La lectura del universo debe preceder siempre a la lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de aquél. En el propósito a que me referí antes, este movimiento del universo a la palabra y de la palabra al universo está siempre presente. Movimiento en que la palabra pronunciada nace del mismo mundo a través de la lectura que de él hacemos.
Paulo Freire
La biblioteca es un lugar en donde uno puede consultar el mundo.
Charly1
La formación de lectores, una de las principales responsabilidades sociales de los bibliotecólogos, constituye una problemática que alentó las primeras investigaciones realizadas en el ámbito bibliotecario conforme a métodos cualitativos y cuantitativos de las ciencias sociales y la psicología. Nos referimos a estudios precursores realizados en las bibliotecas escolares de Francia (Oscar-Amédée de Watteville du Grabe, 1824-1901) y en las bibliotecas públicas de Rusia (Nikolai Roubakine, 1862-1946) a finales del siglo xix y, más tarde, en las primeras tres décadas de la centuria pasada, en las bibliotecas públicas de Alemania (Walter Hofmann, 1879-1952) y en el marco del naciente programa de Posgrado de Bibliotecología de la Universidad de Chicago, en Estados Unidos (Douglas Waples, 1893-1978), con el propósito de examinar la práctica de la lectura entre los ciudadanos, identificar las obras más comúnmente leídas, determinar los efectos que éstas provocaban en los modos de pensar y actuar de los lectores y, con base en todo ello, elaborar una selección de libros capaces de generar los mejores beneficios posibles para su desarrollo así como diseñar catálogos que ofrecieran información, más allá de los elementos bibliográficos, a fin de suscitar el interés de leer o ayudar al público a seleccionar sus lecturas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los responsables de promover la lectura concibieron ésta como una forma de extender la educación y el acceso a la información, aunque también como una actividad placentera apoyada en las bibliotecas públicas que impulsa la unesco en todo el mundo a partir de 1949. Unos años después, empezaron a levantarse encuestas encaminadas a estimar la disposición a la práctica de la lectura por gusto entre las personas que habían concluido el ciclo de educación básica, y sus conclusiones resultaron poco optimistas: la lectura realizada por placer era muy escasa e incluso parecía que los esfuerzos realizados en el seno de la escuela para alentarla eran contraproducentes. Tal panorama se agravó al difundirse la televisión, por la cual las masas manifestaban un desmedido interés que incluso volvía incierto el futuro del libro. En respuesta a tales fenómenos se fortaleció la convicción de que las bibliotecas eran el espacio privilegiado para incentivar el placer de la lectura y convertir ésta en complemento fundamental de la formación de niños y jóvenes. En los últimos años se han extendido los programas de lectura a los adultos en general, y en particular a los estudiantes, dado que evaluaciones internacionales de la ocde revelan una tendencia global decreciente de la práctica lectora por placer entre los jóvenes que egresan de la educación básica, lo cual se refleja en problemas en su desempeño escolar, incluso de naciones habitualmente consideradas potencias en materia educativa.
Una certeza muy generalizada, pese a las múltiples evidencias que la desmienten, es que todo aquél que ha sido alfabetizado y, aun más, todo aquél que alcanza el nivel universitario, se encuentra capacitado para leer textos relativos a todos los temas y géneros, y también para escribir sobre ellos. Así, muchos docentes han considerado que no es responsabilidad suya ni de la institución donde enseñan atender los problemas de lectura y escritura, y que corresponde a los propios estudiantes buscar el modo de superar sus rezagos. Sin embargo, cada vez más los establecimientos de educación superior aplican hoy programas de alfabetización académica basados en la enseñanza de la lectura y la escritura, de los géneros del discurso y del uso de cada uno de éstos en el proceso cognoscitivo correspondiente a cada campo del conocimiento y a cada disciplina. Igualmente, se realizan esfuerzos sistemáticos para promover la lectura placentera en las bibliotecas universitarias.
Por otro lado, también en el presente, y en el contexto de la sociedad del conocimiento, la bibliotecología ha innovado la formación de lectores y usuarios al adoptar, en el desarrollo de esa tarea, modelos sumamente complejos que a la alfabetización informativa incorporan otras alfabetizaciones no circunscritas a códigos escritos, lo cual implica leer, más allá de los signos, multitud de lenguajes: digital, visual, sonoro, matemático, científico, social, histórico, cultural, financiero, musical, cenestésico y espacial, entre otros. Asimismo, en algunos de esos modelos se han integrado capacidades relacionadas con la alfabetización relativa a los procesos de construcción del conocimiento propios de cada disciplina y los de carácter interdisciplinario (pensamiento crítico, razonamiento y creatividad), al igual que las habilidades que permiten manejar estos conocimientos: exploración, selección, evaluación, valoración, uso y comunicación, conforme a códigos éticos de la información.
Conviene señalar también que en el ámbito de la educación superior surgió desde hace más de tres décadas el concepto de la alfabetización académica. Esa idea y los estudios realizados a propósito de ella han modificado creencias muy arraigadas durante siglos, vinculadas con lo que se llama cultura libresca, la cual ha orientado toda la educación conforme a la idea de que el saber se halla cifrado en los textos y simplemente ha de trasvasarse a la mente de los lectores. Aunque ya desde hace siglos diferentes pensadores provistos de una sólida experiencia lectora han insistido en que leer libros no basta para comprender el mundo, la idea de que las claves cognitivas se encuentran en los documentos escritos ha presidido por demasiado tiempo los esfuerzos de la enseñanza. Por fortuna hoy ya se sabe que es necesario desarrollar las capacidades de los alumnos y tomar en cuenta constantemente el contexto para adquirir experiencias, así como crear por propia cuenta muchos conocimientos y participar en la propia formación. Todo ello implica habilidades de lectura más refinadas, ya que para leer más allá de la letra y los signos en general, para penetrar la superficie y alcanzar la hondura del contenido –para liberarse, pues, de la mera lectura literal– es necesario pasar a la lectura cultural; es decir, simbólica, así como a la lectura social, la de la realidad, la lectura estética o artística. También para la lectura académica se precisan capacidades cognitivas, reflexivas, críticas, selectivas, dialógicas, creativas, imaginativas, afectivas, contemplativas, estéticas y lúdicas. Tal complejidad promete a cambio la posibilidad de convertir la información y las experiencias en recursos verdaderamente valiosos para que cada persona contribuya al desarrollo de las sociedades del conocimiento del siglo xxi.
Pero ahora, cuando esos afanes no rinden aún resultados, la cultura digital lanza un nuevo desafío que convoca a reflexionar sobre el sentido de la lectura más allá de la letra en un contexto sin precedentes: parece estar herida de muerte la disposición o diseño de la página que reinó por centurias gracias a la tecnología tipográfica, es decir, el formato códice, símbolo de la cultura escrita desde el siglo iii de n. e., que obliga a una lectura lineal y progresiva dentro del marco de cada página y de la sucesión de folios ordenados con un principio y un final impuestos tanto al escritor como al lector. Buena parte de esa estructura impresa del discurso ha experimentado sin embargo profundos cambios debido al advenimiento del hipertexto, el cual obliga a reconocer nuevos códigos tipográficos vinculados con múltiples referencias y contenidos “extratextuales”, y obliga también a jugar con los espacios alterando las secuencias habituales e imponiendo así nuevas capacidades para pasar de unos contenidos a otros.
Se articulan así datos otrora aislados con enlaces abiertos a numerosas y amplísimas redes de información y comunicación, los cuales recurren tanto a letras y números como a muchos otros códigos, que suministran ejemplos y demostraciones mediante imágenes fijas y en movimiento provistas de innumerables formas y colores, que a su vez remiten a amplias gamas de sonidos también codificados y que ofrecen al lector nuevas y desafiantes potestades, como elegir, merced a la interactividad, un orden y una secuencia personales para penetrar en las masas de datos y, por vía de las aplicaciones, crear nuevos cuerpos informativos e inéditos objetos virtuales. Sin embargo, no debe perderse de vista que las capacidades del lector no se suplantan –al menos hasta ahora, aunque siempre quepa la posibilidad de que eso cambie en el futuro– y que hoy resulta indispensable ya no sólo desarrollar la habilidad para ir más allá de los signos en el documento impreso, sino también para leer más allá del hipertexto y de las pantallas de muy variados dispositivos.
La realidad virtual, ese espacio lúdico, placentero y por tanto fácilmente adictivo donde cada vez pasamos más tiempo en nuestras vidas, no deja de representar serios riesgos, pues tiraniza nuestros sentidos de la vista y el oído y cautiva imperiosamente nuestra atención, la cual se mantiene fija en pantallas donde aparecen personas, animales, objetos y entelequias, así como inagotable y atractiva información que nos aleja más o menos tajantemente de las sensaciones y experiencias del mundo real y, peor aún, de las interacciones personales, además de inducirnos a buscar y prolongar de manera incesante el confort, la diversión y el ocio. Hoy, la información disponible en los espacios cibernéticos crece de manera constante en cantidad y variedad, y ello, aunado a la hiperconectividad, crea el peligroso espejismo de la opulencia: es tan expedito el acceso a los datos que el esfuerzo personal, e incluso nuestras capacidades, parecen ya irrelevantes y hasta innecesarias para lograrlo. Pero han surgido voces, que se suman a otras muy antiguas –ya Sócrates, en su diálogo con Fedro, expresaba el temor de que la escritura redujera las capacidades humanas de pensar, memorizar, dialogar y preguntar–, para alertarnos respecto a la amenaza de que la excesiva comodidad, la simplificación de las tareas y la trivialización de las habilidades cognitivas puedan acarrear el surgimiento de sociedades perezosas e ignorantes, cuyos miembros ansíen ser in-formados dócilmente en lugar de in-formarse volitiva, activa y fructíferamente, y alcanzar así la plenitud humana.
Durante siglos, la lectura se ha considerado una herramienta indispensable para lograr el conocimiento. Pocos se atreverían a objetar que actualmente lo es, mas no por ello ha de perderse de vista que antes de la invención de la escritura, y también antes del surgimiento de la imprenta, que difundió exponencialmente la cultura escrita, el hombre recurrió a la vista, el oído, el olfato, el tacto y el gusto, así como a su raciocinio, para leer el mundo, y que a partir de tal lectura organizó su experiencia para generar y comunicar saberes, herramientas, inventos, técnicas, ciencias, leyendas, mitos, historias, arte, formas de sobrevivencia y de protección, sistemas de comunicación; es decir, todo lo que forma parte de la civilización, donde sólo mucho más tarde en la larga escala del desarrollo humano surgiría la escritura.
En el presente, la lectura sigue vinculada en buena medida con una cultura libresca heredada de las artes y los oficios que se cultivaron en la Edad Media, reafirmada después por la tecnología tipográfica, que convirtió al libro en la piedra angular del progreso de la ciencia, la filosofía, las artes y, en general, de todo el pensamiento y la actividad del hombre. La importancia capital del libro ha perdurado hasta el presente siglo xxi, al punto de que hoy podríamos denominar “incunable electrónico” a ese texto exhibido por una pantalla de computadora, que todavía no se desprende de los rasgos del libro impreso, aunque ya nos abra la puerta a lecturas más allá de la letra, de la imagen y del sonido.
Deseable y necesariamente, en el futuro la lectura será muy distinta de la actual, pues la cultura digital, la hipertextualidad, los multimedios interactivos, los soportes electrónicos y sus diversas pantallas, la conferencia telefónica en vivo y muchas otras herramientas cibernéticas impondrán a las personas situaciones de lectura donde los textos aparecerán en una gran variedad de géneros, incluso algunos de ellos inéditos, y extensiones –desde la muy breve de 140 caracteres del tuit hasta un número ilimitado de ellos–, y que vendrán casi siempre acompañados de imágenes, sonidos y enlaces que suponen la necesidad de ir más allá de la letra escrita.
Esa nueva lectura, contrariamente a las ilusiones que despiertan los medios cibernéticos, requerirá esfuerzo y tiempo, e implicará el entendimiento de que la búsqueda del saber es una ardua tarea que se prolonga durante toda la vida; que para realizarla es preciso estar pendiente no de cuánto se sabe sino de cuánto se ignora, y al llevar a cabo esta tarea se puede gozar o padecer, aunque para vencer lo segundo bastará lo primero.
Con el fin de promover las formas de lectura actualmente necesarias deberá tomarse siempre en cuenta algo que se ha olvidado con frecuencia en la enseñanza de la lectura en general y que tiende a soslayarse todavía más a menudo a propósito de la lectura en medios cibernéticos: el aprendizaje de la lengua escrita presupone experiencia directa con el mundo y un amplio bagaje lingüístico (oral) vinculado con ella. Dicho de otro modo, no puede haber aprendizaje de la lectura sin una mínima experiencia previa con el mundo y sin las adquisiciones lingüísticas orales que corresponden a esa experiencia. Y también es verdad que mientras más rica sea la experiencia previa con el mundo más fácil será el aprendizaje de la lectura, tanto en su comienzo como en su desarrollo a lo largo de toda la vida. Ello, porque si bien el saber es facultad del sujeto, también depende del objeto, y para conocer éste no basta leer sobre él; es necesario, ante todo, examinarlo e interrogarlo mediante los sentidos, experimentar con él hasta donde sea posible y racionalizar sus propiedades mediante los distintos lenguajes a nuestro alcance.
Así pues, antes de leer, paralelamente al acto lector y cuando se acaba de leer, hay que observar, escuchar, oler, sentir y degustar el mundo; hay que explorarlo, descifrarlo y comprenderlo siquiera parcialmente antes de leer su descripción y su explicación en los textos, y luego poner a prueba la validez de tal descripción y tal explicación volviendo a examinar el mundo; hay, pues, que percibir, interrogar, racionalizar y problematizar el mundo antes –sobre todo antes, aunque también después–de leer información sobre él y, hasta donde podamos, hay que imaginar y crear nuevas posibilidades suyas para seguir leyendo textos relativos a ellas. Y, desde luego, para leer el mundo es preciso salir de la página y de la pantalla.
Leer es un proceso cognitivo para algunos y un arte para otros; muchos lo conceptualizan como una habilidad o destreza, y algunos simplemente como una práctica. Sin duda leer es todo eso, y también un proceso que no cesa de aprenderse, porque la plenitud lectora está en función del deseo y el placer, que nunca se satisfacen por completo y siempre compelen a seguir. Por otro lado, cuando el lector logra leer más allá de la letra y afloran su imaginación y sus emociones, echa mano del código lingüístico para introducirse, con todo lo que es, con todo lo que sabe y todo lo que desconoce, en el contenido de lo que lee. Entonces, si lee más allá de la letra o el código, se vuelve capaz de apropiarse de tal contenido, de transformarlo, de re-crearlo y, en esa medida, se transforma a sí mismo volviéndose cada vez más profundamente humano.
Ante la necesidad de nuevos paradigmas para la lectura, la biblioteca cobra hoy una relevancia también nueva como espacio de información, lectura y aprendizaje; como laboratorio de experiencias lúdicas y estéticas, como fuente de cohesión social y, en suma, como escenario de fructíferos descubrimientos. La formación de lectores en el espacio bibliotecológico tendrá que desplegarse de muy diversas maneras. Si el acto de leer se entiende en su sentido más amplio, y si remite a la información y la comunicación, entonces el número de los objetos susceptibles de lectura se multiplica y en vista de ello la necesidad de leer diferentes códigos resulta evidente. El concepto de la lectura y el de la correspondiente enseñanza de ésta se tornan, pues, más complejos, pues ya no remiten a un acto circunscrito al ojo, sino a un fenómeno en el que han de participar todos los sentidos. La biblioteca, que debe seguir siendo un espacio de aprendizaje y de formación, estará siempre en pos del noble propósito del que son responsables los bibliotecólogos: conducir a los lectores a la plenitud de sus capacidades y al disfrute de los textos, sin que importe su formato.