La presencia de todos nosotros, aquí, en Zumaia, en el Museo Zuluaga, antaño hostería de peregrinos en el camino de Santiago, obedece a los vínculos estrechos de amistad e intereses comunes entre el genial artista eibarrés y el Dr. Gregorio Marañón y Posadillo, cuyo fallecimiento hace 50 años conmemoramos gracias a los buenos oficios de Dña. M.a Rosa Suárez de Zuloaga —directora de esta joya del patrimonio artístico y plástico que nos cobija— de D. Juan Ignacio de Uría —la memoria viva y entusiasta de los caballeritos de Azkoitia—, de D. Antonio López Vega —director del Patronato de la Fundación Gregorio Marañón— y de D. Lorenzo Goikoetxea Oleaga —director de la RSBAP.
A todos ellos, y también, especialmente, a Dña. Begoña Cava Mesa —catalizadora de este evento—, y a las personas que generosamente me han proporcionado documentación para la construcción de este discurso —D. Emilio Múgica, el Dr. Amado Cuadrado y Dña. Begoña Lejona—, gracias por confiar en este admirador de la figura y excelsa trayectoria vital de Gregorio Marañón. Agradecimiento que transmito a todos ustedes por sumarse, como público amigo, al reconocimiento de quien, sin duda, fue la más singular versión cristiana de homo humanus del siglo xx.
Yo sé que en este año, a partir del 27 de marzo, se están celebrando en todo el mundo multitud de actos en recuerdo de D. Gregorio Marañón, magnífico producto de un cruce de gametos cántabro y gaditano, que llevó la excelencia a cuantas numerosas actividades cultivó.
Me consta que nuestro distinguido amigo el Prof. José M.a Urkia acaba de publicar un libro —me lo imagino impecable como todo lo que él hace— que sustancia la relación del homenajeado con el País Vasco y sus gentes. Espero con impaciencia su presentación en Bilbao, el próximo mes de mayo, en la Academia de Ciencias Médicas. Algo nos adelantó Urkia en su reciente libro sobre Pedro Laín, con motivo del centenario de su nacimiento (1908). La vida de Gregorio Marañón biografiada por Laín, como señala José Luis Peset, “es un diálogo entre dos grandes médicos, entre dos grandes personajes de la historia cultural del siglo xx español”.
La mayoría de los que estamos aquí, jóvenes aún —no hay más que vernos—, crecimos bajo el aura del Dr. Marañón. Posiblemente, cuando él falleció, en 1960, éramos adolescentes, pero su nombre nos sonaba porque entonces decir que un facultativo era un gran médico era asimilarlo, por analogía, a D. Gregorio. ¿Quiénes no han tenido un familiar o un amigo que por problemas de salud no buscó consulta con tan insigne profesional? ¿Cuántas madres y padres presumían de que su hijo o hija, en edad de elegir carrera, querían seguir los pasos del Dr. Marañón?
Para lo que quiero transmitirles, son oportunos los versos de Celso Emilio Ferreiro en su poema El Reino que rezan: “decir amor, // decir amigo, // era igual que nombrar la primavera”. Pues bien, decir Gregorio Marañón era sinónimo de eminencia científico-médica a la cual todos admirábamos desde niños.
Los que seguimos los pasos de Hipócrates tuvimos maestros que nos transmitieron la herencia doctrinal y ética de D. Gregorio.
Yo tengo grabadas a fuego dos frases de Marañón que constantemente repetía a sus discípulos el Prof. Víctor Bustamante, mi padre vocacional.
La primera es todo un mensaje de metodología didáctica, absolutamente futurista. Ciertamente el denominado Plan de Bolonia, actualmente en desarrollo, no contiene una declaración de principios tan enjundiosa. El Prof. Marañón resumía el papel docente de un departamento de medicina en la consecución de un pleno desarrollo de la personalidad y capacidad del estudiante y del postgrado de esta manera: “lo que importa es señalar modos, modos de obrar, modos de aprender, modos de buscar por uno mismo, modos de criticar, e incluso modos de prescindir airosamente de lo que no parece verdad para estar más en lo cierto”.
La segunda, se refiere a la respuesta que Marañón dio en cierta ocasión a alguien que le preguntó qué “aparato” había hecho avanzar más a la medicina. Su contestación fue rápida, corta y esclarecedora, pues se limitó a decir: “la silla”. En efecto, la cabecera del enfermo ha sido y será siempre una cátedra docente, la fundamental; el lugar donde el aprendizaje de la medicina ofrece su mejor faceta: la de la realidad del enfermo y su enfermedad.
Las profundas reflexiones que D. Gregorio elaboraba en cada uno de los temas que constituyen su amplia obra se han convertido, con el tiempo, en auténticas sentencias.
Al igual que hiciera Baltasar Gracián —El arte de la prudencia—, o la escuela filosófica surgida en el siglo i a.C., heredera del antidogmatismo de Pirrón y la Academia —Esbozos pirrónicos o hipotiposis pirrónicas, que le gustaría decir a nuestro querido amigo Juan José Pujana—, o Emile Michel Cioran —El aciago demiurgo, Del inconveniente de haber nacido—; digo que, del mismo modo que otros muchos pensadores, Marañón ha elevado a la categoría de aforismos muchas de sus frases, como si de un oráculo se tratase.
En su obra hay respuestas para todo: la vida, el amor, la sexualidad, el matrimonio, las multitudes, las cualidades, la felicidad, las oposiciones, la ciencia, las interpretaciones, los celos, la muerte, la política, etc.
Su frase “nadie más muere que el olvidado” parece muy oportuna porque, precisamente, con nuestro recuerdo hacia su persona mantenemos viva su llama y la luz que nos alumbra. Es deber de todos nosotros contribuir a que nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, conozcan y propaguen el ejemplo y la doctrina de este gran maestro (fig. 1).
Así como existen individuos a los cuales los acontecimientos adversos de la vida bloquean su desarrollo, impidiéndoles alcanzar una madurez intelectual y emocional, otros, impelidos por una capacidad de entusiasmo sin límites, caminan por encima de sus penas y entienden que vivir no es sólo existir, sino existir y crear. A esta segunda categoría de personas pertenecía el Dr. Marañón.
En efecto, de muy niño hubo de enfrentarse a trágicas circunstancias vitales: la muerte de su hermano gemelo, siendo un bebé, y la pérdida de su madre con tres años.
Educado en un hogar donde siempre la inquietud intelectual tuvo asiento —como señala el profesor Granjel—, la figura del padre y los amigos de éste, Pérez Galdós, Menéndez Pelayo y Pereda, fueron esenciales para mantener curiosidad y respeto por todo lo literario.
De su inquietud científica se encargaron los maestros que fueron dignos de ese nombre: Cajal, Sañudo, Madinaveitia, Olóriz, San Martín, Cortezo, Simarro, Gómez-Ocaña y, finalmente, Ehrlich, premio Nobel de Medicina en 1908, que introdujo el arsenobenzol o salvarsán en el tratamiento de la sífilis.
Con estos mimbres y la ayuda de su esposa, Dña. Dolores Moya —“Lolita”—, que supuso en opinión del Dr. Collazo, colaborador suyo en el instituto de Patología Médica, “la mitad, por lo menos, de su obra extraordinaria”. ¡Qué tierna dedicatoria en la primera edición de Tiberio, en 1939!: “para Lolita, mi compañera en mi vida de viajes y en el viaje de mi vida”.
Cuando el 27 de marzo de 1960 Gregorio Marañón finalizó su viaje por la vida, el inicialmente médico, clínico e investigador se había convertido en maestro, pensador, historiador, ensayista. En síntesis: en humanista.
Como señala Laín en su biografía: “fue, en suma, una persona que a través de sus vocaciones específicas, sus espléndidos y múltiples talentos, sus amores y aversiones, sus maneras propias y sus inexorables deficiencias, quiso ser —como he recordado al principio— una singular versión cristiana del homo humanus de la antigüedad; aquel a quien nada de lo humano le parecía ajeno”.
Analizó como nadie la timidez —Amiel—; el resentimiento —Tiberio—; el poder —El Conde Duque de Olivares-; la intriga y la traición política —Antonio Pérez—; la sexualidad equívoca y ambigua —Don Juan—; introduciendo un género literario singular e inédito: el ensayo biológico.
La relación entre Marañón y el País Vasco se establece a través de la gente de la Bascongada.
Cuenta José Berruezo, en un artículo publicado en el Diario Vasco de San Sebastián el 17 de octubre de 1985 —artículo que me ha facilitado el amigo Emilio Múgica Enecotegui—, que en el hermoso parque de la finca de D. Julio de Urquijo, en San Juan de Luz, se dieron los últimos toques al plan de restauración de la RSBAP en Guipúzcoa. Era una tarde de otoño de los primeros años de los años cuarenta. El proyecto se venía gestando tiempo atrás en la tertulia que todas las mañanas tenía lugar en la vieja biblioteca de la Diputación de Guipúzcoa, en torno a la mesa de Fausto Arocena.
Dos jóvenes de aquella época —el azkoitiano Juan Ignacio de Uria y Epelde, y el oñatiarra Ignacio Zumalde— solían acercarse a la tertulia, que con el tiempo fue honrada con la presencia del ilustre doctor D. Gregorio Marañón, que veraneaba en Donostia.
El amigo Alfonso Carlos Saiz Valdivielso y un grupo de selectos colaboradores, bajo el patrocinio de la Fundación BBV, es el autor de la Crónica de 50 años (1943-1993) de la historia de la RSBAP, una vez reinstaurada, no sin enormes dificultades administrativas.
El artista José M.a Ucelay inmortalizó en un cuadro a los amigos de la época en la que se pintó (1956-1960). Pueden ustedes reconocer en esta bellísima obra, de grandes dimensiones, en torno al Irurac-Bat a Joaquín de Yrizar, José Luis Torróntegui, Javier de Ibarra, José M.a de Areilza, Juan Bautista Merino Urrutia, José Félix de Lequerica, Ignacio de Urquijo, Manuel de Aranegui, Gregorio de Altube, Valle Lersundi y otros.
Y hablando de Gregorio de Altube e Izaga, este notario, brillante escritor y amenísimo conferenciante fue elegido director de la Bascongada en la asamblea de Azkoitia en 1959.
Su nieto, el Dr. Jorge Balparda y Altube, me ha facilitado estas dos fotografías que muestran a su abuelo con su tocayo el Dr. Marañón, en el cigarral de Toledo y en una visita a las bodegas de los Viana en Laguardia.
En la enciclopedia Auñamendi, Ainhoa Arozamena Ayala señala la ascendencia vasca del Dr. Marañón. Se trata de un apellido —dice Ainhoa— de carácter toponímico que procede de la villa perteneciente al partido de Estella; significaría endrinal por transformación de aran (endrino). También detalla la relación que tuvo D. Gregorio con la intelectualidad vasca, tanto en los años anteriores a 1936 como en la posguerra.
Como ejemplos, la respuesta al discurso de ingreso de D. Pío Baroja en la Real Academia Española, en 1934; el prólogo al libro La cocina de Nicolasa —Nicolasa Pradera, 1933—; el libro conmemorativo de las bodas de plata de Gráficas Valverde, que reunió a un plantel de escritores afectos a Donostia, entre ellos Marañón, con un artículo titulado “San Sebastián”; “El proceso del Arzobispo Carranza” —Boletín de la Academia de la Historia, 1950—; “Notas sobre la vida y muerte de San Ignacio de Loyola” de 1956, y hasta en el Cigarral de Menores de Toledo existe una obra de Eduardo Chillida de 1987. En su libro Elogio y nostalgia de Toledo, confesaba el maestro: “En uno de estos cigarrales han transcurrido mis horas mejores, las más profundas (…). Allí están escritos casi todos mis libros en su paz transida de pasado y de pensamiento, que es pasado y futuro”.
El proceso del Arzobispo Carranza nos obliga a mencionar a José Ignacio Tellechea e Idígoras, a quien tras su fallecimiento, el 8 de marzo de 2008, el Boletín de la RSBAP, dirigido por M.a Rosa Ayerbe Iribar, dedicó un volumen monográfico in memóriam.
Elena Alcorta Ortiz de Zárate repasa anécdotas y recuerdos en la vida del que, a juicio de Markel Olano —y creo que de todos— es el más importante historiador de su generación y uno de los más ilustres guipuzcoanos del siglo xx.
Juan Antonio Hernández, en un obituario aparecido en el diario El País el 11 de marzo de 2008, considera a José Ignacio Tellechea el heredero espiritual de Gregorio Marañón. De su mano, el sacerdote ingresó en la Real Academia de la Historia, con 29 años. Tellechea heredó de su maestro una pasión: recuperar y rehabilitar la memoria del arzobispo Bartolomé Carranza, del siglo xvi, a quien ambos suponían víctima de una colosal injusticia urdida entre la corte de Felipe II y el Vaticano.
Una tarea a la que José Ignacio dedicó 50 años y que ha permitido arrojar luz sobre la parte de aquel histórico proceso desarrollado en España.
Marañón era perfecto conocedor del clima intelectual y de las diferentes ideologías que se respiraban en el País Vasco de entonces (1940-1960). Durante las vacaciones estivales en Donostia, contaba con agradecidos pacientes y un grupo de amigos admiradores de su obra e identificados con el espíritu liberal que caracterizaba su pensamiento y su acción.
El Dr. Julián Bergareche le introdujo en la tertulia de amigos que, como ya hemos señalado, tenía lugar en la antigua biblioteca de la Diputación de Guipúzcoa. Esta circunstancia reforzó sus vínculos con la RSBAP, por lo que en 1958 se le rindió un homenaje promovido por la Bascongada y un grupo de intelectuales en la Sociedad Beloki de Zumárraga.
Ese grupo de intelectuales, que a partir de entonces se llamó “Academia errante” y que se aglutinó por iniciativa de Luis Peña Basurto, pasó a autodenominarse “Marañones”.
Los “Marañones” fueron una institución cultural de gran trascendencia en Guipúzcoa entre los años 1950 y 1960. Pedro Gorrotxategi, presidente de la sección de Ciencias de la Salud de Eusko Ikaskuntza, ha publicado su historia y significación en varios artículos.
Escribe Gorrotxategi: “La vida de la Academia Errante, aunque corta, fue intensa y sus componentes, los Marañones, acabaron dispersándose ante la sombra del Tribunal de Orden Público, representado, en aquella época, por el Comisario Melitón Manzanas”.
Uno de los más destacados activistas de la “Academia errante” fue el Dr. Luis Martín-Santos, el autor de Tiempo de silencio (1962). Recientemente biografiado por José Lázaro, también médico (La Coruña, 1956), se nos muestra en su libro la compleja trayectoria vital de este psiquiatra de prestigio, lector insaciable, brillante intelectual, ingenioso contertulio, existencialista vocacional y miembro de la ejecutiva del Partido Socialista en la clandestinidad, que estaba llamado, según los testimonios, a ser un hombre de una gran proyección pública, tanto política como intelectual; pero, sobre todo, a crear una obra de pensamiento y filosofía, intuida y presente ya en algunos de sus ensayos (Félix Maraña, El Correo, 7 de marzo de 2009).
En menor medida, los bilbaínos, a través de la Academia de Ciencias Médicas, también tuvieron ocasión de disfrutar de la sabiduría del Dr. Marañón. Muchos de los miembros de esta centenaria institución fueron discípulos directos de D. Gregorio.
El 30 de julio de 1949 —yo estaba en trance de gestación compartida, gemelar—, los diarios de nuestra noble e invicta villa destacaban la brillantez con que se habían desarrollado los actos del cincuentenario de la Academia de Ciencias Médicas.
Por Bilbao desfilaron las más altas personalidades del mundo científico-médico y farmacéutico: los profesores Obdulio Fernández, Díaz Caneja, Casas, Puigvert, Hernando, Jiménez Díaz y Marañón.
Con una conferencia titulada “La hormona tirotropa de la hipófisis”, D. Gregorio clausuró las jornadas conmemorativas de las bodas de oro de la Academia, que en esa fecha presidía el Dr. Zumárraga.
El 4 de abril de 1960, a los pocos días de la defunción del homenajeado, tuvo lugar en la Biblioteca Municipal de Bidebarrieta (Bilbao) una sesión necrológica a cargo de los Dres. José Luis Obregón, José Ramón Reparaz, Mariano Álvarez-Coca y José M.a Gochi. Fue organizada por la Academia de Ciencias Médicas que presidía el Dr. Obregón en ese momento, quien tituló su disertación: “Marañón, académico de honor”.
Cinco años antes, el 11 de marzo de 1955, y ante 350 académicos, el Prof. Marañón pronunció una conferencia extraordinaria “Craneopatía metabólica”, de la que se hizo eco en los medios a través de la agencia Cifra.
En junio de 1987, coincidiendo con la XIV Semana de Humanidades que organiza la Academia, y habida cuenta de que ese año se conmemoraba el centenario del nacimiento del Dr. Marañón, su presidente, el Dr. José Antonio Cearra Asua, invitó al hijo del maestro, D. Gregorio Marañón Moya, a hablar de su padre —”El Dr. Marañón y su obra”. Se editó una tarjeta conmemorativa y un matasellos como parte de una tradicional exposición filatélica (fig. 2).
Justo cuando escribo este discurso, un poco agobiado por la impaciencia de nuestra anfitriona, Dña. M.a Rosa Suárez de Zuloaga, me entero de que el cuadro Mis amigos viaja hacia Madrid, a la Biblioteca Nacional (El Correo, 10 de marzo de 2010) para una exposición dedicada al más especial de los amigos del que fue el máximo exponente de la “pintura hecha de tierra”, como la define Mariano Navarro en la obra La luz y las sombras en la pintura española (Espasa Calpe S.A., Madrid, 1999) (fig. 3).
Así como me he atrevido a hablar sobre el Dr. Marañón, en relación con su vinculación con el País Vasco y sus agentes culturales más relevantes —los caballeritos de Azkoitia—, hablar de D. Ignacio Zuloaga, como sublime creador, en esta su casa, hoy museo para deleite de la humanidad, me parece una indecencia que atentaría en primer lugar contra mi propio pudor y, desde luego, contra el de ustedes, queridos amigos, que me llevan aguantando ya un buen rato. Sería como opinar, en el mismísimo cielo, sobre Dios delante de Cristo o del Espíritu Santo; si bien cualquier comparación es odiosa.
Creo, según reza el programa, que la profesora Begoña Cava, a la que admiro por un sinfín de cualidades que la adornan, disertará a continuación de la relación epistolar cruzada entre Marañón y Zuloaga. Disertará hasta donde pueda hacerlo, porque me han informado de que han existido dificultades para recopilar estas cartas inéditas de las que se hizo eco el ABC literario de la mano y pluma de Francisco Pérez Gutiérrez (25 de marzo de 1994), en un amplio artículo titulado “Correspondencia entre dos españoles apasionados”.
Concluye el crítico del periódico madrileño, fundado por Torcuato Luca de Tena: “el epistolario entre Zuloaga y Marañón —tal como ha llegado a nosotros— se prolonga hasta junio de 1936. Son comunicaciones breves, con referencias a las circunstancias inmediatas familiares o profesionales y un esfuerzo denodado por mantener el optimismo; por cierto, todo hay que decirlo, más evidente e inequívoco por parte de Marañón que de Zuloaga”.
La vida de Ignacio Zuloaga y Zabaleta se extinguió el 30 de octubre de 1945. Contaba 75 años. Quince años le sobrevivió su amigo Gregorio Marañón y Posadillo. Cinco lustros huérfano de Ignacio, el envés de su fondo endotímico, a quien tanto quería.
Las agencias de prensa lanzaron la noticia del deceso: “En la tarde de hoy, 27 de marzo de 1960, y en su domicilio del Paseo de la Castellana, ha fallecido el ilustre médico y escritor Dr. Marañón y Posadillo. Miembro de la Real Academia de Medicina y fundador del Instituto de Patología Médica, a lo largo de su dilatada vida académica publicó numerosos títulos de índole científica, además de diversos ensayos históricos. Numerosas personalidades del mundo científico y político, entre ellas el Caudillo, han testimoniado su pésame. El entierro se efectuará mañana” (fig. 4).
Una inmensa muchedumbre acudió al entierro. Del catedrático al estudiante, del general al soldado, del aristócrata al obrero, todos estaban allí y acompañaron su cadáver por las calles de Madrid. Hacía frío y del cielo caía una lluvia muy fina que se mezclaba con las lágrimas que derramaban los ojos del pueblo español (Gregorio Marañón Moya, en el prólogo para la nueva edición francesa de Liberalismo y Comunismo, editado por Les Nouvelles Editions Latines, febrero de 1961 (fig. 5).
La RSBAP, en su Boletín de 1968/II, con el título de “Miscelánea. D. Gregorio Marañón”, publicó un artículo in memóriam que finalizaba así, y con su texto acabo: “pero ya no sentiremos más la satisfacción de verlo, ni el gozo de oírlo. Tendremos, sin embargo, su obra, a la que volveremos con frecuencia no sólo para recrearnos en la limpidez de su prosa transparente, acaso como ninguna en nuestro tiempo, y recordar sus magistrales exposiciones, sino para hacernos la ilusión de que no se ha ido, de que le seguimos oyendo todavía, aunque desgraciadamente no sea más que una ilusión. Que el Señor le haya concedido toda la Gloria que se merecía”.