Si bien pareciera que todo o casi todo está dicho sobre la cultura de los españoles que llegaron al Nuevo Mundo —uno piensa por ejemplo en la obra clásica de Irving A. Leonard, Los libros del conquistador— (Leonard, 1959), el libro Los soldados de la Conquista: herencias culturales de Guillermo Turner nos convence de lo contrario al ofrecernos un estudio erudito sobre varios aspectos de la cultura de los conquistadores que no habían llamado la atención de los especialistas. El historiador utiliza como fuentes crónicas muy conocidas como las de Hernán Cortés, Francisco de Aguilar, Andrés de Tapia y de otros más, pero sobre todo se centra en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. Calificada como «fuente fundamental para el conocimiento histórico de la Conquista», esta obra, según Guillermo Turner, …lejos de ser una memoria militar salpicada de datos sobre los indios, […] este texto no sólo encierra descripciones, sino también intenciones, representaciones, fantasías, recuerdos, olvidos, conocimientos, pasiones, sentimientos, lecturas —realizadas o escuchadas—, creencias y valores de un soldado español nacido en la década del descubrimiento americano, que además perteneció o estuvo vinculado a comunidades culturales con las que compartió muchos elementos en común (p. 16).
A partir de estas crónicas del siglo xvi, el libro de Guillermo Turner aborda temas novedosos de la historia cultural, desde la importancia de la cultura oral que aflora en estos escritos, la expresión de los sentimientos de miedo entre los conquistadores y las prácticas médicas de la época, hasta las manifestaciones heterodoxas de un soldado de las huestes de Cortés.
En el primer capítulo dedicado a la «Diversidad de formas y riqueza de contenidos en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España», Guillermo Turner detecta la inclusión de listas en el relato, por ejemplo de las batallas en las cuales participó Bernal Díaz del Castillo, de los capitanes de navíos e incluso de los caballos de los conquistadores. Estas listas podrían haber pertenecido a un «memorial de las guerras» que el viejo conquistador escribiera anteriormente a la elaboración de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. A la vez Guillermo Turner interpreta la inclusión de textos con elementos repetitivos —por ejemplo, la larga lista de los españoles que acompañaron a Cortés desde Cuba a la Nueva España, donde se repite constantemente el verbo «pasar»— como «vestigios de expresiones más cercanas a una cultura oral capturadas en un texto escrito» (p. 35).
La cultura libresca de Bernal Díaz del Castillo es fundamental para entender su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Puede dividirse en tres rubros: las obras sobre historia antigua como los Comentarios de las guerras de Galias de Julio César, los escritos sobre la conquista de México como la Historia general de las Indias de Francisco López de Gómara y la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de Las Casas, y las obras de ficción tales como Los quatro libros de Amadís de Gaula. Guillermo Turner destaca la importancia de la obra de López de Gómara en la génesis de la obra de Bernal Díaz del Castillo; en efecto, le sirvió de guión para su propia relación; a la vez que criticó en no pocas ocasiones las versiones del capellán de Cortés, a quien reprocha no haber sido testigo de los hechos que relata. Muy sugerente es el apartado que el historiador dedica a otras fuentes escritas mencionadas por el soldado cronista, como son cartas e instrucciones oficiales, pero también libelos que circulaban en la época y hasta «motes», es decir, graffittis, como el que el desafortunado Juan Yuste apuntó con carbón en una pared antes de ser sacrificado: «Aquí estuvo preso el sin ventura de Juan Yuste, con otros muchos que traía en mi compañía» (p. 55). Ahora bien, el hecho de haber participado en los acontecimientos que describe, así como los testimonios orales a los cuales tuvo acceso, constituyen los fundamentos de la veracidad de la relación de Bernal Díaz del Castillo, si bien en ocasiones, al usar la expresión «dizque», matiza el carácter fidedigno de su fuente oral. En un pasaje, el viejo conquistador establece un diálogo, tal vez ficticio, con dos caballeros o licenciados, en el cual, como recurso retórico, «…comienza con la crítica rotunda hacia el propio Bernal Díaz del Castillo […], pasa por una crítica a su oponente, el cronista López de Gómara […] y llega finalmente a un abierto reconocimiento del propio soldado cronista». Bernal Díaz del Castillo concluye con orgullo «me han dicho que se maravillan de mí que cómo al cabo de tantos años no se me ha olvidado y tengo memoria de ellos» (pp. 67-68). Otras huellas de oralidad en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España —analizadas con fineza por Guillermo Turner— aparecen en las descripciones de las maneras de expresarse, los «retratos de la voz», de los protagonistas: un tal Pedro de Ircio «era plático en demasía que así acontecería que siempre contaba cuentos de don Pedro Girón y del conde de Ureña»; el capitán Luis Marín «…ceceaba un poco como sevillano…»; a otro «…no se le entendía mucho…»; en cuanto a Pánfilo de Narváez «era en la plática y voz muy entonada, como que salía de bóveda»; por último Hernán Cortes «…en lo que platicaba lo decía muy apacible y con buena retórica […] hablaba algunas veces muy meloso y con la risa en la boca […] cuando se enojaba con algún soldado de los nuestros sus amigos le decía “¡Oh, mal pese a vos!” […] cuando juraba decía “en mi conciencia” […]; cuando jugaba decía ciertos remoquetes que suelen decir los que juegan a los dados» (pp. 74-76).
La segunda parte de la obra que reseñamos está dedicada a «Los sentimientos de miedo, temor y espanto en las historias de Bernal Díaz del Castillo y Francisco de Aguilar». Inspirándose en los trabajos pioneros de destacados miembros de la «École des Annales» —Lucien Febvre y Jean Delumeau, este último autor del gran libro La peur en Occident— (Delumeau, 1978) Guillermo Turner nos ofrece un estudio novedoso de las percepciones del miedo entre los conquistadores y también de la percepción que tuvieron de los miedos de los indios. El historiador analiza el vocabulario utilizado por los cronistas, precisando por ejemplo que el término «espanto» no solamente expresaba en aquella época el miedo, sino también el asombro ante tal o cual acontecimiento, por ejemplo el de los castellanos al enterarse que «…los mexicanos sabían por su ídolo y antecesores que “…de donde sale el sol y de lejanas tierras” vendrían hombres “a sojuzgar y a señorear”» (p. 86). Después de revisar los testimonios sobre el miedo de los indios frente a los castellanos, Guillermo Turner repara en los miedos que sentían los propios conquistadores en distintas circunstancias. De hecho, estos miedos podían tener consecuencias funestas; así, cuando el artillero negro que llevaba Cortés en Chiapas «…cortado de miedo y temblando no supo tirar ni poner fuego al tiro […] hirió a tres de nuestros soldados». Bernal Díaz del Castillo se hace eco también del carácter «espantable» del sonido de instrumentos musicales que los indios tocaban cuando se hacían sacrificios humanos: «…tornó a sonar el atambor muy doloroso de Uichilobos, y otros muchos caracoles y cornetas, y otras como trompetas y todo el sonido de ellas espantable» (p. 89). De hecho, Bernal Díaz del Castillo no deja de confesar sus propios miedos ante la posibilidad de morir sacrificado. En efecto, después de haberse escapado dos veces de los indios que lo habían capturado, el viejo conquistador revela que «…desde entonces temí la muerte más que nunca; y esto he dicho por que antes de entrar en las batallas se me ponía una como grima y tristeza en el corazón y orinaba una vez o dos, y encomendándome a Dios y a su bendita madre…» (p. 91). Otros sentimientos, de terror seguramente, invadieron a los conquistadores cuando los mexicas les arrojaron cabezas de soldados españoles, con la promesa de un destino semejante.
Si bien generalmente la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España exalta la valentía de los conquistadores, los testimonios sobre el miedo de los contrincantes no están del todo ausentes, como ya vimos. Ahora bien, después de un matizado análisis, Guillermo Turner detecta que «Como se ha señalado, en esta historia [la de Bernal Díaz del Castillo] los indios son dibujados experimentado miedo ante el propio enemigo; en cambio, los conquistadores viejos sólo parecen tenerlo en las situaciones de verdadero peligro y de muerte» (p. 102). Es más, al contextualizar en el marco de la obra de Delumeau sobre el miedo en Occidente las expresiones de miedo o de temor que aparecen en las obras de Bernal Díaz del Castillo y de Francisco de Aguilar, Guillermo Turner concluye que estas expresiones manifiestan la pertenencia de sus autores a un ámbito más renacentista que medieval, a diferencia por ejemplo de la obra de López de Gómara, en la cual la exaltación del heroísmo de Cortés tiene matices propios de un género literario más tradicional.
El siguiente capítulo de Los soldados de la Conquista, herencias culturales «Indicios de un saber sobre la cura», rastrea los indicios en las crónicas que describen «…la medicina anterior a su institucionalización por medio del protomedicato» (p. 118). Guillermo Turner enumera toda una serie de heridas, enfermedades y otros males que sufrieron los conquistadores, como el «mal de pensamiento» o «mal de enojo» que puede conducir a los que lo padecen a la muerte. Incluso el mismo Cortés después de la Conquista «había estado a punto de muerte de calentura y tristeza», por lo que alguien había llegado a confeccionarle unos hábitos de San Francisco para el momento de sepultarlo (pp. 132-133). El historiador mexicano reporta también el destino trágico de un tal Rodrigo Mañueco quien apostó, «con tal de divertir a su capitán», que podía subir completamente armado un cerro alto, por lo que «…reventó al subir de la cuesta y murió de ello» (p. 130). Otro tipo de muerte que afectó a algunos conquistadores fue el hartazgo de comida —de carne salada después de un periodo de hambruna—, por ejemplo en el camino a las Hibueras.
En cuanto a las heridas que sufrieron los conquistadores en diversas batallas, ellas son objetos de descripciones precisas en las crónicas y obviamente motivos de orgullo. El mismo Cortés describe cómo fue herido en diversas ocasiones, incluso relata cómo una vez «…yo asimismo quedé manco de dos dedos de la mano izquierda» (p. 140). Bernal Díaz del Castillo no deja de mencionar también las múltiples heridas que recibió por flechas, lanzas, pedradas, etc., por lo cual quedó un vez «sin sentido por la mucha sangre que me salió» y en otra ocasión en «peligro de muerte» (pp. 130-140).
Otro tema recurrente en los relatos de los conquistadores es la potencia de los venenos o ponzoñas que existían en el Nuevo Mundo. Por ejemplo, Bernal Díaz del Castillo cuenta que el padre de la Merced «…nunca creyó que Moctezuma hubiera muerto de las heridas que había recibido; sino que pensaba que “le pusiesen alguna cosa con que se pasmó”» (p. 143). Ahora bien, las sospechas de envenenamiento fueron comunes entre los castellanos. Así, después de la muerte de Francisco de Garay se murmuró acerca de Cortés «…no faltó quien dijo que le había mandado dar rejalgar en el amuerzo» (p. 146). También despertó sospechas el hecho de que después de consumir «natas y requesones» en un banquete de recibimiento organizado en Iztapalapa, murió el licenciado Luis Ponce de León quien había venido a la Nueva España para «tomar residencia a Cortés».
Muy sugerente es el apartado intitulado «En manos de médicos, cirujanos, maestres, barberos, boticarios, matasanos y ensalmadores», en el cual Guillermo Turner nos ofrece un estudio detallado de los que practicaban, de una manera u otra, el arte de la medicina en la época de la Conquista. Después de especificar que estos personajes no pertenecían a la nobleza, el autor proporciona una lista de diversos especialistas, basándose sobre todo en la crónica de Bernal Díaz del Castillo. Entre ellos destaca el maestre de Roa, hombre viejo y de buena plática y sobre todo afamado curandero que el mismo Cortés mandó llamar de Castilla «para que le curase el brazo derecho, que tenía quebrado de una caída de caballo» (p. 154). El maestre —es decir, alguien que no contaba con grado universitario— también prometió a doña María de Mendoza, esposa del comendador mayor, que llegaría a tener hijos y aseguró a fray García de Loaisa, presidente del Real Consejo de Indias, que lo curaría de la gota. El maestre de Roa —que medía solamente 4 palmos, más o menos 80cm— obtuvo por sus servicios unos pueblos de indios, lingotes de oro y encomiendas. Lo sorprendente es que, sin que por ello fuera privado de sus espléndidos emolumentos, en palabras de Bernal Díaz del Castillo «…ni sanó el marqués de su brazo, antes se le quedó más manco […] ni la señora doña María de Mendoza nunca parió […] ni el cardenal sanó de su gota…» (pp. 155-156). Con razón el viejo conquistador se hace eco de ciertas quejas de los heridos y enfermos, en cuanto a los precios excesivos y al poco éxito a veces de sus curaciones, lo que les valió el apodo de «matasanos».
Guillermo Turner estudia también los tipos de medicinas y remedios que se empleaban. Nada más destacaré el uso de aceite caliente para curar las heridas, aceite que a veces llegaba a faltar, razón por la cual se sacaba… ¡nada menos que de los indios muertos! Es más, la primera vez que Bernal Díaz del Castillo menciona este «unto» singular, se refiere a la necesidad por parte de los españoles de curar a un caballo. Más adelante, después de describir el primer enfrentamiento con los tlaxcaltecas, el viejo conquistador apunta lacónicamente que «…con el unto de un indio gordo de los que allí matamos, que se abrió, se curaron los heridos» (p. 166). Como señala el historiador mexicano, no faltaron especialistas que «santiguaba y ensalmaban» las heridas, lo cual nos remite a los vínculos estrechos que existían entre los soldados de la Conquista y las culturas tradicionales o populares, las cuales permeaban todavía las prácticas médicas de la época.
El último capítulo, «Creencias y prácticas heterodoxas en las huestes de Hernán Cortés», es sin duda muy revelador en cuanto a las «herencias culturales» de los soldados españoles. En efecto, en este capítulo Guillermo Turner analiza con erudición y fineza a una de las figuras más fascinantes y enigmáticas entre los conquistadores: el soldado Blas Botello Puerto de Plata. La importancia de este personaje se desprende del hecho de que casi todas las crónicas sobre la Conquista lo mencionan de una u otra manera. El historiador mexicano detecta que, a diferencia de lo que aseguran los diccionarios y enciclopedias del idioma castellano, la expresión «tener familiar» se utilizó desde el siglo xvi. Esta expresión que significa «tener alguien trato con un demonio que los sirve y acompaña» se utiliza precisamente en relación con Blas Botello, que es calificado también de «astrólogo», de «adivino» e incluso de «nigromántico». De hecho, a lo largo de la Conquista, Botello anuncia ante sus compatriotas atónitos diversos acontecimientos por venir e incluso predice su propia muerte durante la famosa noche triste. Así, Bernal Díaz del Castillo menciona que después del deceso de Botello se encontró en su petaca un objeto bastante singular: «…una natura como de hombre, de obra de un geme, hecha de baldres, ni más ni menos, al parecer, de natura de hombre, y tenía dentro como una borra de lana de tundidor.». Esta descripción amerita algunas aclaraciones, para lo cual citaré la explicación erudita de Guillermo Turner: «En este caso, “natura” significa pene; “geme” es la medida de la distancia entre el dedo índice y el pulgar, “baldres” era la piel curtida de oveja y “tundidor” el trabajador que cortaba o tundía el pelo de los paños. Se trata, pues, de una representación fálica» (p. 183). El soldado Botello llevaba entonces consigo un falo postizo que seguramente utilizaba como talismán. Me permito añadir al estudio de Guillermo Turner que los antiguos romanos usaban la palabra fascinum, para designar objetos en forma de falo a los cuales se atribuía un considerable poder defensivo (Castiglioni, 1947). Aunque ignoro si esta creencia se perpetuó hasta el siglo xvi en Italia, podría ser que de ahí la hubiera retomado Botello, ya que según Bernal Díaz del Castillo era «…al parecer muy hombre de bien y latino, y había estado en Roma…». Abriendo un paréntesis, quisiera mencionar que los guerreros mexicas trataban de conseguir «el dedo de medio de la mano izquierda» de una mujer muerta en parto, el cual colocaban en sus escudos para poder ser valientes y prender cautivos en el campo de batalla; se decía que el dedo de la mujer paralizaba los pies de los enemigos y los cegaba (Olivier, 2006).
Volviendo al soldado Botello, Bernal Díaz del Castillo relata también que después de su muerte, además del talismán ya comentado, se encontraron «en su petaca unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos y señales». En ellos Blas Botello se interrogaba: «Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios». Y decía en otras rayas y cifras más adelante: «No morirás». Y decía en otra parte: «Si me han de matar, también mi caballo». Decía adelante: «Sí matarán». Y de esta manera tenía otras como cifras y a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras en aquellos papeles que eran como libro chico» (p. 190). Guillermo Turner emprende un amplio estudio contextual para analizar este fragmento, en el cual toma en cuenta la prohibición de la adivinación en España al final de la Edad Media, pero también la existencia de una abundante literatura sobre prácticas mágicas y adivinatorias. El historiador se enfoca también en la difusión de la cábala entre los judíos españoles, lo cual se tradujo en la producción de una literatura de gran riqueza. Ahora bien, existía al mismo tiempo una «cábala práctica» que «se abocaba a tareas más concretas que a la gente sencilla le reportaba un provecho directo y tangible sobre el mundo físico, por ejemplo, curar enfermos, librar a la gente de peligros, adquirir poderes sexuales, descubrir tesoros, etc.» (pp. 210-211). De manera que —según el autor del libro que reseñamos— las actuaciones de Blas Botello, su talismán y sus actividades adivinatorias «…parecen tener raíces en la cábala práctica de origen judeo-español» (p. 212). Es difícil concluir acerca del origen judío o converso de Botello, o del contacto que pudiera haber tenido con la escuela italiana de cábala judía.
Sea como fuere, Guillermo Turner estudia las reacciones encontradas de los autores castellanos frente a los supuestos poderes de Botello. Si bien autores como López de Gómara expresan escepticismo en cuanto a las predicciones de Botello, o bien en el caso de Cervantes de Salazar lo acusan de haber sido de «mal agüero» entre los conquistadores, otros, como Francisco de Aguilar, hablan de él con respeto. Acerca de este último, el historiador mexicano constata que «…el autor no sólo no desmiente ni duda de los presagios de Botello, sino que los confirma, más aún si consideramos que la Relación breve fue escrita muchos años (entre 39 y 44) después de que Francisco de Aguilar se hubo convertido en religioso y que la escribió (o dictó) durante los últimos años de su vida…» (p. 188). Queda la incógnita de la influencia de Botello sobre Cortés, quien no lo menciona en su obra, pero que algunos autores describen atentos a las predicciones del adivino. Sin pretender concluir al respecto, quisiera añadir al expediente un estudio poco conocido de dos arqueoastrónomos polacos, Ryszard Tomicki y Robert M. Sadowski, quienes propusieron —a través de una reconstrucción histórica de la astrología de la época— que Blas Botello determinó la fecha de la Noche Triste después de haber observado cuidadosamente la configuración de los astros: El Sol estaba en una posición bastante débil pero a comparación de las noches anteriores la situación de la Luna había mejorado […] El Ascendiente todavía permanecía en Aries quien, siendo un signo ardiente, favorece todas las acciones cautelosas, pero esta situación no iba a durar más de media hora (!). La siguiente limitación venía de la Luna que se acercaba peligrosamente a Saturno y dentro de doce horas iba en entrar en conjunción con él, multiplicando su mala influencia (Tomicki y Sadowski, 1992).
El poco éxito de esta elección es bien conocido: más de la mitad de la tropa española y de sus aliados fueron muertos, la mayoría de las armas y del botín perdidos. Ahora bien, los especialistas polacos sugieren que si bien la configuración del cielo no era del todo ventajosa para los españoles, era la menos mala en esos días.
Para concluir sobre este tema dejo la palabra a Guillermo Turner, quien nos presenta la siguiente síntesis: Los soldados de la Conquista no podían borrar repentinamente un bagage que la historia y el mundo ibérico y mediterráneo había tejido por siglos, como si esa mentalidad premonitoria nunca hubiera formado parte de la tradición cultural de España, por mucho que las autoridades españolas se dedicaran a hacerla desaparecer en aras de creencias, conductas y una visión del mundo cristianas y homogéneas (pp. 214-215).
En pocas palabras, Los soldados de la Conquista: herencias culturales de Guillermo Turner constituye una obra clave para entender las mentalidades de los conquistadores y adentrarnos en el complejo bagage cultural que estos llevaron al Nuevo Mundo.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.