Sin miedo a equivocarme, creo que esta es la peor crisis sanitaria que habremos asistido los de mi generación, y deseo también de aquellos que nos sucedan. Nunca antes nuestra labor asistencial se había teñido de una sensación de pavor que amenazaba la racionalidad de nuestras actuaciones. Aun con la incertidumbre de si lo peor ya ha pasado, pocas dudas tenemos que la pandemia del COVID-19 comportará enormes cambios sanitarios, económicos, sociales y culturales. Posiblemente solo el sida, que me pilló finalizando la carrera, pueda compararse con lo que estamos viviendo estos días. Aunque la epidemia actual es mucho más veloz, quien sabe si fruto de la aceleración y la inmediatez de los tiempos que corren.
No soy consciente de haber vivido situaciones más trepidantes, desde un punto de vista profesional, que las sufridas desde finales de febrero. Tan cerca, tan lejos. En mi condición de director médico de un hospital terciario, he podido ser espectador privilegiado de la transformación de un modelo sanitario sin duda no preparado para circunstancias excepcionales. En muchas ocasiones, uno no tiene la potestad de escoger una determinada experiencia, pero sí estamos obligados a aprender para mejorar y transmitir ese conocimiento.
Recuerdo esos días que, al llegar a casa tras muchas horas en el hospital, pensaba que íbamos a colapsar al día siguiente. Y eso no sucedió. Y no sucedió porque, una vez más, los profesionales sanitarios demostramos un extraordinario compromiso con nuestra labor asistencial, en definitiva, con nuestros pacientes y la sociedad que siempre nos ha reconocido y valorado. En quince días, la mayor parte de los hospitales del país triplicamos las camas de intensivos, desplegamos dispositivos asistenciales en hoteles y pabellones, y reconvertimos traumatólogos en intensivistas y oftalmólogos en internistas. Tras años de soñar con la telemedicina, finalmente fue posible. La logística para el aprovisionamiento de caudalímetros, guantes, mascarillas, camas y colchones pasó a primer plano, muy por delante de otras disciplinas en las que siempre nos hemos sentido mucho más confortables. La imaginación –esa imaginación que, en tantas ocasiones, nos ha jugado malas pasadas, «favoreciendo» la financiación inadecuada de nuestro sistema sanitario– ha permitido elaborar soluciones hidroalcohólicas con la ayuda de la industria cervecera, o mecanizar ambús para suplir el limitado parque de respiradores.
Sin embargo, lo más sorprendente, desde mi humilde punto de vista, ha sido la capacidad para tomar decisiones con inusitada rapidez. Sin duda, la afluencia masiva de pacientes al área de urgencias obligaba a no demorarse, pero ello no hubiera sido posible sin la generosidad, la responsabilidad y la solidaridad de todos los profesionales. Nadie cuestionaba si una decisión era la adecuada, simplemente se ejecutaba y, al día siguiente, si era necesario se corregía. Tampoco nadie discutía si determinadas tareas correspondían a su nivel profesional o si estaba acreditado para ello. En todo momento, la principal labor de la dirección del centro fue coordinar las múltiples iniciativas de los profesionales implicados, nunca imponerlas. Aún recuerdo cuando solicitamos 10 voluntarios para actuar en las primeras unidades COVID y tuvimos que escoger entre más de cincuenta.
Transcurridos escasos dos meses del inicio de la pandemia, muchas son las lecciones que hemos aprendido. Actuar con serenidad y tranquilidad, y de forma coordinada han sido clave para evitar iniciativas, siempre bien intencionadas, pero que podían generar desconcierto y, consecuentemente, una sensación de miedo que en nada ayudaba. En este cometido, la comunicación y la transparencia en la toma de decisiones ha sido fundamental para alinear una organización compleja hacia la consecución de un objetivo común.
Lecciones de humildad, pues nos ha correspondido actuar sin evidencia científica ni guías de práctica clínica, y hemos cometido errores. Todo ha ido tan rápido que lo único que requeríamos era flexibilidad. Ni en las mejores facultades ni en los másteres más preciados enseñan a gestionar situaciones de crisis como la que nos ha tocado vivir. Bien estaría que los «expertos» que asesoran a los distintos gobiernos reconocieran que suplen su ignorancia con dosis de arrogancia ideológica, únicamente comparable con el egoísmo e interés partidista de los que estos sirven.
Lecciones de confianza, pues sin ella no habríamos alcanzado los logros que nuestros conciudadanos nos agradecen cada atardecer. Una confianza acrecentada por la responsabilidad y profesionalidad de todo el personal sanitario, asistencial y de apoyo.
Todo esto que hemos aprendido debe servirnos para un desescalado que ahora iniciamos con más deseo que certeza de que lo peor ya ha pasado. Una etapa más compleja que la que intentamos dejar atrás, pues el cansancio acumulado y los legítimos intereses de volver a la normalidad cuanto antes pueden hacer aflorar tensiones que habíamos conseguido aparcar. Es aquí donde la prudencia, la confianza, el respeto, la generosidad y la gratitud serán más necesarias que nunca.
Permitidme que cierre estas líneas con las que he compartido unas experiencias que seguro no os son alienas, con el último valor que esta crisis ha despertado en todos nosotros. El del orgullo de pertenencia a una institución, la Sanidad, un bien preciado, valorado y reconocido por nuestra sociedad. Por ello, cuando las aguas vuelvan a su cauce, tenemos la obligación de hacer autocrítica, para ver en qué nos equivocamos y cómo pudimos hacerlo mejor, pero también de solicitar los recursos necesarios para que, si volviera ocurrir una crisis de esta magnitud, no estuviéramos de nuevo al borde del precipicio. Si desaprovechamos esta oportunidad de mejorar nuestro sistema público de salud, para nada habrá servido este esfuerzo ingente.
Conflicto de interesesEl autor declara no tener ningún conflicto de intereses.