El presente artículo ofrece una reflexión sobre el concepto ideología en su dimensión política, en el terreno propio de la política, como la forma de aparición (óntica) que suge en determinado orden social instituido (ontológico). Con este objetivo, retoma la perspectiva de Teun Van Dijk centrada en la dimensión cognitiva de las ideologías, como base axiomática de los sistemas de creencias; los aportes de Ernesto Laclau acerca de las operaciones de encarnación y condensación en los juegos de significantes y significados, y las contribuciones de Gerardo Aboy Carlés sobre los rasgos específicos de las identidades políticas.
This article offers a reflection on the concept: ideology, in its political dimension, in the proper field of politics, as the form of appearance (ontic) on certain established social order (ontological). With this aim, takes the perspective of Teun Van Dijk focused on the cognitive dimension of ideology, as axiomatic basis of belief systems; the contributions of Ernesto Laclau about operations incarnation and condensation games signifiers and meanings; and contributions of Gerardo Aboy Carles on the specific features of political identities.
Las dificultades que surgen para arribar a una definición precisa del concepto de ideología pueden rastrearse en la propia etimología de la noción de “idea” tal cual lo hace Eduardo Domínguez Gómez (2008). Siguiendo los aportes de Jorge Antonio Mejía en su ensayo sobre naturalismo del conocimiento, Domínguez Gómez señala que el concepto de Idea significaba entre los griegos “algo visible y concreto”; sin embargo, de la misma raíz etimológica proviene Ídolo, que remite a lo contrario, al “simulacro”, a la “simulación”. En el mismo sentido, Platón distingue entre idea y visión. De esta manera, “el mismo objeto, el mismo acto, el ver, tiene dos significados con valores opuestos entre sí” (p. 29).
De acuerdo al recorrido de este autor, tal ambigüedad se traslada a los conceptos de ideología e ideólogos, que vigorizan su presencia en los debates filosóficos del siglo xvII y xvIII. Los ideólogos aparecen en la historia de la filosofía como los continuadores de la obra del empirismo de Locke y del sensualismo de Condillac, siendo protagonistas dignos de mención en los sucesos de 1789. Para el año de 1820, encabezados por Destutt de Tracy, son considerados “equivocados en lo filosófico, pero acertados en lo político”, en sintonía con el racionalismo transformador de los revolucionarios. Luego, al alejarse de la protección de Napoleón, los “ideólogos” caen en desgracia, se los asocia con la burla y se los llama ideologicistas, meros sofistas de la modernidad naciente que no debían ser tomados en serio.
Después de estas primeras nociones, el quiebre más significativo es el que produce la obra del joven Marx, en la que el concepto de ideología es utilizado para dar cuenta del conjunto de ideas ilusorias que en determinado modo de producción se construyen como mecanismo de dominación para legitimar la explotación de una clase social sobre otra. De este modo, en gran parte de la tradición marxista, el concepto de ideología se asocia con “distorsión”, con “encantamiento”, con visiones de la realidad que no reflejan la verdad y que se oponen al saber verdadero, es decir, científico. Desde esta perspectiva, lo ideológico remite a los dispositivos “superestructurales” que las clases dominantes construyen para ocultar y/o legitimar los mecanismos de explotación y sumisión sobre los que basa su dominación social. Sin dudas, esta definición, atada a la noción hegeliana de falsa conciencia, adquirió una centralidad notable en los debates sobre el tema durante más de una centuria, y sigue vigente aún hoy para muchos, especialmente entre aquellos marxistas o neo-marxistas.1
Más recientemente, y a partir de nuevos aportes –por ejemplo, el de Manheim y su Ideología y Utopía (1941)–, se avanzó en aproximaciones que hacían hincapié en rastrear el origen y el funcionamiento de la ideologías, dando centralidad a los elementos culturales que entraban en juego, como así también a sus funciones sociales, como el caso de Shills y Johnson y su Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales (1975) (ver Domínguez Gómez, 2008).
De cualquier modo, hasta aquí el concepto de ideología continuaba preso de sus componentes peyorativos. Van Dijk ([1998] 2006) identifica el principal quiebre con este enfoque en los ensayos críticos de Seliger sobre La concepción marxista de la ideología (1979), en donde se define a ésta como “sistemas políticos o sociales de ideas que remiten a los valores y preceptos de un grupo o colectividad”. Desde esta perspectiva, la ideología se ubica como un componente inherente a la práctica social y política y de cualquier grupo, incluso de los grupos subalternos y sus prácticas de resistencia. Lo que pone en discusión este nuevo enfoque es la distinción –oposición– entre conocimiento científico e ideología, considerando que resulta complejo establecer una distinción precisa entre los conocimientos atravesados por cuestiones ideológicas y los que no. Esta concepción rápidamente logró transformarse en una nueva referencia teórica hasta imponerse o al menos disputarle palmo a palmo a la noción de falsa conciencia defendida por los marxistas.
En esta línea llegamos a nociones de ideología como la de Luciano Gallino, que en su Diccionario de Sociología (2005) la define como conjunto de valores, creencias en parte ciertas en parte falsas, opiniones, actitudes (…) compartido en diversa medida por los miembros de una clase social, un grupo de interés, una élite, una profesión, un partido, que tiene la función principal de describir, explicar y sobre todo justificar para sí y para los demás la posición o el status presente (…) o bien las acciones dirigidas a mejorarlo (p. 504).
Es decir, no se trata ya del estudio de los mecanismos de dominación productores de falsa conciencia, sino de un conjunto de ideas, llamadas fundamentales, que permiten elaborar una determinada concepción del mundo social que es comprendido, analizado y explicado siguiendo los lineamientos que este conjunto de ideas establece y que, a la vez, es portador de una función política ya sea conservando o subvirtiendo los valores de determinado orden social.
En este sentido, no se está lejos del concepto de cosmovisión (Weltanschauung) introducido por el filósofo alemán Wilhelm Dilthey a principios del siglo xx, que luego va a ser recuperado por diversos autores como Eric Hobsbawm (1971) cuando se refiere a las tres grandes ideologías que se disputan la explicación del universo socio-político a partir de las revoluciones burguesas –liberalismo, conservadorismo y socialismo–; o el caso de Robert Nisbet (1969), cuando hace alusión a las grandes tradiciones ideológicas que interactúan en la formación del pensamiento sociológico.
En síntesis, la ideología refiere al mundo de las ideas, y como tal, su origen (el del propio concepto de idea) arrastra una ambigüedad entre lo que es y lo que es visto, lo que la visión genera/construye a partir de la realidad que mira. La ambivalencia entre la verdad y la negación de la misma alcanzó desde el marxismo su expresión más acabada. La gran dificultad que presenta ese enfoque es que supone la existencia de una verdad no ideológica, de un acceso a la realidad que no está mediado por lo simbólico, o que dicha mediación puede ser aséptica, pura. Entre los abordajes actuales predomina una concepción de la ideología que no la reduce a la distorsión intencionada y manipuladora de la realidad –que por supuesto sabemos que existe–, sino que acepta que las ideas, los sistemas de creencias desde los que vemos el mundo difícilmente –imposiblemente– puedan ver la realidad tal cual es, por lo que lo ideológico estaría presente en toda visón del mundo, ya sea su intención de conservarlo o subvertirlo.
Provisionalmente nos quedaremos con esta última orientación: la ideología es parte inherente del pensamiento que construimos sobre el mundo en el que vivimos, de la forma de verlo, comprenderlo, explicarlo, valorarlo y actuar sobre él. Ahora bien, ¿qué elementos las definen? ¿Cómo delimitarlas? ¿Cómo se vinculan con la política?
Empezaremos por la última de estas tres preguntas. Partir del supuesto ontológico de que la realidad es una construcción simbólica, que no habla por sí sola, nos lleva a considerar que la interpretación, la lectura que se hace de ella, adquiere una centralidad crucial, puesto que a fin de cuentas resulta constituyente de la propia realidad. Aquí es cuando la ideología se vuelve (también) inherentemente política, determinante en la disputa por el orden social. En efecto, el modo en que las sociedades establecen (instituyen) determinados ordenamientos –jerarquías, distribución de deberes y obligaciones, privilegios y sanciones, de mecanismos de producción y distribución, movilidad social, distribución de roles en general– resulta y requiere un sistema de creencias que lo legitime.
El orden social, la comunidad imaginaria de Castoriadis, es especialmente el resultado de la disputa de discursos que explican y justifican un orden y no otro. “El discurso –dirá Foucault– no es simplemente aquello que traduce las luchas o sistemas de dominación, sino aquello por lo que y a través de lo que la lucha existe; el discurso es el poder que debe ser conquistado” (Foucault, 1999: 52-53). Siguiendo este punto de vista, lo ideológico es esencialmente lo político, en tanto la disputa del orden es lo que está en juego.2
Teun van Dijk y la ideología como problema cognitivoTeun Van Dijk (2006) identifica a la ideología como un sistema de ideas –de creencias, prefiere– que remite a los intereses de grupo y que se presenta como una suerte de verdad autoservida que se construye en resguardo y para la promoción de aquellos intereses.
Desde este punto de partida Van Dijk propone un triple abordaje para el análisis y la conceptualización de la ideología: cognitivo, social y discursivo. De estos tres ejes de análisis, me detendré en el cognitivo, ya que acordando con Van Dijk, aparece como la dimensión más “descuidada” en la teorización habitual sobre el tema.3
Créanme, son las creenciasVan Dijk parte del consenso extendido de considerar a las ideologías como sistemas de ideas o creencias.4 Asimismo, destaca que en la psicología cognitiva no existen desarrollos acabados para definir a las ideas o creencias, por lo que se recae en nociones habituales en el sentido común como “objetos o productos de la mente” o “productos del pensamiento”. Si las creencias constituyen “los ladrillos del edificio de la mente”, y esto lleva fácilmente a definir a las ideologías como sistemas de creencias, se hace necesario aclarar de inmediato de qué tipo de creencias se trata, puesto que no son creencias cualesquiera.
En primer lugar, cabe señalar que el concepto de creencia incluye tanto definiciones sobre lo que existe y sobre lo que es (creencias fácticas), como a evaluaciones –juicios u opiniones– sobre determinados objetos o hechos (creencias evaluativas). Hasta acá no se observan inconvenientes. Las ideologías incluyen tanto creencias fácticas (“el Estado es la junta administrativa de los intereses de la burguesía”) como evaluativas: (“la participación en elecciones es positiva porque permite un mayor conocimiento del partido”).5
Ahora bien, ¿esto significa que todo conocimiento –creencia fáctica– u opinión –creencia evaluativa– son ideológicos? Desde cierto enfoque –digamos– maximalista se podría responder que sí, pero de este modo el concepto de ideología perdería su utilidad, ya que no dejaría nada (o casi nada) afuera. Para no caer en una definición tan general –y poco útil– de ideología, Van Dijk propone tres criterios de distinción para escapar de este dilema.
En primer lugar, las creencias pueden dividirse en sociales y personales. Las primeras, claro está, se refieren a aquellas compartidas por un conjunto de personas, por un grupo. Por descarte, las personales se refieren a creencias que no poseen una correspondencia con otros individuos, que no forman parte de un consenso o un acuerdo grupal. Las creencias ideológicas, entonces, son aquellas creencias compartidas, es decir, sociales. Como miembro de un grupo, comparto una serie de creencias con el resto, pero otras son creencias mías, es decir, personales y no forman parte de lo que Van Dijk considera ideología.
En segundo lugar, las creencias pueden ser generales/abstractas o particulares/específicas. Las primeras remiten a hechos o situaciones que exceden sus manifestaciones concretas: las creencias sobre la guerra, la desigualdad o el género son ejemplos de este tipo de creencias generales. Como contraparte, existen creencias que se refieren a formas específicas–espacio-temporalmente definidas– de hechos o situaciones: la Guerra del Golfo o de las Malvinas, la desigualdad en la Argentina o en el Gran Buenos Aires o las cuestiones de género en lo que se refiere a la participación de las mujeres en una estructura partidaria. Como es de suponer, Van Dijk considera ideológicas sólo a las creencias generales, puesto que las particulares constituyen manifestaciones concretas, altamente dinámicas y variables, que exceden a –aunque deriven de– la ideología.
Por último, Van Dijk distingue entre creencias compartidas por el conjunto de una colectividad o sociedad y aquellas compartidas sólo por grupos específicos. Este tercer criterio distintivo trae mayores complicaciones, puesto que la distinción entre grupo y sociedad puede ser polémica y está sujeta al nivel de análisis que se tome. Siguiendo este análisis, las creencias ideológicas son las grupales, aquellas que remiten a los intereses específicos de un grupo al interior de un conjunto social más amplio compuesto por otros grupos en conflicto –o al menos en competencia. Desde esta idea, las creencias grupales se distinguen de las culturales, es decir, de aquellas que constituyen la base común compartida por un conjunto de grupos sociales. En una sociedad en la que una gran mayoría es católica, las creencias religiosas (el catolicismo) tienden a pasar de ser creencias ideológicas para constituirse en creencias culturales. Recién cuando surjan grupos ateos o de otras religiones, podremos hablar de creencias ideológicas, en tanto existan disputas inter-grupales sobre el sentido y significado de las creencias. Como dije más arriba, este criterio parece difícil de considerar, principalmente porque supone un acervo común de creencias fuera de disputa, lo que en principio parece difícil de hallar de manera inequívoca.
Resumiendo, Van Dijk sugiere una definición general de ideología que se orienta a un tipo específico de creencias, sociales –es decir, compartidas– y no personales, grupales y no culturales –no compartidas por todos–, y finalmente referidas a cuestiones generales/abstractas y no a hechos y situaciones específicas y particulares. Sintéticamente, la ideología aparece como la base (por ser generales y abstractas) de creencias compartidas por un grupo.
La base axiomática de la identidad grupalPara avanzar en una definición al interior de estas últimas coordenadas se pueden enumerar una serie de rasgos que sistematiza Teun Van Dijk en un trabajo posterior: Semántica del discurso e ideología (2008). En una primera definición provisoria se refiere a las ideologías como “sistemas básicos de cognición social, como elementos organizadores de actitudes y otros tipos de representaciones sociales compartidas por miembros pertenecientes a un grupo” (2008: 202). De este modo hay, en primer lugar, dos rasgos que resultan cruciales en la definición de la ideología: por un lado, las ideologías son cognitivas, esto es, incluyen objetos mentales constituyéndose en la “base axiomática” de “sistemas de creencias” (2008: 204). Por otro, las ideologías son sociales, están presentes en diversos grupos (dominantes y dominados) y se materializan en actitudes y representaciones sociales comunes; “se comparten mediante marcos interpretativos” (2008: 205).
Luego continúa destacando otras características que permiten precisar mejor los alcances del concepto. Una de ellas es que las ideologías no son “verdaderas” o “falsas”, o más precisamente, que no pueden definirse en términos de verdad o falsedad. Esto no significa que no se pueda constatar que determinados supuestos de una ideología son verdaderos o falsos: las creencias de los racistas sobre los negros, las de los machistas sobre las mujeres o las de los ecologistas sobre los niveles de polución existentes. Lo que quiere destacar es que “las ideologías representan la posibilidad partidista de verdad ‘autoservida¿ de un grupo social”. En este sentido, las ideologías son entendidas como “marcos de interpretación (y acción) más o menos relevantes y eficientes para aquellos grupos que son capaces de llevar más allá los intereses del grupo” (2008: 206). Surgen aquí una serie de elementos que parecen importantes: se trata de marcos de interpretación que, independientemente de su “verdad/falsedad”, se evalúan a partir de la relevancia y la eficiencia en la capacidad del grupo de llevar sus intereses más allá, es decir, hacia otros grupos, hacia el resto de la sociedad.
Del mismo modo destaca que las ideologías pueden tener diversos grados de complejidad, ya que no se limitan a los grandes ismos, sino que incluyen los “axiomas básicos implícitos en la teoría social que tiene un grupo sobre sí mismo y sobre su posición en la sociedad” (2008: 207). Tampoco tienen un poder determinante sobre las producciones del discurso, sino que presentan manifestaciones contextuales variables, sujetas a la influencia de otros factores sociales, sociocognitivos y personales. Por último, más allá de sus manifestaciones, las ideologías son generales y abstractas, lo que se observa en las similitudes de las acciones y discursos de los miembros de un grupo independientemente del contexto específico del que se trate.
Luego de estas aproximaciones preliminares, Van Dijk define a las ideologías del siguiente modo:
Las ideologías son marcos básicos de cognición social, son compartidas por miembros de grupos sociales, están constituidas por selecciones de valores socioculturales relevantes, y se organizan mediante esquemas ideológicos que representan la autodefinición de un grupo. Además de su función social de sostener los intereses de los grupos, las ideologías tienen la función cognitiva de organizar las representaciones (actitudes, conocimientos) sociales del grupo, y así monitorizar indirectamente las prácticas sociales grupales, y por lo tanto también el texto y el habla de sus miembros (2008: 208).
Las ideologías así entendidas constituyen marcos básicos de cognición social, a partir de la selección de una serie de valores socioculturales que se comparten entre los miembros, que actúan en el sostenimiento de los intereses del grupo, en el modo de concebir y conceptualizar el mundo social y como esquema de monitoreo de las prácticas.
De esta manera, un elemento que resulta crucial en el planteo de Van Dijk es que las ideologías son inherentes a la constitución de los grupos sociales, es decir, al establecimiento entre el ellos y el nosotros. Según sus propias palabras, “una ideología constituye un esquema que sirve a sus propios intereses para la representación de Nosotros y Ellos como grupos sociales” (Van Dijk, [1998] 2006: 95), es decir, aquello de la “posibilidad partidista de verdad “autoservida” señalado más arriba.
Como se dijo al inicio, la intensión del artículo es pensar la ideología en su dimensión política, en el terreno propio de la política, como la forma de aparición (óntica) que en determinado orden social instituido (ontológico) asume esa disputa. En este sentido, y siguiendo la definición aquí expuesta, la ideología permite observar aquellas creencias generales que comparten los grupos políticos al menos en dos niveles: por un lado, en una definición ideológico-política primaria y general al interior del vasto universo político: es decir, la identificación entre “izquierda”, “derecha” y referencias por el estilo. En segundo lugar, la ideología así entendida también podemos utilizarla como elemento de diferenciación al interior de estos universos, al menos respecto a las grandes matrices de las que abrevan las distintas formaciones políticas.6
Desde esta perspectiva, las ideologías constituyen la base axiomática cognitiva de los grupos sociales y, por tanto, son pilares fundamentales de las identidades grupales. Cabe señalar que en la propuesta de Van Dijk, identidad grupal e ideología se explican mutuamente, pero no son lo mismo. La identidad grupal, desde su planteo, corresponde a las representaciones sociales del grupo ante episodios concretos y manifestaciones específicas, y por tanto, poseen una dinámica y una capacidad de transformación mucho mayor que la que ofrecen las ideologías. Estas últimas, al ser generales y abstractas –base axiomática– resultan más estables y mucho menos dinámicas.7
En este sentido, para Van Dijk, la ideología opera como base axiomática general y abstracta, mientras que la identidad grupal (entre ellas la identidad política) funciona en un registro más concreto, y por tanto más dinámico, que es entendido como conjunto de representaciones sociales. Claro está que en tales representaciones, la base axiomática de la ideología opera de un modo insoslayable, pero la identidad política organizacional se ve atravesada (también) por otros factores y está sujeta a la dinámica de la coyuntura y de la modificación constante de la “estructura de oportunidades políticas” (Tarrow, 1997), por mencionar dos elementos significativos.
En resumen, la perspectiva que propone Van Dijk permite pensar a la ideología política como el sistema de creencias grupales y generales que constituye la base axiomática de las identidades políticas organizacionales. En este sentido, las identidades políticas organizacionales constituyen sistemas de creencias grupales que ya no son generales/abstractos, sino referidos a elementos concretos y determinados, por lo que se ven interpeladas de un modo directo y constante por la coyuntura y el contexto en el que actúan. La interacción entre la base axiomática y los posicionamientos concretos es lo que podemos llamar “definiciones político-ideológicas, que incluyen sistemas de creencias de diferentes niveles de abstracción.
Identidad, Diferencia y Acto de IdentificaciónUn primer paso para la definición de las identidades políticas puede ser el que dio Van Dijk y pensarlas como un conjunto de representaciones sociales construidas y compartidas por los miembros de una organización política, que operan en la dinámica política y actúan (se activan y monitorean) en las prácticas políticas. Estas representaciones se apoyan a su vez en una base axiomática compartida que permite un lenguaje común por encima de las diferencias que puedan surgir en la práctica política cotidiana. En este sentido, lo ideológico funciona como un sustrato que resulta imprescindible para que la suerte del grupo en cuestión no quede librada sólo a la disputa identitaria, más dinámica e inestable. A su vez, en tanto sustrato, excede los límites de la identidad política y permite pensar en entendimientos entre identidades políticas que compartan el mismo sustrato ideológico. Veamos cómo podemos precisar este concepto desde algunas definiciones que propone Gerardo Aboy Carlés (2001 y 2005) que a la vez incluyen aportes de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe ([1985] 2006).
Aboy Carlés parte de una concepción básica de identidad y diferencia, las que constituyen dos caras de una misma moneda, dos conceptos que se explican mutuamente, que se necesitan. Es decir, se retoma una de las ideas centrales de Saussure sobre el carácter relacional del lenguaje.8
Una primera aproximación al concepto de diferencia nos lleva a la idea de “cualidad o accidente que permite distinguir una cosa de otra” (Aboy Carlés, 2001: 45). Ahora bien, dicha cualidad o accidente no puede ser concebida como una propiedad que en sí misma constituye la identidad de la cosa. La identidad se inscribe en un orden simbólico, un sistema de relaciones, en el cual los límites que marcan las diferencias –las fronteras en las que se inscriben las identidades– son discernibles. Como señala el autor, David parecía débil sólo en presencia de Goliat. Es decir, “identidad y diferencia son la condición y la inauguración misma de sentido”. Decimos que algo es una cosa porque estamos señalando que no es otra: A es A en tanto no es B. Ahora bien, ¿cómo se establece el sentido en el escenario de la práctica política? ¿De qué manera se presenta en la constitución de identidades políticas? En primer lugar, Aboy Carlés destaca un doble registro en el que resulta necesario abordar esta problemática: un registro topológico/estático/espacial y un registro historicista/dinámico/temporal.
Para desarrollar esta idea, Aboy Carlés incorpora el rescate que Laclau hace de Husserl respecto a las nociones de “sedimentación” y “reactivación” para dar cuenta del carácter contingente de toda identidad. La “sedimentación” aparece como el conjunto de prácticas culturales acumuladas que a lo largo del tiempo configuran el “telón de fondo” sobre el que se inscribe cada acto de institución. Laclau asocia la sedimentación con lo social, y daría cuenta del registro estático y topológico de las identidades constituidas. Sin embargo, por lo que se ha venido señalando, la constitución de las identidades se da siempre de un modo parcial, en la medida en que constantemente se producen actos constitutivos que operan sobre lo sedimentado, que “reactivan” lo social. Para Laclau, señala Aboy Carlés, éste es el escenario de lo político, la constante modificación de lo social.
Esta dialéctica entre lo topológico y lo histórico adquiere el nombre en Laclau de “identidad” y “acto de identificación”. La identidad sería lo social sedimentado, mientras que el acto de identificación es el proceso en el que se le imprime un nuevo sentido a lo ya existente. El modo en que interactúa lo nuevo con lo viejo, los nuevos sentidos con lo ya instituido, implicará un proceso de deconstrucción de lo sedimentado (momento negativo) y una posterior reconstrucción mediante la resignificación de lo sedimentado (momento positivo) a la luz de las dislocaciones sufridas por elementos que no logran ser asimilados.9 Las características que adquiere en cada caso tal transformación, nos remite a las variantes de fijación de sentido con las que las organizaciones estructuran sus discursos identitarios.
Al interior de estas coordenadas, Aboy Carlés arriba a su definición de identidad política, la que es entendida como:
el conjunto de prácticas sedimentadas, configuradoras de sentido, que establecen, a través de un mismo proceso de diferenciación externa y homogeneización interna, solidaridades estables, capaces de definir, a través de unidades de nominación, orientaciones gregarias de la acción en relación a la definición de asuntos públicos (2001: 54).
Retomando lo anterior, mientras que con Van Dijk la identidad política grupal se definía como el sistema de creencias grupal de una formación política en un nivel más concreto que el constituido por la base axiomática de la ideología, con Aboy Carlés se incorporan nuevos elementos que más allá de articularse con supuestos que podrían resultar incompatibles,10 pueden combinarse y enriquecerse.
Un primer elemento es el carácter relacional de las identidades (y las diferencias). En este sentido se insiste en que el proceso de “homogeneización interna” no puede desligarse de la “diferenciación externa”, puesto que una implica a la otra y ambas se necesitan en el proceso de establecer “solidaridades estables” para la definición de las “orientaciones gregarias de la acción en relación a la definición de asuntos públicos”.
Al mismo tiempo, la perspectiva que utiliza Aboy Carlés ofrece una conceptualización para atender la dimensión dinámica de las identidades a partir del par “identidad-acto de identificación” o, si se prefiere, el de “sedimentaciónreactivación”. En este sentido, se resalta el carácter contingente/parcial de las identidades políticas,11 sujetas a la interpelación de elementos que pueden ponerlas en crisis y resignificar lo sedimentado. Mientras que Van Dijk define a la identidad como sistema de creencias –entendidas desde una perspectiva cognitiva como “todos los productos del pensar que constituyen los ladrillos del edificio de la mente” ([1998] 2006: 35)–, Aboy Carlés las define como “prácticas sedimentadas, configuradoras de sentido”. Esto es, son las prácticas de los grupos políticos las que, al sedimentarse, constituyen el sistema de creencias que configurará el sentido de la práctica política. Este sistema de creencias que resulta de las prácticas sedimentadas, se verá interpelado por elementos extraños que podrán ponerlo en cuestión y deconstruirlo, para luego resignificarlo y, finalmente, volver a sedimentarse para empezar otra vez: “no hay identidad fuera de un sistema de alteridades y de un juego representativo que tiene un papel constitutivo y [que] toda práctica articuladora de sentido tiene lugar en un campo parcialmente sedimentado y objetivado y en competencia con otras prácticas configuradoras de sentido” (2001: 45)
Discursos identitarios, articulación hegemónica y fijaciones de sentidoHasta aquí la ideología se presentó como un conjunto de creencias abstractas y generales que constituye la base axiomática del sistema de creencias de un grupo. En tal sentido, “además de tener la función social de sostener los intereses del grupo, las ideologías tienen la función cognitiva de organizar las representaciones (actitudes y conocimientos) del grupo, y así, monitorizar (…) las prácticas sociales grupales”. Las identidades grupales –entre las que se incluyen las de las formaciones políticas– constituyen sistemas de creencias con las mismas funciones sociales, cognitivas y prácticas mencionadas, pero en un nivel menos abstracto, sobre cuestiones concretas y, por tanto, tendencialmente más dinámicas.
Con las definiciones de Aboy Carlés se precisaron algunos elementos de estos sistemas de creencias. Por un lado, se hizo hincapié en el carácter relacional de las identidades –en la que la alteridad resulta fundamental–, en el rol constitutivo de las prácticas sedimentadas y sus resultantes unidades de nominación en los llamados intereses del grupo, y finalmente, en el carácter contingente de tales identidades y al mismo en las limitantes de las modificaciones dadas por el carácter parcialmente sedimentado y objetivado, el “telón de fondo”. Como lo señala el propio autor, la identidad está expuesta como límite a la pura “pretericidad” (reproducción) y a la posibilidad lógica de una pura institución (un acto de identificación pleno aparece como un horizonte si no probable, al menos posible). En un punto particular –y por cierto contingente– dentro de estos límites, deviene toda identidad (Aboy Carlés, 2001: 55).
Para profundizar estas nociones, cabe agregar algunos conceptos de Laclau y Mouffe. En su conocido Hegemonía y Estrategia Socialista ([1985] 2006), intentan construir un modelo teórico que dé cuenta del modo en que se construyen los discursos identitarios y de qué manera se articulan las creencias que los componen.12
El concepto central en este desarrollo es el de articulación hegemónica, el que pretende describir el modo en que se articula un discurso identitario mediante operaciones de significación, es decir, definición de significados para distintos significantes. Esta operación se realiza, según Laclau y Mouffe, mediante la construcción de cadenas equivalenciales. Una serie de “elementos” –demandas en la última conceptualización (Laclau, 2005)– se articulan en un discurso (identitario) mediante las equivalencias que pueden trazarse/ construirse entre ellos hasta constituirse en “momentos” del discurso. llamaremos articulación a toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica. A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso. Llamaremos momentos a las posiciones diferenciales en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elementos a toda diferencia que se articula discursivamente (Laclau &Mouffe ([1985] 2006: 142-143) (las cursivas son mías).
Al mismo tiempo sucede que como las identidades se constituyen en un sistema relacional, las lógicas de equivalencia se complementan con lógicas de diferencia. Es decir, se definen las diferencias y antagonismos que establecen las fronteras de tales identidades.
En tales operaciones cobran especial importancia lo que este enfoque denomina significantes vacíos, significantes –prácticas portadoras de sentido (o plausible de serlas)– que no aparecen sujetas y fijadas a significados específicos y determinados, y que por tanto pueden encarnar una serie de sentidos y promover la equivalencia entre elementos desarticulados.13
Desde esta perspectiva resulta importante que las creencias –y el modo en que se articulan entre sí– no posean altas fijaciones de sentido, porque de ese modo los significantes quedarían atados a significados predeterminados, cercenando sensiblemente las posibilidades de desarrollar cadenas equivalenciales.
En tal sentido, en la noción de articulación hegemónica,14 los autores buscan resaltar el papel de lo político y de lo contingente, rompiendo con principios ontológicos de lo social que niegan o limitan fuertemente el espacio de las operaciones políticas. En palabras de los autores: La práctica de la articulación consiste en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad ([1985] 2006: 154).
Articulación remite aquí a un tipo específico de relación que parte de la imposibilidad de las identidades plenas y de la fijación total de significados. En tal sentido, adquiere una centralidad decisiva la presencia de significantes vacíos en los que los significados son reelaborados y reordenados –siempre de un modo parcial– de acuerdo a objetivos políticos específicos, reconfigurando el espacio político mediante lógicas de equivalencia y diferencia.
Cabe aclarar que en Laclau la operación ideológica se da concretamente en estos juegos de significantes y significados. Para él, la ideología no se trata de un simple sistema de ideas –o de la base axiomática de ellos–, sino de un sistema de ideas que se construye a partir de elementos particulares que al articularse, se constituyen en momentos de un discurso. De este modo, los significantes vacíos pasan a “encarnar” la “plenitud ausente” y establecen el “cierre de un horizonte ideológico”, de una comunidad. Así lo define:
Este es el efecto ideológico strictu sensu: la creencia en que hay un ordenamiento social particular que aportará el cierre y la transparencia de la comunidad. Hay ideología siempre que un contenido particular se presenta como más que sí mismo. Sin esta dimensión de horizonte tendríamos ideas o sistemas de ideas, pero nunca ideologías (Laclau, 2002: 21).
Parece útil incorporar esta precisión que Laclau introduce para definir la ideología, la que acota significativamente planteos como el de Van Dijk. En este sentido, no diremos sólo que la ideología es el conjunto de creencias generales y colectivas que constituye la base axiomática del sistema de creencias compartidas por un grupo para el resguardo y/o promoción de sus intereses. Agregaremos que el proceso a partir del cual determinados particulares encarnan elementos diferentes en busca de la plenitud imposible de comunidad, parece estar presente en toda operación que llamamos ideológica, y por tanto como rasgo distintivo de aquéllas. Este es el camino que Laclau toma para sacar a la ideología de la encerrona a la que la lleva su propia expansión imperialista, cuando se asume que la realidad no habla por sí misma; o en palabras de Derrida, que “il n¿ y pas de hors-texte” (No hay nada más allá del texto).
Explorar y conocer de qué modo se construyen estos discursos, también da una pauta del peso y flexibilidad que adquiere lo sedimentado y, por tanto, de las posibilidades de que aquello se vea modificado. En definitiva, las altas fijaciones de sentido importan en tanto van en detrimento de la potencialidad articuladora del discurso en su construcción de poder/adhesión, lo que a su vez sostiene y mantiene rígidas las fronteras con las alteridades –las otras identidades/organizaciones– y, al mismo tiempo, reducen las posibilidades de su cambio.15
Modelo para armarHasta aquí repasamos algunas aproximaciones al intento de definir conceptos tan complejos como la ideología y las identidades políticas. Sería absurdo que nuestra exploración tuviera como norte hallar la definición de ideología o la definición de identidad política. Eso supondría cancelar su problematización, dejar de pensarlas y en verdad lo más interesante parece pensarlas, cotejar las definiciones teóricas que circulan y, más importante aún, llevarlas a un terreno práctico, ponerlas a prueba en la investigación empírica, operacionalizándolas y llevándolas al barro de la empiria.
Pensar estas nociones implica evaluar la utilidad y pertinencia de los elementos que están contenidos en las definiciones. Este artículo presentó en primer lugar, luego de un sintético recorrido histórico, la propuesta de Teun Van Dijk, quien dedicó vastos esfuerzos a una definición de ideología. En sus intentos por delimitar tal concepto, sobresale la idea de un sistema de creencias de grupos sociales para el resguardo y promoción de sus intereses. Más específicamente, Van Dijk piensa a la ideología como la base axiomática de los sistemas de creencias, esto es, una serie de creencias de tipo general/abstracto y de difícil variación.
Es decir, la ideología en Van Dijk incluye, por un lado, la noción de sistema de creencias, lo que supone la existencia de un ordenamiento lógico-conceptual a partir del cual las creencias se ubican e inscriben. Tales sistemas poseen diferentes tipos de creencias, siendo las generales y abstractas las que conforman la ideología, aquellas sobre –o alrededor de– las cuales se apoyan y ordenan las restantes. Estos elementos permiten pensar a la ideología como el conjunto de puntos nodales alrededor de los cuales se estructuran las creencias a través de las que se ve, piensa y actúa sobre el mundo. Las identidades grupales, entre ellas las políticas incluyen, según el planteo de Van Dijk, aquellas creencias concretas atadas a la comprensión, evaluación y accionar cotidiano y por tanto sujetas a una variación mayor a las anteriores.
Pensando en su utilidad para la investigación empírica parece útil partir del supuesto de asumir la existencia de un sistema, y por lo tanto de cierto orden, de determinados puntos privilegiados en ese sistema, los que por su naturaleza abstracta se muestran menos plausibles de ser modificados. La posibilidad de distinguir entre aquellas creencias nodales resulta un modo de orientar el análisis de las ideologías y las identidades políticas. Estas últimas tendrán un comportamiento más dinámico y podrán analizarse en su relación con aquellas más estructurales.
Aboy Carlés sugiere una serie de pistas de análisis que permiten avanzar en esta dirección. El par identidad-diferencia como constitutivo del sentido mismo constituye un puntapié inicial encomiable para avanzar en el análisis de los contornos que delimitan las identidades. Su carácter relacional, atado al par mencionado y a la dimensión histórica/dinámica, se alinean con la variabiliad que Van Dijk le atribuye a las creencias que constituyen las identidades grupales. Asimismo, la dialéctica que se establece entre lo social sedimentado y lo político, entre la identidad y el acto de identificación, remite a la relación ideología-identidad en el planteo de Van Dijk, lo que aparece como un terreno auspicioso para el análisis.
Si bien toda ideología es política en un sentido amplio, lo político asume sus formas determinadas en lo que llamamos la política (ver nota 2), donde se dirimen específicamente –y explícitamente– luchas por el poder, también por el sentido del orden social. Laclau y Mouffe se centran especialmente en esta dimensión y analizan las lógicas equivalenciales y diferenciales mediante las cuales se articulan –y desarticulan– los discursos identitarios que se debaten en la arena política. Aquí el juego entre significantes y significados adquiere una centralidad especial, demarcando un terreno específico para el análisis, un aspecto concreto para el análisis alrededor de los significantes vacíos y flotantes que operan amalgamando la plenitud imposible de la comunidad.
Un ejercicio concreto y práctico que permite operacionalizar estas coordenadas conceptuales, es el del análisis de las fijaciones de sentido que muestran los discursos identitarios. En un trabajo anterior, deconstruí una serie de dimensiones de los discursos de las formaciones políticas de la izquierda argentina, donde los discursos identitarios remiten con mayor claridad y trasparencia a lo ideológico, a sistemas de creencias abstractos insoslayables a la de formatear las identidades políticas de los grupos en su práctica política concreta. Allí se pudo observar de qué modo la base axiomática de la ideología de izquierda, con la especial gravitación del marxismo, se articulaba con definiciones identitarias más concretas, determinándolas en algún punto, pero nunca acabadamente. Los niveles de fijación de sentido en cada una de las dimensiones analizadas daban cuenta tanto de las posibilidades de interpelar de los discursos como de los espacios abiertos para avanzar en procesos de articulación entre organizaciones, conocido karma de los herederos de Karl Marx.
En aquella oportunidad se desagregaron, entre otras, dimensiones tales como: el Punto de llegada, el tipo de sociedad que se proyecta como objetivo final, donde se evalúa cuán definido/preestablecido aparece el objetivo político último de la labor de transformación; el Modo de la transformación, especialmente la disyuntiva entre revolución y reforma, que incluye un posicionamiento sobre la naturaleza y el rol del Estado en tal proceso; el Sujeto político, principalmente la relación partido-clase, la especificidad con la que se define el sujeto político que debe ser interpelado; la Cuestión nacional, el debate acerca de enmarcar la cuestión de clase dentro de los lineamientos de “independencia económica” y “soberanía política”; los Principios organizativos, fundamentalmente la cuestión de la autonomía y la democracia de base.
Cuando se analiza la vinculación entre la ideología –como creencias abstractas– y la identidad política se observa que la fuerte impronta economicista que deriva de muchos discursos provenientes del marxismo ubica frecuentemente a la política en un rol dependiente, heterónomo, y por tanto confinado a límites impuestos por elementos foráneos. Cosa similar ocurre con la teleología presente en algunos de sus discursos, como así también con la alta pretensión de verdad que resulta de una concepción en la que realidad objetiva resulta fácilmente asequible. El espacio de la necesidad crece en detrimento del de la contingencia. Lo determinado clausura posibilidades y vuelve más rígidos los posicionamientos que se construyen en el discurso identitario de cada organización, lo que restringe las posibilidades de entendimiento y favorece la atomización.
Si pensamos en el conservadorismo, el liberalismo y el socialismo como las grandes ideologías políticas que surgen en la modernidad, podemos intentar identificar sus rasgos principales en tanto bases axiomáticas. En la disputa por el orden social, los diferentes grupos intentarán imponerse, construir la plenitud imposible de la comunidad. En busca de la satisfacción de sus intereses, los que se constituyen en el mismo proceso en el que se elaboran las creencias, en el juego de suplementariedad entre lo representable, lo representado y el representante –es decir, que no son preexistentes, como se desprende del planteo de Van Dijk–, es que se desarrollan las operaciones ideológicas de encarnación y condensación en busca del “cierre y la transparencia de la comunidad”: la preservación/recuperación del statu quo como sinónimo de orden; la libertad individual como garantía de justicia, una sociedad sin explotadores ni explotados encarnada en el triunfo del proletariado.
A partir de lo visto aquí, articulando los diversos aportes y la experiencia en la investigación, sugiero definir la ideología como la base axiomática de los sistemas de creencias que se disputan el sentido del orden social, sistemas que mediante procesos de encarnación y condensación producen lógicas equivalenciales y diferenciales que se articulan en discursos identitarios, constituyendo intereses grupales para su resguardo y/o promoción.
En el análisis topográfico que supone el establecimiento de las fronteras identitarias, el juego de identidades es imposible sin un juego de diferencias, de alteridades. Este elemento, muchas veces descuidado, resulta crucial en el análisis de las identidades, puesto que recupera de manera central la dimensión relacional de las identidades. Si pensamos a las identidades políticas como prácticas sedimentadas configuradoras de sentido que mediante procesos de diferenciación externa y homogeneización interna desarrollan solidaridades estables capaces de llevar a cabo orientaciones gregarias de la acción en la definición asuntos públicos, parece adecuado pensarlo en un nivel de abstracción menor al de las ideología y, por tanto, mucho más dinámicas y contingentes.
Pensar la ideología y las identidades políticas no parece ser una tarea sencilla. Quizás algunos de los planteos descriptos y analizados en este trabajo puedan colaborar con un mejor entendimiento de fenómenos complejos como éstos. Será tarea de nuevas investigaciones empíricas cotejar la pertinencia y las implicaciones de estas definiciones teóricas.
Doctor en Ciencias Sociales. Becario post-doctoral del Consejo Nacional de Investiga- ciones Científicas y Técnicas. Investigador del Centro de Investigaciones Socio Históricas del Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Integrante del Proyecto de Investigación “Identidades, discursos y prácticas políticas de los sectores populares en la Argentina post 2003: perspectivas teóricas, enfoque analítico y estudios de caso”(2012-2015).
Desde Lukács a Althusser pasando por Gramsci, Adorno y otros, los intelectuales marxistas han problematizado y profundizado en torno a la noción de ideología, dando lugar a debates de suma relevancia. Una buena síntesis de estos debates figuran en el trabajo de Slavoj Zizek ([1994] 2003): Ideología. Un mapa de la cuestión.
Resulta especialmente ilustrativo a este respecto el trabajo de Martín Retamozo (2006), que aborda diferentes enfoques desde la filosofía política en los que la cuestión del orden, de sus sentidos y la producción de discursos en tal disputa, dan cuenta de lo político como tal. En el mismo sentido, Retamozo, siguiendo varios de estos planteamientos, distingue el terreno de lo político como la dimensión ontológica en la que se disputa el orden social, del terreno de la política, que remite a la arena de disputa –el conjunto de reglas, de límites e instituciones– donde ésta se desarrolla. La política, así entendida, refiere a la dimensión óntica, a la forma específica de aparición que resulta del orden social instituido.
Efectivamente, no resulta difícil constatar que la gran mayoría de los trabajos sobre ideología privilegian su dimensión social, especialmente aquello relacionado con los mecanismos de poder, la dominación y la resistencia como terreno del conflicto social. Tal dimensión, que sin duda resulta insoslayable si se quiere tener una aproximación rica y completa del problema, suele imponerse en detrimento de los aspectos mentales sin los cuales nada de lo otro tendría sentido. Lo discursivo, por su parte, remite a las formas de aparición de la ideología, lo que incluye un variado abanico de cuestiones que tampoco atenderemos aquí.
Van Dijk prefiere utilizar la noción de creencia, puesto que considera que el significante “idea” incluye elementos que pueden confundir. Básicamente señala que esa noción se asocia fácilmente con “lo nuevo, lo original”, con un aporte y una elaboración novedosa. Proposiciones tales como “a nadie se le ocurre una idea”, “no tengo ni una idea”, “se me ocurrió una idea”, etcétera, son ejemplos en ese sentido. Es con la intención de no trasladar estos significados a su propuesta teórica que escoge en su lugar a la noción de Creencia, definiéndola de un modo general (“cualquier cosa que puede ser pensada”, “todos los productos del pensar”, etcétera).
Claro que entre creencias fácticas y evaluativas existen relaciones específicas. De hecho, las creencias evaluativas se apoyarán con frecuencia en creencias fácticas. Del mismo modo, parece sensato señalar que cuanto mayor sea el número de creencias consideradas fácticas, mayor será la rigidez de una ideología. Cabe agregar que las creencias evaluativas compartidas por un grupo, Van Dijk las define como actitudes.
De este modo, cuando hablamos de ideología política –como un tipo de ideología–, la generalidad y abstracción del sistema de creencias remite a un universo ya recortado (el de la política y no el de la religión, por tomar un caso) y por tanto se trata de un nivel más concreto que el de la ideología a secas. Esto permite manejarnos en un plano menos indefinido, y por tanto más pertinente para analizar, por ejemplo, los esquemas de las diferentes matrices (político) ideológicas, sus semejanzas y diferencias.
Señala Van Dijk: “Las ideologías forman, a lo sumo, la base de la identidad del grupo, esto es, las proposiciones fundamentales que corresponden a evaluaciones más o menos estables sobre “nuestros” criterios de pertenencia al grupo, actividades, objetivos, normas y valores, recursos sociales y, especialmente, nuestra posición en la sociedad y las relaciones con otros grupos sociales” (Van Dijk, [1998] 2006: 156).
Desde principios del siglo pasado, Ferdinand de Saussure diferenció entre la lengua (como sistema) y el habla (como acto); identificó al signo como el elemento básico de la lengua; diferenció en su interior al significante y al significado; y estableció el carácter relacional que adquieren los signos entre sí. Estos fueron los pilares sobre los que los análisis lingüísticos tuvieron su plataforma para ir adquiriendo un status cada vez más definido y para que los cientistas sociales le otorgaran cada vez mayor relevancia y centralidad.
Esteban Vergalito, en su “lectura hermenéutica de Laclau”, resalta que la relación dialéctica entre lo nuevo y lo viejo puede conceptualizarse distinguiendo estos momentos: “el momento “deconstructivo” (…) consistiría en el acto negativo de des-sedimentación efectuado por un sujeto hegemónico, como respuesta inicial a una crisis identitaria producida por una sobrecarga de elementos extraños (dislocaciones) inasimilables por parte de su red de significación previa (conformación hegemónica anterior)” (Vergalito, 2008: 9).
10 La perspectiva de análisis post-estructuralista que asumen Aboy Carlés y Laclau se apoya en nociones en las que el discurso adquiere un carácter fuertemente performativo, constitutivo de la realidad, incluyendo los propios intereses de los sujetos. En Van Dijk, la ideología, y por ende la identidad política, responde a intereses ya constituidos de los que las creencias son sus legitimadores. Si bien Van Dijk aclara que se inscribe en una perspectiva constructiva cognitiva en la que las representaciones del mundo “involucran la interpretación y la comprensión de ese mundo en términos de categorías conceptuales socialmente adquiridas” ([1998] 2006: 43), lo cierto es que los intereses (objetivos, valores, recursos, etcétera) parecen estar previamente constituidos. Para Aboy Carlés, este tipo de enfoques supone la vieja separación decimonónica entre sociedad y Estado, y por ende, entre lo social representado y lo político representante. La lógica subyacente a este modelo es que lo social se presenta constituido, en un momento previo, para ser representado por lo político, en un segundo momento. Sin caer en una perspectiva de una “performatividad radical de la nominación” –como la que el autor le adjudica a Zizek– en la que “la nominación [el representante] crea retrospectivamente su referencia” (2001: 35), Aboy Carlés va resaltar el carácter constitutivo de la nominación política, pero apoyándose en la noción de suplemento de Derrida, en donde lo representable –que podría homologarse con los intereses de Van Dijk–, al igual que lo representado y el presentante, se constituyen en el mismo acto de representación. En sus palabras: “la representación es la constitución misma de la presencia de lo representable, lo representado y el representante, juego de suplementos que se requieren internamente como un exterior constitutivo que colma una falta del adentro mismo” (2001: 39).
Si el grado de contingencia es absoluto o no, es una discusión que supera el interés de este trabajo. Desde el punto de vista lógico, es aceptable que la contingencia opere sin ataduras ni límites, pero las probabilidades de que esto así sea en el campo de las formaciones políticas disminuye a partir del “telón de fondo” que limita, aunque siempre de un modo parcial, la operación del significante vacío. Un modo en que el autor busca responder este asunto –el de la manera en que la institución nueva de sentido es condicionada por lo parcialmente objetivado– es partir del rescate del concepto de mito de Roland Barthes. El mito aparece en este autor como un sistema semiológico segundo, es decir, que se edifica a partir de un sistema semiológico primero y sobre él opera. Para ejemplificar esto, Aboy Carlés menciona el proceso a través del cual sectores de la izquierda argentina asocian el nacionalismo y marxismo, destacando la condición de “construcción de segundo orden” y de “lenguaje robado” (2001: 57).
En rigor, Laclau y Mouffe hablan de posiciones diferenciales (elementos) que deberán articularse, mediante lógicas equivalenciales, en un discurso y constituirse en momentos de tal discurso. En su conceptualización posterior, Laclau (2005) va a hablar de demandas para referirse a tales elementos. De todos modos considero que es posible utilizar aquí la noción de creencia sobre la que se basa Van Dijk, aunque no sea más que para dar cuenta de la dimensión cognitiva de este proceso, puesto que estos juegos de significación son inescindibles del modo en que se construye el sistema de creencias. En cualquier caso, podrá señalarse que las demandas, en tanto unidad mínima, representan un tipo específico de creencia (fáctica y valorativa), que al articularse en un discurso identitario constituye un sistema de creencias o, en palabras de Laclau, un “sistema estable de significación” (2005: 99).
Como se dijo, para Laclau y Mouffe, la práctica articulatoria implica el desarrollo de discursos capaces de articular en su interior diversas posiciones diferenciales (elementos), que una vez articulados en el discurso se constituyen en momentos del mismo. En su reciente trabajo sobre el populismo (2005), Laclau define como la unidad mínima de la articulación populista a las demandas sociales, de modo que el proceso de articulación mediante significantes vacíos que establecen lógicas equivalenciales se da al nivel de las demandas sociales insatisfechas de los sujetos. Es decir, son las demandas de los sujetos las que se articulan, equivalencialmente, en torno a un significante que es vaciado y resignificado en función de su rol articulador hegemónico. Dicho de otra manera, los sujetos se articulan mediante la presencia de un significante que logra equivalenciar sus demandas (2005: 97-99).
La hegemonía es concebida como un tipo de práctica articulatoria cuya particularidad radica en estar atravesada por un antagonismo, la articulación se realiza en oposición a otra articulación: “Para hablar de hegemonía no es suficiente el momento articulatorio, es preciso además que la articulación se verifique a través de un enfrentamiento con prácticas articulatorias antagónicas” ([1985] 2006: 179). La hegemonía aparece entonces en estos autores como una práctica articulatoria eminentemente política, en la que se rechazan las identidades plenas a la vez que incluye la existencia de un conflicto antagónico que la atraviesa.
Lo central en el planteo de Laclau y Mouffe es que la articulación de demandas que se logra a partir del uso de significantes vacíos implica determinados grados de indeterminación y contingencia en los discursos: no es lo mismo interpelar a la clase obrera que al pueblo. Cuanto más fijada es la sutura de un discurso, menor es el margen para el vaciamiento de significantes: si el cambio social sólo se podrá lograr mediante la revolución, si la revolución sólo será exitosa si es dirigida por la clase obrera y sólo si se destruye al Estado Burgués, etcétera, las posibilidades de desarrollar operaciones discursivas para equivalenciar demandas se verán reducidas. Cuanto más flexibles se presenten los discursos, parece probable que mayores sean las posibilidades de establecer acuerdos y avanzar en el entendimiento, condiciones nada desdeñables para el desarrollo de procesos de convergencia política entre organizaciones.