Para el autor del texto, bajo la premisa de que la realidad líquida es un nuevo estadio social donde las condiciones de vida se encuentran marcadas por la incertidumbre y donde ya nada es para siempre. En este contexto, Zygmunt Bauman analiza los pormenores de una sociedad que ha transitado de la producción al consumismo extremo, destacando que esta mudanza erosiona cualquier intento de cohesión social.
For the author of the text, under the assumption that the liquid life is actually a new social stage where living conditions are marked by uncertainty and where nothing is forever. In this context, Zygmunt Bauman discusses the details of a society that has shifted from production to end extreme consumerism, nothing that this move undermines any attempt to social cohesion.
En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en un sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo las casualidades y habilidades que se exigen en todo producto de consumo. Zygmunt Bauman, Vida de consumo.
Para comprender la tesis del consumismo en Zygmunt Bauman, es menester relacionarla con la columna vertebral de su obra reciente: la metáfora de la modernidad líquida. El sociólogo —de origen polaco— plantea entender la diferencia entre lo sólido y lo líquido en los siguientes términos: Los fluidos se desplazan con facilidad, fluyen, se derraman, se desbordan, salpican, se vierten, se filtran, gotean, inundan, chorrean, manan, exudan; a diferencia de los sólidos, no es posible detenerlos fácilmente —sortean algunos obstáculos, disuelven otros o se filtran a través de ellos, empapándolos. Emergen incólumes de sus encuentros con los sólidos; tras el encuentro, sufren un cambio: se humedecen o se empapan (Bauman: 2009: 8).
La alegoría planteada por Bauman versa sobre las cualidades de los estados sólido y líquido. Mientras los sólidos tienen una resistencia a la separación debido a la cohesión de sus moléculas, los líquidos no conservan su forma, pues se adaptan al lugar que las contiene: no se fijan al espacio ni se atan al tiempo como advierte el propio autor. En el estado líquido el tiempo pasa a último término, a diferencia del estado sólido que lo detiene y lo neutraliza.
Al desarrollar su idea del consumismo, estos aspectos de la teoría física son utilizados por Bauman para referirse a la modernidad en su etapa sólida (la época de la creación de las instituciones sociales tras la posguerra) o sociedad de productores y a la modernidad líquida (el proceso de globalización reciente) o sociedad de consumidores.
Mientras que la modernidad sólida configuró un paradigma basado en la estabilidad en prácticamente todos los aspectos de la vida social (el empleo, la educación, la seguridad social), la modernidad líquida produjo una eclosión que desmanteló las nociones y las instituciones que daban certidumbre a la vida pública. De ahí que la transición de la primera a la segunda modernidad —parafraseando a Ulrich Beck— cause entre otras transformaciones el viraje de la sociedad de productores a la sociedad de consumidores (Beck: 1998).
Para abordar el concepto de consumismo en Bauman es necesario realizar un abordaje de su texto Vida de consumo, obra sujeta a una hipótesis general y una particular que dan sustento a la elaboración de tres tipos ideales. La hipótesis general es el paso de una sociedad de productores (sociedad sólida) a una sociedad de consumidores (sociedad líquida) en los últimos años. En tanto, la hipótesis particular supone una reconfiguración de la idea moderna del sujeto cartesiano, que racionalmente se apropia de su entorno y sus objetos, a una noción de sujeto convertido en objeto o producto.
A efecto de comprobar estas hipótesis, Bauman elabora tres tipos ideales, modélicamente weberianos, a partir de la siguiente justificación: Es necesario insistir en que aquí los “tipos ideales” no son instantáneas o impresiones de la realidad social, sino intentos de construir, a partir de sus elementos esenciales y su configuración, una tipología que vuelva inteligible la caótica y dispersa evidencia que recoge la experiencia… Los tipos ideales no son descripciones de la realidad social, sino herramientas para su análisis… Son abstracciones que intentan captar la singularidad de una configuración compuesta por ingredientes que no son para nada especiales o específicos, abstracciones que individualizan los patrones que definen esa configuración y los separan de la multitud de aspectos que comparten con otras configuraciones.1
De acuerdo con Bauman, estos tres tipos ideales son ventanas para entender la genealogía de la sociedad líquida. El primer tipo ideal es el consumismo, concebido en su relación contraria o extrema respecto al consumo. El segundo tipo ideal lo componen las dinámicas que suponen la puesta en marcha del consumismo en la sociedad de consumidores. El tercer tipo ideal es consecuencia de los dos primeros: el establecimiento de una cultura de consumo.
Para desarrollar su primer tipo ideal (el consumismo), Bauman comienza por definir el consumo como parte de la supervivencia biológica, como parte inherente de la vida humana, pues está adscrito como esencia que no cambia en lo cualitativo sino en lo cuantitativo. Únicamente es variable cuando se modifican las formas y cantidades de acumulación.
Bauman denomina el paso del consumo al consumismo como una revolución consumista. La centralidad que adquiere el consumo en la vida social, o en la mayoría de las personas del conjunto social, se da cuando su propósito pasa de ser una necesidad existencial o inmanente a una necesidad construida al querer o desear algo.
El consumismo se asienta como un acuerdo social, como una fuerza que opera otras esferas de la vida pública, al constituirse como una forma de integración, estratificación y formación del individuo, sobre todo porque adquiere un papel preponderante en procesos de auto identificación de personas y colectividades.
Para ser atributo de la sociedad, el consumismo desplazó el valor más preciado de la sociedad de productores: el trabajo, pues éste jugaba un rol principal en la formación de instituciones sociales. El trabajo otorgaba un valor al individuo frente a la colectividad porque definía una identidad delimitada por la ocupación, tal como lo advirtieron las distintas doctrinas económicas: de Smith a Ricardo y de Marx a Keynes. En nuestros días, la lógica del empleo se coloca por debajo del acto de consumir.
En la fase sólida de la modernidad, caracterizada por la dinámica de la producción, el individuo y la colectividad estaban orientados a la obtención de seguridad que fuese resistente al tiempo. De hecho, ésa era la razón de ser del pleno empleo y su correlato de la seguridad social.
En contraparte, en este paso a la sociedad de consumidores, o fase líquida de la modernidad, se percibe una inestabilidad de los deseos e insaciabilidad de las necesidades individuales. Según Bauman, los objetivos de vida (la identidad, el futuro) se configuran de manera distinta y aquello que tenía valor (el trabajo) deja de tenerlo. Sin embargo, Bauman no pierde de vista que estos cambios tienen raíces estructurales, primordialmente suscitados por las transformaciones del rol del Estado que privatizó y desreguló las actividades que había heredado de la posguerra, para cederlas a otros poderosos agentes transnacionales.
En ese contexto, se entiende por qué la sustantividad del trabajo se ve alterada por las presiones económicas. La fuerza que adquiere el mercado en la órbita de lo público estatal, impone nuevas formas de producir (desligadas del trabajo) y nuevos estándares de productividad y competitividad (tendientes a exacerbar los niveles de consumo).
Por ello, el trabajo sufre un descalabro al desregularse. Al vivir el individuo en la incertidumbre sobre su posible acceso al mismo o no, se pasa de una identidad basada en el trabajo a una identidad basada en el consumo. Al perder peso el valor de los individuos productivos en la sociedad (llámense obreros, burócratas, profesionistas), se pone el acento en otros conceptos como el tiempo, la libertad o la felicidad como nuevos objetivos de vida.
En ese sentido, como el elemento que campeará el derrotero de las sociedades actuales será la incertidumbre, el tiempo, utilizando el concepto de Michel Maffesoli, se volverá puntillista, será un tiempo de secuencias, rupturas y discontinuidades. El tiempo será inconsistente, la idea misma del tiempo estará rota en una multitud de instantes eternos.
El tiempo se torna aleatorio, entendido como proceso abierto en la determinación de la vida ahorista (del ahora). El tiempo se configura por el presente, por la sucesión de presentes interminables pero sin el calificativo de para siempre. Cada presente se desvanece al mismo momento en que ha aparecido y es así como se vive y visualiza el tiempo. Empero, de la misma forma, y como correlato de esta idea, coexiste una necesidad de eliminar y reemplazar.
El trabajo de limpieza es constitutivo de la vida de consumo, pues en la medida que se descarta una opción que ha perdido su vigencia en el presente momentáneo, se consume con mayor pasión por la necesidad degenerar otro nuevo presente. Una estampa literaria que Bauman retoma para ejemplificar lo anterior es la Ciudad de Leonia —ciudad descrita por el escritor Ítalo Calvino en su libro Las Ciudades Invisibles— como el espacio donde todo lo que utilizan sus habitantes a diario es nuevo, pero sitio en el cual la verdadera pasión de sus pobladores es la eliminación de los objetos que ya no sirven para ser reemplazados por otros nuevos, lo cual convierte a Leonia en la Ciudad de los Residuos.2
Así, la percepción del tiempo puntillista junto a la necesidad de eliminar para vivir, genera en el individuo nuevos estándares de felicidad basados en la libertad de elección. Sin embargo, esa felicidad está condicionada a la capacidad del poder adquisitivo: el que decide qué compra es porque tiene la riqueza suficiente para estar a la altura de sus propias aspiraciones. Es la felicidad paradójica que deviene del hiperconsumo, como lo advierte Gilles Lipovetsky: Nace un “Homo consumericus” de tercer tipo, una especie de turboconsumidor desatado, móvil y flexible, liberado en buena medida de las antiguas culturas de clase, con gustos y adquisiciones imprevisibles. Del consumidor sometido a las coerciones sociales del “standing” se ha pasado al hiperconsumidor al acecho de experiencias emocionales y de mayor bienestar, de calidad de vida y de salud, de marcas y autenticidad, de inmediatez y comunicación (…) De ahí la condición profundamente paradójica del hiperconsumidor. Por un lado, se afirma como “consumactor”, informado y “libre”, que ve ampliarse su abanico de opciones, que consulta portales y compradores de costes, aprovecha las ocasiones de comprar barato, se preocupa por optimizar la relación calidad-precio. Por otro lado, los estilos de vida, los placeres y los gustos se muestran cada vez más dependientes del sistema comercial. Cuanto más obtiene el hiperconsumidor un poder que no conocía hasta entonces, más extiende el mercado su influencia tentacular, más autoadministrado está el comprador y más extrodeterminación hay vinculada al orden comercial.3
Se funda entonces, siguiendo a Bauman, la economía del engaño que será la pieza fundamental para que la actual reproducción del sistema capitalista sea autoestabilizada. La economía del engaño apuesta a la irracionalidad del consumidor y pone en el mercado valores que la sociedad aprueba y promueve.
Como señala Bauman: “La atracción de la vida de consumo es la oferta de una multitud de nuevos comienzos y resurrecciones… como oportunidades de volver a nacer” (Bauman: 2007: 73). El volver a nacer, como nuevo valor social, se presenta como la aspiración a cambiar (versus mejorar, versus progresar). Es la construcción de una identidad autofabricada, disponible en el mercado como cualquier kit deportivo o de cosméticos.
Una vez que Bauman ha caracterizado al individuo consumista, desarrolla su segundo tipo ideal (la sociedad de consumidores), que define como un “conjunto de condiciones de existencia bajo las cuales son muy altas las probabilidades de que la mayoría de los hombres y mujeres adopten el consumismo antes que cualquier otra cultura” (Bauman: 2007: 77).
Este tipo de sociedad define a sus miembros a partir de su capacidad de consumo, pues genera un entorno propicio para evaluar, pautar y sancionar la rapidez de respuesta de sus integrantes en la elección de una forma de vida y con ello fija las estrategias indispensables para pertenecer a ella.
El poder adquisitivo en la sociedad de consumidores está invariablemente relacionado con el desempeño individual, ya que consumir significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad. De esta forma, las presiones sociales generarán un clima de reproducción de un sistema que vive por, para y desde el consumo. “La presentación tácita que subyace a todo este razonamiento es nuevamente la fórmula “para ser consumidor, primero hay que ser producto”. Antes de consumir, hay que convertirse en producto, y es esa transformación la que regula la entrada al mundo del consumo. En primer término, uno debe convertirse en producto para tener por lo menos una oportunidad razonable de ejercer los derechos y cumplir las obligaciones de un consumidor” (Bauman: 2007: 96).
Esta faceta social, supone para Bauman la manera en la que se presentan los individuos en la vida cotidiana. Aquí se hace explícito el paso del sujeto al objeto producto de consumo. El individuo adquiere cualidades que el mercado demanda como conditio sine qua non para alcanzar el éxito de la movilidad social que hace apenas medio siglo otorgaba el mundo del trabajo keynesiano.
En la sociedad de consumidores, los individuos deben convertirse en una inversión, para ello deben adquirir un valor para sí mismos, aumentando su atractivo como productos disponibles para ser poseídos en ese turbulento mar llamado mercado. En ese tenor, el mercado va a establecer una regla de oro: la de incluir y excluir individuos en función de su viabilidad y rentabilidad como valores de cambio.
Por ello, para que la soberanía del mercado continúe acompasando la vida social, es menester propiciar que los individuos deseen hacer lo que es necesario. Con sorna, Bauman establece el siguiente diagnóstico: “Ni bien aprender a leer, o quizás incluso desde antes, se pone en marcha la “adicción a las compras”. No hay estrategias de entrenamiento diferenciadas para niños o niñas: el rol del consumidor, a diferencia del rol de productor, no tiene un género específico. En una sociedad de consumidores todos tiene que ser, deben ser y necesitan ser “consumidores de vocación”, vale decir, considerar y tratar al consumo como una vocación. En esa sociedad, el consumo como vocación es un derecho humano universal y una obligación humana universal que no admite excepciones” (Bauman: 2007:81).
De ahí que nuestra sociedad de consumo, que define buena parte de los vórtices de la modernidad líquida, sólo asegurará su supervivencia y reproducción en tanto que se acepte la idea de comunidad basada en el consumo, dando al traste con la visión que la asociaba a los espacios de solidaridad y fraternidad.
El tercer tipo ideal (la cultura consumista) es desarrollado por Bauman en función de las características que definen al individuo en la sociedad de consumidores: la libertad de elegir y la libertad de desechar lo indeseado.
La libertad, que históricamente ha sido vista como concepto filosófico central en la conformación de nuevas realidades, ha transformado su valor en la modernidad líquida, en tanto que es concebida como libertad para elegir y consumir. De ahí que la velocidad de las elecciones (que implica alcanzar la libertad en tiempo record), deviene en la ilusión de conquistar el tiempo.
La libertad y el tiempo irán de la mano en la lógica del consumismo. La libertad de elección será directamente proporcional a la urgencia por decidir. Por tal motivo, la cultura consumista sugiere vivir con intensidad, en el máximo uso de las potencialidades del momento, pues la fórmula es que se aprende rápido pero se olvida con la misma velocidad.
En ese entendido, el movimiento continuo de lo que consumimos supone maximizar las potencialidades del individuo que lucha contra las arcaicas ideas del tiempo, contra la parsimoniosa realidad sólida, donde los aprendizajes suponían invertir demasiado tiempo y sus rendimientos se esperaban muy a largo plazo; tan sólo hay que pensar en los años de estudio que se requieren para alcanzar una profesión. La cultura consumista sanciona la visión de futuro, ya que el estar fuera o dentro de la sociedad, depende de la velocidad y de la capacidad individual para darle vuelta al pasado.
Para ejemplificar esta idea, Bauman retoma el concepto de Humanos Sincrónicos de Elzbieta Taikowska que refiere al individuo que vive únicamente en presente e invalida el pasado y el futuro, lo cual le imposibilita establecer vínculos a largo plazo, ya sea en el mundo laboral (flexible por si fuera poco), en los espacios afectivos e incluso en la vida íntima. En la cultura presentista la libertad de elegir y desechar ipso facto se traslada a prácticamente todos los ámbitos de la vida social (Bauman: 2005).
De esta manera, se forja una ilusión de comunidad, ya que en este peculiar modus vivendi, únicamente se establecen relaciones instrumentales para vivir el momento pero no para hacerlo sempiterno. Resumiendo, en la propuesta baumaniana la modernidad líquida queda definida entonces por tres tipologías ideales: el consumismo, la sociedad de consumidores y la cultura consumista.
Hasta aquí los planteamientos de Bauman plasmados en Vida de consumo. Conviene ahora enlazarlos con las distintas temáticas que el propio autor ha desarrollado en paralelo a la tesis de la sociedad de consumidores.
Una de las preguntas que se derivan del derrotero que ha configurado la noción consumista, principalmente en el mundo occidental, es si existe algún sentido ético en esta nueva formación social sui géneris. Lo primero que viene a la mente es que este proceso tendría que ser visto como parte de la globalización negativa que ha permeado a nuestras sociedades en los últimos años. No porque el consumo sea una práctica nueva, sino por su exacerbación que se ha traducido en que tengamos incrustada —y veamos como naturalidad— una cultura consumista.
Esa urgencia por satisfacer distintas necesidades hace que lo mismo seamos rehenes del último kit de salud y belleza que de los últimos avances en tecnología de punta. Pero los productos no es lo único que queda atado a ese halo del consumismo. También en el plano individual somos prisioneros de esa lógica. Por eso es que nosotros mismos somos ahora objetos antes que sujetos. Tenemos valor en la medida que hemos invertido en nosotros mismos. Es el terreno donde lo mismo vale la apariencia física que el número de cursos y posgrados que realicemos para obtener conocimientos que muy probablemente serán obsoletos en poco tiempo.
Así como los productos perecederos especifican su fecha de caducidad, de la misma forma los modelos en boga de lap top o Ipad o los programas de actualización que cursamos en prestigiosas —o no tan prestigiosas— instituciones de educación superior, dejarán de aportarnos valor social cuando las tendencias dispongan lo contrario, ya que el mercado definirá cuáles son los nuevos elementos de consumo que nos darán pertenencia e identidad. Ahí estribará la diferencia entre el estar fuera o dentro de la sociedad.
Esta situación nos conduce a otras interrogantes: ¿qué pasa con la libertad?, ¿se queda sólo en libertad de elegir? Parece que como concepto filosófico, que buscaba la emancipación en distintos órdenes de la vida pública, la libertad ha quedado reducida a los dictados del consumo (Bauman: 2007). Somos libres en la medida que nos acoplamos a la lógica de la elección instantánea y el olvido rápido. Cuando consumimos realmente lo hacemos pensando en la próxima elección. Milan Kundera, en su novela La lentitud, acuña un apotegma que ejemplifica de manera diáfana esta idea: el nivel de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.
La ansiedad que provoca en los individuos la necesidad de elegir y desechar ha provocado que la cultura consumista eche raíces y reafirme con ello la habilidad para que aquéllos sean flexibles en todos los aspectos de la vida. Es una habilidad propia en su tipo, pues nos pide deshacernos de productos y accesorios old fashion, nos incita a descartar conocimientos inútiles, nos pide excluir activos pasados que han devenido en pasivos; nos propone, en suma, hacernos de la aptitud para eludir juramentos de lealtad a nada (y de paso a nadie) per sécula seculórum.
La escasa lealtad a la vida sólida va acompañada con la idea de derrotar el tiempo. Ese es, en buena medida, uno de los propósitos más caros que plasman los usuarios de las redes sociales. Los cibernautas procuran informar todo sobre su vida privada a sus múltiples amigos (virtuales en su mayoría) a efecto de ser aceptados en ese espacio virtual. Cada noticia se premia, sobre todo las triviales que son las más populares. Los usuarios difunden en el espacio público virtual todo tipo de información: desde lo que almorzaron hasta las actividades de rutina diarias, pasando por los comentarios a los temas en boga, que lo mismo pueden ser videos de cualquier tipo, que aspectos lúdicos locales.
Pero las redes sociales funcionan en tiempo real, por lo que la información de la mañana ya es obsoleta al medio día y lo publicado en la tarde ya no importa más en la noche. Lo que hace falta es actualizar el perfil prácticamente minuto a minuto para seguir cosechando comentarios y reacciones e incrementando el número de seguidores. El estrés que provoca en los usuarios la necesidad de vencer al tiempo en las redes sociales, es evidente cuando los protagonistas hacen hasta lo imposible por posicionarse como objetos rentables y atractivos en el mercado virtual. Por eso la necesidad de subir fotografías, informar detalles íntimos y renovar la información personal en todo momento.4
El éxito de esos espacios virtuales de comunicación radica en que ensalzan y arraigan la cultura consumista y convierten al usuario en un objeto de consumo, claro está que tan prescindible como los demás. Por eso la máxima de las redes sociales tendría que ser dime cuántos seguidores y comentarios en tu perfil tienes y te diré cuál es tu valor en el ciberespacio.
Las redes sociales vienen a ser espacios que recrean a gran escala la Ciudad de Leonia descrita por Ítalo Calvino. Al igual que aquélla, dichas redes consumen información nueva al instante sólo para desecharla ipso facto. Por ello, siguiendo la alegoría, tal vez la verdadera pasión de las redes sociales sea producir residuos en el espacio virtual. El tema relevante es que los usuarios son de hecho los objetos que rápidamente pueden pasar de la gloria al olvido, dependiendo de sus habilidades para satisfacer las necesidades de los otros pobladores virtuales.
Quizás estas ideas puedan parecer un tanto ajenas a las generaciones que nacieron antes de la última década del siglo XX, pero rápidamente se han convertido, a querer o no, en un referente importante para las mismas. Esto se traduce en que si dichas generaciones no se adaptan al cambio sencillamente dejan de ser útiles socialmente hablando. Se convierten en generaciones lastre. Eso explica la necesidad que presentan muchos individuos que rondan los perfiles de los 30 o los 40 años (o más) de actualizarse lo mismo en el último grito de la tecnología que en las nuevas tendencias de consumo.
Pero lo que resulta un hecho incuestionable es que los auténticos pobladores de la modernidad líquida son las nuevas generaciones. Los jóvenes que han crecido al abrigo del nuevo siglo son quienes representan de manera singular esta vida acelerada y sin ataduras. Las nuevas generaciones tienen un escaso compromiso con los proyectos a largo plazo, pues su preocupación se concentra en la vida ahorista. Lo que verdaderamente les importa es la inmediatez y el superar el estrés por consumir la información y las tendencias del momento.5
Como no cuentan con una formación de vida sólida, a las generaciones nóveles poco les incumbe el futuro, de ahí que no encuentren el atractivo necesario para hacerse de una profesión, pues ello implica muchos años de estudio y mucho esfuerzo. Tampoco encuentran relevante comprometerse con un trabajo para toda la vida, porque ello supone la pérdida de otras oportunidades. Mucho menos se arriesgan con cualquier proyecto que les implique jurar lealtad sempiterna, incluida su vida relacional e íntima. Lo que los mueve es el aquí y el ahora. Nada más.
En este nuevo entretelón social ni siquiera la democracia está exenta, pues por ejemplo en México podría decirse que los jóvenes acuden mayoritariamente a empadronarse no porque los impulse un alto fervor democrático, sino porque la credencial que expide el Instituto Federal Electoral es su pase garantizado al antro o bien es la identificación que les permite realizar transacciones bancarias o comerciales.
Puede ser un diagnóstico extremo y trágico pero la tendencia en el comportamiento de la adolescencia y la juventud de nuestros días, se define en buena medida por este tipo de actitudes. Hace unos años se pensaba que estos roles eran propios de las sociedades europeas, empero poco a poco abrazan nuestras propias realidades. Ello es debido a que si en un aspecto es exitosa la globalización, es justamente en la diseminación de las tendencias.
Hoy en día un joven inglés no es tan diferente a un muchacho mexicano en términos de gustos, deseos y anhelos: ambos siguen la liga premier inglesa y su equipo favorito es el Manchester United, unos por seguir al Diablo Rooney y otros por admirar al Chicharito Hernández. Los dos tienen cuenta en Facebook y Twitter donde dan pormenores de su vida privada y tienen centenares de amigos virtuales. También desean fervientemente una Blackberry y esperan que, con el menor esfuerzo posible, el presente les brinde satisfacciones al por mayor.
Ante todo este panorama, ¿qué tipo de sociedad se está conformando?, ¿dónde queda la noción de ciudadanía?, ¿qué pasa con la solidaridad?, ¿cómo se mide ahora la intensidad de las relaciones humanas? Si aceptamos con Bauman que esta Modernidad Líquida es el lubricante de la vida social, entonces estamos en problemas. No por el hecho en sí de lo que implica esta segunda gran transformación, parafraseando a Beck, sino porque apenas estamos contando con las explicaciones, en muchos aspectos tal vez no las más adecuadas, para diseccionar y analizar esta turbulenta y compleja realidad.
La pertinencia de la reflexión baumaniana está en que detalla la forma en que se ha consagrado una sociedad que basa sus certezas (si es que todavía le quedan6) en patrones de consumo irracional que delinean el comportamiento de los individuos y están definiendo la propia estructura social.
¿Cuál es la tarea de las instituciones públicas en este nuevo escenario? Desde luego que ofrecer alguna respuesta. Hay que recordar que las instituciones sociales fueron creadas con el propósito de mediar el conflicto en la vida pública. Aunque las instituciones se encuentran hoy altamente debilitadas por todo lo que implican los diversos poderes transnacionales en el proceso de globalización, lo cierto es que lo menos que se espera de ellas es que ofrezcan algún tipo de respuesta. Lo contrario nos conduciría a aceptar que no importarían los daños colaterales que provoca la cultura consumista en el entramado social.
Como el mismo Bauman señala, el propósito de las instituciones estatales consiste en “proteger a la sociedad de la proliferación de las víctimas colaterales del consumismo: los excluidos, los parias, la clase marginada. Su tarea consiste en salvar la solidaridad humana de la erosión y en evitar que se apaguen los sentimientos de la responsabilidad ética” (Bauman: 2010: 205).
¿Estará el Estado y sus instituciones a la altura de las circunstancias históricas o ya es demasiado tarde?
Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM. Profesor Investigador de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y Profesor de Asignatura en el Centro de Estudios en Administración Pública de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
“La ciudad de Leonia se rehace a sí misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones recién sacados de su envoltorio, se ponen batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas todavía sin abrir, escuchando los últimos sonsonetes del último modelo de radio. En las aceras, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro de la basura. No sólo tubos de dentífrico aplastados, bombillas fundidas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calderas, enciclopedias, pianos, servicios de porcelana: más que de las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder su lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien expulsar, apartar, purgarse de la recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles y que su tarea de retirar los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas, nadie quiere tener que pensar más en ellas”. Ítalo Cal-vino, Las Ciudades Invisibles, Madrid, Siruela, 1994, p. 125.
Gilles Lipovetsky, La felicidad paradójica. Ensayo sobre la sociedad del hiperconsumo, Barcelona, Anagrama, 2007, pp. 10-11.
Bauman retoma el estudio que Jon Lanchaster publicó en Guardian Weekend en 2006, donde se asienta que: “Tras examinar un gran número de blogs, Jon Lanchaster informaba que, en uno de ellos, un bloguero explicaba punto por punto lo que había tomado para desayunar; en otro, uno describía lo mucho que le había hecho disfrutar el partido de la noche anterior; una bloguera se quejaba de las carencias de su compañero sentimental en la cama; en otro blog se podía ver una desagradable fotografía del perro del autor; y en otro se había llegado incluso a recopilar las más interesantes hazañas sexuales de un estadounidense en China”. Zygmunt Bauman, Mundo consumo. Ética del individuo en la aldea global, México, Paidós, 2010, pp. 190-191.