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Vol. 37.
Páginas 57-80 (enero - abril 2016)
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La escritura del horror en los cuerpos: violencia ontológica y simbolismo de crueldad
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Luis Jaime Estrada Castro1,
Autor para correspondencia
luisjaimeec@gmail.com

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Resumen

En el presente artículo, el autor conceptualiza a la violencia homicida contemporánea llevada a sus extremos, como violencia ontológica. Para el autor, no obedece a la pura necesidad de quitar la vida, sino que se centra en la destrucción del cuerpo marcado por el simbolismo de crueldad como forma de atentar contra la dignidad y la condición humana. Para esta violencia y el simbolismo de crueldad sobre los cuerpos de las víctimas, la muerte no es suficiente, ya que el horror busca trascender la muerte prolongando la deshumanización.

Palabras clave:
Violencia ontológica
biopolítica
soberanía
simbolismo de crueldad
cuerpo.
Abstract

The contemporary homicidal violence pushed to its extreme, no longer has the true need of taking life, rather it focuses on the destruction of the marked body by symbolism of cruelty as a way of attacking against dignity and human condition which is conceptualized in this article as ontological violence. For this violence and the symbolism of cruelty about the body of the victims, death is not enough as the horror seeks to transcend death by extending the dehumanization, which is analyzed through the Goya's play Saturno devorando un hijo.

Keywords:
Ontological violence
biopolitics
sovereignty
symbolism of cruelty.
Texto completo
Introducción: violencia y corporeidad

La violencia criminal u homicida contemporánea llevada a sus extremos se manifiesta como un tipo violencia, cuya finalidad no es ya el acto de quitar la vida, sino la destrucción del cuerpo marcado por el simbolismo de crueldad como forma de atentar contra la dignidad y la condición humana, la cual es conceptualizada en este artículo como violencia ontológica. El cuerpo es un discurso social y, junto con la mente y espíritu, un elemento constitutivo de lo humano, por lo que su desaparición, tortura, mutilación y desmembramiento, verifica la desarticulación psicológica y social de la condición humana, convirtiendo el cuerpo del cadáver en un mensaje deshumanizante del horror social.

Para el discurso de la violencia ontológica y el simbolismo de crueldad sobre los cuerpos de las víctimas, la muerte no es suficiente, ya que el horror que genera en las víctimas secundarias como la familia, comunidad y sociedad en general a la que pertenecen las víctimas primarias, busca trascender la muerte prolongando el sometimiento, la dislocación social y la deshumanización.

Bajo este contexto, se realiza un trabajo hermenéutico que busca construir un marco de interpretación de la violencia ontológica y el simbolismo de crueldad sobre los cuerpos de las víctimas como un nuevo discurso del horror caracterizado por una creciente violencia, tanto en cantidad, como en sus cualidades deshumanizantes. Debido a la complejidad del tema, cuya profundidad se plantea esencialmente simbólica y ontológica, se recurre a una pintura del español Francisco de Goya que se titula Saturno devorando a un hijo (1820-1823) y forma parte de la serie de las Pinturas negras; esa pintura servirá de mediación simbólica para la interpretación del horror y la crueldad propias de la violencia ontológica.

Francisco de Goya: Saturno devorando a un hijo

Uno de los más grandes y extraordinarios exponentes del horror y la crueldad, cuya característica más impresionante es el grado de melancolía que atraviesa sus obras, es el pintor Francisco de Goya, quien con su pintura titulada Saturno devorando a un hijo abre el camino, a través de la mediación simbólica de su pintura, al horror y al dolor más profundo, al poner el alma humana en un juego simbólico, sublime y cruel. Esta pintura servirá de mediación simbólica para la interpretación del horror y la crueldad propios de la violencia ontológica. Aunque son casi 200 años de diferencia entre la época de Goya y la época actual, los elementos arquetípicos del horror y la crueldad permanecen vivos y exigen ser reinterpretados y resignificados a la luz del contexto de la modernidad.

Francisco de Goya y Lucientes nació el 30 de marzo de 1746 en el poblado de Fuendetodos en las cercanías de Zaragoza, España. En 1799 publicó la colección de ochenta ilustraciones denominada Los caprichos, una de las series más ricas en contenido simbólico y mitológico de las obras del pintor. Posteriormente, entre 1805 y 1810, durante la ocupación francesa a España, dirigida por Napoleón Bonaparte, pintó ochenta y dos ilustraciones profundamente crueles y violentas a las que llamó Los desastres de la guerra. Sin duda, estos dos periodos caracterizados por tales colecciones marcarán los cimientos temáticos del horror, la violencia, la melancolía y la crueldad, característicos de la serie de la Pinturas negras, entre las que se encuentra Saturno devorando a un hijo.

En febrero de 1819, Francisco de Goya compró en Madrid una casa que, tras una fuerte enfermedad que lo dejó sordo, fue conocida como la Quinta del Sordo. La enfermedad impidió que continuara con su puesto en la Academia de San Fernando, ya que desde de 1795 era director de pintura, por lo cual fue designado como director honorario. En ese periodo, caracterizado además por la vejez, la enfermedad y la soledad, Goya pintó las catorce obras murales al secco, conocidas como las Pinturas negras, la cuales se realizaron entre 1820 y 1823. László F. Földényi, en la obra Goya y el abismo del alma, señala que:

En el otoño de 1823 [Goya] puso la casa a nombre de su nieto y poco después se estableció en Francia. Las pinturas murales se trasladaron al lienzo entre 1874 y 1878, bajo la dirección de Salvador Martínez Cubells, restaurador del Museo del Prado, y en 1878 fueron exhibidas en la Exposición Universal de París; en 1881 el barón Frédéric-Emil d’Erlanger, propietario de la Quinta del Sordo y de las pinturas, las donó al gobierno español. Fue entonces cuando llegaron a su lugar actual, el Museo del Prado (Földényi, 2008: 219).

Sin duda, una de las consecuencias de trasladar las pinturas de los murales originales al lienzo que ahora puede observarse en el Museo del Prado, es que se perdieron algunos detalles que sí se encontraban en la casa de Goya. Lo cierto es que fue la única forma de conservarlas ante su acelerado deterioro e incluso de la demolición de la Quinta del Sordo, años después. Sin embargo, la pregunta esencial se encuentra en lo que estas obras representan tanto para el autor como para el ser humano en general, ya que, incluso en medio del horror o tal vez gracias a él, estas pinturas son profundamente humanas. Al respecto, Folke Nordström señala:

En estas pinturas es posible encontrar una implicación particularmente profunda y una elección del tema meramente personal. Y desde luego no cabe duda que en ellas Goya creó un arte de rara intensidad, aterrador y sumamente emotivo. ¿Por qué entonces la elección de los temas? ¿A qué programa responden estas pinturas? ¿Podemos realmente preguntarnos por un programa? ¿Qué relación tienen estas pinturas con Francisco Goya, el hombre? […] ¿Cuál es el tema de las pinturas negras de Goya? (Nordström, 1989: 225).

Los tres grandes temas que atraviesan las catorce obras que componen las Pinturas negras, son: melancolía, locura y horror, particularmente en la obra aquí analizada. En la pintura, Saturno es representado como un gigante colosal muy viejo; sus dimensiones pueden ser hasta cinco veces superiores a las del cuerpo que devora. El coloso de pelo gris y ojos desorbitados resalta en un entorno oscuro y tenebroso, no hay tierra ni cielo, y por un instante pareciera que también le falta el aire y se asfixia atragantado. Las luces y sombras resaltan al viejo cuyo cuerpo también está mutilado y dislocado de las piernas; y sus brazos, que no obedecen a dimensiones y formas de un cuerpo sano, son simples masas sin forma. Saturno ya se tragó la cabeza y el brazo derecho de su víctima y ahora engulle lastimosamente el brazo izquierdo; no puede respirar, se atraganta, se asfixia, desespera, aumenta su locura. La sangre y los cuerpos resaltan como un mensaje de horror y de angustia; sin duda, “Saturno es el eterno símbolo de la crueldad” (Nordström, 1989: 232).

El mito del dios Saturno para la mitología romana y Cronos para la mitología griega relata que el gran dios, unido con la diosa Rea, quien al tiempo de ser su hermana era su esposa, devoraba a sus hijos apenas nacían, pues su padre Urano, ante quien se había revelado y a quien cortó los genitales con una hoz, en venganza por el daño hecho a su madre Gea y a sus hermanos, le advirtió que él, a su vez, sería asesinado por uno de sus hijos.

Francisco de Goya y Lucientes, Saturno devorando a un hijo (1820-1823). Museo Nacional del Prado, Madrid, España.

Hesíodo, en su Teogonía, describe a Cronos como un dios “de mente retorcida, el más terrible de los hijos y que se llenó de un intenso odio hacia su padre” (Hesíodo, 2007: 2). Junto con sus hermanos, forma parte de la estirpe de los Titanes, quienes gobernaron el mundo antes de los dioses olímpicos. Cronos tuvo seis hijos con Rea; a los primeros cinco –Histia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón– logró devorarlos en cuanto nacieron. Sin embargo, esto desató la furia de Rea, quien al saber que estaba por nacer su sexto hijo, Zeus, le pidió a su madre Gea que lo escondiera en su manto para que pudiera crecer y así asesinar a Cronos, en venganza por el horroroso acto antropófago de devorar a sus hijos. Cronos, entonces, es el dios-hijo que castigó y mutiló a su padre, así como el dios-padre devorador de sus hijos y finalmente asesinado en venganza por el último de ellos.

Al nacer, Gea escondió a Zeus y, en su lugar, Rea entregó una enorme roca a Cronos que, sin mayor miramiento, fue devorada por el dios pensando que se trataba de su sexto hijo. Al cabo de un año, Zeus estuvo listo para enfrentar a su padre y así vencerlo, tras lo cual vomitó a sus cinco hermanos que habían sido previamente devorados, quienes se dividieron el mundo para gobernarlo desde entonces.

De esta forma, se ofrece una primera interpretación, prácticamente literal e ilustrativa, de la pintura de Goya, por lo que el viejo antropófago es Saturno/Cronos, y el cuerpo mutilado que está siendo devorado podría ser cualquiera de sus primeros cinco hijos. Sin embargo, esta interpretación no resulta suficiente. La propia pintura exige ser interpretada en lo profundo, en sus diferentes sentidos representados simbólicamente, por lo que requerirá un trabajo de interpretación más complejo.

Soberanía y biopolítica: hacer morir y dejar morir

La antropóloga feminista Rita Laura Segato, en su obra Las estructuras elementales de la violencia, realizó un estudio etnográfico en la penitenciaría de Brasilia sobre la mentalidad de los condenados por violación, en donde después de múltiples entrevistas, análisis y observaciones detalladas sobre las formas de pensar, justificarse y comportarse de estos presos, concluye que la violación, entendida como “el uso y abuso del cuerpo del otro, sin que éste participe con intención o voluntad compatibles” (Segato, 2010: 22), no es un asunto de individuos desviados social y mentalmente, “sino expresiones de una estructura simbólica profunda que organiza nuestros actos y nuestras fantasías y les confiere inteligibilidad” (Segato, 2013: 19).

Esto pone de manifiesto que el agresor, la víctima y la sociedad a la que pertenecen, comparten el mismo lenguaje e imaginario simbólico sobre el género, por lo que la violación y el abuso sobre el cuerpo son comprendidos como un discurso social, una interacción comunicativa que resalta el hecho de que el agresor ejerce el poder soberano y de dominación; así, “la víctima es expropiada del control sobre su espacio-cuerpo” (Segato, 2013: 20). Es inteligible, interpretable y descifrable por todos los que comparten esa estructura simbólica; en otras palabras, “la violación forma parte de una estructura de subordinación que es anterior a cualquier escena que la dramatice y le dé concreción” (Segato, 2010: 40).

Es en esta relación agresor/soberano-víctima/dominada –cuya relación binaria es solamente un punto de arranque debido a la complejidad del tema–, “un acto de manipulación forzada del cuerpo del otro que desencadena un sentimiento de terror y humillación” (Segato, 2010: 40). Pero este acto de sometimiento y terror no va dirigido únicamente contra la víctima, sino contra todos los que comparten la vida cotidiana con ella e incluso para quienes, en una analogía de círculos concéntricos, forman parte de estructuras y lazos más generales pero igualmente compartidos, lo que va desde la familia y amigos, pasando por las personas con quienes comparte las rutinas de su vida cotidiana en diferentes ámbitos, hasta la sociedad e incluso el Estado. Al respecto, Rita Laura Segato señala:

Si la violación es, como afirmo, un enunciado, se dirige necesariamente a uno o varios interlocutores que se encuentran físicamente en la escena o presentes en el paisaje mental del sujeto de la enunciación. Sucede que el violador emite sus mensajes a lo largo de dos ejes de interlocución […] En el eje vertical, él habla, sí, a la víctima, y su discurso adquiere un cariz punitivo y el agresor un perfil de moralizador, de paladín de la moral social porque, en ese imaginario compartido, el destino de la mujer es ser contenida, censurada, disciplinada, reducida, por el gesto violento de quien reencarna, por medio de ese acto, la función soberana. […] En el eje horizontal, el agresor se dirige a sus pares, y lo hace de varias formas: les solicita ingreso en su sociedad y, desde esta perspectiva, la mujer violada se comporta como una víctima sacrificial inmolada en un ritual iniciático; compite con ellos, mostrando que merece, por su agresividad y poder de muerte, ocupar un lugar en la hermandad viril y hasta adquirir una posición destacada en una fratría que sólo reconoce un lenguaje jerárquico y una organización piramidal (Segato; 2013: 22).

La violencia ejercida sobre los cuerpos de las víctimas, por una violación o por cualquier acto de crueldad que busque el sometimiento y la deshumanización, se produce en una relación genérica de soberanía y dominación como acto fundante de la violencia ontológica y el simbolismo de crueldad, en donde incluso matar ya no es suficiente, sino que exige una dislocación absoluta de la voluntad de vivir, la dignidad y de la condición humana.

En Saturno devorando a un hijo es posible observar ese acto de manipulación forzada del cuerpo, cuyo horror trasciende al propio acto de matar: hace falta decapitar, desmembrar, engullir con dolor, incluso un dolor tanto para la víctima como para el victimario. László F. Földényi asegura que:

Saturno representa los últimos instantes de una lucha. El anciano agarra primero a su víctima, tratando de buscar la mejor forma de asirla para que no escape de sus manos aunque empiece a retorcerse; luego le aferra las piernas con una mano y con la otra los brazos gesticulantes, para finalmente –exasperado quizá por sus convulsiones– arrancarle de un mordisco todo el brazo derecho. Ahora ya puede sostenerlo sin esfuerzo por la muñeca izquierda y los tobillos juntos; sólo tiene que preocuparse de que, al empezar a tragarlo, el cráneo no le lastime la mandíbula. No puede engullir la cabeza de un solo bocado, de modo que la quebranta para poder tragar la coronilla, luego el rostro y, por último, la parte restante (Földényi, 2008: 99).

Este sometimiento que resulta en el dominio absoluto sobre la vida y la muerte de la víctima, recuerda a Carl Schmitt, quien en su Teología política señala que “Soberano es quien decide sobre el Estado de excepción” (Schmitt; 2009: 13). El jurista de origen alemán relaciona el concepto de soberano con un caso límite, en donde las condiciones excepcionales o anormales de una situación exigen que una persona o cuerpo político-jurídico ejerzan la decisión sobre el curso de los acontecimientos, revisitándose así con la figura de soberano, ya que “es la norma la que en el caso excepcional se aniquila” (Schmitt; 2009: 18). En una analogía que exige el mayor cuidado, la violencia implica una situación excepcional que culmina en el ejercicio soberano del agresor sobre el sometimiento de la víctima, lo que incluso puede anclar profundamente sus raíces cuando la violencia deje de ser una situación excepcional y se convierta en norma.

La lógica de la violencia se ejerce en diferentes ámbitos y niveles que van desde las relaciones interpersonales más cotidianas al interior de una familia, hasta las relaciones entre el Estado y la sociedad, en donde, precisamente llevada la situación a su punto límite, la relación se define por la imposición de la voluntad soberana de vida y muerte sobre el cuerpo dominado. Esta idea fue desarrollada ampliamente por Michel Foucault, quien afirma:

Decir que el soberano tiene derecho de vida y muerte significa, en el fondo, que puede hacer morir y dejar vivir; en todo caso, que la vida y la muerte no son esos fenómenos naturales, inmediatos, en cierto modo originarios o radicales, que están fuera del campo del poder político. […] El efecto del poder soberano sobre la vida sólo se ejerce a partir del momento en que el soberano puede matar. En definitiva, el derecho de matar posee efectivamente en sí mismo la esencia misma de ese derecho de vida y de muerte: en el momento en que puede matar, el soberano ejerce su derecho sobre la vida. Es el derecho de hacer morir o dejar vivir (Foucault, 2008: 218).

En estricto sentido, la víctima de la violencia ontológica llevada a sus extremos, no está viva ni muerta, o cuando menos no depende ya de condiciones naturales ni de su propia voluntad, sino que ha quedado a merced del agresor soberano. Pero el asunto se profundiza cuando incluso la propia decisión del hacer morir o dejar vivir no es ya suficiente, sino que se plantea bajo las condiciones de los métodos y las formas; es decir, hacer morir o dejar vivir bajo qué condiciones y de qué forma. Es la escritura del horror sobre los cuerpos de las víctimas deshumanizadas lo que puede observarse en la pintura de Goya:

La víctima de Saturno, aunque pudiera, no sabría dónde ni cómo enfrentarse a ese desconocido opresor. Éste se rige por reglas diferentes, tiene otras formas de lucha, se comporta de una manera imprevisible para la mente humana; es más, puede que incluso sea invisible. La víctima no sería capaz de verlo aunque no le hubieran arrancado la cabeza, ya que no puede descartarse que todo lo que le sucede no sea más que un sueño. Una fuerza interna que le roe el alma, la va consumiendo, y al ser incapaz de reconciliarse con lo que mora en su interior, lo experimenta como un horror ajeno a ella (Földényi, 2008: 97).

La víctima podría ser cualquiera que, como incluso sucedió con Goya en distintos momentos de su vida, se enfrente a una batalla interna, espiritual, emocional, emotiva, moral, pero cuya manifestación no es únicamente trascendente, sino que tiene claras manifestaciones inmanentes sobre la vida y el cuerpo. Sin duda, Saturno devorando a un hijo es una lucha antropófaga en distintos niveles que van desde el intrapersonal y psicológico hasta el sociopolítico, en donde se libran las más horrorosas luchas entre los hombres, pueblos y naciones a lo largo de la historia de la humanidad.

El filósofo Roberto Esposito señala que aquello que en el ser humano es más común, como origen de lo humanamente compartido, es “la posibilidad de dar muerte y de ser muerto” (Esposito, 2012: 275). Sobre esta posibilidad, los seres humanos son fundamentalmente iguales, todos son potencialmente verdugos y víctimas, la mortalidad es la base mínima de la igualdad; por lo tanto, los seres humanos “se temen recíprocamente, porque saben que ninguna diferencia física e intelectual podrá asegurarlos ante la amenaza de muerte que constituyen uno para el otro” (Esposito, 2012: 275). Sin duda, a esto se refiere el filósofo esloveno Slavoj Žižek cuando afirma que “la biopolítica es en última instancia una política del miedo” (Žižek, 2009: 56).

En ese sentido, se puede afirmar que la violencia es cultural y social, pero comparte una base biológica que, en tanto agresividad llevada al extremo, es esa capacidad de vida y muerte como posibilidad fundante de lo humano. El propio Žižek (2009) señala que la diferencia entre agresividad y violencia radica en que la primera se basa en una fuerza vital, mientras que la segunda lo hace en una fuerza mortal.

René Girard, casi de manera descriptiva de la obra de Goya y el mito de Saturno, afirma que “sólo es posible engañar la violencia en la medida de que no se la prive de cualquier salida, o se le ofrezca algo que llevarse a la boca” (Girard, 2012: 12). No es posible pensar que la violencia puede ser erradicada absolutamente de todos los ámbitos de la vida humana que implican un sacrificio expiatorio, por medio del acto de devorar, necesario para fundar o refundar el universo y el equilibrio de todas las cosas que lo habitan, tal como lo afirma Földényi:

En la voluntad de devorar el mundo yace un deseo antropófago, aunque sin duda también es cierto que en el fondo del canibalismo está latente la idea de devorar el mundo. Éste es el motivo central de Saturno; es la antropofagia lo que provoca las reacciones más vehementes con respecto al cuadro y lo que hace que la obra se haya convertido en la creación más radical de la pintura europea (Földényi, 2008: 74).

Es por eso que Girard recalca que “el sacrificio tiene la función de apaciguar las violencias intestinas, e impedir que estallen los conflictos” (Girard, 2012: 22), y Goya pinta ese sacrificio de forma cruda, explícita, llena de horror. En muchos mitos cosmogónicos y antropocósmicos, el origen fundante es la violencia, el sacrificio y la muerte a partir de la cual la vida del ser humano y la relación de equilibrio con el mundo y todo lo que lo habita, es posible. 1 En el origen de la comunidad, planteada como una relación de igualdad total, la potencia de matar y ser muerto era mucho más fuerte, en tanto que no había un límite claramente marcado y el mundo y sus sentidos se presentaban como un caos. El mito es la narración ordenadora por antonomasia, tal como lo señala Rollo May: “Un mito es una forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene” (May, 1992: 17). Dicho sentido mitológico del mundo se manifiesta con absoluta crueldad en la pintura de Goya, la cual puede interpretarse incluso como el sacrificio del hijo de dios:

La muerte del dios despedazado no vendría seguida de la resurrección si no existiera algo que no pudiera reducirse ni a la vida, ni a la muerte, ni a la resurrección. Esto es lo que los griegos llamaban dios o naturaleza y lo que permite y llena la existencia de todo, sin que pueda limitarse a ninguno de los seres existentes. En este sentido, los destinos de Cristo y de Dionisios están unidos: su sufrimiento, muerte y resurrección evoca para los vivos y los mortales lo que está más allá de todo lo concebible y que por ello ofrece al hombre la experiencia de la eternidad. Ninguno de los dos puede concebirse sin ser despedazado, sin sufrir y morir (Földényi, 2008: 180).

En la pintura de Goya, la contienda llega precisamente hasta dios, quien libra una batalla consigo mismo y con el diablo, en una dualidad que no es dicotomía pura entre el bien y el mal, sino una continua transformación y mutación: algunas veces es dios devorando al demonio, en otras la víctima es Cristo (en cualquiera de los dos casos devora a su hijo), y en otras es el diablo devorando a Cristo:

Si en el cuerpo mutilado de la víctima reconocemos el cuerpo de Cristo, ¿quién será el que arranca su carne con avidez? La respuesta es evidente: sólo puede ser el Diablo que por fin ha logrado su objetivo. Sin embargo, en su gesto esforzado no se aprecia la menor señal de satisfacción. Como si el banquete le causara incluso mayor suplicio que a su víctima: abre los ojos con tanto dolor y estupor que parece estar tragando veneno (Földényi, 2008: 187).

Dios, Cristo, el Diablo, Dionisio, Saturno/Cronos, todos en un mismo tiempo, fusionados, reconocidos entre ellos como manifestación de la multivocidad del símbolo y las inabarcables significaciones y sentidos de la obra de arte. Sin embargo, en las explicaciones de la filosofía moderna respecto a la soberanía y la biopolítica, podría estar de fondo la discusión en torno a las oposiciones antagónicas del estado de naturaleza de Hobbes y su argumentación en favor de una naturaleza violenta del ser humano configurada en su homo homini lupus, y la perspectiva de Rousseau y la bondad innata del ser humano en su estado natural y originario. De cualquier forma, en las dos perspectivas hay una comunidad originaria que da paso al contrato social y con él al Estado.

En este punto cabe recordar a Carl Schmitt, quien señala que “Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (Schmitt, 2009: 37). Por lo anterior, la relación entre mito, arquetipo y política moderna (soberanía y biopolítica) resulta indisociable, ya que, como señala el filósofo Ernst Cassirer, “si intentamos descomponer nuestros mitos políticos contemporáneos en sus elementos, descubrimos que no contienen ningún rasgo que sea completamente nuevo” (Cassirer, 2004: 327).

Sin embargo, estos mitos, desde la perspectiva de Esposito, se transformaron y secularizaron para evitar una violencia original:

límites insuperables recorren ya el mundo entero, separando cada uno de los Estados, y dentro de ellos, a los individuos que los habitan. Sólo esta división de lo que es común puede garantizar la seguridad ausente en la comunidad originaria (Esposito, 2012: 280).

No obstante, esto no significa que una vez superada la comunidad original, se haya reducido la violencia, sino que ésta cambió en sus formas y configuraciones:

Con respecto a la comunidad sin ley de los orígenes, la sociedad moderna ciertamente está a salvo del riesgo inmediato de extinción, pero en una forma que la expone a una violencia potencial aún más acusada por interna al mecanismo mismo de protección (Esposito, 2012: 282)

En la sociedad moderna, la figura del soberano adquiere el papel preponderante que le confiere, como se ha visto, el derecho de hacer morir o dejar vivir. Sin embargo, es el propio Michel Foucault quien advierte el giro que dio el Derecho político del siglo xix y que completó el Derecho de soberanía, en la que se otorga un poder inverso, el “poder de hacer vivir y dejar morir” (Foucault, 2008: 218). Este poder es el origen y fundamento de la biopolítica.

En “El nacimiento de la medicina social”, conferencia incluida en el texto Estrategias de poder, Michel Foucault ofrece algunos primeros puntos sobre la biopolítica o administración política de la vida, respecto a lo cual señala: “el capitalismo que se desarrolló a finales del siglo xviii y comienzos del xix, socializó un primer objeto, que fue el cuerpo, en función de la fuerza productiva, de la fuerza de trabajo” (Foucault, 1999: 365). En el momento en el que las fuerzas económicas y productivas propias del capitalismo encuentran en el ser humano la fuerza de trabajo necesaria para la producción y reproducción del sistema económico, el cuerpo ya no solamente tiene una dimensión individual y social, sino que es controlado estratégicamente por las tecnologías del Estado para su preservación instrumentalizada a través de la salud y la medicina públicas:

El control de la sociedad sobre los individuos no se operó simplemente a través de la conciencia o de la ideología, sino que se ejerció en el cuerpo, y con el cuerpo. Para la sociedad capitalista, lo más importante era lo biopolítico, lo somático, lo corporal. El cuerpo es una realidad biopolítica; la medicina es una estrategia biopolítica (Foucault, 1999: 366).

Que el cuerpo se convierta en el centro de la realidad y control biopolítico es fundamental, ya que implica que el Estado emplea distintas tecnologías para el control y la administración de la vida; es decir, la política y la vida se interrelacionan mediante la administración del cuerpo en tanto vida/máquina productiva, por lo que, en efecto, el desarrollo de la medicina adquiere a partir del siglo xviii una dimensión estratégica para administrar la vida y la muerte.

Para Foucault, entonces, la biopolítica es

la consideración de la vida por parte del poder; por decirlo de algún modo, un ejercicio del poder sobre el hombre en cuanto ser viviente, una especie de estatización de lo biológico o, al menos, cierta tendencia conducente a lo que podría denominarse la estatización de lo biológico (Foucault, 2008: 217).

En este sentido, el poder es representado por Goya como una fuerza mitológica incontenible, trascendente pero manifiestamente inmanente, cuya batalla es llevada a cabo en las almas y los cuerpos de las personas:

De este modo se formó esa curiosa contradicción según la cual si el Mal se opone a Dios, una parte de la esencia divina entra en conflicto con la otra. Para perseguir y eliminar definitivamente a Satanás, Dios tiene que negar y destruir a su propio hijo; rechazando el Mal, destruye una “parte” de su propio ser. […] Según testimonia la pintura de Goya, el que Dios se negara a sí mismo, no es simplemente una cuestión dogmática, sino que llama la atención sobre la unidad interna del alma, necesidad y objeto fundamental del hombre. El escenario final del duelo entre el Diablo y Dios no es el cielo ni el infierno, sino el alma: es ahí donde se desarrolla toda la batalla decisiva y por tanto será escenario bien del cielo, bien del infierno (Földényi, 2008: 198).

Como se ha dicho, el mito sufrió un proceso de secularización en la modernidad; sin embargo, sus raíces, símbolos y narrativas permanecen incluso en el pensamiento racional, en donde el Estado posee el control sobre la vida y muerte de la población, ante lo cual Foucault agrega:

¿Cuál es el interés central en esa nueva tecnología del poder, esa biopolítica, ese biopoder que está estableciéndose? […] se trata de un conjunto de procesos como la proporción de los nacimientos y defunciones, la tasa de reproducción, la fecundidad de una población, etcétera (Foucault, 2008: 220).

En esta lógica, la transformación de la soberanía a la biopolítica se desarrolla sobre la base de los cambios en los mecanismos y tecnologías del poder.

El Estado, entonces, ya no se centra únicamente en la ejecución de un poder soberano cuya línea transversal es la muerte, sino que también funda en la vida el centro de su poder biopolítico, lo que significa la intervención en los procesos “propios de la vida, como el nacimiento, la muerte, la producción, la enfermedad” (Foucault, 2008: 221). Sin embargo, Foucault es sumamente enfático cuando señala que la biopolítica no se dirige únicamente al cuerpo, sino a la especie humana. Incluso, señala que no es sobre la sociedad en donde se ejerce la biopolítica, sino en el cuerpo de la población, en tanto que cuerpo múltiple e innumerable.

La biopolítica encontrará su centro y fundamento en la gestión y administración de la vida de una población en un contexto espaciotemporal específico. En otras palabras, la biopolítica busca “tomar en cuenta la vida, los procesos biológicos del hombre/especie y asegurar en ellos no una disciplina sino una regularización” (Foucault, 2008: 223). La idea de regularización de la vida será fundamental en tanto que principio fundante de la injerencia de la política en la vida:

Más acá, por lo tanto, de ese gran poder absoluto, dramático, sombrío que era el poder de la soberanía, y que consistía en poder hacer morir; he aquí que con la tecnología del biopoder, la tecnología del poder sobre la población como tal, sobre el hombre como ser viviente, aparece ahora un poder continuo, sabio, que es el poder hacer vivir. La soberanía hacía morir y dejaba vivir. Y resulta que ahora aparece un poder que yo llamaría de regularización y que consiste, al contrario, en hacer vivir y dejar morir (Foucault, 2008: 223).

Se desarrollan así dos sistemas de poder complementarios: el de la soberanía sobre la muerte y el de la regulación de la vida. Es precisamente en este punto en donde se presenta el núcleo de la tesis de este artículo: el hacer morir soberano y el dejar morir biopolítico, los cuales se complementan en el ejercicio del poder, el primero como acción y el segundo como omisión. Como más adelante se intentará argumentar, este cruce tenso entre el poder soberano y el biopolítico sobre la muerte constituye el entramado de la escritura del horror sobre los cuerpos como violencia ontológica. Ya sea por acción soberana u omisión biopolítica, la muerte se presenta y representa en su sentido más trágico y cruel sobre la humanidad.

De esta forma, se presentan estos dos sistemas de poder como técnica disciplinaria (soberanía) y como técnica regulatoria (biopolítica); la primera afirmando su poder sobre el cuerpo, la segunda sobre la vida. En otras palabras, se hace morir al individuo y se deja morir la vida humana, aunque materializada en los cuerpos particulares. Foucault lo señala de la siguiente forma:

Una tecnología que sin duda es, en ambos casos, tecnología del cuerpo, pero en uno de ellos se trata de una tecnología en que el cuerpo se individualiza como organismo, dotado de capacidades; y en el otro, de una tecnología en que los cuerpos se reubican en los procesos biológicos de conjunto (Foucault, 2008: 225).

Foucault señala que a partir del siglo xviii y con mayor fuerza en el xix, se instauró el poder biopolítico del Estado por encima del poder soberano; sin embargo, reconoce que este último poder no ha sido completamente eliminado, no ha dejado su lugar al poder biopolítico, sino que se manifiesta con toda su fuerza en las grandes catástrofes humanitarias cuya máximo ejemplo son las Guerras Mundiales en el siglo xx, el Estado nazi y el estalinismo, manifestaciones totales del ejercicio del poder soberano sobre los cuerpos. En tal caso, la biopolítica ha permitido también el ejercicio del poder soberano en su expresión más extrema, lo que ha generado el denominado “racismo de Estado”, que no es otra cosa que la capacidad del cuerpo estatal para decidir bajo la justificación de la “razón de Estado” a quién se hace vivir y a quién se deja morir.

El paradigma soberano, a su vez, se desarrolla en la relación entre el poder estatal y la identidad jurídica de los sujetos, “sobre cuyo fondo se perfila una nueva racionalidad centrada en la cuestión de la vida: su conservación, su desarrollo, su administración. […] La vida entra directamente en los mecanismos y dispositivos del gobierno de los hombres” (Esposito, 2011: 47). En este sentido, el gobierno y sus políticas tienen en el centro y como meta a la vida, la cual, a su vez, entra en el juego del poder en toda su magnitud. Las posibilidades políticas se tejen con las posibilidades de la vida.

En su sentido más complejo, la política es encadenada a los límites de la vida, o ésta queda atrapada por una política que la sojuzga. Para Esposito, el núcleo diferenciador está en el lugar que ocupa la vida:

En el régimen soberano, la vida no es sino el residuo, el resto, dejado de ser, salvado del derecho de dar muerte; en tanto que en el régimen biopolítico, la vida se instala en el centro de un escenario del cual la muerte constituye apenas el límite externo o el contorno necesario (Esposito, 2011: 57).

De este modo, la vida y el poder se enfrentan en una lucha constante e inacabable de subjetivación con expresiones inmanentes sobre el cuerpo.

Por eso no existe una radical separación entre soberanía y biopolítica, sino que, por el contrario, se complementan al grado extremo en el que la biopolítica muchas veces amenaza con convertirse en tanatopolítica. Es en la mitad de esta tensión de extremos en donde los gobiernos actuales centran su gestión y administración sobre la vida; asimismo, los Estados que ejercen el nuevo poder biopolítico se valieron del Derecho soberano de dar muerte para fortalecer la violencia, el racismo y el terror de Estado.

Violencia ontológica y simbolismo de crueldad

La manifestación por excelencia del poder soberano y biopolítico del hacer y dejar morir se representa con mayor fuerza en la violencia ontológica y, en consecuencia, el crimen ontológico, los cuales tienen en su base un profundo proceso de deshumanización. Por ello es fundamental tener presente que

El Saturno de Goya refleja las consecuencias del enfrentamiento con el sí mismo: el desconocido adopta la forma de un monstruo, y en vez de llegar a un acuerdo con el yo consciente, le arranca la cabeza de un mordisco. Este monstruo no le ofrece al hombre ningún tipo de reconciliación, de unidad, es decir, de cohesión (Földényi, 2008: 209).

Esta no reconciliación es el principio fundamental de la deshumanización y subsecuente dominio soberano para el ejercicio de la violencia ontológica sobre los cuerpos de las víctimas. Al respecto, Hannah Arendt desarrolla tres momentos claves de este proceso, cuya consecuencia será la muerte ontológica de la víctima:

1. El primer paso esencial en el camino hacia la dominación total es matar en el hombre a la persona jurídica (Arendt, 2007: 543).

Esto se logra cuando a ciertas personas o grupos sociales se les deja fuera de la protección de la ley y se acepta la ilegalidad como su forma de vida. Significa, entonces, que pierden todo derecho humano, incluidos el de la vida y la libertad. En este sentido, quedan fuera del reconocimiento jurídico de su existencia y comienzan a convertirse en parias humanos.

En diferentes momentos de la historia, éste ha constituido el primer paso para la deshumanización. Al respecto, Judith Butler afirma que toda vida humana debe ser reconocida como precaria, lo que significa que siempre es dependiente de factores externos, redes sociales, marcos estructurales (económicos, políticos, culturales y legales) que permitan que una vida pueda ser “vivible”, lo que significa que será una vida digna de ser llorada, de “tener un duelo como presupuesto de toda vida que importe” (Butler; 2010: 32).

2. El siguiente paso decisivo en la preparación de los cadáveres vivos es el asesinato de la persona moral en el hombre (Arendt, 2007: 548).

Esto puede comprenderse como la corrupción de la solidaridad humana, en donde el sentido de la Otredad se desintegra, lo que trae como consecuencia que “cuando ya no quedan testigos, no puede haber testimonio. […] Están prohibidos el dolor y el recuerdo” (Arendt, 2007: 548). Es la muerte de lo humano en cuanto ser social; constituye el principio de la muerte ontológica.

En este sentido, Butler afirma que después del ataque a las Torres Gemelas en Estados Unidos, el mundo sufrió una transformación en relación a la idea de la vida y la dignidad humana, en donde se totalizó y polarizó entre las víctimas (de la guerra y el terrorismo) que valen para ser vividas y, por lo tanto, lloradas y las que no son dignas de duelo y pasan directamente al olvido, una idea similar a las reflexiones de Arendt.

3. Tras el asesinato de la persona moral y el aniquilamiento de la persona jurídica, la destrucción de la individualidad casi siempre tiene éxito (Arendt, 2007: 552).

Esto implica “destruir la espontaneidad, el poder del hombre para comenzar algo nuevo a partir de sus propios recursos” (Arendt, 2007: 552). Es la culminación de la muerte ontológica, con la cual todo aspecto de lo humano, de ser del hombre se pierde, y quedan solamente cuerpos reducidos a biología pura, a un estado de indefensión. El asesinato de esos entes desposeídos de su individualidad, se convierte entonces en un acto meramente banal pero profundamente marcado por un simbolismo de crueldad.

Esto recuerda la palabras del filósofo Clément Rosset, quien señala que la crueldad es una característica propia de las relaciones humanas, ya que solamente el ser humano está facultado para interpretar –hacer inteligibles– los símbolos de lo cruel, respecto a lo cual señala:

Cruor, de donde deriva crudelis (cruel), así como crudus (crudo, no digerido, indigesto), designa la carne despellejada y sangrienta: o sea, la cosa misma desprovista de sus atavíos o aderezos habituales, en este caso, la piel, y reducida de este modo a su única realidad, tan sangrante como indigesta (Rosset, 2008: 22).

Sin duda, en la pintura de Goya puede observarse precisamente esa “carne despellejada y sangrienta”, la mutilación de un cuerpo inerme, indefenso y rendido que es devorado por la representación del horror, la crueldad y la locura.

Al respecto, Rosset señala que “lo que resulta más definitivo y notorio en la llamada condición humana, me parece que reside justamente en lo siguiente: estar provisto de saber […] y, a la vez, desprovisto de recursos psicológicos suficientes para hacer frente a su propio saber” (Rosset, 2008: 28). La realidad se le presenta en toda su crudeza y esto le resulta insoportable, por lo que recurre a distintos símbolos mediadores con esa realidad. La propia violencia ontológica, en su manifestación más cruda, exige una mediación para su interpretación que, entre otras posibilidades, puede ofrecer la pintura de Goya.

Rosset insiste: “El hombre es el ser que puede saber lo que, por lo demás, no puede saber; el que en principio puede lo que en realidad no puede; el que es capaz de enfrentarse a lo que justamente no es capaz de afrontar” (Rosset, 2008: 29). En este sentido, para el filósofo francés, el ser humano está condenado a una eterna crueldad que se manifiesta en la aventura entre la búsqueda de la verdad, el conocimiento de la realidad y lo insoportable que resulta reconocerla en toda su crudeza, lo cual a su vez puede producir los más terribles trastornos de la mente y llevar a la locura.

El simbolismo de crueldad resulta una mediación necesaria para interpretar y comprender la crudeza real de la violencia y el crimen ontológico. Los efectos de la violencia ontológica se manifiestan en el cuerpo biológico, sociocultural, político y espiritual; es decir, en el cuerpo se constituye lo inmanente y trascendente de lo humano, por lo que su aniquilación cruel formula el discurso del horror sobre la vida.

Michel Henry, en su obra Filosofía y fenomenología del cuerpo, señala que el cuerpo humano se compone en realidad de diferentes dimensiones de sí mismo:

  • a)

    El cuerpo como entidad biológica, cuya realidad debe ser en última instancia el lugar común de las determinaciones científicas que le conciernen o, mejor dicho, que lo constituyen;

  • b)

    El cuerpo como ser vivo, tal como se presenta en nuestra experiencia natural. Este cuerpo es, asimismo, una estructura trascendente cuyas características fenomenológicas son las características mismas de la percepción que nos lo da;

  • c)

    El cuerpo como cuerpo humano, que es también una estructura trascendente de nuestra experiencia, pero cuyas características no pueden reducirse simple y llanamente a las de cualquier cuerpo vivo, sino que parecen constitutivas de una nueva estructura (Henry, 2007: 29).

La violencia ontológica, además de constituir la culminación de la muerte de la persona jurídica, moral y de la individualidad, es, asimismo, la muerte/negación del cuerpo como entidad biológica, como ser vivo y como cuerpo humano. El cuerpo se constituye en vehículo de la degradación, denigración, negación de la vida; como una hoja sobre la cual se escribe el discurso del horror a través de la mutilación, la flagelación, la tortura como símbolos de dominio y control soberano, como manifestación extrema del biopoder incluso en un extremo denigrado.

El cuerpo es además orientación del mundo, medida de las cosas y vehículo de posibilidades; la pertenencia de un cuerpo inmanente cuya subjetividad, a su vez, permite su trascendencia, se manifiesta como encarnación situada en el universo. Michel Henry señala:

El fenómeno central del cuerpo, cuyo estudio es sin duda central para la comprensión de la realidad humana, no puede eludir en modo alguno una ontología fenomenológica elaborada a partir de un análisis de la subjetividad: la problemática propia del cuerpo está implícita dentro de la problemática general que tal ontología plantea, dado que este cuerpo, en su naturaleza originaria, pertenece a una esfera de existencia que es la de la subjetividad misma (Henry, 2007: 31).

El cuerpo es condensación de la existencia y la moral, por lo que su destrucción, más allá del acto de quitar la vida, constituye el acto más radical de la deshumanización, porque a su vez implica denigración del espíritu, represión de las emociones, destrucción del Otro: el cuerpo mutilado queda reducido a pura indefensión, a un estado de lo que Giorgio Agamben (2006) denomina el estado de zoé de la vida nuda, desprotegida, abandonada sociopolíticamente a pura biología. Por eso el cuerpo es una experiencia trascendente que se mueve y siente, cuya característica inmanente no es mera contingencia, sino que su presencia y existencia está implicada en una relación total con el mundo y el universo.

En ese sentido, la violencia ontológica es más que la búsqueda del placer sádico de la violencia por la violencia, es un mensaje que exige ser interpretado y cuyos significados son socialmente compartidos, aunque –como se verá–, el principio de horror sea la inmovilidad, la estupefacción, el congelamiento del cuerpo testigo, incluso en su dimensión social. Por ello, se trata de una violencia llevada a sus límites, es la expresión de la desmesura y la locura social, en donde la violencia se convierte en un fin absoluto. Al respecto, el sociólogo francés Michel Wieviorka señala:

La violencia por la violencia, el exceso, la crueldad, el sadismo, dibujan un desafío paradójico para quien quiere pensar en la violencia: estos aspectos del fenómeno son extremos, a menudo aparentemente marginales, actúan más bien en los límites que en el corazón de lo que llamamos espontáneamente “violencia” y, sin embargo, constituyen su nudo más central, y por tanto el más puro, el más escueto, el más radical. Quizá haya que considerar incluso que definen la violencia mucho mejor y mucho más que ninguna otra dimensión (Wieviorka, 2003: 156).

Pero la violencia ontológica se vuelve contra sí misma, pues reproduce el sinsentido del sujeto social que se ha abolido a sí mismo al deshumanizar a otra persona, y se reduce a simple y elemental animalidad; esto genera procesos de criminalidad pero también de revictimización, en donde la violencia se manifiesta en toda su fuerza como en cadenas y rituales de socialización resignificada, exaltando su propia complejidad. La violencia llevada a sus extremos más profundos exige reconocer en ese núcleo la parte más pura de su manifestación, es ahí, y no fuera de ella, en donde deben encontrarse sus raíces:

La crueldad, el sadismo, ya sean la fuente primera de la violencia, ya surjan con ocasión de ella, parecen convocar así interpretaciones que desemboquen en la idea o en la imagen de un desencadenamiento irresistible de una fuerza psíquica que o bien aporta un disfrute eventual, por ejemplo, al destruir al otro con las propias manos, de manera asesina y sangrienta, o bien se asemeja a un delirio. Tales fenómenos parecen proceder de la activación de pulsiones arcaicas, originarias, prohibidas y ocultas hasta entonces, y que se liberarían en circunstancias que autorizan su manifestación (Wieviorka, 2003: 160).

La violencia se convierte en un elemento inteligible y esto resulta fundamental para comprender el fin último de la violencia ontológica, pues la crueldad llevada a sus extremos, a su crudeza, a su exposición absoluta del horror, posee múltiples significados psicológicos, sociales, culturales y políticos. En este aspecto es fundamentalmente esclarecedora la pintura de Goya, ya que “a menudo la crueldad se ha reflejado exactamente en esta forma: un hombre comiendo a un niño” (Nordström, 1989: 235).

En el reverso de lo que pudiera parecer absurdo e ininteligible, de la tortura, la mutilación y la transformación del cuerpo en animalidad reducida a biología pura, a vida nuda, invita a reconocer algo más que simple manifestación del dominio y la soberanía sobre otro cuerpo en el sentido de control, sino que exige ir a lo profundo, a la multivocidad de lo terrible que hospeda sus más hondos significados en el sentido de lo humano; esto implica reconocer que en el hombre habitan y conviven el Bien y el Mal indisolublemente.

El horror sobre los cuerpos tiene el uso instrumental de convertirse en un mensaje que exige ser interpretado, tal como lo expresa con claridad Wieviorka: “El juego con los cuerpos destruidos después de matanzas, por ejemplo, combina a menudo dimensiones simbólicas con un sadismo que las víctimas futuras y la población afectada comprenden muy bien” (Wieviorka, 2003: 161). Es posible y necesario comprender la barbarie desde sí misma, desde el horror sobre las víctimas y el significado de la muerte que va más allá del simple reverso de la vida.

La violencia ontológica, cuya manifestación puede ser una violación sexual, es también un mensaje de horror y dominio soberano sobre el cuerpo-víctima, pero también sobre la población afectada capaz de comprender en lo más hondo la violencia absoluta, siempre que se tengan en mente las palabras de Wieviorka:

Antes de hablar de locura, de irracionalidad o de puro sinsentido a propósito de la violencia, resulta de buen aviso hacer siempre el esfuerzo de examinar lo más seriamente posible otras hipótesis, y no confundir nuestra ignorancia, nuestra incomprensión o nuestros prejuicios con un análisis profundo del sentido de los actos y de las conducta por muy bárbaras que puedan parecer (Wieviorka, 2003: 162).

La deshumanización necesaria para el ejercicio del horror y el simbolismo de crueldad sobre los cuerpos no busca simplemente matar por matar o hacer uso de la violencia por la violencia misma. La víctima es previamente degradada, porque la violencia absoluta sobre otra persona implica tratar a ésta como no humana, como carente de emociones, derechos, sentimientos y razones. De esta forma no se asesina a una persona, sino a un ente subhumano:

Convirtiendo al otro en un no hombre, en un no sujeto, en un ser deshumanizado, ya que puede ser envilecido y destruido como un objeto o un animal; siendo cruel es como se puede vivir como si uno mismo siguiera siendo un ser humano e incluso un sujeto. [...] La negación de la subjetividad del otro resulta puesta al servicio de la afirmación de sí (Wieviorka, 2003: 163).

Pero la afirmación de sí se manifiesta como acto de crueldad, en donde la destrucción del otro implica una deshumanización doble. La crueldad escala en lo profundo del alma y pasa de simple disfrute y pulsión pura, al delirio psicótico y, finalmente, a la relación del victimario perverso que permite asumir el horror que es causado sobre la víctima, pero siempre en un contexto de socialización; son significados y discursos compartidos. En este sentido, Valeriano Bozal señala respecto a la pintura de Goya:

La plena realidad de su existencia convierte a Saturno en un hombre viejo que devora a la que posiblemente es una mujer joven, y en esa acción está sometido a un frenesí orgiástico que deforma su rostro y todo su cuerpo. Goya no llama la atención sobre el divino poder de Saturno, ni sobre su condición justiciera o melancólica, nos pone ante una figura atroz que se metamorfosea en su atrocidad. Salen los ojos de las órbitas, la boca se convierte en fauces, se doblan los brazos y piernas, crecen desmesuradamente las manos (Bozal, 2009: 76).

Es fundamental tener siempre claridad sobre el sentido del horror en todos los niveles de su manifestación, en donde las víctimas no se reducen a quienes sufren directamente la violencia, sino a todos aquellos que comparten los elementos para decodificar el acto. La violencia es cultural e histórica; por lo tanto, simbólico-social. Por ello, es que Wieviorka afirma:

Los remordimientos, la culpabilidad, pero también todos los afectos de los que participaron en una experiencia fuerte de violencia extrema deben ser apreciados a la luz no sólo del pasado, sino también del presente en el que se encuentran: una sociedad que quiera escucharlos o no, perdonar sus excesos o no, etcétera. Así, los aspectos más singulares de la violencia, los excesos de la violencia por la violencia, la crueldad, dependen permanentemente de varios niveles de análisis, ya se trate del momento en que surge la violencia, de lo que la precede o de sus consecuencias para su autor (Wieviorka, 2003: 171).

En este sentido, Adriana Cavarero en su obra Horrorismo señala que la violencia humana se caracteriza por llevar el horror a sus últimos extremos, porque el horror resulta indispensable para interpretar nuestro presente, en donde el asesinato de lo Uno, de la Unidad del ser humano, debe ser entendido como “un crimen ontológico que va mucho más allá de la muerte […] tal crimen se consuma en un cuerpo vulnerable reconducido a la situación primaria de lo absolutamente inerme” (Cavarero, 2009: 58).

Lo inerme es entendido como indefensión absoluta, como imposibilidad de defensa ante la violencia inminente, lo que implica entonces, desde antes de que se ejerza el acto, una absoluta desigualdad de posibilidades de violentar o defenderse:

Toda la escena está desequilibrada por una violencia unilateral. No hay ni simetría, ni paridad, ni reciprocidad. […] como sucede en la tortura, las circunstancias en las que se ve a una víctima indefensa sufrir violencia son queridas, preparadas y organizadas por verdugos con armas (Cavarero, 2009: 59).

La indefensión, en tanto que vida nuda reducida a simple ente biológico, a bíos en estado puro, pierde todo vínculo político y social, por lo que aunque no es propiamente la muerte biológica, tampoco es una vida en todos sus sentidos ni en todo su esplendor en tanto que capacidad humana. Pero esta situación, lo cual no debe olvidarse cuando se intente comprender la violencia en sus extremos, no depende exclusivamente de la víctima, sino del victimario soberano que es quien decide, antes incluso de ejecutar el acto, si la víctima está viva o muerta, y si merece vivir, entonces bajo qué condiciones, y si debe ser muerta, con qué mensaje inscrito en el cuerpo:

Reducido a un objeto totalmente disponible, esto es, objetivado por la realidad misma del dolor, en el centro de la escena está un cuerpo sufriente sobre el cual la violencia trabaja tomándose mucho tiempo. La muerte, si la hay, bien rigurosamente al final, no siendo de todas formas el fin. El cuerpo muerto, en tanto que masacrado, es sólo un residuo de la escena de la tortura (Cavarero, 2009: 60).

El cuerpo mutilado, torturado, desencajado, desollado y abandonado al horror, resulta un simple residuo, un portador de un mensaje, una hoja sobre la cual se registró un mensaje humanamente horroroso, inteligible para todos, aunque francamente indigerible, difícil de observar, asimilar, apropiar. El horror sobre los cuerpos implica reconocerse uno mismo en la mutilación, en la herida que se abre entre la víctima y el victimario, porque el cuerpo se convierte en una obra para ser vista, para ser interpretada y leída; en otras palabras, si no existiera el espectador, el horror no tendría ningún sentido, ni siquiera para quien ejerce la violencia ontológica, precisamente porque implica un sacrificio no solamente de la víctima sino del victimario, quien se entrega al dolor de la tortura y expulsa con la mutilación del cuerpo el discurso del dolor humano que ya tenía tiempo torturándolo por dentro. En este aspecto Cavarero dice que

El horrorismo, aunque con frecuencia tenga que ver con la muerte o, si se quiere, con el asesinato de las víctimas inermes, se caracteriza por una forma particular de violencia que traspasa la muerte misma. Esto se evidencia teatralmente en la escena infinita de la tortura, cuyo étimo remite al latín torquere: torcer, retorcer el cuerpo. […] El crimen se revela más profundo y va a las raíces mismas de una condición humana que es ofendida a nivel ontológico (Cavarero, 2009: 61).

La violencia ontológica es una violencia no simplemente contra la dignidad, sino contra la condición humana; es destrucción del pensamiento, el cuerpo, el pasado, el presente y el futuro del hombre. Es una suerte de dislocación del discurso de la vida que es derruida por el simbolismo de crueldad más profundo en tanto que genera una escisión del alma, una confrontación con el horror de la carne desnuda. La muerte de toda posibilidad, de toda vida arraigada a lo social, a la otredad, es una dislocación de su vida y su narración en el tiempo. La muerte biológica es la última que se ejerce en el proceso de deshumanización, aunque, como también se ha mostrado, la muerte no es suficiente, pues el mensaje de horror no ha concluido. Al respecto, Cavarero precisa:

El crimen ontológico ha mostrado aquí la violencia unilateral sobre el inerme como su criterio decisivo. Es más, mediante una fabricación artificial del inerme mismo –un inerme degenerado y no vulnerable ya– lo ha demostrado del lado de lo inhumano y del exceso. Lo que atestigua que se trata, sí, de horror, pero como con frecuencia se repite, de horror extremo, inaudito, excedente (Cavarero, 2009: 72).

La violencia ontológica es el exceso del horror, el dolor llevado a sus extremos, la soberanía como dominio absoluto sobre la voluntad del otro. No hay posibilidad de dignidad, de mantener un punto posible de la condición humana; es llevar lo humano a sus límites y sobrepasarlos, mutilarlos, silenciarlos, torturar todo lo que contenga un rastro de lo potencialmente humano. El sacrificio ya no es suficiente, ni siquiera el sentido mágico-religioso que por medio del ritual lograba restaurar el orden del mundo, crear una narrativa de purificación. Hoy, el horror es un simple mensaje sobre los cuerpos de las víctimas.

Sin duda, Goya “ofrece a nuestra contemplación una complejidad por completo original: el horror del canibalismo saturniano se une al éxtasis que la acción produce. […] su vejez se hace patente en el acto de canibalismo de la que ella misma es causa atroz” (Bozal, 2009: 77). Pero lo más impactante es que el espectador termina descubriendo no solamente que comparte el mundo antropófago y atroz que expresa Goya en Saturno devorando a un hijo, sino que es el propio espectador quien participa y completa la obra al ser algunas veces la víctima y otras el victimario del horror en el mundo moderno.

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Candidato al grado de Doctor en Ciencias Políticas y Sociales en el Programa de Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la unam. Líneas de investigación: violencia, seguridad, crimen organizado y hermenéutica.

Para profundizar en el tema se recomienda revisar: Mircea Eliade (2003), Mito y realidad, Barcelona, Kairós; y Joseph Campbell (2008), Los mitos. Su impacto en el mundo actual, Barcelona, Kairós.

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