad, gravedad e importancia, y han tenido las cualidades de letras, nobleza e idoneidad […] porque estas prebendas son de las primeras del reino”.58

Más allá de los individuos la corporación catedralicia tuvo a su cargo el gobierno del obispado durante poco más de 31 años y medio, entre 1554 y 1602, tiempo en el cual sus miembros establecieron solos la Iglesia en Charcas, creando tradiciones y formas de gobierno al margen de la autoridad de los obispos.59 Indicativo de ello es cómo no existieron en esa ciudad casas episcopales ni arzobispales sino hasta los años ochenta del siglo xvii.60

Además de la celebración solemne del culto divino en el coro de la catedral y la administración del diezmo, el cabildo tuvo a su cargo el gobierno de la iglesia y el obispado, debido a las sedes vacantes. Sus miembros nombraban jueces provisores y vicarios generales, además de vicarios para las provincias y ciudades más importantes.61 Asimismo, designaban visitadores eclesiásticos y llevaban a cabo la visita episcopal de toda la diócesis.62 Debido a ello, decía el presidente de la audiencia, no se podía hacer justicia ni proceder contra los clérigos, pues el cabildo encargaba a sus amigos con el provisor y los visitadores, quienes no se atrevían a castigar a éstos, “así, en vía ordinaria ni de visita se castigan los delitos”.63

Debido a la fortaleza política del cabildo era de esperarse que el presidente y la audiencia mantuvieran una continua y franca competencia con los prebendados y precisamente en el marco de esos desencuentros los capitulares darían formalidad a la fundación del seminario conciliar.

Por actas de cabildo de enero y julio de 1583 consta cómo los ca-pitulares acordaron tomar parte del dinero del seminario para pagar el salario de Francisco Díez y de Tomás López, a quienes en distintos mo-mentos se les encargó la enseñanza del canto a los muchachos, así como asistir en el coro. De igual forma, para 1588 el cabildo mandó pagar con dinero del seminario el salario de Pedro Vargas, quien a partir de entonces tendría a su cargo “que los muchachos de coro acudan a las lecciones y al servicio de altar y les reparta las semanas”.64

Como ya he señalado, en ese entonces, el seminario aún no contaba con casas ni con colegiales becados,65 por ello, es de suponer que las rentas se fueron acumulando hasta crear un fondo importante. Así, no parece extraña la sugerencia del licenciado Cepeda, de 1590, de pagar del seminario al catedrático de la lengua general de los indios.

Cuando se informó al rey cómo el salario de la cátedra de lenguas estaba impuesto en la caja de granos del Potosí, en la corte causó extra-ñeza pues no se sabía cuál era esa caja ni de dónde procedían sus rentas. Así, Cepeda explicó su origen y dio también al rey la opción de pagar la cátedra de la renta del seminario, “pues la distribución de lo dicho, de justicia se debe hacer en semejantes cosas, y con ello se excusará pagarlo de vuestra real hacienda y de la dicha caja”.66

Esa sugerencia quizá obedeció también a que en ese entonces la Compañía de Jesús no regía la cátedra. Estaba a cargo del presbítero Francisco de Mendía, quien había leído gramática hacía algunos años en la catedral, era perito en quechua y aimara, las lenguas generales del reino, y –según el licenciado Cepeda–, se podía “tener seguridad que ni le torcerán ni cohecharán los oyentes, sino que dará las aprobaciones a quien de justicia las mereciere”. Además, como el presidente recelaba que el cabildo tratara de obligar a Mendía a hacer su voluntad, sugirió se diera a éste el beneficio de la parroquia de San Lázaro, pues de esa forma sólo seguiría los dictados de su conciencia.

Al inicio de la sede vacante en 1592 Cepeda reunió a los capitulares y les comunicó una cédula donde el rey conminaba al cabildo a la con-cordia, pues había recibido información “del muy mal gobierno y muchos bandos entre prebendados”, lo cual requería de una advertencia.67 Con todo, al año siguiente el presidente de la audiencia volvería a escribir a la corte diciendo que los prebendados hacían lo de siempre. Es más, seguramente fue a finales de ese mismo año cuando el cabildo recibió una nueva cédula donde el rey les ordenaba, ya por segunda ocasión, obedecer y otorgar a un clérigo presentado por él una de las parroquias de Chucuito, pues el virrey Toledo había mandado que allí hubiera cuatro beneficiados y no sólo uno, como el cabildo pretendía.68

Las continuas quejas de Cepeda, las cédulas de reprensión del rey y, sobre todo, la amenaza de que se dispusiera del dinero del seminario para la paga de la cátedra de lenguas,69 al parecer llevó al cabildo a utilizar una mayor cantidad de fondos del seminario para solventar gastos vinculados directamente con la instrucción del clero y el servicio de la catedral.

Así, en junio de 1594 –cuando por cierto Francisco de Mendía ya era secretario del cabildo– los capitulares dieron a Cristóbal Arias el cargo de colector del seminario, con salario de 400 pesos ensayados;70 éste, además, era maestro de capilla, versado en canto de órgano y canto llano.71 Dispuso también el cabildo pagar de la renta del seminario la mitad del salario del capellán de coro Florián Trejo, del pertiguero Miguel de Esca, de Pedro de Vargas y de Mateo González. A este último el ca-bildo le señaló 200 pesos ensayados, la mitad se le pagaría “de los nove-nos” y la otra mitad en el seminario “por colegial de él, para que cante en el coro”, además, cada mes se le darían unos zapatos o su valor.72 Este primer colegial llegaría a ser sochantre de la catedral y, según los testigos de una información presentada tiempo después, uno de los mejores con-trabajos del reino.73 Finalmente, en diciembre del mismo año el cabildo dispuso dar a Juan Díaz 400 pesos ensayados, con obligación de acudir al coro diariamente, los cuales le serían pagados por tercias partes, en la fábrica, “los novenos” y el seminario.74

Un mes después, a principios de enero de 1595, se asentó en el libro de actas del cabildo la fundación formal del seminario y se mandó hacer el cobro del 3% de las rentas del obispado, dándose entidad jurídica a la institución ya existente.75 Días después se empezaron a hacer gestiones para instalar el colegio en la casa del recogimiento de mujeres, pues, según alegaba el cabildo, ésta no cumplía con la voluntad del fundador, por lo cual se podía reasignar el inmueble dándolo al seminario.76 Final-mente, a principios de febrero, el cabildo nombró juez colector y tesorero, para tomar las cuentas de quienes hasta entonces habían tenido a su cargo la cobranza.77

Cabe preguntarse por qué en ese momento se decidió dar formalidad a la fundación y al cobro del 3%, cuando ya existía el seminario y se cobraba, pues como vimos sus rentas se estaba utilizando desde mediados del año anterior en diversos salarios y en una beca colegial.78 La respuesta, nuevamente, parece radicar en la presión ejercida por el licenciado Cepeda. Sobre todo por que éste empezó a amenazar los ingresos de todos los capitulares.

En efecto, en esos primeros meses de 1595 la audiencia debió tomar cuentas a las finanzas de la catedral pues en marzo se envió al rey una relación del valor de los diezmos del obispado de 1594 y, alarmado por el monto de éstos, el presidente señaló:

…si a un hombre casado que sustenta mujer e hijos, armas y caballo, por muchos méritos y servicios que tenga se le satisfacen y pagan con una situación o una lanza, que no le vale mil pesos en-sayados […] bastará para sustentarse honrosamente un canónigo con mil y quinientos, y que a este respecto tengan todos los demás prebendados.79

Dijo también que sería justo que conforme fueran creciendo los diezmos creciera el número de las prebendas y servicios de la iglesia.

Charcas, como el resto de los cabildos americanos, fue erigido con 27 prebendas, las cuales se irían ocupando conforme los diezmos del obispado lo permitieran. Sin embargo, a pesar del crecimiento del diezmo, hasta 1591 la iglesia de La Plata sólo tenía 8 prebendados, a los cuales correspondía toda la mesa capitular, esto es el 25% del diezmo del obis-pado. Ese año se sumaron 7 nuevas plazas, cuyos titulares debieron haber estado llegando a La Plata entre 1592 y 1593, por lo cual la mesa capitular debió repartirse ahora entre 15 individuos,80 pero aún faltaban 12 más para tener un cabildo completo y prebendas más moderadas, como deseaba el presidente de la audiencia, de ahí su solicitud de nuevas plazas.

Además de esa medida, añadió Cepeda, el rey podía ordenar un cambio en la distribución de los diezmos, para que los cuatro novenos beneficiales, repartidos hasta entonces entre el obispo, el cabildo y el cura de la catedral, se utilizaran para un maestro de capilla, un organista, cuatro cantores “con título de racioneros, como los hay en las catedrales de esos reinos y para ministriles y otros ministros del coro”.81

Esos novenos beneficiales –equivalentes al 22.22% de la gruesa decimal–, se habían establecido en todas las catedrales de Indias para la paga de los curas locales y, de acuerdo con las bulas constitutivas, de allí debía proceder también el salario de los sacristanes, seises del coro, letrados, secretario, portero, perreros, pregoneros, procuradores en corte y otros. El sobrante, llamado superávit de curas, se revertía a la mesa capitular y en algunas catedrales también a la episcopal. Ese superávit aumentó muy pronto, pues en muchas catedrales se dio un salario fijo a los oficiales y no un porcentaje y además el rey ordenó pagar a los curas de una parte de los tributos.82

Para 1594 el cabildo de Charcas tan sólo pagaba de los cuatro novenos la mitad del salario de algunos oficiales, pues, como vimos, se había estado tomando del seminario para la mitad de los sueldos de maestros de capilla, pertigueros, capellanes y miembros del coro y, además, el curato de la catedral estaba vacante, todo lo cual incrementaba el superávit destinado al cabildo y el obispo.

De esta manera la formalización del seminario y del cobro del 3% parece haber obedecido a la presiones de Cepeda para que se pusiera orden en las finanzas de la iglesia: Demandó el aumento del número de prebendas, la reducción de éstas a 1 500 pesos y que los cuatro novenos se utilizaran íntegramente para el ornato de los oficios divinos y el salario de oficiales, desapareciendo así el superávit de la mesa capitular.

Si bien las propuestas de Cepeda no fueron aceptadas por el rey, su informe obligó a la regularización de las finanzas de la iglesia y del semi-nario, y gracias a ello se forzó a destinar al colegio la renta que le correspondía. Así, éste empezó a crecer, al igual que el esplendor del culto. Para el mes de junio Pedro Álvarez de Molina fue encargado de regir y ordenar el colegio, proveyendo lo necesario y con poder para cobrar sus rentas. Unos días después se nombró organista, quien tendría a su cargo componer chanzonetas, con 800 pesos de salario al año, pero en este caso ya no se le pagó del seminario ni de los novenos, sino de la fábrica y el salario del sacristán.83

En 1597, cuando llegó el nuevo prelado, Alonso Ramírez de Vergara, el cabildo le suplicó le autorizara pagar parte del salario del nuevo maestro de capilla con las rentas del seminario.84 El obispo se avino a la solicitud, pero ordenó al nuevo maestro de capilla hacerse cargo de la lección de canto de órgano del colegio tridentino.

Esa disposición formó parte de las nuevas constituciones dictadas por Ramírez de Vergara para la catedral, donde también se dispuso que el maestrescuela debía leer en el seminario la cátedra de casos de con-ciencia y materias morales y se normó en torno a las lecciones de gramática que ya existían.

Finalmente, para 1608, cuando el licenciado Cepeda ya había muer-to, el seminario de Santa Isabel llegó a ser un colegio residencia con cátedras y 16 colegiales, cuyo sustento se seguía financiado con las rentas eclesiásticas del rico obispado de La Plata.85

La fundación fue ordenada por Trento y el concilio limeño, y llevada a cabo por el obispo, según dispuso la legislación canónica. Sin embargo, al mismo tiempo, sólo fue posible debido a la enorme supervisión y el control a los que el virrey Toledo sometió a la Iglesia del Perú a par-tir de 1568. La política de la utilidad económica dispuesta por la Junta Magna demandaba una iglesia en orden, que se proveyera así misma de ministros, sujeta a las estructuras administrativas virreinales y útil para reforzar el dominio sobre la tierra, objetivo para el cual, según proyectaron el virrey Toledo y las audiencias, debían servir los seminarios tridentinos.

Acta capitular del cabildo de la catedral de La Plata

Año de 1595

[Al margen:] La erection del seminario, en 3 de enero de 1595 años. En la ciudad de la plata en tres días del mes de henero de mill y quinientos y noventa y cinco años los señores deán y cabildo sede vacante que aquí firmaron estando junctos y congregados en su ca-bildo e ayuntamiento como lo an de uso y costumbre todos unáni-mes y conformes dixeron que por quanto el sancto concilio de Trento y últimamente por el concilio provincial limense se manda instituir seminario cosa tan necessaria para el servicio de nuestro santo culto divino y bien de la república mandavan y mandaron que para que se cumpla y execute lo que tan sancta mente se dispone por los dichos concilios se saquen tres por ciento de todas las rentas decimales be-neficios capellanías y doctrinas conforme al dicho concilio limense y que desde luego para la educación de los collegiales que a dever se diputan las casas quel señor maestrescuela tenía y las en que vive el señor fiscal de su magetad que ambas a dos son desta sancta iglesia y a su fábrica se pague el arrendamiento que justamente merecen de las rentas del seminario y que para el primer cabildo estos señores consideren el modo y orden que a de aver en el collegio.

[Firman:] El Dor. Molina, el Maestro Juan de Larrategui, el bachiller Perea, canónigo, el canónigo Pedro Bravo, el canónigo Antonio Baptista, el canónigo Granero Alarcón, el maestro Almeyda, Dor. Sáenz Escrivano, el racionero Lorenzo Sánchez Ocaña. Ante mí, Francisco de Mendía, secretario. [ABAS, Actas capitulares, L. 1, f. 77]

Como se advirtió en su momento este documento no creó el seminario, simplemente le formalizó y dio entidad jurídica, pues ya funcionaba desde marzo de 1583 con un maestro que enseñaba muchachos, pagado de rentas eclesiásticas.

Ahora bien, tratando de demostrar cómo las casas a las que se hace alusión en este documento no fueron la sede de instalación del colegio, el historiador José M. Barnadas escribió: “… debe evitarse otro malenten-dido: cuando asignan dos casas propiedad de la iglesia «para la educación de los colegiales», se refieren al destino que había que dar a las rentas que producían, y no a la sede de instalación y funcionamiento del colegio”.

Por mi parte, y tratando de demostrar cómo las rentas del seminario se utilizaron para solventar gastos no relacionados con él, me parece más importante señalar cómo de ese párrafo se desprende que el cabildo pretendía tomar dinero de los fondos del seminario para pagar una renta a la fábrica de la catedral, movimiento que se justificó señalando que se trataba de un arrendamiento, pues los colegiales harían uso de unas casas pertenecientes a la fábrica de la iglesia. A pesar de lo enrevesado del párrafo, en él se puede leer: “… y a su fábrica se pague el arrendamiento […] de las rentas del seminario”. Lo cual no sería extraño pues de los dineros del seminario se había estado sacando para pagar con ellos diversos servicios de la catedral.

Lo anterior no significa que el seminario se hubiera fundado en esas casas, sino simplemente que se deseaba mover su dinero al rubro fábrica, para que fuese ésta y no el seminario quien pagara los salarios de algunos oficiales.

Doctora en historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Investigadora del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE). Su línea principal de investigación es la historia de la Iglesia y de las instituciones educativas en Hispanoamérica, siglos XVI y XVII. Entre sus obras publicadas se encuentra El concierto imposible. Los concilios provinciales en la disputa por las parroquias indígenas, Méxi-co 1555-1647.

El término colegio o seminario hace referencia a una comunidad o corporación de niños y jóvenes, que estaban bajo la dirección de un obispo, alguna orden re-ligiosa o un seglar. Algunos de ellos eran hospederías, aunque no todos. Tam-poco era regla que hubiese cátedras, pues muchos fueron los colegios dónde sólo se hacían ejercicios de repaso. Por su parte, los seminarios conciliares o tridentinos, llamados así por haber sido ordenados por el concilio de Trento (ses. 23, cap. 18), se distinguían de los anteriores por que debían mantenerse de rentas eclesiásticas y estar bajo el gobierno inmediato del obispo de la diócesis. Véase Víctor Gutiérrez Rodríguez, “Hacia una tipología de los colegios coloniales”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, México, UNAM/Centro de Estudios sobre la Universidad, 1998, p. 81-90.

Francisco Martín Hernández, “La influencia de los colegios mayores españoles en la fundación y primer desarrollo de los americanos”, Estudios de historia social y económica de América, Madrid, Universidad de Alcalá de Henares, 1998, p. 9-22; Francisco Martín Hernández, Los seminarios españoles. Historia y pedagogía (1563-1700), Salamanca, Sígueme, 1964, v. i; Francisco Martín Hernández, “Fundación de los primeros seminarios españoles”, en Hispania Sacra. Miscelánea conmemorativa del Concilio de Trento, 1563-1963. Estudios y documentos, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, v. 16, núm. 16, 1965, p. 347-371; Pablo Barrachina Estevan, “Figura jurídica del Colegio de “Corpus Christi” de Valencia”, Revista española de derecho canónico, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, v. II, núm. 5, 1947, p. 439-483; Pablo Barrachina Estevan, “Exención del colegio seminario de “Corpus Christi” de Valencia”, Revista española de derecho canónico, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, v. IV, núm. 12, 1949, p. 765-790; Cayetano Mas Galván, “Tres seminarios españoles del Setecientos: Reformismo, Ilustración y Liberalis-mo”, Cuadernos de Historia Moderna, Madrid, Universidad Complutense, núm. Anejo III, 2004, p. 163-200; Javier Vergara, “El proceso de erección del seminario conciliar de Pamplona”, Scripta theologica, Pamplona, Universidad de Navarra, v. 19, núm. 3, 1987, p. 893-923; Maurizio Sangalli, “La formación del clero católico en la edad moderna. De Roma, a Italia, a Europa”, en Manuscrits : revista d’història moderna, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona: Departament d’Historia Moderna, núm. 25, 2007, p. 101-128, trabajo éste último donde se remite a numerosa historiografía y a varios de los debates que sostiene.

Sus acuerdos en Apuntamientos de materias de Indias hechos desde el año de 1568 hasta el de 1637, f. 1-102. Archivo General del Ministerio de Justicia, Madrid [En adelante: AGMJ], Archivo Reservado, legajo 41.

Carlos Sempat Assadourian, “La despoblación indígena en el Perú y Nueva España en el siglo XVI y la formación de la economía colonial”, Historia Mexicana, México, El Colegio de México, v. XXXVIII, núm. 3, 1989, p. 419-453.

Instrucción sobre doctrina y gobierno eclesiástico, diciembre 28 de 1568, Archivo General de Indias, Sevilla [en adelante AGI], Indiferente, 2859, L. 2. En el documento se dice que se trata de una copia de 1624 del despacho que se dio al virrey del Perú en 1568. Véase Enrique González González, “La definición de la política eclesástica indiana de Felipe II (1567-1574)”, en Francisco Javier Cervantes Bello (coord.), La iglesia en la Nueva España: relaciones económicas e interacciones políticas, México, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2010, p. 143-164.

Leticia Pérez Puente, El concierto imposible. Los concilios provinciales en la disputa por las parroquias indígenas (México, 1555-1647), México, UNAM, Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, 2010, p. 69-70.

Carta del virrey Toledo, marzo 20 de 1573, en Roberto Levillier (ed.), Gobernantes del Perú. Cartas y papeles. Siglo XVI. Documentos del Archivo de Indias, Madrid, Juan Pueyo, 1924, v. V, p. 7.

Instrucción sobre doctrina y gobierno eclesiástico, diciembre 28 de 1568, AGI, Indiferente, 2859, L. 2.

Carta del virrey Toledo, febrero 8 de 1570, en Roberto Levillier (ed.), Gobernantes del Perú. Cartas y papeles siglo XVI. Documentos del Archivo de Indias, Madrid, Sucesores de Rivadeneira, 1921, v. III, p. 383-384.

El texto del segundo concilio limeño en AGI, Patronato, 189, R. 24. Constituciones para los españoles, “Caput. 72, De seminario in qualibet cathedralis ecclesia instituendo”.

Carta del virrey Toledo, marzo 25 de 1571, en Levillier (ed.), Gobernantes del Perú, v. III, p. 523.

Carta del virrey Toledo, marzo 1 de 1572, en Roberto Levillier (ed.), Gobernantes del Perú. Cartas y papeles siglo XVI. Documentos del Archivo de Indias, Madrid, Juan Pueyo, 1924, v. IV, p. 21.

“La orden que su Excelencia dio para hacer la iglesia de esta ciudad del Cuzco y los seminarios”, agosto 28 de 1571, en Guillermo Lohmann Villena y María Justina Sarabia Viejo (eds.), Disposiciones gubernativas para el Virreinato del Perú (1569-1574). Francisco de Toledo, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1986, p. 131-133.

Ibid.

Manuel de Mendiburu, Apuntes históricos del Perú, por el general Manuel de Mendiburu y Noticias cronológicas del Cuzco, Lima, Imprenta del Estado, 1902, p. 215.

Representación de Cuzco contra Sebastián de Lartaún, 1583, AGI, Patronato, 190, R. 42.

Carta del virrey Toledo, noviembre 30 de 1573, en Levillier (ed.), Gobernantes del Perú, v. V, p. 263.

Apuntamientos de materias de Indias…, AGMJ, legajo 41, f. 58v.

Carta del virrey Toledo, noviembre 30 de 1573, en Levillier (ed.), Gobernantes del Perú, v. V, p. 263.

José de Acosta, “Predicación del evangelio en Indias”, en Francisco Mateos (edición y estudio preliminar), Obras del P. José de Acosta, Madrid, Atlas, 1954, p. 388-608, lib. iii, cap. 22, n. 5.

Toledo al rey, marzo 1 de 1572. Citada por Antonio Eguiguren, Historia de la Universidad. La universidad en el siglo XVI, Lima, Imprenta de Santa María, Universidad Mayor de San Marcos, 1951, p. 589.

Leticia Pérez Puente, “Un seminario conciliar entre dos iglesias. Quito 1565-1583”, en Jorge Correa (coord.), Facultades y Grados. X Congreso Internacional de Historia de las Universidades Hispánicas (Valencia, noviembre 2007), Valencia, Universidad de Valencia, 2010, v. II, p. 219-242; Leticia Pérez Puente, “El asentamiento de la iglesia diocesana en indias. Fundación y fracaso del seminario de Zapata de Cárdenas en Bogotá, 1582-1585”, Tiempos Modernos. Revista electrónica de Historia Moderna, Madrid, Asociación Mundos Modernos, v. 7, núm. 24, 2012, p. 1-34.

Carta del virrey Toledo, noviembre 27 de 1579, en Roberto Levillier (ed.), Gobernantes del Perú. Cartas y papeles siglo XVI. Documentos del Archivo de Indias. El virrey Francisco de Toledo, 1577-1580, Madrid, Juan Pueyo, 1924, v. VI, p. 186-188.

Esas ordenanzas dispuestas por Toledo fueron adoptadas por el monarca, quien al año siguiente las mandó a todas las audiencias y cancillerías reales de Indias. Leticia Pérez Puente, “La creación de la cátedra pública de lenguas indígenas en la universidad de México y la secularización parroquial”, Estudios de Historia Novohispana, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 14, núm. 41, 2009, p. 45-78.

Pérez Puente, “El asentamiento de la Iglesia”.

Su presencia era necesaria pues, decía Toledo, no convenía que en los reinos hubiera juntas “sin los respetos que a los negocios de vuestra majestad se debe”. Carta de Toledo, marzo 20 de 1574, en Levillier (ed.), Gobernantes del Perú, v. V, p. 410. Véase Rubén Vargas Ugarte, Concilios limenses (1551-1772) His-toria, Lima, Provincia Eclesiástica de Lima, 1954, v. III, p. 58-60.

Cito la edición de las actas de Alberto Carrillo Cázares (ed.), Manuscritos del concilio tercero provincial mexicano (1585), Zamora, El Colegio de Michoacán, Universidad Pontificia de México, 2007, v. 2, t. 2, p. 718.

Cédula al maestro Juan de Larrategui, presentado a la maestrescolía de la ciudad de La Plata, AGI, Charcas, 415, L. 1, f. 142v-143.

Como se sabe Antonio Navarro de Larrategui, autor del Epítome de los seño-res de Vizcaya (Turín, 1620), fue durante el reinado de Felipe II secretario en el Consejo de Hacienda (1575), después pasó al Consejo Real de Castilla y más tarde fue secretario de don Rodrigo Vázquez. Posteriormente llegaría también a ser secretario de Felipe III y, luego, entre otros cargos, archivero de Simancas. Antonio Adán de Yarza y Larreategui, “Apuntes biográficos referentes a D. Antonio Navarro de Larrategui, autor del Epítome de los señores de Vizcaya”, Euskal-Erria: revista Bascongada, Guipúzcoa, San Sebastián, núm. 14, 1886, p. 108-112.

Fray Reginaldo de Lizárraga, Descripción colonial por Fr. Reginaldo de Lizá-rraga (Libro primero), Buenos Aires, La Facultad de Juan Roldán, 1916, v. I, p. 246-253.

En 1598 decía el virrey Luis de Velasco que la renta del arzobispado de Lima solía valer 60 000 pesos. En el obispado de Quito los diezmos de 1601-1602 se remataron en 22 200 pesos de plata corriente marcada de ocho el peso, mien-tras que en el Tucumán los diezmos de 1600-1601 se arrendaron en 10 616 pesos. En el año de 1602 los diezmos del obispado de Puebla de los Ángeles, en Nueva España, valieron 85 154 pesos. Valor del diezmo de Lima en AGI, Patronato, 190, R. 4. Valor del diezmo de Quito en AGI, Quito, 20A, N. 14. Arrendamiento de los diezmos del obispado del Tucumán en AGI, Charcas, 82, N. 12.

Pedro Ramírez del Águila, Noticias políticas de Indias y relación descriptiva de la ciudad de la Plata, metrópoli de las provincias de los Charcas y Nuevo Reino de Toledo, en las occidentales del gran Imperio del Pirú, Sucre, Imprenta Universitaria, 1978, p. 67-68.

Instrucción de las doctrinas de los obispados del Cuzco y la ciudad de la Plata, S. XVI, en Víctor Manuel Maurtúa (ed.), Juicio de límites entre el Perú y Bolivia. Prueba Peruana presentada al gobierno de la República Argentina. Obis-pados y audiencia del Cuzco, Barcelona, Imprenta de Henrich, 1906, p. 26-38.

Carta del licenciado Cepeda, enero 13 de 1595, AGI, Charcas, 17, R. 6, N. 41.

Carta de la audiencia de Charcas, septiembre 26 de 1591, agi, Charcas, 17, R. 2, N. 25.

Julio García Quintanilla, Historia de la Iglesia en La Plata. Obispado de los Charcas, 1553-1609. Arzobispado de La Plata 1609-1825, Sucre, Archivo Biblioteca Arquidiocesanos “Monseñor Taborga”, 1964, v. I.

Vargas Ugarte, Concilios limenses, v. III, p. 59 y 64.

Ramírez del Águila, Noticias políticas de Indias, p. 108-112.

Sempat Assadourian, “La despoblación indígena”, p. 435.

Carta de la audiencia de Charcas, febrero 10 de 1586, AGI, Charcas, 16, R. 25, N. 128.

Carta de la audiencia de Charcas, febrero 10 de 1586, AGI, Charcas, 16, R. 25, N. 128.

Vargas Ugarte, Concilios limenses, v. III, p. 802.

Su nombramiento a una canonjía en Charcas en agosto 14 de 1591, AGI, Lima, 1, N. 96. Su regreso a Indias como canónigo en AGI, Indiferente, 2099, N. 200.

Carta del licenciado Cepeda, mayo 31 de 1586, AGI, Charcas, 16, R. 25, N. 134.

Registro de oficio y partes para la audiencia de Charcas, AGI, Charcas, 415, L. 1, entre fojas 169 y 193.

Reales cédulas de septiembre 2 y 28 de 1587, AGI, Charcas, 415, L. 1.

Cédulas de junio 1 de 1587, AGI, Charcas, 415, L. 1.

Carta de la audiencia de Charcas, febrero 10 de 1586, AGI, Charcas, 16, R. 25, N. 128.

Carta de la audiencia de Charcas, marzo 31 de 1586, AGI, Charcas, 16, R. 25, N. 134.

Información y respuesta sobre los capítulos del Concilio provincial del Perú del año de 1583 en Pablo Suess (ed.), La conquista espiritual de la América española. 200 documentos-siglo XVI, Quito, Ecuador, Abya-Yala, 1992, p. 193.

José M. Barnadas, El seminario conciliar de San Cristóbal de la PlataSucre (1595-1995). Aportación a su historia en el IV Centenario de su fundación, Sucre, Archivo-Biblioteca arquidiocesanos “Monseñor Taborga”, 1995, p. 58-59.

Carta del Licenciado Cepeda, marzo 28 de 1582, AGI, Charcas, 16, R. 29, N. 180.

Lucas Fernández Piedrahita, Historia general de la conquista del Nuevo Rei-no de Granada, Amberes, Juan Baptista Verdusen, [1688], p. 597; Antonio de Alcedo, Diccionario Geográfico-Histórico de las Indias Occidentales o América; es a saber: de los Reinos del Perú, Nueva España, Tierra Firme, Chile y Nuevo Reyno de Granada, Madrid, Imprenta de Manuel González, 1788, v. IV, p. 40; Américo Lugo, Escritos históricos, 1556-1608, Santo Domingo, Banreservas, 2009, p. 27-29.

Su correspondencia en AGI, Charcas, 16, R. 29 a Charcas, 17, R. 11, N. 67. Parte de ella se encuentra también en Roberto Levillier (ed.), Audiencia de Charcas. Correspondencia de presidentes y oidores. Documentos del Archivo de Indias, 1590-1600, Madrid, Imprenta de Juan Pueyo, 1922, v. 3.

Cédula real, septiembre 28 de 1587, AGI, Charcas, 415, L. 1, f. 185-185v.

Carta de la audiencia de Charcas, marzo 15 de 1591, en Levillier (ed.), Audiencia de Charcas, v. 3, p. 119-120. y Carta de la audiencia de Charcas, septiembre 26 de 1591, AGI, Charcas, 17, R. 2, N. 25.

Carta del licenciado Cepeda, marzo 12 de 1593, AGI, Charcas, 17, R. 4, N. 31.

Ramírez del Águila, Noticias políticas de Indias, p. 170. Véase Julio García Quintanilla, Historia del cabildo metropolitano (1582-1799), Sucre, Archivo Biblioteca Arquidiocesanos “Monseñor Taborga”, 1999.

Conocidos son los conflictos entre los capitulares y fray Domingo de Santo Tomás en torno a la administración de los bienes de la catedral y las formas de distribución del diezmo. Incluso antes de la muerte de ese prelado el cabildo escribió al rey señalando los inconvenientes de proveer los obispados america-nos en frailes. Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, Lima, Imprenta Santa Maria, 1953, v. I, p. 266-267. Respuesta a una carta del cabil-do de La Plata, diciembre 4 de 1570, AGI, Charcas, 418, L. 1, f. 227v-228.

Ramírez del Águila, Noticias políticas de Indias, p. 174.

El establecimiento de vicarios estaba dispuesto en las instrucciones de Toledo, y como vimos a estos los solía nombrar la audiencia. En 1587 Almeida consiguió cédula real para que los nombramientos regresaran a la autoridad episcopal en las ciudades y villas de españoles. AGI, Charcas, 415, L. 1, f. 177v-178r.

Constan visitas episcopales en 1583 y 1588. AGI, Charcas, 415, L. 2, f. 31v-32 y 58v.

Carta de la audiencia de Charcas, marzo 4 de 1590, AGI, Charcas, 17, R. 1, N. 8.

Archivo-Biblioteca Arquidiocesanos “Monseñor Miguel de los Santos Tabor-ga», Sucre [en adelante: ABAS], Actas capitulares, enero 8 y julio 3 de 1583, v. 1, f. 2-4 y actas de agosto de 1588, f. 30-31v. Agradezco a Enrique González el haberme prestado una reproducción de los libros de actas capitulares.

Si bien había lecciones catedralicias, no existe registro de que los lectores recibieran salario del seminario. Al respecto véase Barnadas, El seminario conciliar de San Cristóbal, p. 51-54. y las informaciones de oficio y parte de González de la Casa, AGI, Charcas, 79, N. 19.

Carta del licenciado Cepeda, febrero 27 de 1590, AGI, Charcas, 17, R. 1, N. 3 y N. 5.

Real Cédula al deán y cabildo de la iglesia de los Charcas, marzo 20 de 1590, AGI, Charcas, 415, L. 2, f. 67v-68. Esta se había dictado a propósito de la sede vacante de Granero, pero Cepeda sólo la leyó al cabildo luego de la muerte del obispo La Cerda. Carta del presidente de la audiencia de Charcas, mayo 12 de 1592, AGI, Charcas, 17, R. 3, N. 27.

Real Cédula al obispo, deán y cabildo sede vacante, agosto 7 de 1591, AGI, Charcas, 415, L. 1, f.231-232.

En 1591 el rey había ordenado se siguiera pagando la cátedra de la caja de granos del Potosí, pero ello sólo mientras se tomaba una resolución. Así, el asunto seguía en suspenso. Respuesta a la carta del presidente de la audiencia, agosto 28 de 1591, AGI, Charcas, 415, L. 2, f. 78v-82r.

Arias había ocupado el cargo con anterioridad, pero en marzo de 1584, se le había retirado pues uno de los canónigos se ofreció a desempeñarlo sin salario. ABAS, Actas capitulares, L. 1, f. 72, 73-75.

Información de Cristóbal Arias de Silva, AGI, Charcas, 78, N. 32.

ABAS, Actas capitulares, L. 1, f. 75-75v.

Información de Mateo González, AGI, Charcas, 81, N. 8.

ABAS, Actas capitulares, L. 1, f. 76v.

ABAS, Actas capitulares, L. 1, f. 77v. La confusa y compleja redacción de esta acta ha provocado un desacuerdo entre la historiografía sobre la fecha de fun-dación del colegio y su primera sede, por lo que he decidido transcribirla al final de este texto.

Barnadas, El seminario conciliar de San Cristóbal, p. 64.

ABAS, Actas capitulares, L. 1, f. 85v

Desde 1591 se habían despachado las cédulas generales para el establecimien-to de seminarios, donde si bien se reconocía la autoridad de los obispos en la dirección de los establecimientos la orden finalizaba dando autorización a vi-rreyes y audiencias para advertir a los obispos lo que creyeran necesario tocante al gobierno de los colegios y de cómo deberían proceder. Sin embargo, no hay constancia de que la audiencia de Charcas hubiera recibido esa orden. AGI, Indiferente, 427, L. 30, f. 435v-436v.

Carta del licenciado Cepeda, marzo 28 de 1595, AGI, Charcas 17, R. 6, N. 41.

Eclesiástico general, 1585-1645, AGI, Indiferente 2859, L. 3, f. 25-34v.

De igual forma, señaló cómo “las capellanías buenas que hay, todas las tienen las dignidades y canónigos, como poderosos que son». Así dijo al rey que se podría mandar que los capitulares no sirvieran capellanías de más de 300 pesos ensayados, pues con ello y alguna ayuda de costa, se sustentaría un clérigo más en la catedral para servir el altar.

Sobre los conflictos en torno a los novenos beneficiales véase Oscar Mazín Gómez, Gestores de la real justicia, procuradores y agentes de las catedrales hispanas nuevas en la corte de Madrid, México, El Colegio de México, 2007.

ABAS, Actas capitulares, L. 1, f. 87v-88v.

ABAS, Actas capitulares, L. 1, f. 201v-202.

Barnadas, El seminario conciliar de San Cristóbal, p. 70-71.

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