En palabras del autor, el presente texto expone algunas categorías usadas por varios autores europeos para pensar el papel de los intelectuales en la vida cultural en Francia, que podrían extenderse a la circunstancia intelectual mexicana; sin embargo, en ésta las explicaciones son otras, pese a la enorme influencia del país galo en nuestra realidad y a las semejanzas que, con el correr del tiempo, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, parecieron haber determinado las posiciones de los intelectuales tanto franceses como mexicanos.
According to the author, this paper discusses some categories used by several European authors to think the role of intellectuals in the cultural life in France, which could be extended to the mexican intellectual circumstances, but the explanations in this are diferent, despite to the enormous influence of the French country in our reality and the similarities with the passage of time, especially after World War II, appeared to have determined the positions on both French and Mexicans intellectuals.
Recientemente Enzo Traverso publicó un libro muy sugerente sobre los intelectuales: Où sont passés les intellectuels?1 Su lectura me llevó a preguntarme si sus explicaciones sobre el concepto “intelectual” y sus orígenes modernos eran diferentes al caso mexicano y si el desenvolvimiento de los intelectuales, principalmente franceses, guardaba ciertos paralelismos con los mexicanos. Me propongo demostrar que aunque algunas categorías usadas por Traverso y por otros autores también europeos podrían extenderse a nuestra circunstancia, en ésta las explicaciones son otras, pese a la enorme influencia del país galo en nuestra realidad y a las semejanzas que, con el correr del tiempo, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, parecieron haber determinado las posiciones de los intelectuales tanto franceses como mexicanos (y quizá también de otros muchos países).
El tema de los intelectuales como categoría social y como concepto ha sido estudiado por diversos autores desde hace pocos años. En cambio, hay estudios, incluso antiguos, sobre una gran cantidad de intelectuales (no siempre llamados así), su vida y su obra, pero no del concepto ni su evolución a lo largo del tiempo. Enzo Traverso se ha interesado por esto último y ubica, como antes lo hicieran Pascal Ory y Jean-François Sirinelli, en 1986 y Michel Winock en 1997 (en español 2010),2 el caso Dreyfus a finales del siglo XIX francés como el origen del concepto, y a partir de ahí nos trae hasta el presente. Fue en aquellos momentos, nos dice el autor, en que se dio la transformación del adjetivo “intelectual” en sustantivo, como lo han señalado algunos historiadores de la lengua. ¿También en México? Dejo en suspenso la pregunta.
El caso Dreyfus tuvo la peculiaridad de polarizar a la sociedad francesa de su tiempo, y más a partir de una carta abierta de Emile Zola al presidente francés que bajo el título “J’Accuse” publicó en su primera plana el periódico L’Aurore el 13 de enero de 1898. En esos años y posteriores, la dictadura de Porfirio Díaz en México también provocó polarización en la sociedad de nuestro país, incluso entre ciertos sectores intelectuales, pero no influyó en el concepto intelectual que permaneció como adjetivo o, si se prefiere, como un sustantivo muy relativo y laxo (intelectuales, intelectualidad), indefinido en muchos sentidos y sin las cargas peyorativas que tuvieron, por ejemplo, los llamados “científicos” que, para muchos autores, también serían intelectuales.
Como bien se sabe, el juicio al capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, de origen judío alsaciano, fue un escándalo de repercusiones mundiales. La carta de Zola provocó una auténtica división de los franceses entre los partidarios de Dreyfus, inocente de la traición de que fue acusado (como se supo posteriormente) y los opositores a Dreyfus que se revelaron como virulentos antidemocráticos, xenófobos, nacionalistas y antisemitas. No quiero decir que el antisemitismo de algunos escritores influyentes en esa nación no existiera antes, sino más bien que el caso Dreyfus lo volvió más agresivo en sus periódicos de derecha. Lo curioso del caso fue que los antidreyfusistas (particularmente Maurice Barrès) usaron el concepto “intelectual” peyorativamente para referirse a los dreyfusistas, en general escritores, filósofos y científicos cercanos a las posiciones de la izquierda de la época. De ahí que “intelectual” resultara, en sentido positivo, un concepto asociado al compromiso de un pensador con la realidad esencial de su época, con las causas sociales y políticas de su momento, con el humanismo, como figura notoria que tenía autoridad en la opinión pública y que sacudía la conciencia nacional y también internacional según la trascendencia y repercusión de su obra. Fue así que un hecho altamente controvertido y de implicaciones políticas y morales produjo en Francia un concepto y una categoría social (Michael Löwy3) que hoy usamos comúnmente sin reparar mucho en sus orígenes. El uso peyorativo del concepto intelectual no fue exclusivo de Francia ni de la derecha de ese país. Edward Said, citando al conocido intelectual británico de izquierda, Raymond Williams,4 escribió que “hasta mediados del siglo veinte predominó en inglés el uso peyorativo de términos como intelectuales, intelectualismo e inteligencia. Y es evidente que tal uso persiste todavía hoy”. Said, por cierto, sostuvo la tesis de que el intelectual público era un francotirador, “amateur”, y perturbador del status quo.5
En México, según las evidencias a mi alcance, no se desarrolló el concepto intelectual como tal; fue y sigue siendo un adjetivo a veces usado como sustantivo en referencia a escritores y especialistas en ciertas áreas del conocimiento. “Los intelectuales”, se dice, sin precisar por qué se les llama así. El término, señaló Suárez Íñiguez, es objeto de discusión. O bien se utiliza en un sentido de sublimación o, por el contrario, peyorativamente. Incluso las referencias a los intelectuales son escasas. Cada quien se refiere a sí mismo como escritor, periodista, profesor, sociólogo, politólogo, artista o poeta —que son conceptos más restringidos—, pero casi nunca como intelectual —que es un término genérico que engloba a todos los anteriores. Hay una especie de pudor, de escrúpulo, para usar la palabra y, por ende, para identificarse con su significado.6
Aunque para Suárez-Íñiguez los intelectuales que le interesan son los humanistas, tuvo a bien discutir el concepto a través de varios escritores que abordaron el tema con diversas perspectivas teóricas. En general acepta que los intelectuales analizan la realidad comprometidamente y con la intención de modificarla, pero no se extiende más y termina con una definición a mi juicio estrecha como todas las definiciones (yo prefiero las caracterizaciones a las definiciones).
Volviendo al caso Dreyfus, en México también fue conocido, aunque no se le dio la misma importancia que en Francia ni surgió de él un concepto que transformara el adjetivo intelectual en un sustantivo. En realidad fueron noticias que llegaron al país por la vía de agencias periodísticas. En El Imparcial7 del 17 de enero de 1898, por ejemplo, se dijo lo que cito a continuación, respetando la redacción original: La carta abierta que M. Emilio Zola dirigió al gobierno y que publicó La Aurora, y la noticia de que se procedería contra el célebre novelista, han sobre excitado nuevamente a la opinión pública. El escándalo ocasionado por el asunto Mateo Dreyfus-Esterhazy ha alcanzado la importancia de una crisis nacional. La irritación del público ha llegado al paroxismo y el asunto Dreyfus tendrá por consecuencia una violenta campaña antisemítica. El tono de los periódicos, cualquiera que sea su partido, es de los más violentos. En la Libre Parole, M. Drumont ataca a M. Zola y a todos aquellos que forman el sindicato Dreyfus. Acusa a los judíos de haber tomado parte en una vasta conspiración contra el Estado. Otros periódicos piden que se organice una gran demostración popular que sirva de advertencia a todos los que estén tentados de alimentar la agitación en favor del traidor. Parece que tal proyecto es inútil, pues están a punto de estallar demostraciones dignas de lamentarse.
El 1 de febrero de 1898, El Imparcial publicó algunos fragmentos de la carta de Zola al presidente Faure, el famoso Yo acuso.
La voz de México del 20 de enero de 1898 se refirió a la “agitación antisemítica” ocurrida en París el 18 de enero y reseñó que en un mitin realizado en el Tívoli Vaux-Hall se gritaba “¡Muera Zola!” y “¡Mueran los judíos”. Según la nota, los anarquistas, después de varios encuentros con los estudiantes defensores del Ejército, gritaban ¡Muera Rochefort!, ¡Viva Zola! En París y otras ciudades, “las ventanas de los almacenes pertenecientes a israelitas y las de las sinagogas han sido hechas pedazos.” En Lyon, las oficinas del periódico El Pueblo [Le Peuple], que había defendido a Zola, fueron atacadas. En la Cámara de Diputados hubo también agitación en relación al caso Dreyfus. Se menciona también que los “israelitas” (sic) estaban alarmados y que los domicilios y oficinas “de los Rothschild y otros capitalistas judíos, están guardados por agentes especiales, pues se teme un levantamiento popular como consecuencia de la campaña de Mr. Drumont y de otros enemigos de los judíos.”8
El antisemitismo de algunos periódicos mexicanos se hizo eco del francés antidreyfusiano, como fue el caso de El tiempo: los judíos —se dijo— han pagado a Zola para defender a Dreyfus y también a los periódicos en favor de éste.9
Aun así no puede decirse que este tema haya influido entre los intelectuales mexicanos ni mucho menos que a éstos se les haya asignado una categoría conceptual semejante siquiera a la habida en Francia. Se hablaba, sí, de educación intelectual, incluso como la vía para ser sabio,10 también del trabajo intelectual distinto del trabajo manual (conceptos muy vagos). Se distinguía entre profesionista e intelectual sin precisar el concepto si acaso le hubiera importado a alguien.
Carlos Altamirano,11 un estudioso de los intelectuales latinoamericanos, nos dice que El proceso de América Latina y sus élites culturales en el siglo XX es demasiado intrincado para que se lo ajuste a una historia escandida en etapas que valgan para todas las áreas de la región.12 Si nos preguntáramos, haciendo un ejercicio de analogía, por el siglo de los intelectuales en América Latina, la respuesta más aproximada debería ser: ellos no entraron en escena de la noche a la mañana, pero en el novecientos latinoamericano, en algunos países de la región ya se distinguían de los letrados tradicionales. A medida que se ingrese en el siglo XX y a lo largo del resto de la centuria, se puede registrar a hombres y mujeres, sean escritores o artistas, creadores o difusores, eruditos, expertos o ideólogos, en el papel que los hace socialmente más visibles: actores del debate público, el intelectual como ser cívico —”conciencia” de su tiempo, intérprete de la nación o voz de su pueblo, tareas acordes con la definición de los intelectuales como grupo ético.
Mientras en Francia el concepto fue producto de un fenómeno relacionado con la justicia y la injusticia, con la razón de Estado y la razón crítica e independiente, con los prejuicios religiosos y raciales y las libertades republicanas asociadas a los derechos universales del hombre, en América Latina no hubo un momento decisivo que produjera el concepto ni interés por éste como tal y se usó (y probablemente todavía se usa) indistintamente para referirse a hombres y mujeres de letras, artistas, científicos y, en general, a quienes destacaban por el uso de intelecto como bien señalara Suárez-Íñiguez ya citado. Incluso en el pensamiento marxista el concepto bascula entre tres categorías de definiciones: Creador de obras y de valores éticos. Vector de ideas y de mitos al mismo tiempo que crítico del orden social. Capa social que reagrupa a los trabajadores no manuales: ingenieros, técnicos, investigadores, profesores, artistas…13
Esta última, aunque está en uso desde hace décadas y no sólo en el marxismo es, a mi juicio, demasiado vaga e inútil como definición o caracterización. Si para el caso mexicano buscáramos un hecho decisivo que hubiera producido intelectuales comprometidos por un bando u otro en lucha por la hegemonía en el país, podríamos pensar, como lo he mencionado antes, en la dictadura porfirista y en los primeros brotes de descontento social más o menos articulado antes de la revolución. James D. Cockcroft publicó en 1968 (1971 en su edición en español) un libro titulado Precursores intelectuales de la revolución mexicana.14
En este libro el autor se refirió a los intelectuales en el medio social del Porfiriato, a los intelectuales como precursores de la revolución y finalmente a los intelectuales como revolucionarios. En posiciones opuestas estaban los intelectuales del llamado Grupo de los Científicos así nombrados por ser en su mayoría de orientación positivista. Este grupo concentraba el poder político y económico y, por lo mismo, excluía no sólo a los demás sino también a los intelectuales que no compartían sus ideas ni el sistema que aquél defendía bajo la sombra de Porfirio Díaz y su gobierno. Los intelectuales revolucionarios pertenecían a diferentes clases sociales, principalmente a la media (Francisco I. Madero y Camilo Arriaga, por ejemplo, eran de la clase alta aunque con problemas económicos), pero su oposición al statu quo y los efectos de la gran crisis económica de 1907 los unió políticamente pese a sus diferencias, algunas de gran importancia. Madero y Arriaga no se formaron intelectualmente de igual manera aunque ambos habían estado en Europa: Madero era liberal, Arriaga más inclinado al socialismo y al anarquismo, lo que le llevó a acercarse a las clases medias y bajas desde principios del siglo. Su biblioteca, que había traído de Europa, fue muy importante para nutrir a otros muchos intelectuales como Antonio Díaz Soto y Gama, Juan Sarabia, Librado Rivera y Ricardo Flores Magón.
Si la revolución mexicana fue un referente (la primera revolución en el siglo XX) no debe interpretarse que se hubiera convertido en una influencia intelectual en el resto del subcontinente latinoamericano. Tanto los intelectuales porfiristas como los revolucionarios fueron herederos del pensamiento europeo en su gran diversidad, y de Francia en buena medida. Y esto fue cierto no sólo en México sino en casi toda América Latina, en esa época una región todavía difusa como para convertirse en influencia decisiva de unos países sobre otros.
Quizá tuvo razón Leopoldo Zea al decir que los latinoamericanos no habían dejado de tener en mente la “idea central de hacer de su América un mundo a la altura del llamado mundo occidental”.15 Fue así que, siguiendo a Zea, se abrazaron las ideas de la Ilustración, el liberalismo, el positivismo y ya en el siglo XX el marxismo, el historicismo, el existencialismo. Pero también —agrego— el nacionalismo populista del fascismo y del comunismo soviético, el anarquismo y en no pocos casos el anticomunismo y hasta el antisemitismo y otras formas de xenofobia (el racismo entre éstas). Todas estas posiciones correspondieron a influencias sobre todo europeas, aunque —obvio es decirlo— hubo excepciones notables que reivindicaron el pensamiento antieuropeo y antiestadunidense (Martí, por ejemplo) y el indigenismo como reivindicación de los pueblos originales (Mariátegui, para el caso) y no tutelados por la legislación o la “gracia” del poder. Ambos estudiaron en Europa y Martí vivió también en Estados Unidos y en México. Aun Mariátegui, “el pensador marxista más vigoroso y original que América Latina haya conocido” (Michael Löwy16), se formó en Europa sin renunciar a su interés por el indigenismo del cual fue un precursor en Perú.
El Porfiriato y la Revolución Mexicana abrieron las puertas a dos tipos principales de intelectuales: los que estaban a favor del primero y lo que estaban a favor de la segunda. Sin embargo, no puede generalizarse esta dicotomía. Hubo también pensadores que estaban en contra de los científicos de la dictadura aunque no todos necesariamente en contra de ésta. En 1909 un grupo de intelectuales —en general elitistas— formó el Ateneo de la Juventud17 en el que participaron Nemesio García Naranjo, Antonio Caso, Isidro Fabela, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Diego Rivera (entonces en París), Martín Luis Guzmán, Enrique González Martínez y otros más igualmente famosos incluso ahora, cien años después. Ideológicamente eran diferentes pero coincidían en reivindicar lo mexicano y latinoamericano, la libertad de pensamiento y de cátedra. Apoyaron a Justo Sierra en la formación de la Universidad Nacional de México, en la que varios de ellos colaborarían después durante el nuevo régimen. Con criterios de ahora podría decirse que la mayoría de los integrantes del Ateneo eran de centro, unos de centro izquierda y otros de centro derecha y hasta de derecha, como lo evidenció García Naranjo al apoyar al general porfirista Victoriano Huerta conocido como El Chacal y al escribir duros artículos en contra de Madero precisamente en los momentos en que éste había publicado su libro La sucesión presidencial en 1910, en el que planteaba la necesidad de que hubiera elecciones libres y democráticas. Los intelectuales del Ateneo fueron, en su mayoría, más influyentes y leídos que los que Cockcroft llamara precursores de la revolución, pero la influencia de éstos fue, para la guerra civil, más importante que la de aquellos que no se comprometieron con los revolucionarios. Que después del triunfo revolucionario varios de los intelectuales de izquierda y otros que habían estado en el Ateneo optaran por unirse al carro de los caudillos triunfadores, es otra cosa y fenómeno corriente en el país gracias a la capacidad del nuevo régimen de cooptar y reclutar a sus críticos y disidentes, neutralizándolos a veces o usándolos como cartas de presentación en sus embajadas en el exterior. Algunos fueron exiliados.
Durante la Revolución, los jefes políticos y militares de las varias facciones en lucha invitaron a intelectuales para estar a su lado y, en algunos casos para redactar planes y proclamas. Después de la Revolución, los nuevos gobiernos hicieron más o menos lo mismo: convocaron a diversos intelectuales para encargarles, en palabras de Carlos Altamirano, que imaginaran “proyectos culturales e institucionales para el México que había brotado de la Revolución, negociarlos con [ellos] y defender un proceso que se quería a la vez popular y nacionalista, alimentado por las diversas raíces étnicas de la nación”, el “mexicanismo” de las pinturas murales, la novela de la Revolución (claramente identificada), la mirada hacia el sur y la reivindicación de Latinoamérica pese a las marcadas diferencias que existían en aquella época entre sus diversos países y tipos de gobierno. Vale decir que muchos intelectuales mexicanos pudieron (y quizá tuvieron que) desenvolverse a la sombra del Estado, tanto en la Universidad Nacional (antes y después del inicio de su autonomía) como en la Secretaría de Educación Pública, ya que muy pocos hubieran podido vivir de sus obras en un mercado tan pobre como la mayoría de sus pobladores que, además, eran analfabetos (alrededor de 80 por ciento de la población total). Este fenómeno, por cierto, no fue privativo de México, ocurrió en otros países del subcontinente latinoamericano, como bien lo resalta Altamirano en las primeras páginas de su libro ya mencionado. Y este aspecto, que podría considerarse secundario, fue una de las razones que diferenciaron a los intelectuales franceses y a los nuestros. Traverso nos recuerda que si bien los periódicos existían desde el siglo XVIII, fue en los años noventa del siglo XIX cuando la prensa devino una industria, con tirajes considerables, lo que también ocurrió en México.18 La diferencia con nuestro país fue que aquí la dictadura no permitió que los periodistas como nuevo “tipo social” contribuyeran a formar la opinión más allá de pequeños círculos sociales. En tanto que en Francia —como lo señala Traverso— el mercado fue un elemento de emancipación de los intelectuales que les permitía vivir de su pluma gracias a la venta de sus escritos, “y no más a expensas del príncipe del que eran consejeros”, en México no ocurrió así y casi diría que hasta la fecha es difícil que los intelectuales puedan vivir de su producción, particularmente si son independientes, críticos, contestatarios y de izquierda.
En suma, aunque en México no tuvimos “nuestro affaire Dreyfus” que dividiera al campo intelectual, vivimos una revolución que comprometió a diversos intelectuales con ella o contra ella. En este sentido, la noción de intelectual, como señalan Traverso y Suárez Íñiguez en sus libros, fue también inseparable del compromiso político, aunque hubo en México, como quizá también en Francia ante el caso Dreyfus (no lo sé), intelectuales elitistas que prefirieron para ellos mismos un perfil bajo y ambiguo en relación con la crisis revolucionaria en sus varios momentos entre 1910 y 1920.
Aun así, intelectuales que optaron por la ambigüedad en sus posiciones o por el desdén a éstas, se identificaron con ciertos valores que habrían de ubicarlos en la derecha o en la izquierda, no muy diferente a lo ocurrido en la Tercera República francesa en relación al laicismo y la separación de la Iglesia y el Estado. La Revolución mexicana, como se sabe, fue anticlerical en muchos sentidos y confirmó la separación de la Iglesia y el Estado que ya se había establecido con las leyes de Reforma.
Como la Revolución no fue una sino varias representadas por facciones y líderes distintos, hubo intelectuales que se identificaron con unos caudillos o con otros, como por ejemplo Luis Cabrera con Carranza, Otilio Montaño con Zapata o Martín Luis Guzmán con Villa. Otros prefirieron mantener una relativa neutralidad, como Alfonso Reyes.
Doctor en Ciencia Política. Profesor Emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias. Miembro de la Academia de Ciencias Sociales y Humanidades del Estado de Morelos, México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel III.
Enzo Traverso (conversation avec Régis Meyran), Où sont passés les intellectuels?, Paris, Les éditions Textuel, 2013.
Michel Winock, El siglo de los intelectuales, Barcelona, Edhasa, 2010, y Pascal Ory-Jean Francois Sirinelli, Les intellectuels en France, de l’Affaire Dreyfus à nos jours, Paris, A. Colin, 1986.
Michael Löwy, Para una sociología de los intelectuales revolucionarios, México, Siglo XXI Editores, 1978.
E. Suárez-Íñiguez, Los intelectuales en México, México, Ediciones El Caballito, 1980, p. 3. Pienso, a diferencia de este autor, que no hay una especie de pudor para usar la palabra, sino un exceso en su uso, sobre todo en los medios de comunicación en los que se hace “intelectual” a cualquiera que firma, con intelectuales, un manifiesto o un pronunciamiento de protesta.
Periódico porfirista y luego huertista fundado en 1896. Fue el primer periódico impreso en rotativas de gran tiraje. Sorprendentemente, las noticias del caso Dreyfus eran más apegadas a la verdad que en otros diarios mexicanos de aquellos años. Las fuerzas constitucionalistas incautaron y cerraron sus instalaciones en 1914.
Édouard Drumont fue uno de los escritores de derecha, católico y antisemita que, con su libro La France juive (1886), auspició todavía más el sentimiento antijudío en Francia.
Carlos Altamirano (director), Historia de los intelectuales en América Latina, II, Los avatares de la “ciudad letrada” en el siglo XX, Buenos Aires, Katz, 2010.
Altamirano se refiriere a las etapas que estableció Winock en su libro ya citado: “los ‘años Barres’, los ‘años Gide’, los ‘años Sartre’.”
Véase George Labica et Gérard Bensussan, Dictionnaire critique du marxisme (2ª. ed.), Paris, Presses Universitaires de France, 1985.
James D. Cockcroft, Precursores intelectuales de la revolución mexicana, México, Siglo XXI Editores, 1971.
Uno de los propósitos de quienes formaron el Ateneo de la Juventud era leer y discutir a los clásicos griegos, además de difundir la cultura universal.