El estudio aborda la crisis jurídica del sigloxviii en el Imperio español, donde la justicia real procuraba elevar el protagonismo de las cortes y jueces reales en el procesamiento de los delitos, disminuyendo o eventualmente eliminando las excepciones concedidas por motivo de fueros o calidad privilegiada. De particular importancia resultaron tanto la percepción de impunidad proveniente de la atención a tales prerrogativas como el temor de que deslegitimara el sistema jurídico y ocasionara conflicto social. Asumió gran relevancia la lucha contra la impunidad de eclesiásticos en casos de crímenes graves. Los abogados reales integraron bitácoras para ordenar los antecedentes delictivos y los procedimientos causales, pasando poco a poco a formulaciones en torno a la soberanía monárquica, el Estado, el clero y los ciudadanos. Pese a sus planteamientos, la clemencia real y la resistencia eclesiástica —con brillantes réplicas jurídicas— prevalecieron hasta 1810, cediendo luego parcialmente en medio de la guerra de Independencia. Sin embargo, la nueva codificación legal quedó pendiente en España y México hasta décadas después, ya que prevaleció el concepto de «potestad económica» como un último recurso del ejecutivo para determinar el procedimiento permisible, dejando al fuero eclesiástico formalmente existente si bien sujeto a la injerencia de las cortes civiles y la determinación última del ejecutivo.
This study deals with the 18th century juridical crisis in the Spanish Empire, where royal justice attempted to elevate the role of the royal courts and judges in criminal prosecutions, diminishing or eventually eliminating exceptions granted on account of judicial immunities (fuero) o privileged status. Of particular importance were both the perception of impunity caused by attention to such privileges and the fear that it would delegitimize the juridical system and cause social conflict. The struggle against ecclesiastic impunity in the case of grave crimes grew in consequence. Royal lawyers put together legal briefs to establish criminal antecedents and juridical procedure, gradually formulating concepts regarding monarchical sovereignty, the State, the clergy and citizens. Despite their contentions, royal clemency and ecclesiastical resistance —with brilliant juridical rejoinders— prevailed until 1810, yielding partially thereafter in the midst of the war of Independence. Nonetheless, a new legal codification was delayed for decades both in Spain and Mexico, since the criterion of ‘sovereign privilege’ (potestad económica) as the final right of the executive to determine due procedure, leaving ecclesiastical immunity formally intact while subject to the intromission of the civil courts and final decision by the executive.
El sigloxviii en el Imperio español, y por tanto en la Nueva España, escenificó importantes retos en torno al remozamiento, reforma y modernización de muchas de las estructuras básicas de la sociedad, la economía, la cultura y las relaciones Iglesia-Estado. A lo largo del siglo fueron criticados en profundidad aspectos medulares de la sociedad de castas en el Nuevo Mundo, comenzándose a hablar de la igualdad básica en la motivación social de las personas. Fueron lanzadas críticas a las prácticas religiosas que —pese a ser inveteradas— no eran juzgadas adecuadas para una depurada comprensión de la fe católica y mucho menos para una lógica de superación económica ante los apremios internacionales. Denunciaban sus contrarios que a menudo disfrazaban bajo ropaje religioso comportamientos inmorales o antisociales. Para fines del sigloxviii se empleaba el vocablo «ciudadano», dando nombre a una imaginada igualdad bajo la ley, aunque la práctica solía contradecirla diariamente. Incluso la organización de las parroquias citadinas en la Nueva España fue replanteada para su mayor eficiencia y con la finalidad de integrar a los feligreses por encima de cuestiones de origen étnico, tomando en cuenta más bien su cercanía al templo parroquial1.
En este horizonte de cambios —signados por una voluntad de otorgar eficiencia, claridad de propósitos y fuerza a la cosa pública— en el cual el Derecho y las normativas debían jugar un papel fundamental al marcar las nuevas directrices y futuros derroteros de la sociedad española de ambos mundos, surgió una lucha empedernida por imponer la supremacía de la ley civil sobre todos los habitantes del Imperio. Había muchas aristas en materia del Derecho, y los abanderados de la ley civil requerían de una formación educativa jurídica, conocimiento preciso de antecedentes y la posesión de criterios procesales adecuados para la defensa —o a menudo ampliación— de la esfera de aplicación de las leyes vigentes en el orden civil. En España, y en la América hispánica, regían aún muchos cotos legales o fueros que eximían a determinados grupos o personas del alcance inmediato o administración pareja de la Justicia real. Era habitual cuestionar el fuero eclesiástico en este respecto, pero también la Justicia era administrada de manera distinta tratándose de personajes de la nobleza o de estatus preeminente en la sociedad por su posición dentro de alguna asociación corporativa relevante. Francisco Tomás y Valiente planteaba como principio básico de la Justicia imperial que «la condición social del delincuente era un elemento esencial para determinar la pena que merecía»2.
Tal manejo de la Justicia, sin embargo, estaba sometido a un escrutinio y crítica crecientes. Preguntaba Manuel de Lardizábal en 1782:
¿Por ventura los privilegios de la nobleza, por grandes que sean, han de ser tanto, que para conservarlos se ha de conceder la impunidad de los delitos á una clase tan considerable y tan numerosa del Estado? ¿No tiene la sociedad igual derecho á ser libertada de los perjuicios del noble, que de los del plebeyo? Y si los delitos de los nobles pueden averiguarse y castigarse sin el tormento, ¿por qué no podrán averiguarse también los de los demás hombres?3
Lardizábal atacaba la impunidad y aplaudía la reducción de fueros privilegiados para favorecer la conducción de la Justicia4, pero no se desprendió del reconocimiento de la calidad de las personas o clases y evadió las implicaciones más profundas en cuestión de los eclesiásticos. Se constreñía a señalar que el monarca poseía el Derecho por «potestad económica» para extrañar del reino a «eclesiásticos inobedientes, ó perturbadores del orden y tranquilidad pública». Podía acompañarse tal castigo con «la ocupación de temporalidades y privación de naturaleza». Tal dureza era necesaria para «contener á los eclesiásticos díscolos, que por sus privilegios y esenciones tienen cierta independencia, que sin este recurso sería sumamente perjudicial á la república»5.
Juan Meléndez y Valdés, en 1791, planteaba que «[l]as leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen á su arbitrio, y sus ejecutores tienen con ellas en su mano su felicidad ó su ruina…»6. Por ello, llamaba a «la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los Magistrados sabios como de los zelosos patriotas»7. Concebía el jurista que los privilegios y excepciones podían volver «enemigas las clases del Estado» por la inequidad que representaba. Preguntaba con alarma:
¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas exenciones y fueros con que se tropieza á cada paso, que rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas secciones? Por qué estas competencias inútiles, mejor diré, dañosas á la inocencia y al delito, que embarazan el orden público con sus formalidades, detienen el brazo severo de la ley en su pronta ejecución, y dividen y desautorizan sus Ministros? [¡]Justicia de los hombres poco sabia! [¡]qué de cosas tienes que hacer para ser justa!8.
Añadía con sentimiento: «Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas á su deseo y pretensiones: son las armerías…»9.
Asedio a la jurisdicción eclesiástica: la denuncia de la impunidadQueda claro que hacía crisis una problemática jurídica de amplia envergadura. Dentro de ella, un área de particular sensibilidad era el fuero de que gozaban los eclesiásticos, y el debate comenzó a cifrarse en situaciones extremas resultantes de él. Pues se planteaba que la sistemática exclusión de los clérigos de los tribunales reales resultaba en procesos jurídicos poco claros y sentencias que no correspondían a la naturaleza de los delitos cometidos. En particular, comenzó a denunciarse un escandaloso número de asesinatos cometidos por eclesiásticos sin que recibieran los castigos adecuados. No obstante, los defensores de las tradicionales exenciones de los clérigos y la amplia jurisdicción de sus cortes eclesiásticas rechazaban tales críticas por infundadas no menos que atentatorias a sus privilegios históricos, y no cedían fácilmente ante la demanda de ampliación de la jurisdicción de los jueces reales para reformar la Justicia. Curiosamente, el rey guardó una postura ambivalente a lo largo del siglo. Salvador Daza Palacios y María Regla Prieto Corbalán afirman que «especialmente en la monarquía de Carlos III, la postura del rey fue favorable a que los clérigos homicidas conservaran la inmunidad; no obstante, de forma paralela, la Monarquía también propició el que los juicios contra ellos fuesen secularizándose progresivamente y quedasen en manos de los jueces reales»10. La lucha consiguiente fue dirimida mayormente entre abogados reales y prominentes clérigos que disputaron la resolución judicial de delitos cometidos por sacerdotes a lo largo del sigloxviii.
Nancy Farriss abordó la dinámica de la ampliación de la jurisdicción de los funcionarios reales y las cortes del rey desde la perspectiva del ajuste en las relaciones entre el clero y la Corona dentro de la alta política imperial11. William B. Taylor retomó el tema a partir de los conflictos generados a nivel parroquial al expandirse de muchas maneras la autoridad civil por encima del tradicional área de actuación de los curas, revelándonos el nivel de funcionarios locales y la administración cotidiana en la vida de los pueblos12. A su vez, David Brading nos dejó la imagen de una Iglesia bajo asedio por tales tendencias en la diócesis de Michoacán, poniendo el énfasis en las implicaciones difíciles de una nueva espiritualidad ilustrada para el clero y los practicantes tradicionales13.
Como complemento de estos ricos abordajes, esta temática jurídica requiere mayor exploración desde la perspectiva de los juristas y abogados del rey: sus argumentos, sus conceptos rectores, no menos que su procedimiento procesal concreto contra el infractor. Al realizar el análisis desde esta perspectiva, queda al descubierto que se entabló, pero sin llegar a consumarse la plena reforma del sistema jurídico en el sigloxviii, ni en buena parte delxix, en España y en México. La pieza fundamental de tal reforma fue la elevación del individuo y la paridad como pilares del sistema, y en esta óptica la inmunidad del clero y la jurisdicción de sus tribunales eclesiásticos fueron combatidas. Al no llevarse a la práctica la supresión cabal del fuero, quedó mayormente en el concepto de «potestad económica» como el justificante de la aplicación de castigos por el soberano a clérigos culpables de crímenes graves, o más bien puntualmente de lesa majestad. Como se explicará en seguida, este proceso marcó un hito histórico fundamental, pero quedó trunco y legó al sigloxix la resolución del problema de igualdad ante la ley, y la supresión por esta vía de la excepcionalidad legal y la impunidad.
Es de singular importancia la crítica contra la impunidad en el caso de crímenes graves cometidos por eclesiásticos, inquietud que comienza a tomar fuerza desde inicios del sigloxviii. La preocupación con este tema pudo percibirse claramente cuando fueron entabladas las negociaciones que terminarían en el concordato entre la Monarquía española y la Santa Sede en 1737, pues desde 1735 los representantes españoles pidieron «la corrección y enmienda de eclesiásticos que se mezclan en delitos atroces». Sugerían crear un juzgado especial para ventilar tales casos. El 14 de noviembre de 1737, el papa ClementeXII emitió un breve en el cual establecía que los clérigos homicidas perdieran el fuero, pero al parecer la oposición del clero español frenó los alcances del mismo14.
Los personeros jurídicos del rey, sus argumentos y medios legalesLos abogados, quienes a menudo llevaron la peor parte en las respectivas confrontaciones con las autoridades eclesiásticas, fueron puliendo sus argumentos, redactando ocasionalmente recapitulaciones judiciales que reproducían expedientes y resumían destacados casos en cuanto a datos básicos, aspectos contenciosos y procedimientos seguidos. Registraban todos los datos útiles con apego al orden cronológico en que sucedieron, haciéndolos así de fácil consulta para los peritos legales. Tales compendios, vistos en términos de su motivación y abordaje, eran virtualmente bitácoras de los agravios, originados en el deseo de perseguir a los delincuentes clericales por motivo tanto de sus acciones criminales como la lenidad con que fueron tratados. En sus recensiones y expedientes sobresale la figura del recurso de fuerza utilizado para cuestionar la justeza de las cortes eclesiásticas, procurando así restarles poder jurisdiccional. Eventualmente figura en el mismo sentido, dentro de las recapitulaciones, el llamado Nuevo Código de fines del sigloxviii para el caso de la Nueva España.
El recurso de fuerza, en el caso de crímenes atroces, solía consistir en la acusación por parte de la jurisdicción civil de que las autoridades eclesiásticas violentaban —o hacían fuerza sobre— los procesos judiciales, al negarse a reconocer la atrocidad de los delitos cometidos por clérigos, degradar a los sacerdotes incriminados para privarlos de la inmunidad personal, y entregarlos a la Justicia civil. Finalmente, por las leyes del Nuevo Código (aprobado en 1792 y parcialmente aplicado a la Nueva España en 1795) un delito atroz cometido por un clérigo era motivo para que perdiera el fuero, ocasionando que el delito fuera primero calificado por la unión de jurisdicciones eclesiástica y civil, y en caso de corroborarse la calificación de atrocidad, el proceso jurídico subsiguiente quedaría exclusivamente bajo la jurisdicción civil. En esta óptica, la Justicia real fue concebida preponderantemente como asunto de las cortes civiles, y la jurisdicción eclesiástica fue criticada como una excepcionalidad concedida únicamente para casos de Justicia ordinaria. El problema era que las autoridades eclesiásticas se resistían a declarar un delito como atroz; hacían hincapié en los atenuantes legales, inconformándose incluso con el manejo de las jurisdicciones unidas, a menudo resistiéndose a degradar a los clérigos inculpados, y finalmente soslayando la entrega de los reos eclesiásticos a la Justicia civil15.
La confrontación jurisdiccional no tardó de manifestarse de manera franca. Para una Monarquía eminentemente católica, sin embargo, era importante la armonía entre las cortes civiles y eclesiásticas. Como argumenta Brian Madigan, la práctica generalizada y de larga data era más bien de un sistema integral de Justicia con 2 subsistemas de cortes: uno civil y el otro eclesiástico. La tónica dominante de los jueces de uno y otro era la cooperación entre pares. Tan enraizada se hallaba esta práctica que logró perdurar durante el sigloxviii, pese a los cambios en materia de los medios procesales para crímenes graves16. No obstante, reconoce Madigan que:
A lo largo del sigloxviii la cuestión de quién regularía la moralidad pública se volvió un punto nodal de confrontación entre la Iglesia y la Corona y durante los 1770 y 1780 reales cédulas redujeron drásticamente la habilidad de las cortes eclesiásticas para procesar casos de pecados públicos y escandalosos, transfiriendo mucha de esta autoridad a los magistrados civiles17.
No obstante, en casos del «pecado sexual público y escandaloso», el autor halló que «no ocurría regularmente conflicto jurisdiccional entre oficiales de los altos tribunales» del provisorato eclesiástico y la Real Sala del Crimen. La colaboración judicial entre ambos incluso impidió que tuvieran éxito los abogados defensores de los acusados al registrar recursos de fuerza contra las autoridades eclesiásticas aprovechándose de la nueva legislación18. Los casos abordados por Madigan le permiten concluir que se perpetuó «una diáfana red de conexiones entre administradores coloniales a todos los niveles, incluidos el rey, su Consejo de Indias, y sus representantes directos en la colonia —el arzobispo y provisor, virrey y oidores, y sus subordinados en las comunidades coloniales». Si bien los crímenes de incontinencia fueron contemplados como graves y sujetos de ejemplar persecución y castigo, persistió la mancuerna entre ambas jurisdicciones judiciales para asegurar castigos apropiados que consistieran en una pena espiritual y otra criminal aplicadas en cada caso por la autoridad competente19.
Resulta entonces particularmente llamativo que, tratándose de crímenes graves que merecieran la pena de muerte, se desató la «discordia jurisdiccional» que había sido evitada diplomáticamente en otros casos, cuestionando los jueces reales tanto la inmunidad eclesiástica como el asilo brindado por los templos20. El asesinato alevoso seguido por el recurso al asilo eclesiástico fue lo que más comúnmente provocó la ira de la corte civil, o Real Sala del Crimen. Así el fiscal del crimen podía recurrir a interpretaciones de la ley que ampliaba su autoridad en desmedro de los jueces eclesiásticos, al grado de atreverse a «subvertir la autoridad de la Iglesia». Se asomaba así, como algo verdaderamente excepcional, una disposición de la Real Sala del Crimen para «ejercer nuevos poderes y autoridad judicial en asuntos del privilegio eclesiástico»21.
Tal confrontación jurídica entre los representantes de ambas esferas de la Justicia real, tratándose de sacerdotes acusados de crímenes mayores, llevó a los abogados civiles a formular una serie de conceptos, interpretaciones jurídicas y vistas históricas que modificaran sustancialmente la práctica legal en España y la Nueva España, y así introdujeron nuevos vocablos para referirse al Estado, la soberanía y los vasallos o ciudadanos. El Derecho público fue defendido mediante apelaciones a una Justicia pareja para los crímenes más graves. En esta óptica, el enemigo a vencer era la «impunidad», afirmándose que la «tranquilidad pública» solo podía asegurarse al lograr la «vindicta pública» en relación a los crímenes y los delincuentes. No podía haber excepcionalidades en materia de delitos atroces. Ni podía tolerarse la existencia de 2 repúblicas —o entidades separadas— dentro del Estado. Las argucias de los canonistas —llamados estos despectivamente «inmunistas»— eran inaceptables. El obstruccionismo, los retardos para cumplir deberes, la interpretación dolosa de instrumentos legales o la negación a colaborar debían ser vencidos. Hubo momentos en que los abogados civiles procuraron convencer, mediante la exégesis bíblica, citas de connotados jurisperitos, análisis histórico o deducción lógica de que las posturas adoptadas por las autoridades eclesiásticas eran jurídicamente insostenibles. Pero cuando estos múltiples recursos evidenciaron sus limitaciones para vencer la oposición eclesiástica, adquirió una particular importancia el recurso de fuerza como modalidad legal para desautorizar y deslegitimar la conducta eclesiástica, asociándola con la arbitrariedad y el amparo otorgado a delincuentes, exigiendo que las más altas autoridades civiles resolvieran el conflicto.
La bitácoraEs probable que no exista una relación exacta de todos los casos de escándalo que fueron abordados por los abogados civiles en su lucha contra los crímenes graves cometidos por eclesiásticos. Lo que queda claro es que estos empleaban múltiples ejemplos de crímenes cometidos por clérigos para sustentar su argumento de aplicar todo el peso de la ley, llegando incluso a plantear la necesidad de realizar una restructuración a fondo de la Justicia y los procedimientos legales en el Imperio. De cualquier manera, ni duda cabe que lograron incluir en sus alegatos y ponderar muchos casos que demandaban la atención de la Monarquía reformista. Además, se ve en los documentos una clara proyección trasatlántica del reformismo jurídico, de modo que los expedientes criminales referidos por los abogados novohispanos prestaban amplia atención a los antecedentes peninsulares, de ninguna manera circunscribiéndose únicamente a la Nueva España.
El expediente mayor citado en este ensayo debe haber sido compuesto en su estado actual a mediados de 1812, en medio de la supresión del fuero para sacerdotes apresados como insurgentes, según la ley de 25 de junio de 1812. Aborda casos tan antiguos como 1714 en España y recoge, aparte de numerosos expedientes españoles a lo largo del sigloxviii, otros de la Nueva España durante las 3 décadas anteriores a la supresión del fuero en 1812, y finalmente documentos en torno a este último suceso. Pero otra bitácora elaborada al parecer específicamente en relación con la acusación de crimen atroz por parte del cura Manuel Arenas de Quimixtlán, Puebla, en 1799, ofrecía documentos en el mismo manuscrito sobre los desaires del presbítero Vicente Zapata en la cárcel de Huatusco, en enero de 1797, así como el adulterio del presbítero Ángel del Pozo con la esposa de un funcionario real de Puebla y su atentado armado contra autoridades reales cuando lo detuvieron el 21 de septiembre de 1796. En los 3 casos —Arenas, Zapata y Pozo—, los abogados del rey y de la curia echaron sospechas sobre los procederes de la otra parte, la autoridad eclesiástica se negó a la unión de jurisdicciones, los fiscales reales apelaron al recurso de fuerza y tal recurso fue denegado por la Audiencia en cada instancia, demostrando tanto la calidad argumentativa de los juristas eclesiásticos como la vitalidad aún del respeto virreinal por el fuero a finales del sigloxviii —pese al arremetido legal en su contra22.
En el expediente de 1812, un temprano caso de abuso reportado fue el asesinato del gobernador político-militar de Sanlúcar de Barrameda (sur de España), el señor Jacinto Alonso Belarde, cometido el 8 de julio de 1714 por el agustino fray Alonso Díaz, vicario de coro del convento de Sanlúcar23. También se mencionó la actuación delictuosa de fray Antonio Jugador del Convento de Nuestra Señora de la Hoz en Sepúlveda (Segovia) en 174824. Ya en la segunda mitad del siglo, fue destacada la muerte de un prior dominico por parte de varios frailes de la misma orden en Llerena (Badajoz) en 1768, acto asociado con el intento del prior por reformar las relajadas costumbres de aquellos regulares25. Para 1769 fueron recordados los asesinatos cometidos por el trinitario descalzo fray Diego Martel en Jerez de la Frontera (Cádiz)26. Actos ilícitos fueron anotados de varios religiosos agustinos en 177027. Un delito denunciado y comentado una y otra vez fue la muerte de la joven María Luisa Tasara en el atrio de un convento en Sanlúcar de Barrameda a manos del religioso carmelita descalzo del mismo, fray Pablo de San Benito, el 6 de marzo de 1774. Este caso pasional llegó a un recurso de fuerza ante las medidas eclesiásticas obstruccionistas28. El 1 de marzo de 1777 fue dictaminado en el Consejo de Castilla otro caso peninsular de Granada en que un presbítero había asesinado al hortelano Diego Ruiz el año anterior, y se determinó que el procedimiento judicial debía seguir los pasos acordados en el caso de Sanlúcar29. Una década después, mediante Real Cédula del 27 de febrero de 1787, fue tratado el asesinato de Gerónimo Ramírez por fray Francisco Ramírez, agustino calzado en Andalucía, que también quedó debidamente anotado en el expediente de 1812 en la Nueva España30.
Un delito novohispano fue el de fray Jacinto José de Miranda, religioso mercedario del Convento grande de la ciudad de México, por homicidio de su prelado y heridas infligidas al vicario maestro de novicios el 23 de septiembre de 179031, y desde luego otro fue la violación de una niña en Guadalajara por un religioso lego de Michoacán en 1789, siendo este el caso que específicamente ocasionó la exigencia de jurisdicciones mixtas, con disminución del fuero, según la Real Cédula del 25 de octubre de 179532. En un caso de 1799 ya aludido arriba, una confrontación verbal y física del cura de Quimixtlán con el teniente del subdelegado de San Juan de los Llanos (Puebla) condujo a la acusación contra el párroco del delito de lesa majestad, y la subsiguiente confrontación entre autoridades eclesiásticas y civiles llevó a un recurso de fuerza que, como se indicó ya, fue desechada por la Real Audiencia de México, acontecimiento que no pudo pasar por alto la bitácora integrada cabalmente en 181233. El 20 de julio de 1801 fue dictaminado en Madrid el caso ocurrido 2años antes del delincuente fray Pedro de Huércanos, del Obispado de Calahorra en La Rioja, aconsejándose a la Justicia proceder según lo dispuesto anteriormente en Sanlúcar de Barrameda por el largo juicio seguido a fray Pablo de San Benito bajo la dirección del juez civil. Este también fue suceso anotado debidamente en la bitácora de la Nueva España de 181234. Pero cabe señalar que en esta bitácora evitaron glosar los detalles más gráficos y escandalosos de los crímenes registrados, mismos que fueron señalados cuidadosamente en los documentos respectivos de cada juicio, y más bien destacaron preferentemente su carácter de antecedente procesal para tomar en cuenta.
No son cosa menor, sin embargo, la naturaleza de dichos crímenes. El caso de fray Pablo de San Benito en Sanlúcar en 1774, trascendente como se verá, fue extraordinario por sus características particulares. Una joven de 19años acompañada por su madre fue acuchillada 5 veces a la entrada del templo carmelita por fray Pablo, causándole la muerte entre gritos y ante los ojos de su progenitora. Huyó el fraile, pero una vez preso y sometido a interrogatorio, su frialdad, e incluso la justificación de su delito por lo que consideró un desaire de la doncella, dejaron atónito a su juez. Pues según el fraile la joven atentó contra su honor, que conceptuaba igual a su vida, al negarse a que la visitara en su casa como había hecho con frecuencia en años anteriores35. Según los estudiosos del caso, el juicio que se llevó contra el religioso fue
«el ensayo de un nuevo modelo procesal que los ministros ilustrados del Consejo [de Castilla], especialmente […] Pedro Rodríguez de Campomanes, quisieron poner en marcha. A partir de 1774 la mentalidad judicial fue cambiando lentamente y la Justicia del rey se encontró cada vez con más argumentos para juzgar con todo derecho a los clérigos que incumplían el quinto mandamiento, invocando siempre el caso de Sanlúcar como precedente y modelo a seguir en los procesos instruidos contra ellos por los jueces civiles»36.
Lo extraordinario del caso radica por esto mismo en que fue «el primer proceso judicial en la historia del Derecho Español en el que un juez civil (o secular) procedía contra un eclesiástico protegido por el fuero eclesial»37. Los mismos estudiosos aseveran que «los tratadistas jurídicos de la época [… recogieron] el proceso de Sanlúcar como un “modelo” a seguir a partir de aquel momento». Aún más, declaran que se puede «situar aquí el nacimiento del debate nacional sobre la España de las clases sociales desiguales ante el imperio de la Ley»38.
Debate, sin embargo, no significa resolución a todos los niveles del sistema jurídico, mucho menos cuando los mismos reyes se retrotraían de los procesos judiciales que alentaban, pues en el caso de fray Pablo de San Benito CarlosIII prohibió al juez civil que sentenciara, e interviniendo el monarca sobreseyó el caso al final, condenando al fraile a destierro perpetuo a Puerto Rico pese a la oposición del Consejo de Castilla en pleno, que deseaba que finalizara normalmente el proceso antes de cualquier acto de clemencia. Pese a esta contradicción de propósitos entre las autoridades reales, Daza Palacios y Prieto Corbalán opinan que «nunca antes una sentencia tan dura había caído sobre un clérigo, al que finalmente no se le despojó de su carácter sagrado sino tan solo, por la propia sentencia real, del ejercicio de los ministerios sacerdotales». Los manuales jurídicos de consulta habitual por abogados y juristas incluirían a futuro el caso de fray Pablo de San Benito. El Prontuario de Teología Moral de Francisco Lárraga así lo haría; usado entre otros por frailes y curas y citado en su defensa por fray Pablo de San Benito, en su nueva edición de 1780 abordaría de manera condenatoria la defensa del honor y la honra. Pero todavía en 1804 seguía habiendo confusión en el método a seguir ante la comisión de crímenes graves por eclesiásticos, ya que los miembros del Consejo de Castilla se dividían y «siempre hubo en su seno defensores a ultranza de la inmunidad de los clérigos que cometían delitos atroces y, por tanto, nunca encontraban la ocasión de reformar radicalmente la legislación a este respecto, que seguía teniendo en CarlosIV su principal valedor, en su condición de “catolicísimo” monarca»39.
Vocablos conceptuales y propuestas interpretativasLa bitácora de agravios era más que el inventario de anécdotas escandalosas, pues incorporaba los casos cronológicamente en el desarrollo argumentativo de los abogados reales. Indudablemente estos estaban preocupados por el escándalo, los chismes y las maledicencias. Pero el asunto que analizaban y las propuestas que hacían pretendían la resolución de la crisis en la administración de Justicia. Interesan de momento, más que sus logros, los vocablos conceptuales y sus planteamientos generales, por la medida en que iban empujando hacia una reformulación de la Justicia, vista como instrumento de gobernabilidad, cuestionando la estructura misma del Estado, hallándose pronto argumentando a favor de una concepción única de ciudadanía.
Es importante mantener presente que los cambios planteados no separaban Iglesia y Estado, y de ninguna manera desistían de la religión como cimiento de la vida social. Se empleaban comúnmente términos como «países católicos», «repúblicas cristianas», «príncipe cristiano», «monarquías cristianas» y eran cotejadas las prácticas del Imperio español con la católica Francia en particular40.
Eje de la discusión legal fue la historia de los procesos de degradación de eclesiásticos para ponerlos en la jurisdicción civil y hacerles afrontar sus delitos atroces. En el sigloxviii, dicha discusión culminó con el dictamen dado por el Consejo de Castilla el 20 de julio de 1801, en el caso de fray Pedro de Huércanos. Ahí, el Consejo precisó que: «La historia ec[lesiásti]ca presenta poco más o menos los mismos quadros que todas las demás historias de las otras sociedades y soberanos, variaciones, mudanzas y aun aboliciones absolutas de Leyes, usos y prácticas según las circunstancias. Una de las cosas en que ha habido una variación continua ha sido en la degradación…»41. Habiendo establecido en su análisis que la Iglesia carecía de una práctica única, exigía el Consejo que la degradación fuese pronta y eficaz a futuro.
En el dictamen del fiscal hecho en México el 18 de marzo de 1791, para el caso de fray Jacinto de Miranda, se planteó que «Son Vasallos […] los Eclesiásticos, lo mismo que los seglares», e igual que estos estaban bajo la «fuerza de las leyes». La soberanía poseía derechos «inabdicables» en materia de Justicia42. Se trataba de hacer valer la ley y aplicar los castigos para evitar su incumplimiento, en la óptica de que la soberanía era de un carácter «universal» e «irrenunciable». Había que proceder así para «no fundar un estado desconocido en medio del estado, ni dividir la soberanía privándola de su universalidad, y su independencia». En la opinión del fiscal del crimen en México del 26 de junio de 1791, Miranda era más culpable ante la ley por su voto religioso43. Concebía que el clero era «la primera clase del estado», pero no por ello exento ante la ley sino más responsable ante ella44. Mientras el rey ejercía la potestad temporal para que «sus Ciudadanos puedan gozar de una vida quieta y tranquila», el clero era responsable exclusivamente de aplicar un freno espiritual45. El no cumplir esta función y contrariamente poner el mal ejemplo era imperdonable.
Este caso, como muchos de los otros, resistía una pronta solución por la confrontación que generó entre la jurisdicción eclesiástica y civil. Para el 31 de noviembre de 1793, la Justicia real de la Nueva España decidió avanzar las cosas mediante un diagnóstico más contundente. Comenzó con la acusación de que el arzobispo de México había hecho «notoria fuerza» al intervenir en el caso impidiendo «la relajación al brazo secular, llana entrega y degradación del Padre Miranda». Asentaba que todos los actos del hombre son «obras de un vaso lleno de corrupción»46. De inmediato aplicaba esta metáfora a la historia eclesiástica, acusando a los canonistas de emplear «falsas decretales» que asignaban al clero poderes que jamás tuvo en los primeros tiempos del cristianismo47. Veía el empleo del recurso de fuerza como una medida para recuperar los debidos «derechos potestativos»48. Aplaudía en este contexto el Nuevo Código recientemente aprobado.
Después de encomiar la armonía que debía reinar entre las potestades, atacaba directamente la intervención eclesiástica en el caso Miranda «desquiciando y descoyuntando aquel enlace» armónico. Denunciaba que las constantes confrontaciones retardaban la Justicia. Era necesario procurar el «desagravio de la vindicta pública» bajo el «supremo poder del soberano». Establecía como principio rector que la Iglesia estaba en el Estado, y no el Estado dentro de la Iglesia. Aunque hacía depender el poder soberano de Dios, citando al respecto fuentes sagradas y profanas, y reconocía «quatro estados [:] ec[lesiásti]co, secular, militar, y ciudadano», insistía en que la soberanía poseyera las características de «universalidad e independencia». El eclesiástico era simultáneamente «hombre», «ciudadano» y «ministro». Apelaba a la «verdadera piedad» para insistir en reconocer la soberanía real.
Los clérigos debían entender que la jurisdicción eclesiástica era delegada por el soberano, ya que era inherente a su majestad. Si el eclesiástico gozaba de los derechos del ciudadano, debía asumir asimismo que estaba sujeto a los magistrados civiles «en todo lo que es régimen civil y político de la República», y por ende debía sufrir las penas correspondientes a sus delitos. Tal principio era «la basa [sic] de las monarquías». En los delitos enormes, debía procederse de inmediato a la degradación del sacerdote acusado, sin someterloa pruebas de incorregibilidad como exigían los defensores de la jurisdicción eclesiástica. La Iglesia era incapaz de actuar en tales casos porque carecía de facultades para imponer castigos de sangre, pero el soberano temporal en cambio sí lo podía hacer. Concluía que «el clérigo en los delitos atrocísimos y enormes, puede ser castigado, hasta con la pena del último suplicio por el Juez secular, sin que proceda degradación» y sin que el eclesiástico tuviera autoridad para detener el proceso. El eclesiástico en tales circunstancias perdía su inmunidad «en el mismo acto» de cometer el delito. La degradación simplemente salía sobrando. La disposición del Nuevo Código de proceder a las jurisdicciones unidas para dictaminar el caso criminal de un eclesiástico era un simple «obsequio que nuestros religiosos Monarcas presentan á la Jurisdicción Ec[lesiásti]ca»49.
Aunque este documento refería profusamente a antecedentes legales y precedentes tomados de la tradición religiosa, planteó que había un «nuevo sistema» apegado a las «regalías esenciales de la Majestad», orientado a resistir «el abuso de la potestad ec[lesiásti]ca» para proteger al público. En vez de concebir la inmunidad eclesiástica como de origen divino, planteaba por contraste que Dios mismo había otorgado el poder temporal al soberano. Reformulaba de este modo el concepto del poder50. Había que evitar que la jurisdicción eclesiástica creara «dos Repúblicas en el estado», usurpando el poder soberano. Incluso los eclesiásticos, «sagrados» en su investidura y funciones, eran hombres, y solo evitando su impunidad en caso de delitos atroces podía evitarse el «caos» social. En este contexto, era equivocado alegar que la jurisdicción eclesiástica y la inmunidad eran de «derecho divino», pues tal aseveración «no solo tiene ayre [sic] sino cuerpo y realidad de desacato, atrevimiento e insubordinación»51.
Como demuestran los expedientes integrados para sustentar la postura de la Justicia real de la Nueva España, el caso de fray Jacinto de Miranda era leído a la luz de los antecedentes legales pertinentes. Y los dictámenes jurídicos que fundamentaron la postura civil en el caso de fray Pablo de San Benito, en Sanlúcar de Barrameda, alimentaron claramente la argumentación y los conceptos empleados por la Justicia novohispana52. Así, debe haber resultado difícil para los abogados reales de la Nueva España entender por qué el rey no alentó la culminación de los juicios en una sentencia ejemplar acorde al Derecho civil en ambos casos. En vez de la muerte en el caso de fray Pablo de San Benito en Sanlúcar, fue castigado con el exilio perpetuo y encierro pese a las objeciones del Consejo de Castilla. En el caso de Miranda, ante la acusación de «despojo» jurisdiccional registrada por el arzobispo Alonso Nuñez de Haro en la Nueva España, una Real Cédula del 14 de octubre de 1796 reprochaba que la Real Audiencia de México se había equivocado al fallar que el arzobispo hacía fuerza al «conocer» y «proceder» en el caso, porque no era lo mismo «conocer» que «proceder» y la Iglesia tenía Derecho jurisdiccional a «conocer» hasta la degradación. De tal manera, la autoridad real subvertía la argumentación de la Real Sala del Crimen que planteaba como obligada la degradación por el acto mismo del delito y llamaba desdeñosamente «obsequio» y no un riguroso Derecho la calificación del delito y degradación eventual por la Justicia eclesiástica53.
Cuando en 1799 sucedió el conflicto en Quimixtlán (Puebla) entre el cura de la parroquia y el teniente del subdelegado provincial en ese pueblo, nuevamente los abogados reales de la Nueva España pidieron un castigo severo del último suplicio porque el párroco había osado encarcelar al teniente. A su juicio, tal atentado constituía un acto de lesa majestad. Metieron un recurso de fuerza contra las autoridades eclesiásticas mientras estas protegían tesoneramente al cura. Pero el resultado fue nuevamente decepcionante. El reo fue liberado de la cárcel pública en atención a la jurisdicción eclesiástica y sus problemas de salud54. Igual que en el caso del padre Miranda, no se logró fijar el antecedente claro que buscaba la Real Sala del Crimen55.
Fue hasta la guerra de independencia a partir de 1810 que, en ausencia del rey por la ocupación francesa de la península Ibérica, comenzaron a ponerse en ejecución los preceptos legales elaborados a lo largo de las décadas previas. Entonces fueron retomados muchos de los mismos argumentos externados en los casos anteriores, en un ambiente claramente politizado, pasando ahora a dar muerte ejemplar a los sacerdotes implicados en el delito atroz de lesa majestad56.
Las Cortes de Cádiz abonaban en el mismo sentido al denostar las desigualdades, delaciones e ineptitud de las viejas prácticas jurídicas, exigiendo procesos iguales para delitos iguales, como lo evidenció Agustín Argüelles en su discurso preliminar a la Constitución de 1812. Afirmó conceptos acordes con los jurisperitos ilustrados y los juicios de la bitácora de agravios que hemos citado. Precisaba: «La ley ha de ser una para todos; y en su aplicación no ha de haber acepción de personas». Agregaba que «uno de los principales objetivos de la Constitución es fijar las bases de la potestad judicial, para que la administración de justicia sea en todos los casos efectiva, pronta e imparcial»57. Pedía «el arreglo de la potestad judicial en toda la extensión que comprende la administración de justicia en lo civil y criminal». Establecía que el eje del nuevo sistema debía ser la confianza de los ciudadanos en la Justicia, pues
una de las principales causas de la mala administración de justicia entre nosotros es el fatal abuso de los fueros privilegiados, introducido para ruina de la libertad civil y oprobio de nuestra antigua y sabia constitución. El conflicto de autoridades que llegó a establecerse en España en el último reinado, de tal modo había anulado el imperio de las leyes, que casi parecía un sistema planteado para asegurar la impunidad de los delitos.
Argüelles insistía en que hubiera un solo «fuero o jurisdicción ordinaria en los negocios comunes, civiles y criminales», acabando «con la monstruosa institución de diversos estados dentro de un mismo Estado». No obstante, inmediatamente aceptaba el orador la excepcionalidad del fuero eclesiástico y militar, el primero hasta que hubiera un acuerdo entre las autoridades civiles y eclesiásticas, y en el segundo caso acotado al mantenimiento de la disciplina y subordinación de las tropas. Pese a ello, era claro que Argüelles hacía aquí concesiones que le pesaban, porque vinculaba directamente la nueva «igualdad de derechos» a la «uniformidad del código universal de las Españas»58.
La ironía en este proceso es que la igualdad jurídica llegó en medio de la supresión de los reclamos criollos por la autonomía o independencia. Pero la particularidad de que fueran los curas juzgados ahora como patriotas quienes sufrieran el peso de aquel «nuevo sistema» legal no debe cegar la vista ante la revolución jurídica que estaba consumándose. En los años veinte y treinta estuvieron aplicándose los mismos vocablos y conceptos para condenar al último suplicio a los sacerdotes seculares y regulares que atentaron contra la independencia nacional. Paralelamente fueron empleados para expulsar a clérigos y civiles que fuesen vistos como amenazas a la república federal59. Y en la Reforma a partir de 1855, muchos de estos vocablos y conceptos fueron usados para justificar la transformación del Estado mexicano mediante la supresión del fuero, la separación de Iglesia y Estado y finalmente la proclamación de una nueva legitimidad política derivada únicamente de la soberanía del pueblo60. En la base de todo este proceso resalta una constante en el desarrollo del sistema jurídico, el replanteamiento del poder en términos indivisibles de la soberanía temporal, y el ejercicio del poder argumentativo de los hombres encargados de la ley en su lucha por la aplicación de principios jurídicos iguales para todos los ciudadanos en contra de la impunidad.
Es inexplicable el nacimiento del México moderno, sin contemplar las profundas raíces de esta transformación en el reformismo del Imperio español durante el sigloxviii. Con la guerra de Independencia en México, finalmente se quebró la figura del rey como representante de una Justicia administrada según la calidad de las personas. Ante el embate al régimen político, las mismas autoridades eclesiásticas aceptaron la igualdad en los procesos judiciales, privando de sentido el uso del recurso de fuerza como venía aplicándose hasta ese momento, ya que el criterio civil imperó, desplazando el papel habitual de las cortes eclesiásticas. Ni el rey ni futuros presidentes tuvieron que angustiarse al pensar que el proceso a curas subversivos o insurrectos culminaría en la ruptura entre las potestades eclesiástica y civil.
En este aspecto, de los llamados crímenes atroces, y particularmente los que pudiesen entenderse como de lesa majestad, aparentemente triunfaba la reforma legal del sigloxviii. Sin embargo, la Ley Juárez del 23 de noviembre de 1855 todavía levantaría polémica al desconocer la jurisdicción de las cortes eclesiásticas en asuntos civiles y permitir a los sacerdotes abjurarla en materia criminal. Y es que antes de ese momento se carecía de una definición contundente en las cuestiones jurídicas. No debe sorprendernos. En España se legisló la jurisdicción exclusiva de la Justicia civil en materia de crímenes atroces hasta 1835, y solo en 1868 fue decretada la unidad jurisdiccional entre todos los españoles para todos los casos61. Hay un parentesco jurídico no menos que un paralelismo temporal en tal desarrollo. España y México evolucionaron al unísono a partir de realidades encontradas: los conceptos elaborados en el sigloxviii por los jurisperitos de la Monarquía, evidenciados en tratados jurídicos y las bitácoras legales como la aquí destacada, y la oposición jurídica del clero basada en la tradición y práctica de una jurisprudencia plural. Así la calidad de las personas, especialmente de los eclesiásticos, seguía pesando en la administración de Justicia pese al quebranto que habían sufrido sus sustentos teóricos, sobre todo en el caso de crímenes graves, particularmente de lesa majestad. Se acordará que durante el mismo sigloxviii autoridades eclesiásticas admitían el uso de la «potestad económica» del soberano para castigar crímenes de lesa majestad en los sacerdotes. Es decir, pretendían obviar las ponderaciones más generales y detalladas en materia del fuero y la Justicia destacando la excepcionalidad de tales crímenes, recurriendo directa y exclusivamente al poder discrecional del soberano mismo62.
La defensa eclesiástica de una tradición robustecidaPor la discrepancia que había entre una jurisprudencia civil planteada cada vez más en términos de principios de paridad, y una práctica jurídica todavía mucho más matizada y anuente a los reclamos de la tradición, no es conveniente terminar este análisis sin contemplar otro tipo de documentos: las representaciones del clero contra las transformaciones referidas. Aún después de 1812 hubo resistencia a la supresión del fuero, e indicios de una cooperación eclesiástica apenas parcial después63. Antes, sin embargo, la reacción clerical fue más recia y sus portavoces demostraron una sagaz comprensión de lo que estaba en juego.
Al escribir a la Real Audiencia de México en 1799 el obispo de Puebla, Salvador Biempica, citaba claramente los casos ya mencionados de Sanlúcar de Barrameda, la muerte del hortelano Diego Ruiz en Madrid y el asesinato cometido por el padre Miranda en la Ciudad de México64. Pero estableció en seguida graves irregularidades en el proceso jurídico del crimen del padre Arenas de Quimixtlán por mandar encarcelar al teniente del subdelegado de San Juan de los Llanos. Acusó a la Real Sala del Crimen de haber atropellado a la Iglesia en su trato otorgado al cura detenido en la cárcel real y aseveró que la «vindicta pública» no quedaba bien servida por los procedimientos utilizados. Suscitaba la sospecha de un «odio» al estado eclesiástico, y daba como referencia los procedimientos equivocados empleados contra los curas de Tetela de Xonotla y Chietla en que a su juicio se propasaron los subdelegados65. El obispo opinaba que los procedimientos seguidos contravenían disposiciones legales existentes para concertar la armonía entre las jurisdicciones civil y eclesiástica. Además, al proceder la Real Sala del Crimen «abultando» la falta cometida por el cura de Quimixtlán, atentaba contra los derechos de «un ciudadano de extracción decente, y de mediano viso en la Republica». Por tratarse de una «persona distinguida» debía ser diferenciada de la plebe en el trato administrado. Las prisiones y castigos debían administrarse según la clase de persona de que se trataba, como en el caso de los militares, y «[n]o es el fuero militar mayor que el Eclesiástico». Señalaba Biempica que si la medida del proceso era lo practicado en Francia y la doctrina jurídica del canonista Zeger-Bernard Van Espen, muy apreciado por los regalistas, entonces la Real Sala del Crimen se extralimitaba al proceder como lo hizo, porque no respetó los términos de la jurisdicción unida empleada en ambos casos. La ley aún toleraba un trato especial «atendiendo a la nobleza, y profesión», de modo que era una incongruencia rebajar el trato dado a los eclesiásticos. Recordaba los muchos aportes del clero a la Monarquía, tanto en lo civil como en lo espiritual, además de sostener la religión, «que es la basa [sic] fundamental de una Monarquía, y promueven [los sacerdotes] la rectitud de costumbres, tan necesaria para la conservación de los Estados». Cualquier cambio sería particularmente desastroso en América, porque los indios eran simples «rústicos», «llevados de las exterioridades», de modo que al ver abatido el clero, perderían todo respeto a la autoridad. Biempica apeló a la obra ilustrada de Manuel de Lardizábal sobre las penas para aconsejar no proceder con excesivo rigor66. Y también recurrió a las estadísticas para revertir el argumento sobre el gran número de atrocidades cometidas por sacerdotes. Precisó que en los 9años de su gobierno episcopal había habido no menos de 300 homicidios y ni un solo ejecutado como castigo, por lo que el rigor con el cura de Quimixtlán no guardaba relación con casos civiles. Para finalizar apelaba a la autoridad del gran obispo y regalista del sigloxvii, Juan de Palafox, para insistir en la necesidad de proteger a la Iglesia dentro de la Monarquía67.
En una representación hecha directamente al monarca, el obispo Biempica tenía algunos otros conceptos e ideas que proponer68. El prelado declaraba a CarlosIV que la Iglesia se hallaba «ultrajada y atropellada» en «esta época desgraciada» debido a que la Real Sala del Crimen de México daba una «extensión arbitraria» a las leyes del Nuevo Código. Citaba los casos de 3 eclesiásticos de su diócesis: Manuel Arenas, Manuel Aguilar del Pozo y Vicente Zapata, quienes habían cometido faltas que describía el obispo como ligeras una vez presentados todos los datos y elementos atenuantes. Acusaba a la Real Sala del Crimen de tenacidad y saña en la persecución de los casos. En el caso de Arenas, por el trato carcelario que puso en peligro su vida al ocasionarle una grave enfermedad, declaraba que «solo la cualidad de Eclesiástico pudo privar a Arenas de los derechos de hombre», pues se notaba «prevención y desafecto a la Iglesia, y a sus Ministros»69.
En el caso del presbítero Manuel Aguilar del Pozo, que había huido de Puebla en «ilícita correspondencia con una mujer distinguida», el obispo también ofrecía una visión similar. Era una cuestión pasional que había quedado resuelta con la reunión de la pareja casada y la reforma disciplinaria del sacerdote. Pero extrañamente, a juicio del prelado, la Real Sala del Crimen —en colaboración con el subdelegado de San Juan Teotihuacán, donde fueron apresados los fugados amorosos— reabrió el caso alegando la resistencia armada del sacerdote a su arresto. Aparte de que a su juicio fuera inmerecido e irregular este procedimiento tardío, el obispo juzgaba que nuevamente iba a ponerse en riesgo el matrimonio de la señora y su legítimo marido, pues volvería a darse «la conversación del Pueblo» con las consecuencias que podían anticiparse. Mientras tanto, el presbítero Aguilar andaba prófugo esperando escaparse de sus perseguidores jurídicos70.
Para el caso de Vicente Zapata, Biempica calificó como producto de «una riña doméstica entre Hermanos» los «latigazos» que el presbítero había dado «encima de la ropa» a su hermano Juan Zapata, que solo ejercía algunas funciones informales de Justicia, castigando del mismo modo al carcelero y particularmente unos reos ebrios de la cárcel en el pueblo de Huatusco. Las cosas se habían complicado con daños al edificio y la fuga de los reos, pero el obispo disociaba a Vicente Zapata de tales sucesos posteriores a los latigazos y declaraba que «la triste situación […] del clero» era más evidente en tales casos de «persecución contra mis súbditos». En los 3 casos acusaba el obispo a la Real Sala del Crimen de excesos. A su juicio eran crímenes comunes y no atroces, por los que la injerencia de la Real Sala era indebida, igual que su desconocimiento de la inmunidad en cada caso, y el encarcelamiento de los culpables. Todo era en desmedro de la jurisdicción eclesiástica. Alegaba que en España solo los «homicidios premeditados», que justificaban la pena de muerte, pasaban a la jurisdicción unida. Reclamaba que la inmunidad personal del clero trataba nada menos que de «los Templos vivos de Dios que diariamente consagran el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesús Christo». El procedimiento de la Real Sala del Crimen, desaprobado por la misma Audiencia tras la representación del obispo a esa instancia, equivalía a ocasionar «los efectos del desafuero antes de haber sido desaforado»71.
Biempica exigía que se respetara el Derecho de las autoridades eclesiásticas para determinar si procedía o no la degradación del eclesiástico acusado. De lo contrario se trataba de un «violento despojo» de jurisdicción condenado por el «Derecho de Gentes». El último recurso era apelar al rey, porque se temían «con razón nuevos ultrajes». La Real Sala se aprovecharía de «pretextos» para manejar de la misma manera condenada la persecución de los más «ligeros delitos» de los eclesiásticos, y vendría una «tempestad», porque la «discordia» entre jurisdicciones involucraría a la Real Audiencia en la resolución de repetidos recursos de fuerza, mientras el pueblo se escandalizaba ante la proliferación de sacerdotes encarcelados. Pedía Biempica como solución la derogación del Nuevo Código, introducida parcialmente para la puesta en vigor de la ley del 25 de octubre de 1795 al suprimir la inmunidad personal del clero en materia de crímenes atroces. Pero aclaraba: «La Iglesia santa y justa jamás ha querido la impunidad de sus súbditos». El camino era la degradación canónica cuando ameritaba. Proclamaba que «El Clero es una clase del Estado, que por sus máximas fundamentales y por su propio interés jamás se separa de su Rey, y Señor». Había que reforzarlo para sustentar una «santa política» de «el Sacerdocio, y el Imperio»72.
El obispo de Puebla insinuaba que el rey había sido mal aconsejado en pos de «las aparentes ventajas de aumentar la Potestad Real». Pero esto último era un error: «Los Obispos no dexamos de ser vasallos, que V.M. se puede servir igualmente de nosotros que de los Magistrados. Jamás se ha escrito tanto como en los últimos tiempos de poner límites a la Potestad de la Iglesia y ensalzar la Jurisdiccion Real, y nunca se han visto más impíamente combatidos los Soberanos por desgracia de la humanidad». Se trataba de la «infernal política del siglo», lo que resultaba peor aun tratándose del «genio y educación de los habitantes de Nueva España». Planteaba que la insolencia crecía desde que fueron reducidos los sacerdotes a «confesar y predicar» mientras el «odio irreconciliable» del pueblo indio persistía contra sus «Conquistadores». Si bien era cierto que los sacerdotes no reunían las virtudes que debían, el prelado subrayaba que «la Real Sala empeñada en hallar crímenes atroces en los Eclesiásticos, solo ha encontrado los tres miserables excesos» mencionados. Mientras tanto ironizaba que en 10años habían entrado 8,110 heridos al Hospital Real de San Pedro, de los cuales 455 habían fallecido73.
Protestaron, en forma similar, el deán y cabildo eclesiástico de la catedral de Puebla. Aunaron en su representación al monarca su denuncia de que la Iglesia había quedado «degradada, profanada y confundida con el último grado del Estado», a los peligros consiguientes para «la constitución política y moral de estos Pueblos»74. Pero su crítica iba más a fondo. Reconocían expresamente que había un debate con relación al origen de la inmunidad eclesiástica y que incluso «algunos solo la derivan de la potestad civil y política». Los libros correspondientes circulaban entre «todos los Teólogos y Juristas, dirigen en las Escuelas los estudios de la Juventud, y gobiernan los juicios en los Tribunales». Suponían que por tal debate fue elaborado el Nuevo Código, pero aclaraban que jamás hubo un formal comunicado a las autoridades eclesiásticas de dichas leyes. Después de repasar diversos argumentos y antecedentes jurídicos, el deán y cabildo plantearon que «este siglo de infelices luces» había fomentado una «impiedad» subversiva de las religiones, y había dirigido en primera instancia sus golpes contra los ministros religiosos. Por ello, «estas ideas destructivas de la Inmunidad Eclesiástica cunden»75.
Para lograr la estabilidad del régimen, el deán y cabildo eclesiástico de la catedral de Puebla sugirieron regresar a la primera Ley de Partida: «Lo primero que asienta esta Sabia Ley es que los privilegios y exenciones de los Eclesiásticos, no dimanan de otro principio que de la Suprema Real Potestad, porque no dicen que hayan bajado del Cielo con la Religión al lado de sus dogmas, sino que se las dieron “los Emperadores, é los Reyes, é los otros Señores de las Tierras por honra ó por reverencia de Santa Eglesia [sic]”». Además, aunque «graciosas» dichas concesiones, las reconocía como «justas». El Nuevo Código equivalía a un «solo golpe» que las eliminaba, derrumbando un «edificio levantado en muchos años por manos sabias, y que debe respetar la Literatura moderna». Perderlas era peor que jamás haberlas tenido, ya que el afectado «queda reputado por indigno, y expuesto al desprecio. Se burlarán de los Eclesiásticos, los silvarán, moverán la cabeza, y todos dirán dentro de si mismos ¿cómo se halla tan desolada, triste, abandonada, y confundida la Porción del Señor, que antes estaba tan rica, gozosa y ufana con las gracias del Soberano?»76.
Opinaban el deán y el cabildo que aún «si es un mal en las circunstancias presentes, es un mal de aquellos que la Política reputa necesarios». Aceptaban que había que vigilar la conducta del clero, colocar a obispos dignos y castigar a los clérigos delincuentes. Argüían que en «un Estado Monárquico de la diversidad de cuerpos separados, divididos entre sí, y unidos solamente en su cabeza, Jefe o Monarca», convenían distintas jurisdicciones jurídicas. Pero la «inmunidad no es ni puede llamarse impunidad». La Justicia no debía hacerse a los ojos del pueblo, contagiándolo y disminuyendo el respeto por la religión en el caso de los clérigos. Al contrario,
en la aplicación de las penas, que es obra de la justicia distributiva, no solo se atiende a lo que son en sí mismos los delitos sino a otras varias circunstancias extrínsecas, cuales son, prescindiendo de otras muchas, la calidad distinguida de los Delincuentes, por su nacimiento, o por su dignidad, la clase, o rango que ocupan en el Estado, sus servicios, y otros miramientos y respetos que no se pueden calificar de injustos que vemos atendidos para minorar las penas por la Legislación criminal secular, y que todos sin disputa se reúnen a favor de los Eclesiásticos77.
Una Monarquía era incapaz de «subsistir sin los diversos grados que lo constituyen», y en una Monarquía católica el clero era «el primer orden». Aún más: «Los Sacerdotes, Señor, son nobles, y la nobleza y exención de su Estado es superior a la del lego más ilustre». Si eran hombres «débiles como los demás», eran asimismo «otros tantos Christos hijos de Dios vivo». Si la inmunidad era una donación, debía verse como «irrevocable» una vez hecha. Más justo era verla como «contrato de rigorosa [sic] justicia» por los servicios rendidos al Estado. Además, las nuevas leyes parecían «extrañas puestas en paralelo con las antiguas que han constituido hasta hoy nuestro Derecho Patrio y Nacional». Procedía obedecerlas y no cumplirlas, por los daños previstos, pues había contradicción con las leyes canónicas y reales. Había que evitar «la mutación, siempre peligrosa, de las Leyes». Más claro aún: «No siempre, Señor, se han de dar al Pueblo las mejores Leyes, sino aquellas de que es más susceptible y que se recibirán mejor». Había que velar por «las costumbres, usos y opiniones generales». En los pueblos de la Nueva España, los verdaderos justicias eran los sacerdotes, mientras que los alcaldes mayores y subdelegados cometían «opresiones y tiranías». Sobre todo en los pueblos remotos, solían ser estos «los hombres más despreciables por su nacimiento, por su conducta, o por los oficios que han tenido anteriormente». Nunca visitaban a los pueblos sino delegaban poderes irregularmente a tenientes quienes servían más para hacer negocios que Justicia. La «docilidad» de los pueblos se debía a los sacerdotes, no a los funcionarios civiles. «Este es, Señor, el carácter de los Americanos, esta la constitución pública, legal y moral del Reyno, y esta la Religión de los Indios en quienes no bien cimentada en sus puntos esenciales, se sostiene por este exterior aparato…» Al degradar al clero, las nuevas leyes ponían en riesgo la existencia de la Monarquía. El costo de mayor rigor con los eclesiásticos sería mayor confrontación y desorden a nivel de los pueblos y sus subdelegados, dándose «un fermento tan general en las opiniones, en los usos, en las costumbres, en las Leyes, en la Religión de los Americanos» que los efectos eran imprevisibles. Ahí estaba Francia, con la decapitación de su rey, como el ejemplo a evitar78.
El deán y cabildo eclesiástico de la catedral de Puebla aseguraban comprender «los límites estrechos en lo temporal de la Jurisdicción espiritual de la Iglesia, y la extensión del vasallaje que igualmente comprehende nuestras personas que las seculares», pero asimismo asentaban que en el caso del cura de Quimixtlán, hubiera habido tumulto en Puebla sin su decidida intervención en su contra. El pueblo carecía de preparación para este cambio jurídico, y los informados estaban apegados todavía a «los Libros y códigos que hasta ahora son los que andan en manos de todos». Eran «tiempos tan peligrosos, calamitosos y turbulentos» y en Europa la Iglesia y el romano pontífice eran «oprimidos y afligidos». Al no haber sido formalmente promulgadas y comunicadas a las autoridades eclesiásticas las leyes del Nuevo Código implementadas por la Real Sala del Crimen, era más fácil revocarlas a favor de «la más noble, distinguida y privilegiada clase de los vasallos que V. M. tiene en estos Reynos». No era una consideración menor que, sin revocarlas, regiría «un código en Madrid, y otro en Indias», lo que no correspondía a la voluntad real. Además, jamás habían sido definidos «esos delitos enormes o atroces», lo que dejaba la determinación «pendiente del arbitrio, y opinión de los Jueces, lo que si en todas materias es muy peligroso y lleno de inconvenientes, lo es mucho más en las criminales, y de Inmunidad». Era previsible en tales circunstancias que «cada delito costará un litigio entre [… las jurisdicciones eclesiástica y civil], un recurso por vía de fuerza a vuestra Real Audiencia, y el último a V. M.»79.
Pese al temible ejemplo de Francia, los principios de su legislación eclesiástica estaban «estampados en los Libros y Discursos que últimamente se han publicado sobre la Potestad Real, y sobre las exenciones del clero». En el último tercio del siglo ganaron adeptos, revalidando el pensamiento de Omer Talon, D Richer y Melchor de Macanaz pese a las censuras inquisitoriales en España80. Pero antecedentes legales recientes, así como las contradicciones entre las nuevas leyes, permitieron al deán y cabildo eclesiástico de la catedral de Puebla argumentar que seguía vigente el Derecho del juez eclesiástico de calificar tanto el Derecho al asilo eclesiástico como los delitos de los clérigos, hasta «la formal consignación y llana entrega [del reo a la Justicia secular], o se declare que hace fuerza en denegarla». Pues según aseguraban, así se hacía en Francia81.
Esta representación capitular proclamaba: «No necesitamos Señor, de nuevos remedios para la conservación de la salud pública. La variación tal vez la destruirá como se experimenta en lo corporal. Basta hacer efectiva la aplicación de los [remedios] decretados por las Leyes con que se ha gobernado este Reyno desde que se plantó en él la Religión». El rey disponía ya de «la potestad económica, gubernativa y política», haciendo innecesario variar el fuero. «Los delitos quedan bastantemente castigados, el Público vengado, y consultado a la seguridad de los vasallos con las penas de destierro, de embarque para esos Reynos, de deposición, degradación y relajación al Brazo secular en sus respectivos casos; y el Juez Real siempre puede pedir al Eclesiástico la imposición de esas y otras penas.» De lo contrario, sin desmedro de la potestad real, era imprescindible recurrir a la Santa Sede para su anuencia82.
Para terminar, es particularmente ilustrativa la representación del cabildo eclesiástico de la catedral de la ciudad México83. Comenzaba citando un documento del 22 de marzo de 1715 donde FelipeV se declaraba mal aconsejado por sus ministros y anunciaba que los había despedido, «pues tuve por conveniente apartar de mi Real Persona, de mi corte, y de sus empleos a los Ministros que siniestra y dolosamente me aconsejaron» en materia de derechos eclesiásticos. Aludía a un documento del fiscal real del Consejo de Castilla, ahora despedido, como responsable principal. Seguramente refería al pedimento fiscal de Melchor de Macanaz, un escrito que cimbró la nueva Monarquía en 1713 y siguió presente pese a todo durante el sigloxviii84.
La representación del cabildo metropolitano, avalándose con este parecer de FelipeV, apelaba a los autores clásicos españoles en materia de la jurisdicción eclesiástica y rechazaba autores extranjeros o nacionales que innovaban en la materia, pues Macanaz se apoyaba en fuentes francesas y los ministros galos del primer monarca Borbón de España. En cuestión jurídica, bastaban las Leyes de Partida y las recopilaciones de leyes de la Monarquía. Pero el cabildo mexicano se permitía citar asimismo a destacadas fuentes del regalismo jurídico: Joseph de Covarrubias en sus Máximas sobre recursos de fuerza, Pedro Rodríguez de Campomanes en su Juicio imparcial y el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid en un connotado informe, para subrayar el estatus venerable de la inmunidad eclesiástica85. Ensalzaba la importancia del clero para el «Gobierno Político en todos tiempos» con el manejo de hospitales, la educación, el socorro social, no menos que en lo económico y fiscal. Las disputas sobre el origen de la inmunidad eran cosa de importancia secundaria, pues los sacerdotes eran «Ciudadanos, pero unos ciudadanos exentos y privilegiados». Si no se reconocía esto, «no habría fuero alguno, ni aún el militar, […] y que todos los miembros de una sociedad serían iguales, pues todos son hombres, y ciudadanos». Los clérigos eran vasallos, sujetos a las leyes pero no los tribunales seculares, y su fuero tampoco se oponía a las regalías soberanas. Con base en los autores regnícolas, procedía el recurso de fuerza por parte de los jueces seculares y la jurisdicción de estos en casos de lesa majestad; podían asimismo solicitar la aplicación de determinadas penas en casos distintos, todo lo que aseguraba la «vindicta pública». El clero americano aplicaba «penas proporcionadas» a los delitos, admitía la degradación cuando ameritaba, y reconocía el Derecho de los eclesiásticos para que recurriesen a la Audiencia con recursos de fuerza que ya proliferaban, y apenas podía defender su jurisdicción frente a los recursos de fuerza de los tribunales seculares. Pedía al rey la revocación consiguiente del Nuevo Código y su protección contra «los siniestros informes» de sus críticos86.
Dos jurisdicciones enfrentadas y la gobernabilidad cuestionadaPara entender por qué las reformas jurídicas en España y Nueva España, ya claramente deslindadas en el sigloxviii, tardaron décadas en imponerse y solo pudieron hacerlo mediante gobiernos liberales decididos desde mediados del sigloxix, tanto en España como en México, es forzoso valorar los argumentos formulados por los portavoces eclesiásticos. Si por un lado retomaban aquella ley diferenciada en su aplicación por la calidad de las personas y clases, como lo señala Tomás y Valiente, habían remozado sus planteamientos recurriendo al pensamiento ilustrado de pensadores como Manuel de Lardizábal o incluso a los grandes regalistas. Surgía una disposición de aceptar algunas implicaciones de la ciudadanía y el combate a la impunidad, pero no en cuanto a la redefinición del objeto del Derecho como el individuo en abstracto. La visión sustentada en las representaciones del alto clero fue monárquica, pero reformista, aceptando que la impunidad era intolerable y la vindicta pública debía satisfacerse. Asimismo, la defensa de la Monarquía en casos de lesa majestad debía asegurarse, si bien por vía de la «potestad económica». Es notable una disposición de aceptar el rigor de las antiguas leyes, más que de permitir una reforma a profundidad del sistema de Derecho. Tal reforma, ya se ve en los planteamientos sostenidos por los juristas y pensadores civiles, estaba orientada a supeditar radicalmente la jurisdicción eclesiástica y cuestionar crecientemente el concepto de calidad y el uso del arbitrio judicial.
Con razón, William B. Taylor ha escrito, en la óptica del tránsito del sigloxviii alxix, que «Los líderes de la Iglesia estaban tratando de asumir un lugar prominente en una sociedad cambiante, a menudo a través de la aceptación de las aspiraciones nacionales y algunas nuevas formas, sin abandonar su teología moral, la idea de una sociedad orgánica, jerárquica, o las garantías políticas de una Iglesia estatal»87. Pero no era fácil que lo hicieran, pues los retos jurídicos planteados por el reformismo borbónico del sigloxviii y principios del xix fueron seguidos por la Constitución de Cádiz de 1812 y el advenimiento del constitucionalismo en la otrora Nueva España. Así, «el clero se vio en mayores problemas para realizar sus ajustes una vez que la lucha independentista dejó claro que los cambios podrían significar una ruptura insalvable entre el pasado y el presente»88. La gobernabilidad, no obstante, era un tema que claramente salta a la vista en las representaciones del clero ante el arremetido del reformismo. Contemplaba una sociedad ya constituida, frágil, propensa a descomponerse, y juzgaba la inmunidad del clero como un ingrediente fundamental del orden. Las representaciones del clero ante el reformismo preferían ofrecer al rey los servicios de los clérigos, en paralelo y parangón con los funcionarios civiles, antes que entregar su inmunidad. Podría decirse que le resultaba preferible ceder algo de autonomía administrativa y adoptar una parte del lenguaje jurídico-político regalista que abandonar el principio mismo de fuero jurídico.
Ya claramente perceptible en 1799, esta postura eclesiástica se perpetuaría en las décadas siguientes, heredando a la época postindependiente la solución final del dilema histórico que había surgido. Pero es claro un desgaste ante el reformismo, sobre todo porque la sociedad misma estaba cambiando paulatinamente. Mariano Otero lo plantearía de este modo en 1842:
¡Qué diferencia entre el clero de 1770 y el de 1821! Si por una de esas combinaciones inesperadas, la independencia de México se hubiese verificado en aquella época, el clero probablemente se hubiera apoderado de la administración pública; mas los sucesos se fueron complicando de tal suerte, que en [1]821, temeroso el clero de los ataques que había presentido durante el sistema constitucional de España, aceptó con placer la independencia, pensando, no ya en apoderarse del gobierno, porque la necesidad de una administración civil había venido a ser reconocida é incontestada, sino solo en obtener ventajas en el orden civil, y así limitó sus pretensiones a adquirir una vida un poco más independiente, y a librarse de los golpes con que lo amenazara el mencionado gobierno constitucional de España89.
Otero, sin embargo, argumentó que el regalismo español, así como sus escuelas y tribunales, eran los conductos mediante los cuales «la parte instruida de la población [mexicana], que naturalmente fue llamada a encargarse de la administración de los negocios [públicos], imbuida profundamente en las doctrinas que había recibido, fue a sostener para el gobierno nacional el goce de los mismos derechos de que antes disfrutara el soberano» español. Estaban en debate las «teorías sobre la extensión y los límites del poder civil en los negocios eclesiásticos» y el ejercicio de «poder político» por el clero debido a sus propiedades, presencia en «actos civiles», su influjo en la población, «su calidad de encargado de los más de los establecimientos públicos», así como la confesionalidad del Estado. La jerarquía eclesiástica resistía el movimiento hacia «la destrucción de esos elementos del poder civil del clero, y su separación completa del orden político». Para los dirigentes de la política nacional, la disyuntiva era entre recuperar la sujeción del clero al soberano o «separar enteramente el poder civil y el religioso» dentro de un nuevo concepto de libertad moderna. El clero actuó de maneras distintas, contradictorias, pero con el mismo fin de sustentarse: «por una parte, para conservar sus privilegios que le daban intervención en los actos civiles y todas las instituciones análogas, y por la otra en adquirir la independencia del poder civil a que antes había estado sujeto». Pero al decir de Otero, los dados ya estaban definidos, pues se trataba de «un poder que declina [… perdiendo] insensiblemente los elementos de su vida», sufriendo irremediablemente una «pérdida constante desde fines del siglo [xviii]»90.
El tiempo de «las pretensiones temporales y los privilegios políticos que sus ministros habían conservado» cedía a una realidad de simple «influencia moral»91. En la visión del político jalisciense, México ya caminaba rumbo a una nueva situación en que desplazaría «la igualdad a los privilegios», sería abatida la servidumbre, y la fuerza bruta sería sustituida por la voluntad nacional. Otero ponía el énfasis en el bienestar del «individuo» y en esta óptica «la organización de los poderes públicos no tiene otro objeto que el de establecer el poder más propio para expedir, conservar y ejecutar esas leyes tutelares de los derechos humanos y de las relaciones sociales». Precisaba que «la bondad de las leyes consiste en favorecer y proteger los derechos individuales de cada hombre, […] que esa protección sea igual para todos, y de que no se conceda a ninguno ventajas ni monopolios que disminuyan la protección de los demás derechos»92.
Hace falta un análisis de la Justicia en las décadas que siguieron a la Independencia de México para ver si en los juicios criminales de los eclesiásticos imperaron los criterios de los reformistas o la Justicia diferenciada del Antiguo Régimen. Hoy se sabe que fue hasta la Ley Juárez y posteriormente la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma, que fue imponiéndose el reformismo ya deslindado en el sigloxviii. Precisa saber si además de comprometer a las altas autoridades de la Iglesia y el Estado en las décadas previas, las componendas no implicaron asimismo una Justicia continuada de excepcionalidad para los clérigos mexicanos fuera de los casos de lesa majestad. Es decir, es indispensable saber si hasta mediados del sigloxix se impuso más bien el concepto de «potestad económica» en cuanto al poder del Estado en materia de crímenes atroces del clero, por encima del reformismo que pretendía una Justicia igual para todos bajo la administración civil de la ley. Si así fuera, ¿qué indica en relación con la gobernabilidad del país, tal como la percibían los políticos de la época? Puede ser que la inmunidad haya sido más asunto de seguridad y orden, que concesión piadosa al clero católico. O, por decirlo de otra manera, que llevara más un carácter de gradualismo político y pretendido realismo ante el cambio social que convicción y fe ciega. Tal postura ya se asomaba en las representaciones clericales de 1799 al atar la gobernabilidad al mantenimiento no solo de los privilegios del clero, sino al sostén de una sociedad diferenciada por la calidad de las personas y la mediación entre los ciudadanos, papel tradicional que había correspondido mucho más a los eclesiásticos que a los nobles en la historia mexicana.
FinanciaciónEste estudio se realizó con el apoyo de Promep-Redes, en el marco de la Red de Estudios de Historia Política y Social de México UAA-UAM-UAZ, 2012-2013.
ArchivosArchivo del Venerable Cabildo Metropolitano de la Ciudad de Puebla (AVCMCP).
Biblioteca Nacional de España.
Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México.
Brian Connaughton es doctor en estudios latinoamericanos por la UNAM y profesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa desde 1974. Ha publicado Dimensiones de la identidad patriótica. Religión, política y regiones en México, Siglo XIX, México, UAM-I/Miguel Ángel Porrúa, 2001; (coord.) Poder y legitimidad en México, siglo XIX. Instituciones y cultura política, UAM-I/Miguel Ángel Porrúa, México, 2003; (coord.) Prácticas populares, cultura política y poder en México, Siglo XIX, México, UAM-I/Juan Pablos, 2008; (coord.) 1750-1850: La Independencia de México a la luz de cien años. Problemáticas y desenlaces de una larga transición, UAM-I/Ediciones del Lirio, 2010; (coord.) Religión, política e identidad en la Independencia de México, México, UAM/BUAP, 2010; Entre la voz de Dios y el llamado de la patria: religión, identidad y ciudadanía en México, siglo XIX, México, FCE/UAM-I, 2010; e Ideología y sociedad en Guadalajara (1788-1853): La Iglesia Católica y la disputa por definir la nación mexicana, México, CONACULTA (Colección Historia), 2012.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Tomás y Valiente (1976, 30, 190, 319, 324, 334, cita en 317). La importancia de esta obra fue subrayada por Daza Palacios (1999, 122-123). Para el proceso judicial por homicidio llevado contra un prominente comerciante de la carrera de Indias, véase Daza Palacios (2002).
Nos basamos, para la mayoría de los ejemplos y juicios mencionados, en un manuscrito sin fecha que aborda múltiples casos con sus documentos respectivos desde principios del sigloxviii hasta julio de 1812. Se trata de Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff.
Causas y alegatos de la inmunidad eclesiástica en México, ca. 1799, 200 fojas, MSS/12009, Biblioteca Nacional de España, 1-29, 31-45 y 47 a 79, para los casos de Zapata, Arenas y Pozo, respectivamente. Para Arenas, véase también Connaughton (2010a).
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 253.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 254.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 251v y 253v; Daza Palacios y Prieto Corbalán (2004, 115-132); Daza Palacios (2000).
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 253v.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 144.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 7v-8v, 39v-40, 42, 101, 217v, 251-260, 275-277v, 289-290 y 291-297v.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 8v; Daza Palacios y Prieto Corbalán (2004, 175-212).
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 179.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 176-191; 236-250.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 237-238; Escamilla González (1998).
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 34-36; Taylor (2003, 319-355), Conflicto y equilibrio en la política de distrito: Tecali y la Sierra Norte de Puebla durante el siglo XVIII; Brading (1994, 146-148); Farriss (1995, 171-182), sin precisar los datos de los interesados y el lugar; Connaughton (2010, 110, 119).
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 37-42.
Daza Palacios y Prieto Corbalán (1998, 317). Escamilla González (1998, 49-52) aborda este caso en términos muy similares a Daza Palacios y Prieto Corbalán.
Daza Palacios y Prieto Corbalán (1996, 64-66). La nueva edición de Lárraga (Lárraga y Santos y Grosin, 1780). Véase a Daza Palacios y Prieto Corbalán (1998, 255-256, 267, 291 y 299-309) respecto a la intervención de CarlosIII, los alegatos de fray Pablo de San Benito referidos al prontuario, así como la nueva edición de Lárraga y Santos y Grosin (1780).
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 6v, 194v, 201, 219v y 233.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 39, expediente 37-42.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 183v y 186v.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 187 y 195.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 195v.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 200-200v.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 214 y 216.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 216v-217.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 218-218v.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 221, 222, 223-224, 226-227, 228-229, 230 y 231.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 232-232v.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 234.
Eclesiásticos seculares y regulares. Inmunidad y jurisdicción unida, Biblioteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México, FQ, Manuscrito 1314, Recursos de fuerza, 343ff, 119.
Argüelles (2011, 97 y 99-102). Argüelles también admitía la posibilidad de una atención legal especial para ciertos negocios, pero igualmente en un tono de concesión mientras durara la transición jurídica en curso (Argüelles, 2011, 108).
Connaughton (2010b), Soberanía y religiosidad: la disputa por la grey en el movimiento de la Reforma.
Connaughton (2011, 2010b, 363-404), Una ruptura anunciada: los catolicismos encontrados del gobierno liberal y del arzobispo Garza y Ballesteros.
Farriss (1995, 46-63) explica que este recurso a la «intervención ejecutiva» obviaba la resolución de la cuestión de la inmunidad y generaba un menor nivel de oposición por parte del clero.
«Representación que por parte del Imo. Sor. Obpo, se hizo a la R.l Audiencia sobre la restitución del Bachiller Arenas», 80-112, particularmente 93, en Papeles Varios 3, Archivo del Venerable Cabildo Metropolitano de la Ciudad de Puebla (en adelante AVCMCP).
«Representación que por parte del Ilustrísimo Señor Obispo», 94-97; Taylor (2003, en particular 337 y 339-341) concede razón a las autoridades eclesiásticas en ambos casos.
«Representación hecha a Su Majestad por el Ilustrísimo Señor Obispo supliéndole mande revocar las Leyes del nuevo Código», en Papeles Varios 3 (AVCMCP), 119-134, firmada el 30 de octubre de 1799.
«Representación hecha a Su Majestad por el Ilustrísimo Señor Obispo», 124-125. Por equivocación, en este documento se menciona «Teotimehuacán», probablemente por confusión con Totimehuacán, que se halla a poca distancia de la ciudad de Puebla. Pero el expediente en la Biblioteca Nacional de España, que incluye documentos de ambas autoridades, la civil y eclesiástica, precisa que se trata de San Juan Teotihuacán. Véase Causas y alegatos de la inmunidad eclesiástica en México, ca. 1799, 200 fojas, MSS/12009, Biblioteca Nacional de España, 47-79. Le agradezco al Dr. William B. Taylor su ayuda en aclarar esta confusión.
«Representación del Venerable Señor Deán y Cabildo de esta Santa Iglesia de Puebla sobre la Inmunidad Personal del clero», en Papeles Varios 3 (AVCMCP), 135-199, firmada el 18 de noviembre de 1799; citas en 136.
«Representación del Venerable Señor Deán y Cabildo de esta Santa Iglesia», especialmente 137 y 143-144.
«Representación del Venerable Señor Deán y Cabildo de esta Santa Iglesia», 144-146. Véase Sanponts y Barba, Martí de Eixalá y Ferrer y Subirana (1843), Primera Partida, Título VI, Ley 50, 394.
«Representación del Venerable Señor Deán y Cabildo de esta Santa Iglesia», 181-182. La referencia es a escritores caracterizados por su regalismo y óptica contraria a la jurisdicción eclesiástica en cuestiones juzgadas como temporales: Talon (1700), Richer (1612) y Melchor de Macanaz, fiscal general del Consejo de Castilla bajo el temprano gobierno de FelipeV, autor de propuestas regalistas importantes y escritos de economía política posteriores a su renuncia y exilio, algunos recogidos en el Semanario Erudito (1787-1791) de Antonio Valladares y Sotomayor.
«Representación del Cabildo Eclesiástico de México sobre el propio asunto [la inmunidad personal del clero]», en Papeles Varios 3 (AVCMCP), 237-259.
«Representación del Cabildo Eclesiástico de México», 239 y 257-258. Se trata de Macanaz (1841). Solo saldría publicado en medio de los nuevos intentos de reforma eclesiástica en España.
«Representación del Cabildo Eclesiástico de México», especialmente 242-244. Los autores referidos son: Covarrubias (1788); Rodríguez de Campomanes (1768); Informe al Rey de España extendido en 8 de julio de 1770 y mandado insertar por su órden en la Real Provisión de 6 de setiembre del mismo año. Este último fue comentado por Peña y Peña (1836, 503-504), y reproducido en Morales (1871, 218-277).