La relación entre arte y cartografía, particularmente en Iberoamérica, es motivo de atención en este editorial de Investigaciones Geográficas, Boletín del Instituto de Geografía de la UNAM. A lo largo de cuatro sesiones del Simposio Iberoamericano de Historia de la Cartografía (Buenos Aires, 2006, Ciudad de México, 2008, São Paulo, 2010 y Lisboa, 2012), se han examinado en cada uno de estos escenarios una variedad de temas que van de las representaciones cartográficas, las cartografías del territorio, los aspectos técnicos de la producción de la cartografía, los mapas nacionales, los profesionales e ingenieros militares hasta las fuentes y la reflexión filosófica e histórica de la cartografía, algunas ideas nuevas en mapas viejos, las tensiones territoriales y las relaciones de los mapas y la navegación.
La convocatoriaa de Bogotá, abre un nuevo escenario para los especialistas de los mapas antiguos de Iberoamérica, en septiembre de 2014, con el tema: “Dibujar y pintar el mundo: arte, cartografía y política”. La propuesta es un giro intelectual de alto voltaje dentro de esta organización. Ante semejante desafío y en este contexto temático y regional, el estudio clásico de Svetlana Alpers (1987) puede ser un “prometedor punto de partida”. Esta historiadora del arte de la Universidad de California, Berkeley, eligió la Holanda del siglo XVII para fijarse no solo en la “extensa producción, difusión y uso de los mapas” en esa sociedad, sino en la producción seria de los “mapas como cuadros para la pared” (Ibid.:180). Para esto, lo que hicieron los pintores holandeses fue “recoger sobre una superficie una amplia gama de conocimientos e información sobre la realidad” (Ibid.:182). Su arte se asemejaba a los mapas, es decir, “una superficie sobre la que se desplegaba una recomposición del mundo” (Ibid.). A partir de esto, Alpers abre la relación entre arte cartográfico y arte pictórico para explorar la “transformación del mapa en pintura que el impulso cartográfico produjo en el arte holandés” (Ibid.). Lo que detectó la autora, desde su perspectiva, es que “cartógrafos e historiadores del arte ha[bía]n coincidido en mantener fronteras entre mapas y arte, o entre conocimiento y decoración” (Ibid.:188). Ante esto, ella prefirió que se considere la imbricación, la semejanza y las “condiciones históricas y pictóricas bajo las que se produjo ese maridaje entre cartografía y pintura” (Ibid.).
Indicó, primeramente, el “valor que en el siglo XVII se daba al conocimiento recogido en forma de un mapa”, lo mismo para las “compañías comerciales holandesas”, las operaciones militares, navales o el poder político (Ibid.:195). Sin embargo, lo que interesa a Alpers es lo común de los mapas con otras imágenes: “se comparaban con cristales que ponían como las lentes, objetos ante la vista”, de otro modo invisibles (por su distancia) y que fijaban en la memoria los lugares (Ibid.). Alrededor de los mapas se acumulaban, desde el siglo XVI, las vistas de ciudades, de los usos y costumbres, de la flora y fauna, lo que multiplicaba el “propio concepto de geografía” (Ibid.:197), hasta comprender dos imágenes que llaman la atención de Alpers: el paisaje panorámico o cartográfico y la vista urbana o topográfica con que se representaron las tierras y ciudades holandesas.
En estos casos, el artista holandés reproducía los hábitos del cartógrafo (como apoyarse en los naturales de cada lugar, como pescadores o campesinos) y una actitud que lo llevó al encuentro con la naturaleza y, a través del dibujo, “captar la dilatada extensión de la llanura holandesa, las granjas, ciudades y torres perfiladas en su vasto ámbito” (Ibid.: 203). Esto fue lo común entre los paisajes y los mapas apoyados en el dibujo y en la “descripción, sobre una página, de fenómenos diversos observados en la realidad” (Ibid.:206). Con los argumentos anteriores, Alpers se adentra en el tema: distingue a la cartografía y la relación con el arte. Por una parte, la primera “supone una combinación de formato pictórico e información descriptiva, y en ese sentido sirve de vínculo entre ciertas formas artísticas de paisaje y vista urbana y las ramas de la geografía que describen la tierra en mapas y vistas topográfcas” y, por otra parte, la definición se entiende como “la tendencia a documentar o describir la tierra en imágenes que en la época fue compartida por topógrafos, artistas, impresores y público en general en los Países Bajos” (Ibid.:212). Estas consideraciones de Alpers abrieron una aguda mirada en la interpretación de las relaciones entre la cartografía y el arte holandés, con base en unas profundas raíces sociales, políticas y religiosas, asociadas además a la particular topografía del norte de Europa (Maderuelo, 2005:284).
Lo anterior integra algunos elementos para reflexionar el concepto de la cartografía e indagar las relaciones en el mundo iberoamericano que, llevados al marco del V Simposio Iberoamericano de Historia de la Cartografía, de Bogotá, pueden estimular nuevas formas de pensar el tema y sus variaciones, además, asociadas al poder en las sociedades iberoamericanas. La mención, a continuación, de algunos ejercicios en este ámbito permite vislumbrar el mapa como “objeto estético y parte de un régimen visual histórico” (Olivares, 2012).1
En el caso mexicano, Connolly (2008) traza una metodología que confronta los mapas y los territorios representados, particularmente, de la Ciudad de México y los sitúa en el arte holandés que describió Alpers. Dicho estudio examina el trabajo del cartógrafo holandés Johannes Vingboons, al servicio de las Compañías Holandesas de las Indias Orientales y Occidentales, que reprodujo el mapa panorámico de Juan Gómez de Trasmonte, de 1628, y cuyo estilo y resultado se posiciona en la “vanguardia europea, en cuanto al grado de sofisticación de su técnica representativa y calidad artística” no conocida en “España o sus dominios” (Ibid.:122). Por su parte, Silvestri (2011), también apoyada en Alpers y otros, rebasa el análisis puntual de un mapa para situarse en un “campo más denso” que explora caminos “que no son directos ni evidentes”, por ejemplo, a través de la articulación de tradiciones geográficas y cartográficas, de la agronomía y las ciencias de la naturaleza o de la ingeniería y la arquitectura (Ibid.:23). El análisis, por ejemplo, de los planos y mapas que ella denomina figuras y que “convocan desde la habilidad técnica hasta el sentimiento, desde la eficacia hasta la belleza” (Ibid.:18), quedan asociados al paisaje y al arte del Río de la Plata con términos como “identidad, radicación, nación o patria” desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XX (Ibid.:20). Ambos trabajos recogen, décadas después, los postulados de Alpers en el contexto de los mapas antiguos de Iberoamérica. Aunque se ha quedado atrás en el tiempo y pensado poco en sus ideas, su estudio se mantiene vigente, es una referencia clásica y un prometedor aliciente para la “revolución intelectual” en la forma de pensar la dislocación de los conceptos del arte y la cartografía.