El objetivo de este trabajo es recuperar el papel de la participación directa de los ciudadanos como un recurso para fortalecer la democracia actual. A partir de formas de participación propias de la democracia antigua, se considera que las consultas populares (los denominados referéndum y plebiscito), las iniciativas legislativas populares y las candidaturas ciudadanas, constituyen alternativas de participación directa para la sociedad que pueden hacer más genuina la representación de intereses sociales. Además de convocar y dar posibilidad de participación a los ciudadanos sin muchos intermediarios, fomentan la deliberación, la transparencia, la responsabilidad política y la rendición de cuentas.
The objective of this work is to recover the direct participation of the citizens as a resource to strengthen the current democracy. From forms of participation typical of ancient democracy, it is considered that popular consultations (so called referendums and plebiscites), popular legislative initiatives and citizen candidacies are alternatives for direct participation in society that can make more genuine the representation of social interests. In addition to convening and giving citizens the possibility of participation without many intermediaries, they encourage deliberation, transparency, political responsibility and accountability.
Ante los cuestionamientos que se han realizado a la democracia representativa en los años más recientes, se requiere repensar la pertinencia de los mecanismos de democracia directa para darle mayor consistencia y, de ese modo, recuperar su significado original como gobierno del pueblo.
En este trabajo, nuestro objetivo es argumentar a favor de procedimientos como la consulta popular, la iniciativa legislativa popular e incluso la candidatura independiente de los partidos para complementar la democracia representativa. La intención es reivindicar la vigencia de esta forma de gobierno y estimular la participación ciudadana, de modo tal que los representantes electos no se separen del interés de los representados ni éstos perciban un distanciamiento o ruptura con ellos.
La democracia realmente existente recibe un cúmulo de críticas en México y en el mundo. Su fundamento como producto de los propios fenómenos políticos en la historia de una nación es cuestionado por Hermet, quien al señalar la existencia de ocho olas de la democracia en la historia del mundo (a diferencia de las tres de Huntington), denomina a la más reciente como la ola de la democracia “balística”; es decir, la que Estados Unidos ha impuesto a la fuerza, mediante intervención militar en algunos países del Medio Oriente: …la guerra de Irak inauguró sin más tergiversaciones la octava etapa a comienzos de 2003: una oleada de democratización destinada a llevar la felicidad al gran Oriente Medio, desde Pakistán hasta Marruecos, gracias a las atenciones del gobierno americano… A partir de 2003, la nueva democratización estratégica impuesta en Irak ha tenido como doctrina dirigir entre el zumbido de los misiles unas elecciones cuyo resultado debía responder a los deseos de los tutores extranjeros de la operación para que pudieran ser calificadas de democrática (Hermet, 2008: 133).
¿Qué peor cuestionamiento se puede hacer a una forma de gobierno que se define en la era moderna como el gobierno de la mayoría, forzada con violencia desde el exterior?
En no pocas de las nuevas democracias, las impugnaciones ponen en duda el concepto mismo: más bien se habla de autoritarismos competitivos o regímenes electorales autoritarios (Schedler, 2016),1 negando la pertinencia de cualquier definición conocida. Incluso en democracias o en autoritarismos electorales, los comicios son vistos como momentos coyunturales de confrontación entre candidatos mediáticos con propuestas inocuas. La participación electoral de los ciudadanos se considera como excesivamente expuesta a la manipulación de los líderes y de los medios de comunicación, y la abstención es motivo de preocupación para la mayoría de los ciudadanos y de los observadores en general.
El carácter fundamentalmente procedimental de la democracia es lo más debatido. Como ya lo había señalado desde hace tiempo Schmitter, no se cuestiona la democracia sino su carácter liberal, que se basa en la participación individual de un sujeto que cuando acude a las urnas, lo hace con desgano, desconfianza y con compromisos ideológicos endebles (Schmitter, 2005: 250). Por otro lado, recuperando a Schmitt, Mouffe planteó la paradoja democrática de la promoción de la participación individual para construir una voluntad general en sociedades sumamente desiguales y con intereses políticos contradictorios (Mouffe, 2000: 56).
Y uno de los protagonistas básicos de la democracia, el partido político, ha sido cuestionado de forma tajante por autores como Katz y Mair, por su carácter de agentes del Estado y no representantes de la sociedad (2007: 101); es decir, se cuestiona la esencia del partido político, que en su momento surgió para la representación de los intereses sociales.
En el debate sobre la democracia de nuestra época, el acento en la cuestión electoral no es gratuito. Por fortuna (como lo señalara Linz, 2007: 226), las elecciones se han erigido en uno de los componentes claves de las democracias, por lo que su periodicidad es un rasgo intrínseco. Es el momento de refrendar el apoyo a un gobernante o bien de cambiarlo, en la búsqueda de un futuro mejor. Se trata de un proceso en el cual, como se sabe, no sólo están involucrados los partidos, sino todos aquellos que se interesan por la cosa pública y por conservar o alterar el estado de cosas vigente. Pero la importancia del momento electoral no debería oscurecer el principal proceso en una forma de gobierno: el ejercicio del poder. No se trata de un instante sino del comportamiento de actores e instituciones en un periodo relativamente largo de tiempo. Implica la formulación o reformulación de pautas de acción, de normas y valores que impactan en todos los integrantes de una sociedad. Sus consecuencias son fuertes y de corto, mediano o largo plazos.
Sin duda relevante para la filosofía política clásica, el estudio del gobierno fue una de las materias claves de investigación en los albores de la Ciencia Política. Es menester recordar los planteamientos de Blondel (1981) al respecto, con la problematización del tema a partir de una perspectiva histórica y sustentada en análisis primigenios de la tarea de gobernar. Asimismo, los estudios de las instituciones políticas y de la democracia misma de Duverger e incluso el concienzudo y seminal análisis del gobierno representativo de John Stuart Mill. Estos autores siguen presentes en los debates actuales, pero sobre todo concentran su atención en la revisión de los procedimientos electorales y menos en el ejercicio del poder.
Los partidos sí son un objeto de estudio recurrente. Pero ellos no son los únicos que intervienen en la toma de decisiones. Hay otros actores involucrados (como los grupos de poder empresarial nacionales o internacionales), hay características estructurales de los regímenes políticos (con ordenamiento presidencial o parlamentario y con principios de mayoría o de proporcionalidad) y también factores allende las fronteras (como las relaciones económicas o políticas con alguna potencia mundial o con instituciones financieras internacionales) que sin duda repercuten en el quehacer gubernamental. De ahí la complejidad del asunto, no sólo para ejercer el poder sino también para analizar el ejercicio del poder.
Una de las maneras de enfrentar la crisis de representación que vive la democracia ha sido la introducción o revitalización de mecanismos de democracia directa. De esa forma se da cabida a la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones sin intermediarios, sin representantes electos. Las experiencias internacionales son variadas, pero los instrumentos institucionales de democracia participativa existen desde hace tiempo en naciones con larga experiencia democrática, como en Estados Unidos (Zimmerman, 1992: 13), y en países que han reconstruido o apenas construido tal forma de gobierno (como Brasil o Uruguay en América Latina).2
En este trabajo recuperamos la conceptualización de la democracia y de las formas de participación prevalecientes en las primigenias y efímeras democracias de la antigüedad, para destacar la necesidad de recuperarlas y ajustarlas a la democracia moderna. Consideramos que ésa es una forma plausible de fortalecerla, debido a los severos cuestionamientos que ha padecido en los últimos años. El principal problema para muchos críticos consiste en que la representación de los intereses sociales está en duda por el predominio de los intereses de élites políticas nacionales, en particular de oligarquías partidistas o de liderazgos personalistas, que si bien han sido respaldados por el voto mayoritario de los electores, carecen de vínculos sólidos, permanentes y de interdependencia con ellos y con la sociedad en su conjunto. Incluso se debe considerar la influencia de actores supranacionales que lesionan la autonomía de los pueblos para decidir qué forma de gobierno darse (como los gobiernos de Estados Unidos o Rusia) o bien la independencia de los gobiernos para tomar decisiones de la mayor relevancia (como en materia hacendaria, por la influencia de organismos financieros como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional).
Desde nuestra perspectiva, los mecanismos de democracia participativa (pese a incipientes y a veces malogradas experiencias) son un recurso para fortalecer a la democracia, sin abrir la puerta para estrategias rupturistas y estimulando la participación ciudadana en la toma de decisiones. Los problemas más apremiantes de la sociedad requieren de la atención de los gobernantes, quienes han cerrado los ojos hacia la lacerante pobreza y la enorme desigualdad social que se padece en muchas regiones del mundo (y de América Latina en particular). Una forma de presionar a las élites es precisamente a partir de la acción cívica mediante la recuperación de los mecanismos de democracia directa. Sin el concurso de los ciudadanos, la simulación de democracia y, lo que es peor, la partidocracia continuará imperando, sin que haya ninguna presión social hacia los gobernantes.
La democracia antigua: directaLos gobiernos pueden estudiarse a partir de responder tres preguntas trascendentales, como lo planteó hace tiempo Jean Blondel: ¿quién gobierna? ¿Cómo gobierna? ¿Para qué gobierna? (Blondel, 1981). En el caso de la primera pregunta, lo esencial es identificar a los diferentes actores que participan en la toma de decisiones, así como dar respuesta a la gran pregunta de la filosofía política: si es uno, unos cuantos o muchos (o todos, incluso). La segunda se refiere a varios asuntos estrechamente vinculados: si los gobernantes toman en cuenta las leyes vigentes o formulan nuevas; si generan instituciones y de qué tipo; y si consideran las demandas u opiniones de otros a la hora de tomar decisiones. De este modo también se revela el grado de libertad de la sociedad. La tercera pregunta se refiere a los fines que los gobernantes persiguen con sus decisiones: fines ideológicos en principio, o bien a partir de los intereses del líder, de un grupo o de ciertos sectores sociales.
La democracia no ha sido siempre la misma. Como se sabe, en la antigüedad era una forma de gobierno poco apreciada. El gobierno del pueblo era una rareza entre monarquías y aristocracias bien afianzadas, o que perduraron durante siglos. A veces se le califica como democracia directa, pero en esencia se trataba de un gobierno de representantes del pueblo que tenían la atribución fundamental de organizar política y administrativamente a una comunidad. Gobernantes más cercanos a los integrantes de la misma, buscando el interés general y no el particular.
De acuerdo con David Held, en la democracia clásica, el principio de justificación era que los ciudadanos debían disfrutar de igualdad política (1987: 32). De ahí que, en efecto, la participación de todos en la toma de decisiones era lo deseable; deseable, pero de cualquier manera imposible. Sartori señala que en realidad, como forma de gobierno de comunidades duraderas, la democracia siempre fue indirecta (Sartori, 1997: 345-346). Varios autores han planteado las características generales de la democracia clásica: la participación de los ciudadanos en las labores ejecutivas o legislativas en cargos de corta duración, en ocasiones con mandato imperativo o bien con posibilidad de revocación de mandato.3
El poder se concretaba en la asamblea de ciudadanos, la cual inevitablemente contaba con un órgano superior encargado de tomar decisiones regulares, en tiempos cuando no había una reunión de todos en asamblea. Los asuntos que se atendían eran: el orden público, las finanzas, la formulación de leyes, la impartición de justicia (la cual incluía una sanción esencial que era el ostracismo), las fiestas religiosas y las cuestiones internacionales. Los acuerdos se tomaban por consenso, haciendo uso recurrente y extenso de la deliberación, del debate público en la asamblea y también en la vida diaria. La política no se restringía a un espacio ni a un tiempo, sino que se hacía en todo momento.
Un método usual en el funcionamiento de la democracia de entonces (en el siglo IV antes de nuestra era) era el sorteo, mucho más que la elección. La rotación de cargos era cosa común y corriente, sin llegar a ser todavía una forma de sanción o de rendición de cuentas de los representantes. Originalmente no había privilegios para quienes ejercían la representación, aunque después la remuneración comenzó a darle un sentido diferente a los cargos. Marcos plantea que ése fue uno de los rasgos del deterioro de la democracia clásica, que trastocó su esencia para acercarla cada vez más a la aristocracia y a la oligarquía.
Una democracia semejante en la actualidad es impensable. En el pasado había un conjunto de condiciones que la hacían posible: las ciudades-Estado eran pequeñas en número de habitantes y extensión territorial, la economía era de autoconsumo y se basaba en la esclavitud, mientras que el trabajo doméstico quedaba en manos de las mujeres. La restricción de la condición de ciudadanía se fundamentaba en estas características: quienes ejercían el poder eran los hombres libres, no las mujeres ni los esclavos (Held: 50). Por ello, solía ocurrir que el poder recayera en ciudadanos o familias de “alta cuna o rango” y no necesariamente en el “pueblo” (Sartori, 1997: 43).
Conviene recordar también las debilidades de tal forma de gobierno, señaladas reiteradamente por los partidarios de la democracia electoral tan en boga en nuestro tiempo. Sartori puntualiza las siguientes:
- •
Los demagogos podían controlar las asambleas (tanto o más que los jefes militares como bien señala Marcos, debido al peso contundente de la amenaza exterior) (1997:259-260).
- •
En las asambleas era normal el enfrentamiento entre grupos de líderes, no necesariamente se trataba de diferencias entre individuos. Las facciones presionaban a los participantes de la asamblea para imponer sus posiciones.
- •
Con base en las diferencias políticas, se constituían redes informales de comunicación e intriga que pesaban en la deliberación.
- •
La asamblea se prestaba a la exaltación de los ánimos, a la irracionalidad, a conductas impulsivas inadecuadas para la toma de decisiones en beneficio de todos.
- •
Ciertas decisiones populares podían ser inestables y al mismo tiempo generar algún grado de inestabilidad política.4
Tales debilidades de la democracia clásica serán recuperadas por los críticos de la democracia representativa, que se manifestarán a favor de la recuperación de la participación directa de los ciudadanos en la cosa pública (como Rousseau y más recientemente Bobbio). Más adelante regresaremos sobre el tema.
La democracia moderna: representativaDespués de las experiencias de la democracia griega (principalmente entre el siglo vi y i antes de nuestra era), por cientos de años más existió el predominio de monarquías, tiranías, oligarquías y aristocracias, en todo el mundo. No fue sino hasta el siglo xviii cuando se recuperó el concepto de democracia, en contextos claramente diferentes a los existentes en la antigüedad. La democracia fue impulsada por la burguesía como forma de gobierno alternativa y mejor a las prevalecientes, ancladas en usos y costumbres de reyes, tiranos, aristócratas u oligarcas. Los industriales y comerciantes demandaron espacio en la toma de decisiones, formulando un conjunto de principios, valores y prácticas que dieron fundamento a la democracia moderna.5
La definición de Linz sobre la democracia representativa, procedimental, electoral, que es la que prevalece en nuestra época, es del todo pertinente para caracterizar el acceso al poder en una forma de gobierno de este tipo: Es la democracia un sistema político para gobernar basado en la libertad legal para formular y proclamar alternativas políticas en una sociedad con las libertades de asociación, de expresión y otras básicas de la persona que hagan posible una competencia libre y no violenta entre líderes, con una revalidación periódica del derecho para gobernar, con la inclusión de todos los cargos políticos efectivos en el proceso democrático y que permita la participación de todos los miembros de la comunidad política, cualquiera que fuesen sus preferencias políticas, siempre que se expresen pacíficamente (Linz, 2007: 226).
Tal noción, como muchas otras, se centró en su momento en el acceso al poder. Su intención era comprender los procesos de construcción o reconstrucción de regímenes democráticos en diferentes zonas del mundo. Estos nuevos fenómenos dieron lugar al debate sobre los contenidos y los fines de la democracia.
Las elecciones son un procedimiento para elegir a los gobernantes. Dahl señaló las características principales de la democracia procedimental desde principios de la década de los años setenta. Para él, la democracia realmente existente (la poliarquía) se basaba en las garantías constitucionales de libertad de asociación, de expresión, de voto, de información y de libertad, para que los líderes compitan en busca de apoyo para sus políticas. En democracia, todos los ciudadanos tendrían derecho a ser elegidos y a ser votados en elecciones libres e imparciales, y las instituciones políticas habrían de ser capaces de realizar las políticas que los gobernantes electos decidieran (Dahl, 1992: 267). Cabe recordar el planteamiento de este autor, en el sentido de que los regímenes relativamente democráticos son sustancialmente “liberalizados y popularizados”, es decir, muy representativos de las diferentes voces y al mismo tiempo francamente abiertos al debate público, al reconocimiento de la diversidad de opiniones.
Recientemente algunos autores concibieron el procedimiento electoral como una forma de rendición de cuentas de los gobernantes (Przeworsky y otros, 1999). Su importancia es indiscutible, pero solamente nos remite a una fase de la democracia: el momento de elección, de renovación o de ratificación de los gobernantes. El ejercicio del poder de los gobernantes implica tomar en cuenta periodos de tiempo más largos, procesos políticos diversos, características estructurales del sistema político, participación de otras fuerzas, tensiones sociales e influencias externas. El meollo de la cuestión es cómo se gobierna en los hechos (más allá de discursos y ofertas electorales) y para quién se gobierna, por encima de las descalificaciones de los otros, las visiones cortoplacistas y la difusa emisión de valores ideológicos en los momentos del mercadeo electoral.
El ciudadano, fungiendo como elector, acude a la urna y vota a favor de un candidato que teóricamente representará sus intereses. Después su vida cotidiana será alterada por la toma de decisiones de sus representantes durante varios años. Incluso aquellos ciudadanos que no acudan a las urnas, se verán afectados por las decisiones de los gobernantes. Por otro lado, el perfil de campaña de los líderes políticos y sus partidos varía en el ejercicio del poder. El contexto es susceptible de generar modificaciones a sus propios proyectos, abriéndose (por convicción o por conveniencia) a una participación plural en la toma de decisiones. Aunque también cabe la reconstitución de hegemonías o monolitismos, las democracias de hoy cuentan con los candados necesarios para evitarlo. En todo caso, las condicionantes de factores internos y externos estimulan a un juego de fuerzas impensable en formas de gobierno no democráticas.
El ejercicio del poder en la actualidad está en manos fundamentalmente de los partidos políticos. Si bien es una de sus principales funciones, no es el único actor que participa de la toma de decisiones. De hecho, una de las formas de resarcir la endeble condición de no pocos gobiernos democráticos ha sido la introducción de espacios de participación para la ciudadanía, con la finalidad de darle sentido a la definición básica de la democracia como el gobierno de la mayoría.
Hay mecanismos diversos utilizados con regularidad en precampañas y campañas para conocer y recoger las demandas ciudadanas. Pero se reducen cuando el ejercicio de gobierno comienza. Es precisamente hacia esta fase a la que conviene dirigir la atención. Hasta hace poco, el procesamiento de las demandas, es decir, la agregación de intereses era una tarea que los políticos cumplían en sus oficinas, a veces con la ayuda de profesionales o con su simple experiencia personal o de grupo y nada más. No había necesidad ni exigencia de participación social, de transparencia o de rendición de cuentas. Poco a poco esto ha cambiado. Aun así, las nuevas experiencias al respecto son diferenciadas y, en muchos casos, poco satisfactorias.
Las formas de participación en la formulación de políticas son variadas, y en algunos casos incluyen los estudios de opinión sobre la percepción ciudadana respecto de los problemas o necesidades sociales. Las consultas son un mecanismo que los políticos casi siempre ven con simpatía debido a que, por un lado, son un instrumento apropiado para conocer el sentir de la sociedad sin demasiadas complicaciones; y por otro, no hay obligación alguna de seguir las posturas de los consultados al pie de la letra. No sucede lo mismo con la puesta a debate y la definición de una decisión difícil a través de un referéndum. Es justo de ese modo cuando el partido o la coalición dominante pierde (relativamente) el control de la decisión, dando lugar a una participación de la sociedad más nutrida.
Para evaluar los gobiernos, es también pertinente revisar hasta qué punto los gobernantes rinden cuentas a la ciudadanía. La rendición de cuentas puede ser vertical u horizontal. Vertical mediante la elección, pues se puede modificar o ratificar a los titulares de los principales órganos de gobierno. Horizontal mediante los pesos y contrapesos de instituciones y actores no gubernamentales que acotan o amplían el poder de los gobernantes. Pero las elecciones tienen plazos prestablecidos difíciles de cambiar, aunque un gobierno se deslegitime en el ejercicio del poder antes de culminar su periodo oficial Por otro lado, la reelección de representantes no significa siempre un reconocimiento a su desempeño, pues está mediado por muchos factores (coyunturales o estructurales) o por el simple marketing.
Respecto de los contrapesos horizontales, con frecuencia las instituciones presentes en la ley son débiles en la realidad. Las experiencias de órganos que pueden acotar y calificar el comportamiento de los gobernantes en general son pocas y su vida es incipiente. Las instituciones garantes de la transparencia, del respeto a los derechos humanos, contra la discriminación, las auditorías fiscalizadoras, entre otros, adolecen de normas idóneas para controlar a los políticos. De hecho, por ejemplo, en México, en los últimos años los partidos han ganado terreno en la regulación restrictiva del funcionamiento de instituciones encargadas de la transparencia y los derechos humanos, especialmente en el plano local. La rendición de cuentas no ha dado los frutos esperados ni se ha extendido para ser un instrumento eficaz de evaluación de los gobiernos.
La “partidización” (o como dijera Von Byme, la “colonización”) del sistema político y, por lo tanto, el control de los partidos de las instituciones de rendición de cuentas horizontal, es un riesgo siempre presente (1995: 60). Experiencias concretas en varios países han mostrado sus defectos e incluso han puesto en duda el carácter democrático de ciertos regímenes políticos. En alusión a uno de los casos emblemáticos, el de Italia, Della Porta ha afirmado que la partidocracia ha causado problemas de patronazgo, clientelismo, corrupción y falta de atención de los políticos (pertenecientes a cualquier partido) para la elaboración e instrumentación de políticas públicas de largo plazo. Los problemas que expone Della Porta son aplicables para partidos de masas como el Partido Revolucionario Institucional o el Partido de la Revolución Democrática o para partidos de élites, como el Partido Acción Nacional, todos ellos mexicanos (2001: 165).
Numerosas críticas hacia la democracia realmente existente se concentran en su carácter procedimental. Por ello, hasta cierto punto, algunos autores se dedicaron a dilucidar objetivamente cuál era el alcance de las democracias de nuestros días. Entonces surgió la preocupación por su “calidad”.
Es notable la evolución del concepto moderno de democracia desde los planteamientos primigenios y generales de Dahl, hasta los modelos más elaborados y cuantitativos como los de Lijphart, Vargas y Beetham (1994). Para el primero, como ya señalamos, las democracias realmente existentes debían llamarse poliarquías: formas de gobierno en las cuales conjuntos de líderes competían por el poder de manera periódica, buscando el respaldo de la mayor cantidad de ciudadanos. El cumplimiento de ciertos requisitos (básicamente la salvaguarda de los derechos políticos) era lo que le otorgaba su carácter democrático.
La propuesta de Dahl fue recuperada para la comprensión de fenómenos relacionados con formas de gobierno y también para revisar el funcionamiento de la democracia en los partidos políticos. Fue enriquecida por otros autores porque sus criterios eran generales y dirigidos solamente a procesos parciales del fenómeno democrático. También la aparición de nuevas democracias con rasgos peculiares estimuló el desarrollo de otras herramientas teóricas para su mejor comprensión. A partir de estas reflexiones se comenzó a debatir sobre formas de participación directa de los ciudadanos en la toma de decisiones.
Los mecanismos de democracia directaCon la finalidad de darle mayor consistencia a la democracia, en la línea de la participación ciudadana en la toma de decisiones, se propusieron mecanismos de democracia participativa semejantes a los utilizados en la antigüedad. Ahí se inscriben la consulta popular, la iniciativa legislativa popular y, en parte, las candidaturas independientes de los partidos políticos. Recuperamos la caracterización de Nohlen al respecto cuando afirma que: …la democracia directa incluye las diversas modalidades de participación política en las que, a través del ejercicio del voto directo y universal, es decir, las consultas populares (en sus diversas formas jurídicas: plebiscito, referéndum y revocatoria de mandato), los ciudadanos votan a favor o en contra de una propuesta. Asimismo, por considerarla un procedimiento político de participación ciudadana directa que puede afectar al conjunto de la población e impactar al sistema político, se incluye la iniciativa legislativa como otro mecanismo de democracia directa. Por último, se hace mención a la inclusión legal de la “consulta previa” a grupos indígenas y tribales, dada la relevancia creciente de las actividades económicas que impactan sobre estos sectores sociales (Nohlen, 2014: 14).
En el pasado, como ya se señaló, los habitantes de la polis en asamblea cumplían funciones ejecutivas, legislativas y judiciales. Hubo instancias que desde el principio se abocaron al pleno ejercicio del uso de la fuerza (el ejército), pero los tribunales populares fueron comunes durante un tiempo. La formulación y aplicación de las leyes estaban en manos de todos, aunque esto cambió pronto en la medida que era necesario hacerlo precisamente en aras de hacer justicia. Los hombres de mayor edad o los más instruidos se fueron haciendo “especialistas”, por decirlo así, en la formulación y aplicación de la ley, de modo que el ciudadano común quedó al margen. En los gobiernos con división de poderes, el Parlamento se formó con delegados electos por los ciudadanos, fuese de manera directa o indirecta. El Poder Legislativo no dio cabida a los ciudadanos en el cumplimiento de sus funciones. Los problemas aparecieron cuando temas y problemas de fuerte impacto fueron ignorados por la acción legislativa. Ante la falta de contrapesos de parte de la sociedad por su cuestionable desempeño, hubo una demanda creciente por dar cabida al interés ciudadano con la apertura a la presentación de iniciativas por parte de la sociedad.
En los regímenes políticos generalmente ocurre el predominio del Ejecutivo o del Legislativo, aun en el modelo de la división de poderes más eficiente. El Judicial es capaz de ejercer un elevado grado de control sobre ambos, pero por su forma de integración (que generalmente no proviene del voto directo de los ciudadanos, salvo excepciones como en Bolivia) y por sus propias funciones, carece de la fuerza necesaria para sobreponerse a ellos y ejercer un gobierno fincado en su autoridad. De suerte que la disputa común es entre Ejecutivo y Legislativo, disputa que incluso abarca un sinnúmero de reglas confeccionadas para mantener el equilibrio más justo o más beneficioso para el ejercicio del poder.
En América Latina, por ejemplo, Orozco y Zovato clasifican a 18 países en cinco tipos de regímenes presidenciales: puro, predominante, atemperado, con matices parlamentarios y parlamentarizado (Orozco y Zovato, 2008: 20-31). En los países donde el Poder Legislativo tiene mayor juego político, los partidos y otros actores políticos y sociales tienen derecho a presentar iniciativas de ley, reconociendo ese derecho incluso a los ciudadanos.
La iniciativa ciudadana abre la puerta a voces no representadas por el Congreso. La especialización no es un requisito de los iniciadores puesto que corresponde a los legisladores hacer viable una demanda ciudadana. Los temas pueden ser, en efecto, alternativos, pero no necesariamente opuestos o contradictorios a los del Legislativo; de hecho, a menudo son complementarios. Los iniciadores de leyes se fundamentan generalmente en la protección de los derechos de los individuos por encima del interés de los legisladores.
Los asuntos olvidados merecen la atención de ciudadanos interesados en participar, en regular, en introducir reglas para el buen funcionamiento de instituciones, la defensa del interés general o de ciertos sectores, pero siguiendo normas, ajustando o tratando de ajustar el comportamiento de todos los integrantes de una nación a buenas leyes.
Naturalmente, la eficacia de las iniciativas de ley de la ciudadanía pasa forzosamente por los legisladores en funciones. De ahí que su uso no se haya generalizado ni haya convocado a muchos a la presentación de piezas ante los parlamentos. La mediación del Legislativo, al final, puede no sólo bloquear sino obstaculizar y hasta desvirtuar el espíritu de una iniciativa de ley de origen popular. Por ello, para su presentación es requisito común el respaldo de firmas bien distribuidas en el territorio correspondiente. El respaldo masivo sirve de presión para los legisladores, so pena de ser acusados de no hacer caso del sentir ciudadano (Zimmerman, 1998).
Las consultas populares se concibieron como espacios institucionales de participación para decidir sobre temas sustantivos para las sociedades contemporáneas. Son procesos organizados de la misma manera que las elecciones, con la participación de los ciudadanos en lo individual, que son consultados acerca de su postura ante un asunto de trascendencia o bien sobre la permanencia o no de alguien en un cargo público (cargo que, por lo general, se gana con el respaldo del voto de los electores).
Las consultas populares han sido sustantivas para el desarrollo de no pocos países de Occidente, empezando por Estados Unidos, país que recurrentemente las realiza junto con sus procesos electorales para elegir a sus gobernantes.6 En América Latina, una de las emblemáticas transiciones a la democracia en la tercera ola de la democratización a finales del siglo xx fue la de Chile, la cual comenzó con la derrota del general Augusto Pinochet en un plebiscito sobre su permanencia o no al frente del gobierno (de la dictadura militar, para ser exactos). En Uruguay y en otros países de la región, el uso de los plebiscitos o referenda es común. El caso extremo es la existencia del referéndum revocatorio, que incluso puede afectar la permanencia del titular del Poder Ejecutivo votado mayoritariamente por los ciudadanos (como está configurado en las legislaciones de Venezuela, Bolivia y Ecuador). Pero en realidad, estos procesos no han provocado alteraciones sustanciales al orden democrático establecido y más bien ofrecen salidas a crisis políticas de gran calado, si se considera la experiencia de varias naciones latinoamericanas (como lo documenta Welp, 2012).
La candidatura independiente trata de sortear el control de los partidos sobre la competencia electoral, ofreciendo a los ciudadanos la opción de postulación directa con el apoyo de una parte de los ciudadanos con la finalidad de ganar la mayoría de los votos. En principio preocupante por una posible ruptura en los sistemas electorales o de partidos, la experiencia internacional demuestra que en realidad los candidatos de este tipo no tienen mucho éxito (Arellano, 2015).7 En los casos en que sí, los gobernantes sin partido no han provocado peores situaciones que los militantes tradicionales. Diversas experiencias internacionales son, para muchos, prueba fehaciente de la disfuncionalidad de los candidatos sin partido. Particularmente los líderes populistas, quienes sostienen un pronunciado afán por pasar por alto las leyes e instituciones, o al menos por buscar modificar el Estado de derecho de acuerdo con sus fines. En demérito de los críticos, habría que señalar que las experiencias latinoamericanas de los últimos años han mostrado que, salvo excepciones, los populistas finalmente han aceptado las reglas de la democracia, tanto, como los empresarios o los jefes militares. Adicionalmente es de destacar que los mandatos de los candidatos ciudadanos victoriosos en lizas electorales no han trasgredido las reglas del sistema. Por otro lado, los intereses de grupos específicos siempre son parte de la política, y los partidos y sus gobiernos suelen tenerlos muy presentes (no hay necesidad de representación directa) (Autores, 2016: 995).
Más importante ha sido el reconocimiento del derecho de candidatura a organizaciones no partidistas, puesto que ha significado el declive de partidos poco representativos de intereses sociales. La constitución boliviana reconoce derecho de postulación a organizaciones de pueblos indígenas y agrupaciones ciudadanas; la de Colombia a movimientos políticos y sociales, además de a “grupos significativos de ciudadanos” (Artículo 109); abanderados de agrupaciones políticas o sociales también son aceptadas en Ecuador y Uruguay, mientras que en Perú se les denomina como agrupaciones independientes; y en Venezuela se reconoce el derecho de candidatura a “1. Las organizaciones con fines políticos. 2. Los grupos de electores y electoras. 3. Los ciudadanos y las ciudadanas por iniciativa propia. 4. Las comunidades u organizaciones indígenas.”8
Los mecanismos de participación directa se reformularon y recuperaron en las últimas décadas con el objetivo fundamental de otorgarle poder al pueblo, reivindicando la primigenia concepción de democracia que hemos señalado anteriormente. No sólo las consultas populares se inscriben en esa línea, las iniciativas legislativas provenientes de ciudadanos y las candidaturas independientes de los partidos tienen como intención aminorar el poder de los partidos políticos en la integración de los poderes constitucionales, puesto que en la actualidad se erigen más como agentes del Estado que como representantes de la sociedad (Katz y Mair, 2007: 124). De ahí la necesidad de, por ejemplo, darle la oportunidad a los ciudadanos de proponer leyes o reformas legales que busquen satisfacer ciertas demandas de la sociedad. De ahí también la exigencia de pleno reconocimiento del derecho a ser votado que todo ciudadano debe tener, sin depender de los intereses de un partido político.
Acerca de las consultas y, en parte, de las iniciativas legislativas populares, es notoria la necesidad de la deliberación para la toma de decisiones con base en genuinos procesos democráticos. En esta perspectiva se encuadran las propuestas que plantean hacer de la deliberación su principio esencial.
Como señala Elster (2001: 18), la deliberación es uno de los métodos de toma de decisiones que incluye discusión, negociación y votación. El primero implica la deliberación en la cual, a su vez, se ven involucrados los motivos de quienes deciden: la razón, el interés y la pasión. Para Gambetta (2001: 41), la deliberación “eficaz” ayuda a la calidad de las decisiones porque genera mejores soluciones tomadas con equidad, lo que asegura un mayor consenso y legitimidad. Fearon agrega que permite mayor comunicación de intereses, incrementa las cualidades de los deliberantes y estimula la búsqueda del “bien común” (2001: 87).
Las consultas populares representan un mecanismo cercano a la democracia directa de la antigüedad, en particular en lo que se refiere a la oportunidad de participación de los ciudadanos en la decisión de un tema central. En efecto, se trata de una participación individual, no colectiva: el ciudadano que lo desee puede acudir a las urnas y depositar su voto. También es verdad que se trata de una participación por un momento, pero el resultado tiene una transcendencia temporal más prolongada que un periodo de gobierno. En contraste, conviene señalar que los plebiscitos ponen a debate público asuntos que de otra forma habrían de ser conocimiento exclusivo de unos cuantos. La información se difunde en medios de comunicación masiva (en televisión, radio, prensa e internet), empapando a los ciudadanos comunes y corrientes de datos, posturas, pronunciamientos, que ayudan sin duda a su propia definición. El debate se traslada de los linderos de las instituciones políticas a los ámbitos cotidianos del ciudadano común, que quiera o no se ve impelido a la adopción de un punto de vista, incluso si no acude a la convocatoria.
Naturalmente hay diferentes elementos de las consultas que se prestan para la intervención de diversos actores políticos y sociales, por lo que no están exentas de manipulación. Desde la definición de los temas, pasando por el proceso de debate hasta la realización de la consulta, el escrutinio y la difusión de sus resultados. En primer término, se halla la organización de la consulta, que incluye la definición del tema a consultar y la formulación de la o las preguntas desde las propias instituciones. Como se sabe, está presente la posibilidad de sesgar desde el principio el resultado a favor de intereses específicos (de la coalición o grupo gobernante, por ejemplo). Sin embargo, hacerlo tiene un costo de ilegitimidad que los gobernantes no siempre están dispuestos a pagar. Una actitud proactiva de los gobernantes para hacer una consulta depende de su interés por el tema y de la presión popular demandante.
En el periodo de debate público previo a la consulta, los diferentes actores emiten opiniones y hacen proselitismo para sumar mayorías. Los medios de comunicación masiva tienen un peso significativo más no definitivo. El factor financiamiento entra en juego, acotando la influencia de actores de escasos recursos. Sea como sea, la amplia difusión de información garantiza el pluralismo de las opiniones, por lo que la adquisición de una postura a partir de referencias diversas es parte del ejercicio de reflexión de los ciudadanos.
La organización de una consulta es semejante a la de una elección. Las garantías de imparcialidad, limpieza y libre decisión son indispensables para la consulta. Pero a diferencia de lo que sucede en comicios, las consultas no se prestan para comportamientos venales, fraudulentos, irracionales o de confrontación violenta. No hay un enemigo personalizado, sino un tema. Además, si las elecciones limpias ya son una realidad, no hay motivo alguno para cuestionar la organización de una consulta (y menos en los casos de uso experimentado del voto electrónico, como en Venezuela).
El impacto de los resultados representa un elemento que, sin duda, ayuda a la participación de los ciudadanos, aunque no siempre es así. Hay experiencias de plebiscitos organizados por la sociedad civil, precisamente para presionar a los gobernantes en torno de una decisión política de relevancia. Ya formalizados, sin embargo, los responsables institucionales definen su carácter vinculante o no. Los no vinculantes dejan mucho que desear y, por lo general, se efectúan simplemente para obtener el respaldo a decisiones ya tomadas. El mecanismo utilizado es determinante: por ejemplo, en la Ciudad de México, durante la gestión de gobierno del Partido de la Revolución Democrática, las élites suplantaron procesos electivos con encuestas casi siempre telefónicas o circunscritas a un territorio o un sector social específico (Autor, 2016: 275). Los sesgos en procesos de este tipo son grandes y no expresan necesariamente el sentir de la mayoría de la población. De cualquier forma, se genera un proceso de deliberación que no tendría lugar si no hubiera algún tipo de consulta.
En México, varios de los especialistas han ponderado las virtudes de la deliberación. Para Castaños y Caso, es uno de los seis rasgos característicos de la forma de gobierno democrática. Como elementos primordiales de la democracia de calidad, Castaños y otros consideran la deliberación al lado del Estado de Derecho y de la satisfacción de demandas de bienestar social. Por su lado, Monsiváis avanza en la identificación de los indicadores para distinguir los procesos deliberativos. Desde su punto de vista, se deben considerar cinco principios normativos:
- 1.
Razonamiento colectivo, reflejado en los discursos políticos.
- 2.
Inclusión deliberativa, plasmado en oportunidades de influencia en la toma de decisiones.
- 3.
Publicidad, o sea, accesibilidad a información relevante para toma de decisiones.
- 4.
Rendición de cuentas, expresado en mecanismos de accountability.
- 5.
Conducción del gobierno, con el fin de que las políticas sean legales y legítimas ante la sociedad.
A veces, la participación política y la deliberación parecen confundirse en esta propuesta. El acceso a la información sería una condición para la deliberación y no un principio. Por otra parte, no todos los mecanismos de rendición de cuentas implican deliberación. El tema de la legalidad no parece cercano a la misma; por el contrario, la legitimidad sí es un requisito indispensable.
Las consultas para la revocación del mandato son las que generan mayor preocupación, por la potencial desestabilización de un gobierno. La activación de este recurso nunca es fácil ni debe serlo en las leyes correspondientes. Los requisitos buscan ofrecer una alternativa para salir de una crisis o deshacerse de un gobierno ilegítimo. El diagnóstico o la descalificación no puede ser producto simplemente del disgusto de unos cuantos, sino una coyuntura crítica donde se aglutinen diferentes elementos que la hagan irresoluble. O bien, que el gobierno en funciones sea parte del problema o haya demostrado una supina incapacidad para resolverlo. Las experiencias de países de América Latina demuestran que las protestas sociales abiertas y sin marcos jurídicos concretos fueron más desestabilizadoras que cualquier consulta popular.9 Y de cualquier manera, el recurso no ha sido muy utilizado debido precisamente a los rigurosos requisitos que suelen demandarse.10
Lo cierto es que en la regulación jurídica de nuestros días hay pocos mecanismos susceptibles de ser utilizados ante casos evidentes de deterioro, deslegitimación o ineptitud de los gobernantes. Ciertamente, la democracia ofrece la posibilidad de elegir periódicamente a nuestros gobernantes; pero adolece de recursos para sustituirlos en casos de evidente incapacidad para continuar al frente del gobierno. Naturalmente, el asunto es complejo debido al azaroso e impredecible comportamiento que tendrían todos los actores involucrados en un potencial cambio de gobierno a partir de la activación de un recurso legal de este tipo. Pero la revocatoria de mandato aporta la posibilidad de hacer más responsables políticamente a los tomadores de decisiones, que pueden estar más atentos a los deseos y necesidades de sus representados, so pena de padecer una inesperada y eventual destitución.
El procedimiento no está exento de problemas, pero en principio es un recurso aprovechable para revertir el deterioro de la representación política. Como señala Welp después de hacer una extensa y completa revisión de revocatorias de mandato de varios países de América Latina, Estados Unidos y Suiza: …la revocatoria del mandato podría contribuir a generar canales de emergencia, operar como de válvulas de seguridad para preservar el sistema político. Sin embargo, cuando la democracia funciona, sus instituciones son fuertes y la ciudadanía tiene a su disposición un conjunto de mecanismos que le permitan intervenir directamente para vetar leyes o inversiones indeseadas o para proponer leyes o reformas, aun cuando exista, la revocatoria será poco utilizada. Por otra parte…, sin un apropiado diseño institucional, la revocatoria puede convertirse en un arma de uso antojadizo entre partidos u organizaciones políticas. En estos casos no sólo no fortalecería la democracia, sino que también podría poner importantes retos a la gobernabilidad (Welp, 2014: 256).
De cualquier forma, es preciso plantear otra advertencia: más allá de reconocer el valor de la participación, la deliberación, la transparencia, la responsabilidad política o la rendición de cuentas, no hay que perder de vista un punto de partida fundamental: la democracia es una forma de dominación; en otras palabras, es una relación desigual entre gobernantes y gobernados, entre quienes toman decisiones y quienes no lo hacen.11 En consecuencia, por ejemplo, la deliberación no necesariamente implica la participación de todos los ciudadanos, como seres racionales, que pueden velar por el bien común, a la hora de tomar una decisión. La deliberación es un método, no un contenido. Puede haber espacios de deliberación, pero con dominio de los demagogos; o bien, de una fuerza mayoritaria que los ocupa sin tomar en cuenta a las minorías. Y si se atiende al rumbo de las decisiones tomadas en procesos deliberativos, no necesariamente habrán de seguir un derrotero democrático ni de beneficio social. Por otro lado, la revocatoria del mandato no garantiza la sustitución de un mal gobernante por uno bueno. Pero siempre esta opción será mejor que una revolución, un magnicidio o una asonada militar.
ConclusiónLejos de ser bien vista por los ciudadanos, la democracia es cuestionada por el comportamiento de quienes han accedido al poder gracias al voto mayoritario, en contiendas equitativas realizadas periódicamente. Lo peor sucede cuando el representante se olvida de su programa de campaña e impone uno diferente o incluso hasta contradictorio (los mandatos por sorpresa, como diría Stokes, 2001). En muchos países, los gobernantes no han ganado legitimidad en el ejercicio del poder, dejando muchas asignaturas pendientes y muchos problemas sin resolver, como en el espacio latinoamericano, donde varios de los gobiernos democráticos han hecho poco por superar las condiciones de marginación social de la mayoría de sus pobladores.12 El comportamiento de algunos incluso ha socavado las bases de la democracia, poniendo en duda su esencia como forma de gobierno en beneficio de la mayoría, a favor del pueblo. Lo que encontramos son nuevas élites políticas (como los sandinistas en Nicaragua o la familia Kirchner en Argentina), oligarquías partidistas (como la de tres partidos en México) o liderazgos personalistas (populistas y no populistas en América Latina, como Fujimori en Perú, Uribe en Colombia o Maduro en Venezuela), que autoproclamándose representantes genuinos de los intereses del pueblo, no han hecho sino satisfacer intereses específicos, no han mejorado la condición de vida de los ciudadanos, ni tampoco prometen un futuro libre de inequidad social o de control político. Con ello se ha puesto en cuestionamiento el hecho de que exista una auténtica representación política en la forma de gobierno democrática.
Si bien la democracia es indispensable, no es suficiente para garantizar el ejercicio del poder en beneficio de todos. De manera adicional, hay que considerar el compromiso del gobierno para con los principios de libertad y de igualdad, independientemente de su orientación ideológica. Sin ir más lejos, dejando en segundo plano el tema de si la democracia debería garantizar la igualdad social, los gobernantes han evidenciado severas dificultades para representar los intereses de todos los ciudadanos. Es ahí donde se inscribe la necesidad de introducir, ampliar y practicar los mecanismos de democracia participativa, herederos de la democracia antigua, caracterizada por una participación menos indirecta de los ciudadanos en la cosa pública.13
Aunque no es posible conformar un gobierno de asamblea en la actualidad, sí es plausible experimentar con procedimientos como el referéndum o el plebiscito para una participación lo más directa posible de los ciudadanos en la toma de decisiones. Procedimientos con los cuales se pongan a debate temas relevantes de la agenda política nacional (sean de gobierno o del ámbito legislativo), donde haya deliberación y amplia participación ciudadana. Las consultas contribuyen a trasparentar procesos de la “caja negra” de un sistema político (Easton dixit), obligando a la exposición de criterios, motivos o fines de los gobernantes, lo cual incluso les da la oportunidad de ganar aceptación social, de sumar apoyos y, en el último de los casos, obtener la obediencia de los gobernados.
Asimismo, las consultas son un recurso sin igual para difundir información, y en el mejor de los casos, para la socialización de valores de la fuerza política gobernante (o los de sus adversarios) en un lapso de tiempo corto (lo que dure el proceso de definición de una política o de una ley). Naturalmente, la opción ganadora no sólo definirá un tema, sino la propagación de valores potencialmente más allá de un periodo de gobierno. Todo depende de las estrategias de comunicación que las fuerzas triunfantes utilicen para aprovechar el proceso participativo en su propio beneficio, y también para responder mejor a las demandas o estados de ánimo de los ciudadanos.
La difusión de información sobre causas y consecuencias que pueden acarrear decisiones trascendentales puestas a consulta, también es una forma de educar políticamente a las masas. Los sujetos no están dispuestos a la participación en todo momento, ni mucho menos conocen todos los elementos consustanciales para tomar una decisión gubernamental. Pero una continua exposición al debate público los hará más informados y probablemente más interesados para actuar. Asimismo, no habría que descartar la posibilidad de que los individuos ganen confianza en sí mismos y en las instituciones, y en adelante cuestionen, propongan o participen de algún modo en distintos espacios y momentos del ejercicio de gobierno. De ese modo, también habrá una contribución a la cohesión social, al sentido de pertenencia de los integrantes de una comunidad.
Vale resaltar que ciudadanos bien informados y comprometidos con su comunidad son condición sine qua non para aquellos procedimientos mediante los cuales se vota la permanencia o sustitución de los gobernantes carentes de vínculos fuertes con la sociedad, incapaces de continuar al frente del gobierno o irresponsables políticamente frente a la mayoría de los ciudadanos.
A las consultas populares se suman otros mecanismos parecidos como la iniciativa legislativa popular o las candidaturas independientes. Mediante la primera, cualquier ciudadano interesado en la propuesta de una ley tiene la atribución al menos de hacer propuestas, de participar en su debate y finalmente de pugnar por su aprobación. Ciertamente, el trámite legal le impone restricciones, pero no le impide intervenir en la deliberación, contribuyendo a transparentarlo y a evitar decisiones que pasen por encima del interés nacional. Cuando son de capital importancia, incluso se utiliza otro recurso participativo (el del referéndum) para que puedan ser aprobadas. De modo que su pertinencia siempre debe ser discutida y aprobada por diversas instancias. En suma, es un mecanismo que no evade las leyes, sino que las asume para generar otras.
Las candidaturas no partidistas tienen como finalidad estimular la participación ciudadana en procesos que en las últimas décadas han quedado en manos de los partidos. Recientemente, y al menos en algunos países de América Latina, ya los ciudadanos tienen la opción de la autopostulación, además de que movimientos sociales y políticos también pueden competir con sus propios abanderados. Sin ser forzosamente mejores, este tipo de candidaturas al menos rompen con el monopolio que antaño tenían los partidos y abren la posibilidad de airear las contiendas electorales.
Ya sea por decisión legal, por su relativa fortaleza o por el simple desarrollo histórico de cada país, los partidos son actores protagónicos de las democracias representativas de hoy. Pero en los últimos años, el monopolio de las candidaturas, el frecuentemente generoso financiamiento público y la acumulación en sus manos de diversas atribuciones legales, les han otorgado un poder que progresivamente ha pasado por encima de las instituciones políticas. Su papel protagónico ha provocado que estén más preocupados por salvaguardar sus intereses y por la estabilidad del régimen político, que por la representación de los intereses sociales. Y ello ha acarreado una crisis de representación política de la democracia difícil de superar.14
Los mecanismos legales e institucionales de democracia participativa no resuelven todos los problemas que la crisis de representación política vía partidos y elecciones genera. Sin embargo, son recursos que ayudan a resarcir los daños y, sobre todo, que abren espacio para la acción social en la política, como una manera de darle mayor consistencia a la democracia. Una forma de gobierno que de cualquier manera requiere de cambios para superar falsas expectativas, promesas no cumplidas y problemas no resueltos o evadidos durante ya varias décadas.
Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la unam. Profesor de Tiempo Completo adscrito al Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Responsable del proyecto de investigación denominado: Gobiernos y democracia en América Latina: en la búsqueda de la equidad social y la participación ciudadana, auspiciado por la Dirección General de Asuntos del Personal Académico, unam. Su libro más reciente se titula Reglas, votos y prácticas. ¿Hacia una representación política democrática en México?, México, unam-Cámara de Diputados, 2017.
De manera contundente, este autor comienza su libro con el enunciado siguiente: “Los regímenes electorales autoritarios practican el autoritarismo tras las fachadas institucionales de la democracia representativa” (Schedler, 2016: 15).
Una revisión general sobre algunos de estos mecanismos en el mundo se hallan en los textos de Whitehead y otros, 2014, y en particular sobre las experiencias de revocatoria de mandato en América Latina, Estados Unidos y Suiza, la obra coordinada por Welp y Serdült, 2014.
En este trabajo tomamos en cuenta a Sartori, Bobbio, Held y Marcos (cfr. bibliografía al final del documento).
Locke perfilaría a la democracia con base en los derechos naturales del individuo, entre ellos el derecho a la propiedad.
Zimmerman menciona numerosos ejemplos en la historia estadounidense, destacando el enriquecimiento de la forma de gobierno con la participación de los ciudadanos.
Efrén Arellano Trejo (2015), Mecanismos de democracia directa en América Latina, México, cesop-Cámara de Diputados, serie: “En contexto”, núm. 50, 12 de junio, 2015, 14 pp., en http://cesop.blogspot.mx/2015/06/mecanismos-de-democracia-directa-en.html
Evo Morales y Hugo Chávez ganaron procesos que pretendían su remoción en 2009 y 2004, respectivamente (Zovato, 2014). A partir de ellos, lejos de debilitarse, se afianzaron en el poder, permaneciendo varios periodos de gobierno más.
En Venezuela, la oposición con mayoría de votos en el Congreso buscó infructuosamente destronar al presidente Nicolás Maduro mediante un referéndum revocatorio. El presidente tuvo a su favor el control del poder judicial y de las autoridades electorales nacionales (que desecharon las solicitudes del proceso de revocación) y de parte importante de los medios de comunicación (mediante los que llevó a cabo una campaña de descalificación de sus adversarios y de apoyo para su causa).
Aunque no se recuerde demasiado, la más clara definición al respecto proviene de Maquiavelo, cuando planteaba en El príncipe: “la política es el estudio de la relación entre los gobernantes y gobernados. Toda forma de gobierno es una forma de dominación, una relación donde unos mandan y otros obedecen”.
Basta con revisar los datos sobre pobreza y desigualdad en la región durante casi dos décadas en el Informe de 2015 de la cepal.
Como bien señalaba Sartori, la democracia nunca ha sido directa porque ni siquiera en la democracia ateniense era posible que miles de ciudadanos participaran en la toma de decisiones, y porque en ese entonces mujeres y esclavos carecían del derecho a participar (Sartori, 1997: 345-346).
Los partidos han fracasado en dos sentidos: “(Primero …son cada vez más incapaces de atraer a los ciudadanos de a pie, que participan en menor número que nunca en las convocatorias electorales; además, su apoyo a los partidos es cada vez menos consistente y muestran una renuencia creciente a comprometerse con los mismos, ya sea afiliándose o identificándose con ellos Segundo, los partidos ya no constituyen una base adecuada para las actividades y el estatus de sus líderes, que cada vez más dirigen sus ambiciones a instituciones públicas externas, de las que extraen sus recursos los líderes de los partidos se retiran a las instituciones y sus términos de referencia cada vez más son sus roles como gobernadores o los cargos públicos Mair, 2013: 34).