La apicultura tradicional tenía como objetivo prioritario la producción de cera, una materia prima cara destinada a las necesidades del culto y al alumbrado de los hogares de las clases acomodadas. Entre 1750 y 1850, las landas atlánticas y las montañas mediterráneas de Francia y España no llegaban a satisfacer la fuerte demanda, por lo que ambos países se vieron obligados a abastecerse en las regiones nórdicas y en Oriente Medio. De esta manera se dibujan unos ejes comerciales a corta, mediana y larga distancia entre las zonas productoras de cera bruta y los centros de blanqueo, elaboración y distribución. La ciudad de Limoges constituye un buen ejemplo de estos últimos.
The aim of traditional beekeeping was to produce wax, an expensive raw material used at church ceremonies and for the lighting of upper-class houses. Between 1750 and 1850, the Atlantic Landes and the Mediterranean mountains of France and Spain were unable to satisfy a growing demand, and both countries had to import wax from Northern Europe and the Middle East. Thus a commercial axis of short, middle and long distance connected the producing areas to the centres of wax whitening, candle making and distribution, such as was the case of the French town of Limoges.
Comencemos por la cuantificación de las colmenas en la actualidad. España y Francia —por este orden— ocupan los primeros puestos en la lista de países europeos, con la única excepción de Rusia y Ucrania; parece lógico, pues, que su caso despierte una atención particular en los historiadores de la apicultura. Será desde Alemania y la monarquía austriaca, al igual que desde los Estados Unidos, donde no tardará en difundirse una serie de innovaciones técnicas decisivas. Los datos presentados en este trabajo encuadran precisamente el último siglo de la apicultura tradicional, aquella que precede a la fase de agudas transformaciones de los métodos y los mercados, perceptibles desde 1850—1860 (fig. 1).
La apicultura y las industrias derivadas contribuían con un porcentaje muy reducido a los PIB nacionales. Sin embargo, el sector formaba parte de una serie de actividades secundarias, desdeñadas por la historiografía desde siempre, pero cuya suma ocupa un lugar bastante destacado en relación con otras ramas de la economía agro-pastoril. Un informe contemporáneo de la Ariège lo confirma. Leemos en él: «Se recoge en el departamento lino, cáñamo, cera y otras producciones que, consideradas separadamente, parecen de poca importancia pero que en conjunto sí la tienen» (Mercadier de Belesta, año IX). Además, la apicultura tradicional exigía unas inversiones mínimas en capital y en trabajo, pero proporcionaba a las familias campesinas un dinero líquido precioso. Respondiendo a una encuesta de la administración provincial en 1791, las autoridades municipales de Morcillo (Extremadura) subrayan con una fórmula lapidaria la doble ventaja de esta actividad: «mucho valor» y «poco costo»2.
Ahora bien, el dinero fresco no procedía tanto de la venta de enjambres y de miel –salvo localmente− como de la de cera, cuya producción orientaba en gran medida el trabajo del apicultor, lo mismo en unos Pirineos poco melíferos que en la frontera luso-española, que atraviesa una serie de regiones con fuerte densidad de colmenas. De manera significativa, el texto relativo a la Ariège sólo menciona la cera y, en la misma línea, otro informe concerniente esta vez a la Dordogne es aún más explícito: su autor opina que las colmenas deberían «multiplicarse en relación con la cera, objetivo principal al que debe ir dirigido la educación de las abejas» (Peuchet y Chanlaire, 1810).
Semejante predominio, de antiguo origen, va acentuarse a lo largo del periodo 1750-1850 bajo la presión de la demanda y afectará de manera particular a ciertas regiones que, en adelante, figuran como las productoras más importantes de la materia prima para la industria.
1.1FuentesParece necesario comenzar señalando que este artículo no constituye sino una primera puesta a punto y que sus dimensiones restringidas no me han permitido incluir más que una pequeña parte de la información que he conseguido reunir hasta la fecha. La investigación sigue abierta pese a la existencia de un obstáculo considerable: la disparidad de las fuentes a uno y otro lado de los Pirineos. La España del siglo xviii nos ha legado una importante masa de documentos manuscritos o impresos —el catastro de la Ensenada para Castilla y las obras de los economistas ilustrados, con Larruga a la cabeza— y para fines de los siglos xix y xx disponemos de estudios geográficos y antropológicos de gran valor (Castellote Herrero, 1988; López Álvarez, 1994; Pérez Puchal, 1969; Zapata de la Vega et al., 1985) (fig. 2). Entre las dos épocas se extiende un vacío documental, o al menos bibliográfico, a la espera de la publicación de la Historia de la apicultura española de De Jaime Gómez y De Jaime Lorén (2001), por lo que resulta forzoso consultar el Diccionario de Madoz (1845-1850). En Francia se da el fenómeno inverso. En efecto, la actividad cerera durante los siglos xviii y xix no es desconocida, pero es en el contexto particular de comienzos del siglo xix cuando los informes de los prefectos del Imperio y de sus émulos nos ofrecen una información de valor incomparable, sin parangón con la existente en España (fig. 3).
Añadiré que, por suerte —y a costa de ciertos sacrificios— he podido adquirir dos versiones de una obra fundamental sobre el tema: una bonita edición de L’art du cirier de Duhamel du Monceau y su traducción en formato de bolsillo, Arte de cerero (Duhamel du Monceau, 1762; Arte de cerero editado en Madrid, 1777). Los datos que aporta el manual español sobre las diferencias existentes entre las técnicas utilizadas por los especialistas de las dos capitales no pueden ser estudiados en estas páginas: me he limitado a los que aparecen en su espléndido anejo: Noticia de los pueblos de las provincias de España donde con seguridad se puede hacer acopio de cera.
21750-1850. La última edad de oro de la industria cereraEl cerero suministraba tradicionalmente el alumbrado para el culto y para la fiesta en las tierras cristianas. Es decir, los cirios y antorchas sin los cuales la misa no puede celebrarse canónicamente; los que se llevaban en las romerías bretonas, en los cortejos de las cofradías de asistencia a moribundos y condenados en Normandía o en las procesiones de penitentes de Occitania y Andalucía y, por supuesto, los que acompañaban obligatoriamente las honras fúnebres. Los gastos al respecto alcanzaban su punto álgido en tres momentos del ciclo litúrgico —la Candelaria, el Viernes Santo y el Corpus— y, así mismo, en determinadas ocasiones de exaltación política y social como los funerales reales y principescos. La cera ofrece, además, el elemento básico para un sistema de iluminación doméstico de lujo, la bujía (cuyo nombre procede del de la ciudad magrebí, convertido hoy en Bejaïa, que desde la Edad Media exportaba la materia prima). Frente a la vela de sebo de los países del norte y la lámpara de aceite (sobre todo de oliva o de nuez, según la región), la bujía presenta ventajas apreciables: una luminosidad superior, una emisión de humo menor, un olor suave y un manejo fácil. Sin embargo, su elevado precio limitaba su uso a la elite social.
Ahora bien, desde el siglo xvii hasta mediados del siglo xix, estos dos tipos de clientela —el culto y la aristocracia— se ampliaron. El desarrollo de una religiosidad barroca incrementó la demanda de iluminación en los países católicos (momento en el cual, a la inversa, se hunde en la Europa nórdica protestante). Por otra parte el crecimiento de la población, el enriquecimiento de las clases acomodadas y los progresos de la sociabilidad aumentan las necesidades de material de alumbrado y provocan una deriva de la demanda doméstica desde la vela y la lámpara hacia la bujía.
Aunque la medida del fenómeno resulta difícil, es probable que el nivel demográfico inferior de España y la importancia de su clero hayan dado lugar a que la demanda de origen laico fuera más débil que en Francia y las necesidades de culto, muy superiores. Desde antes de la Revolución el «voyageur françois» (es decir, el abate Laporte y sus continuadores) se sorprendía ante el derroche de iluminación que tenía lugar en Perpiñán durante las fiestas de la Semana Santa y del Corpus (La voyageur français). «Yo no creo, señora, —escribe en su carta CDXXXV— que haya ninguna ciudad en Francia donde se preocupen más que en esta de la decoración e iluminación de las iglesias…Las decoraciones de la catedral son las más bellas de todas». Así, en Jueves Santo «se coloca alrededor de la iglesia, a una altura aproximada de siete pies, una cornisa dorada que soporta cirios de cinco libras de peso, a tres pies de distancia entre ellos. Se procede de la misma forma alrededor y encima del recinto del coro, ello exige ordinariamente cuatro mil cirios» o sea cerca de cuatro toneladas de cera, la producción de unas 20.000 colmenas. La misma decoración, e incluso más rica, se repite en el Corpus y a este derroche en alumbrado fijo hay que añadir los gastos ocasionados por las procesiones. La de Jueves Santo, llamada de los flagelantes, se abre con un grupo de penitentes negros que llevan cirios de cera roja, seguidos por otros también negros, pero portadores de antorchas de cera blanca. En cuanto a las imágenes de la procesión, los penitentes que las transportan a hombros están rodeados de sus porta—antorchas. «La procesión se termina con el clero de la iglesia de Santiago, que luce cirios rojos…».
En una ciudad francesa desde hace más de un siglo, pero de cultura catalana, el «voyageur» realiza bruscamente la importancia de la iluminación en el ceremonial ibérico, especialmente en las procesiones nocturnas. La España festiva que anuncia la excursión por el Rosellón, gasta en cera relativamente más que Francia.
Tanto más cuanto que, al otro lado de los Pirineos, la Revolución hunde la industria cerera en una crisis durable. Tras la supresión de los monasterios y de las cofradías y, más tarde, la clausura de las iglesias, las numerosas colmenas que les abastecían son abandonadas. El prefecto de la Meurthe da fe del fenómeno: «El clima y las plantas parecen ser favorables a la educación de las abejas; en la mayor parte de los cantones del departamento, los curas y las ermitas se dedicaban particularmente a dicha actividad, pero después de la enajenación de los presbiterios el número de colmenas ha experimentado una gran disminución, como se puede comprobar por los estadillos anejos al informe». La misma constatación se repite en Provenza, la oferta se hunde tras la de una demanda ligada al culto (Marquis, 1805; Giraud, 2002). Además, es la época en la cual no sólo la emigración diezma las clases acomodadas, sino que aquellos de sus miembros que permanecen en su país evitan todo gasto suntuario considerado sospechoso.
Durante el Consulado y el Imperio, la reanudación del culto, el regreso progresivo de los emigrantes y la recuperación de la seguridad permiten el relanzamiento de los encargos. Se podría aplicar a la cerería una observación concerniente a otra industria de lujo, la orfebrería.
«Las épocas en las que su situación es próspera, son precisamente aquellas en las que el éxito de nuestras armas asegura la paz en el exterior; aquellas en las que la restauración del trono en Francia y de la Corte numerosa y brillante que lo rodea da a todos los ciudadanos la señal de una existencia más feliz y, liberándolos de la prolongada y triste pobreza a la que parecían condenados después de tantos años, restablece las alegrías de la fortuna y del reposo» (Benoiston de Châteauneuf, 1820-1821).
Recuperación, sí, pero no de los niveles anteriores de producción. La inflación permite, sin embargo, atribuir a la industria cerera parisina una cifra de negocios igual a la que, según Lavoisier, había alcanzado en 1789 (1.345.000 francos). Pero los datos del derecho de puertas dan fe de la caída del consumo en la capital francesa. Los 600.000 habitantes anteriores a la Revolución absorbían 538.000 libras de cera, mientras que los 714.000 de 1817 se conformaban con 250.000; es decir, un descenso del consumo medio por persona y por año de 0,9 a 0,35 libra (de 0,45 a 0,175 kilogramo si se trata de libras métricas) (Benoiston de Châteauneuf, 1820-1821). El aumento comprobado de la demanda burguesa no compensa la caída de los encargos e carácter religioso. La fábrica (es decir, el presupuesto de conservación) de una rica parroquia como la de San Sulpicio compra en 1818 cerca de 200 kilogramos de cera anuales, mientras que en el decenio 1810-1819 la fábrica de la catedral de Murcia se procura por término medio 800 y una de las cofradías que tienen en ella su sede, la de las Ánimas del Purgatorio, 120. Datos que constituyen un buen indicador del nivel de magnificencia de las ceremonias que se desarrollan en unas y otras3. París se situaba entonces al nivel más bajo de las ciudades españolas, cuyo consumo medio por habitante se estima en ciertas grandes aglomeraciones de Andalucía Oriental para el periodo 1835-1839 en 165 gramos (Granada) o 184 (Málaga), mientras que los vecinos de Sevilla consumían 251, los de Salamanca 380, los de Toledo 286 y los de Barcelona entre 233 y 312 (según las cifras del censo utilizado). Los récords peninsulares se encuentran en ciudades ricas y fervientes como Valencia, la tercera de España (497 gramos), o en pequeñas ciudades episcopales como Palencia (545) o Ávila (795). Sin embargo, con un retraso de cuarenta años respecto a Francia, la desamortización eclesiástica (1836) iba a hacer sentir sus efectos a finales del periodo: el consumo de Madrid, que se elevaba a 353 gramos por habitante en los años 1824-1829, cae más o menos hasta los 200 entre 1839 y 1847. Las dos capitales nacionales siguen, pues, una misma tendencia4.
3La cadena de la cera: la producción de la materia primaLa decadencia no afectó probablemente a las pequeñas ciudades ni a los campos, muy influidos por la renovación de las prácticas religiosas. La serie de celebraciones que acompañan la Semana Santa española, tal como se la conoce hoy, parece haber tomado forma a mediados del siglo xix (Munuera Rico, 1981). En Francia, diversos indicios apuntan hacia una recuperación de la apicultura después de la Revolución; sin embargo, las importaciones de cera no cesan de crecer, subiendo desde una media anual de 210 toneladas en el decenio de 1815-1824 hasta 337 en el que transcurre entre 1827 y 1836.
En los dos países, la dependencia respecto al extranjero es un viejo problema. Tanto al norte como al Sur de los Pirineos, los economistas y los teóricos de la apicultura deploran incansablemente el déficit en cera y la necesidad de importaciones que genera una huida de divisas. Las cifras disponibles les dan la razón y ayudan a precisar la naturaleza y los ejes de ese comercio. En 1830, Francia ha importado 427 toneladas; sus principales proveedores son los Estados Unidos (26,5%, pero se trata principalmente de cera «vegetal»), el imperio otomano, Maghreb comprendido (23,9%), Alemania (15,9) e Italia (14%). Los acontecimientos de ese año explican la desaparición pasajera de Holanda. Al mismo tiempo han salido del país 164 toneladas: 5 de cera amarilla pero 110 de cera blanca no elaborada y 49 convertida en cirios y bujías. Si se acepta una producción 500 a 1000 toneladas en Francia, en función del número de colmenas (de uno a dos millones) a las que se atribuye un rendimiento unitario medio de una libra, parece claro que las necesidades del país exigen una cantidad de cera extranjera igual a la cuarta parte o a la mitad de su producción (Tableau général du commerce de la France, 1830).
Según parece, España era aún más dependiente del exterior. En 1838, primer año en el que fueron publicadas las estadísticas comerciales, las importaciones de cera alcanzaron 471 toneladas con un coste de 11,6 millones de reales. La industria cerera española recurrió, pues, a la materia prima extranjera tanto como a su propia producción (aproximadamente 500 toneladas si conservamos las mismas bases de cálculo). Además, a diferencia de Francia, exportadora de productos elaborados o semielaborados, España importaba cirios y lámparas por un valor de 830.000 reales (la fuente no permite hacer más distinciones) (Anuario Estadístico de España, 1859-1860).
Pese a su insuficiencia notoria con respecto a las necesidades, la apicultura se practicaba en el conjunto del territorio de los dos países. Sin embargo, la consulta de las encuestas nacionales (Censo Ganadero de 1752 para Castilla, Censo Agrícola de 1834 para el total español, estadísticas quinquenales y después anuales para Francia), permite sacar dos conclusiones. Primera: la intensidad de las actividades apícolas varía fuertemente de unas regiones a otras. Segunda: la geografía apícola evoluciona con extrema lentitud, por lo menos hasta la segunda revolución agrícola (a partir de 1950). La densidad de colmenas es a menudo débil en el centro de las cuencas (Aquitania, las dos Castillas) así como en los relieves más pronunciados (cordillera cantábrica, Pirineos) o en las comarcas vinícolas. Los polos de atracción se encuentran, por el contrario, en dos tipos de regiones: por un lado, los países de landas (Macizo armoricano, Landas de Gascuña, Galicia), a los que debemos añadir las mesetas antiguas de influencia atlántica como el Limousin y Extremadura) y, por otro, la media montaña mediterránea que se extiende desde Sierra Morena hasta la Alta Provenza (especialmente el hinterland valenciano, los Cévennes y el macizo del Ventoux).
Ahora bien, la geografía apícola, tal como acabamos de presentarla, no coincide exactamente con la de la producción de cera. Los observadores detectan que las regiones productoras de miel de primera calidad o no consiguen cera apta para el blanqueo (Alpes del Norte, Gâtinais) o no la proporcionan en cantidad suficiente (Alcarria, Corbières). Las abejas elaboran la mejor cera en el brezo o el romero, así como en ciertos cultivos muy melíferos. El mismo Duhamel du Monceau señalaba, para el interior del territorio que constituirá el departamento del Loiret, el contraste radical entre el Gâtinais y la Sologne: el primero daba un producto que blanqueaba mal y la segunda una miel roja pero una cera muy solicitada gracias a los cultivos de alforfón (trigo negro).
4La cadena de la cera: el proceso de transformaciónSea de origen nacional o extranjero, la cera exige una serie de operaciones: purificación (fusión y pasos sucesivos por la prensa), blanqueo, fabricación de objetos, empaquetado, venta al por mayor y menor (fig. 4). Ciertas empresas llevan a cabo una integración completa de estas diferentes fases, desde la colmena a la tienda, pero no es el caso más extendido. Los términos de cerero, cerería y fábrica son ambiguos; pueden referirse a una u otra operación, a la mayor parte o incluso al conjunto de todas ellas. El cerero puede ser artesano, comerciante o las dos cosas a la vez y ejerce a menudo otra profesión: confitero, chocolatero (España) o tendero (Francia). Y el trabajo de la cera ocupa entonces un lugar secundario entre sus ocupaciones.
El contenido de las colmenas es a veces comercializado en bruto: miel, cera y restos de insectos mezclados (Landas, Baja Bretaña) o semi-bruto (los panales separados de la miel), pero el apicultor sabe que valoriza su producción si efectúa él mismo una primera depuración y entrega la cera en panes; de ahí la presencia de pequeños lagares en los inventarios campesinos. Pero en lo más profundo de los cantones muy apícolas aparecen, en los pueblos más importantes, verdaderas instalaciones fabriles que tratan la producción de las comunas vecinas. Así, a fines del xviii, Palangues en el distrito de Morella (comarca d’Els Ports, al norte de la provincia de Castellón) o Tobed e Illueca en el de Calatayud disponen de «un molino o prensa de cera para beneficiar la mucha que se recoge en este lugar y la de los pueblos circundantes». Hacia 1750, Cional, en la frontera portuguesa, llegó a contar con cinco prensas que servían la Carballeda (subcomarca de la comarca de Sanabria, al noroeste de la provincia de Zamora). Y un siglo más tarde, de los 46 municipios del muy melífero distrito de Sequeros (sur de la provincia de Salamanca), cinco están provistos de prensas modernas multiusos —sobre todo hidráulicas— al lado de los antiguos lagares, que se reutilizan según la estación para la uva, las aceitunas o la cera (Castelló, 1783; Monterde y López de Ansó, 1788; Cruz García, 1989; González Martín, 1886) (figs. 5 y 6).
En los sectores aislados o de débil poder de compra (Baja Bretaña, Bigorra) se contentan con cera amarilla para la confección de cirios y bujías. Pero una parte de la producción, difícil de evaluar, se dirige hacia establecimientos dotados de prensas, área de blanqueo y, a veces, taller de fabricación (fig. 7). Estas industrias se localizan bien en el centro de las grandes zonas apícolas, bien en la proximidad de los principales mercados constituidos por las capitales y las metrópolis regionales, bien en los grandes ejes comerciales. En la primera categoría se puede citar Lugo, en la Galicia interior donde, a comienzos del siglo xix dos fábricas trabajaban anualmente de seis a siete mil libras de cera (aproximadamente tres toneladas) y, asimismo, Albaida (sur de la provincia de Valencia), ubicada en las cadenas béticas orientales (Lucas Labrada, 1804). A finales del siglo xviii se dice que en esta pequeña ciudad “labrase mucha cera que consumen los pueblos vecinos”; a mediados del siglo xix, según Madoz, estaban instaladas en ella seis de las nueve cererías existentes en la provincia (Castelló, 1783). Respecto a Francia, Apt es un caso similar. El departamento de Vaucluse, donde se ubica, exportó anualmente bajo el Imperio seis toneladas de cera. El comercio se localizaba en Carpentras, que absorbía una parte de esa producción para sus propias fabricaciones, pero en Apt se blanqueaba una parte mayor, e igualmente la procedente de otros departamentos como Gard o Córcega y la expedida desde extranjero (Berbería y Levante vía Marsella). La ciudad elaboraba ocho toneladas «de bujías muy estimadas y que se codean con las mejores de Francia» (De Seguin de Pazzis, 1808).
En Francia, Marsella monopolizaba el comercio de las ceras de Levante y El Havre, el de las procedentes del norte. Dada la importancia de los flujos, parece lógica la fuerte implantación de la cerería, no en El Havre, sino en Rouen y, sobre todo, en la ciudad focea, capital tradicional de la industria de materias grasas. En cuanto a la península, Barcelona era probablemente el principal centro; en la mayoría de las ciudades catalanas, cereros y drogueros-confiteros estaban unidos en una misma corporación, pero en la ciudad condal se encuentran separados, al igual que en Lérida y Manresa, a partir del siglo xviii. Los cereros gozaban de cierto prestigio social y su corporación, que tenía el rango de «colegio» era el coto privado de algunas familias, frecuentemente aliadas entre sí. Cuando los negociantes intentaron constituir fábricas, contratando a los maestros cereros como simples técnicos, el colegio consiguió impedirlo (Molas Ribalta, 1970). La oposición frontal del gremio a toda iniciativa exterior, tanto en Extremadura como en Madrid, frena la adopción de innovaciones técnicas que hubieran podido venir de Francia (Larruga, 1787-1800).
La región parisina reagrupaba las principales empresas francesas: la cerería de Deslandes, en Versalles, que se recuperará difícilmente de la desaparición de la corte; la manufactura real de Leleu, en Dugny y la de Trudon, en Antony, que sirve de modelo a Duhamel du Monceau y después a los manuales de cereros publicados en el siglo xix. En 1789 ocho empresas habían instalado sus talleres en el centro de París, en el Marais y cerca de las Halles (sobre todo en la calle Saint Martin), en la proximidad de los establecimientos que poseían las principales Casas de los arrabales y de provincias, Leleu y Trudon y, asimismo, Ory y Leprince de Le Mans (Tablettes royales, 1789).
En la bibliografía de la época, tanto si está en lengua francesa o castellana, Le Mans se cita, junto a Venecia y París, como el de mayor renombre de los centros cereros de Europa. El origen de esta implantación industrial es mal conocido ya que no se encuentra in situ ni la materia prima ni el mercado para la producción. Pese a ello, la ciudad se sitúa en un eje comercial mayor, el que une el Macizo armoricano, principal productor francés de cera, con el mercado parisiense y, más allá, con el de Champagne y Lorena. Las ventajas de este tipo de localización son aún más evidentes en Orleáns, rival victoriosa de Le Mans en el siglo xix como etapa comercial de París con el centro, el oeste y el Midi gracias a la batelería del Loira y del canal del Loing, sustituidos más adelante por el ferrocarril. La ciudad y sus arrabales más próximos disponían de tres a cuatro blanqueadoras entre 1830 y 1850 (Auvray, 1801-1802; Tablettes royales, 1789; Vergniaud-Romagnési, 1830; Pouillot, 2006).
De hecho, la mayor parte de las aglomeraciones importantes tenían su cerería. En el interior de la actual provincia de Murcia (11.000km2 aproximadamente) se las encuentra en la capital y en Lorca, Caravaca y Mula; las primeras purificaban su cera en el cercano arrabal de Espinardo. En cuanto a Francia, ciertos departamentos carecían de la materia prima o no la elaboraban como el de Eure, que vendía su cera a Rouen o a París y compraba en ambas ciudades cirios y bujías. Pero en los departamentos vecinos se mantenían pequeños centros de fabricación frente a los más grandes: Bessé-sur-Braye al lado de Le Mans y Aumale y Mortemer cerca de Rouen. En la misma línea se encuentra el caso de Puy-de-Dôme, donde Riom poseía cuatro empresas en 1811 y donde no serán los doce establecimientos de Clermont los que triunfen (16 obreros y 30.000 francos de producto) sino los de Thiers y Couspières (ocho establecimientos, 30 obreros y 67.200 francos de producto)5.
Si descendemos hacia el Hérault, el trabajo de la cera está acreditado bajo el Imperio y la Restauración en las cuatro capitales de distrito (Montpellier, Béziers, Lodève y St-Pons) así como en Pézenas6. Pero la actividad parece decaer en la capital del departamento (dos fábricas y un comerciante de cera) debido al peso del derecho de puertas y a la concurrencia de Lodève (cuatro o seis establecimientos según la fecha). La pequeña ciudad industrial trabajaba las brescas aportadas por los campesinos de los alrededores pero, a la vez, se abastecía en los departamentos limítrofes (Aveyron y Gard) e incluso en regiones alejadas como la Auvernia, el Limousin y las Landas. Dos de las empresas citadas blanqueaban la cera y las otras la compraban ya blanqueada.
Ahora bien, mientras que en la mayor parte de España las áreas destinadas a este uso podían ser utilizadas casi todo el año, en el Hérault solo se blanqueaba en verano la cera que sería utilizada en invierno para satisfacer los importantes encargos de la primavera. Así, los obreros sólo trabajaban unos cuantos meses o incluso algunos días al año y, además del patrón, su número se limitaba a uno o dos por empresa, a menudo de edad avanzada. Sin embargo, según Guilhaumat, fabricante de bujías, «un hombre joven e inteligente está preparado para su confección en seis meses. El estado de cerero no comporta la vuelta a Francia, salvo por placer (sic). En 54 años que llevo trabajando solo he visto pasar a dos» (declaración de 1823). En cuanto la salida de la producción local, los cirios de Lodève encontraban casi todos sus compradores en el distrito mientras que las bujías se distribuían en el resto del departamento así como en Narbona y en Perpiñán.
5La industria de la cera: una especialidad limosinaCon la excepción de las empresas Trudon y Leprince, que merecen una monografía, la industria cerera sobre la que estamos mejor informados actualmente es la de la región limosina. Los datos proporcionados por el prefecto imperial Texier-Olivier (1808) o espigados en los fondos de los archivos departamentales nos ayudan a conocer la cadena de la cera tal como debía estar organizada entonces en los demás centros de Francia y de España7.
La fábrica de cera, cirios y antorchas señalada en Aubusson por las Tablettes royales de 1789 no aparece en los informes administrativos a comienzos del siguiente siglo. Sin embargo, en 1807 Brive poseía dos blanqueadoras y Tulle elaboraba bujías. El distrito correziano de Ussel, limítrofe de la Auvernia, enviaba sobre todo su cera hacia las blanqueadoras de Thiers (Puy-de-Dôme) y de Mauriac (Cantal), pero una parte de la producción de la Creuse y de la Corrèze se encaminaba hacia Limoges y lo mismo casi toda la de la Haute-Vienne. En 1770 la ciudad contaba con once cererías que disponían en total de «98 mesas de blanquear»8. En 1801 sólo quedaban cinco blanqueadoras; como en el resto de Francia, la industria había sufrido las consecuencias de la Revolución pero «algunos años después las ceras blancas de Limoges recuperan sus antiguos mercados, debido al restablecimiento de los altares y al renacimiento del lujo». Desafortunadamente, recibirán un nuevo golpe con la guerra de España, tradicional e importante cliente de la industria francesa en lo concerniente a la cera blanca y a las bujías.
Los comerciantes de Limoges, pero también los de Saint-Junien, Bellac, Eymoutiers, Saint-Léonard y Saint-Yrieix, compran cera bruta y la purifican. Los lagares no suelen pertenecerles: las fuentes precisan claramente que «no existe en Saint-Yrieix más que una sola prensa cuyo propietario apenas trabaja por su cuenta… la cera en rama es enviada por diversos comerciantes y fundida mediante una retribución». En 1826 el señor Menot «tendero de esta ciudad –Eymoutiers−, plaza Notre Dame—» solicita «autorización para establecer en el entresuelo de su casa una cuba para fundir (…) y (una) prensa de cera» comprometiéndose a tomar todas las medidas de precaución necesarias.
Una parte de la cera amarilla, una vez purificada, se trabajaba localmente: «tres comerciantes cereros existentes en Saint-Junien fabrican únicamente algunos cirios para el uso de las iglesias», en especial «cirios mortuorios» de cera amarilla. «Su venta no iba más allá de los límites del cantón». Y «ellos no hacen bujías para la mesa y otros usos domésticos», especialidad de la capital regional. Pero esta producción es desdeñable: de las 11,45 toneladas de cera fundida en el departamento, 10 salen hacia las blanqueadoras de Limoges y casi todo el resto es enviado a Toulouse y a Lyon. Sin olvidar que, como los recursos del Limousin no bastan, se recurre a los departamentos próximos (Indre, Dordogne y Charente), con cera menos valorada que las de Bretaña, Sologne y la Auvernia o de las compradas a veces en Marsella, procedentes de Esmirna.
Limoges blanqueaba en total 49 toneladas de cera de las que 34,3 alimentaban las fábricas de París, del centro-oeste, del sur-oeste (Burdeos y Toulouse), del valle del Ródano y hasta de España y Suiza (fig. 8). El departamento solo elabora un pequeña parte del total: 9,8 toneladas en cirios y 4,9 en bujías que se difunden hasta los Pirineos. Las blanqueadoras procuran a sus explotadores unos beneficios apenas inferiores a los de las fábricas de porcelana (26.390 y 29.760 francos respectivamente) y, en lo relativo al valor de los productos vendidos fuera del departamento, la cera llega a superar a la porcelana (308.040 y 208.260 francos).
La industria cerera se mantuvo en Limoges durante todo el siglo xix, como dan fe las grandes encuestas industriales, aunque su actividad tiende a reducirse. El almanaque del comercio de 1830 menciona ocho cereros y tres de entre ellos son miembros del jurado, indicador seguro de su notabilidad. Pero en el anuario departamental de 1852 solo figura una blanqueadora y cinco comerciantes cereros, reducidos a cuatro en 1885.
Un patrónimo se mantiene en las listas de un extremo al otro de nuestro periodo, el de Ardant. Se atribuye al fundador la introducción en la provincia de «esta rama de la industria que Le Mans poseía casi en exclusiva» (1715). Un siglo más tarde, en 1823, la empresa dirigida por la viuda Ardant (nacida Muret) e hijo parece alcanzar su apogeo. La blanqueadora estuvo siempre ubicada en Beaublanc, no lejos de la ciudad: «El tendedero se compone de sesenta mesas sobre las cuales se colocan cada vez treinta y tres mil libras de cera»; como la operación se renovaba tres veces durante el verano, la suma final de la cantidad tratada se elevaba a 50 toneladas. El área de aprovisionamiento de la materia prima se extendía desde el Finistère al Cher y las Landas y el producto se exportaba hasta el Piamonte. Y en cuanto al trabajo, «doce obreros están ocupados todo el año» y «en ocasiones esta cantidad no basta». Los fabricantes se enorgullecían de que la empresa «alimenta a doce familias de los alrededores de Limoges» y que «no ha cambiado de manos desde 1715, lo que le confiere 108 años de antigüedad».
Vísperas de las mutaciones que van a generar la semi-desaparición de la industria cerera, las informaciones de que disponemos nos han permitido esbozar a grandes rasgos la geografía de la cera. El ejemplo de España y de Francia se presta a extrapolaciones. En líneas generales, puede decirse que la materia prima procedía de las regiones pobres, es decir, de aquellas que sufren uno de estos tres hándicaps: escasas aptitudes agrícolas a causa del relieve o de la naturaleza del suelo (montañas, landas, garrigas); superpoblación relativa, y reparto desfavorable de la propiedad de la tierra (minifundismo o gran concentración). Algunas de entre ellas, además, reunían dos de estas tres condiciones (Extremadura) o incluso las tres (Bretaña y Galicia centrales). Así, la apicultura, considerada como una actividad de apoyo, era bien recibida.
Ahora bien, como la miel producida en estas zonas tenía poca demanda o era difícil de comercializar por su bajo precio y el mal estado de las comunicaciones, sus habitantes orientaron la gestión de sus colonias hacia la producción de cera, una materia prima cuyo precio soportaba mejor el coste del transporte. Tanto más cuanto que la cera de las landas y la de las montañas mediterráneas era muy buscada debido a su aptitud para el blanqueo. Algunas pequeñas ciudades bien situadas respecto del mercado de las regiones productoras se especializaron en la comercialización; así, Landerneau y Morlaix (Elégoët, 1996; Le Clech, 2002), como Mézin (Lot-et-Garonne) según las Tablettes royales; Villafranca del Bierzo y Ponferrada (provincia de León), Ciudad Rodrigo (provincia de Salamanca), Utiel (provincia de Valencia), Calatayud, Teruel, Huesca y Barbastro en Aragón, según el Arte del cerero.
En lo que concierne al tratamiento de la cera existen ejemplos de integración vertical: algunas empresas poseían sus propias colmenas (eventualmente repartidas entre diversos colmeneros y cedidas en aparcería), practicaban la depuración, disponían de áreas de blanqueo y fabricaban cirios y bujías que vendían en sus propios establecimientos. Pero no era el caso general: la mayoría de las veces colmenas, lagares, blanqueadoras, talleres de fabricación y tiendas pertenecían a diferentes propietarios. Las sucesivas operaciones de extracción, fusión y prensa, blanqueo, presentación del producto y venta se realizaban en distintos lugares (fig. 9). Ello no obsta para que lo esencial pudiera practicarse en las proximidades de los centros de producción o en los ejes de comunicación; estos tipos de implantación se mantuvieron a veces hasta la época considerada (Limoges) e incluso mucho después (Orleáns) o hasta fechas recientes (Albaida). Sin embargo, lo que se observa es, junto a cierta tendencia a la concentración de las empresas, una fijación progresiva de las últimas fases del proceso en las grandes aglomeraciones, principales mercados del producto acabado. Así, en París, Barcelona y Madrid desde el comienzo del periodo y, más tarde, Lyon, Marsella, Toulouse…, ciudades donde se instalarán las fábricas de bujías esteáricas (París, 1831 y Madrid, 1839) (Figuier, 1869; Madoz, 1845-1850).
En lo que se refiere a las operaciones iniciales, su práctica se mantuvo largo tiempo en la vecindad de las zonas de producción o en emplazamientos que se comunican fácilmente con ellas. La extracción in situ evitaba el transporte de las colmenas y de su contenido y, además, cada manipulación disminuía el peso del material que se debía transportar y aumentaba su valor unitario. Además, el acondicionamiento de un área para el blanqueo requería la disponibilidad de un espacio libre y preservado de la contaminación atmosférica. Las fases de fusión suponían peligro de incendio, lo que clasificaba a las cererías entre los establecimientos peligrosos sometidos a una reglamentación estricta. Razones todas ellas que contribuyen a alejar del centro urbano las operaciones previas a la comercialización del producto acabado y a confinarlas en las zonas suburbanas (cuyos topónimos recuerdan a veces sus antiguas actividades) o incluso en el campo.
La cera era producida y parcialmente tratada lejos de sus principales centros de consumo, aunque la industria tendía a aproximarse a ellos. París se abastecía en Champagne, Auvernia y el Macizo armoricano; Salamanca, Valladolid, Burgos y Madrid en el contorno de las dos mesetas pero, sobre todo, en Extremadura. Pero en estas zonas marginales los hombres, como respuesta a la necesidad de buscar recursos, suelen ser pluri-activos. De ahí que ejerzan una apicultura a menudo trashumante (Lemeunier, 2006), desciendan a la llanura en las estaciones de la siega y la vendimia, ejerzan el oficio de arrieros, carreteros y buhoneros. Nunca se insistirá bastante en la importancia de las gentes del viaje –más o menos especializados− en la cadena de la cera: desde los aceiteros que abastecen a las poblaciones desde el Sur de España al País Vasco y a la Montaña de Santander comprando panales a cambio, entre otras cosas, hasta los borreiros de Forcarei, que recorren los campos de Galicia buscando cera bruta (en borra) para purificarla9. Algunos de estos nómadas, tanto en Francia como en España, se encargan ellos mismos de castrar las colmenas, percibiendo una parte de la cera como salario. Entre estos intermediarios, es preciso mencionar los ladrones de colmenas, muy activos en las grandes regiones apícolas próximas a los emplazamientos donde están instaladas las prensas. Las quejas cobran particular intensidad, por ejemplo, alrededor de Rennes y en el distrito de Coria (provincia de Cáceres) donde las gentes de Ceclavín, centro de purificación, son incriminadas sistemáticamente10.
La importancia de las vías de comunicación en la geografía cerera salta a la vista. Los dos países compensan su déficit de la materia prima por medio de importaciones marítimas masivas; a lo largo del litoral ibérico el cabotaje efectúa la redistribución de las ceras extranjeras. A diferencia de España, que depende de los arrieros para los intercambios terrestres, Francia se ve beneficiada por las vías interiores de agua a las que, por ejemplo, Orleáns debió su éxito. Las vicisitudes de las fábricas de Troyes, todavía florecientes en el siglo xviii, es muy posible que puedan explicarse por las de la navegación en el alto Sena. En cuanto al fracaso de las blanqueadoras de Châtellerault, parece deberse en parte a la insuficiencia del Vienne para asegurar la relación con la gran vía navegable que era entonces el Loira (Creuzé-Latouche, 1790).
Las cererías se fueron convirtiendo paulatinamente a la estearina y después a la parafina, pese a la resistencia del clero. En ciertos ambientes se están recuperando hoy en día las técnicas antiguas. Varios museos franceses han recuperado los instrumentos tradicionales y han reconstituido talleres de cereros tal como aparecen en los grabados de Duhamel. En el caso de España se han conservado y felizmente restaurado prensas de cera a veces monumentales (Zalamea la Real, provincia de Huelva, Forcarei, provincia de Pontevedra…). La de Celle d’Aras de los Olmos (provincia de Valencia) se sitúa, como la mayor parte de sus congéneres, en el corazón de un distrito fuertemente apícola pero también en uno de los itinerarios de Teruel a Valencia. Pero el mejor ejemplo del condicionamiento de la industria cerera por la geografía de las comunicaciones es el que ofrece Meranchón. Se trata de un pueblo de tamaño mediano ubicado en la proximidad de un importante eje peninsular, el que une Madrid a Zaragoza y, por derivación, a Navarra. Sus habitantes están bien situados para recoger en el vecino Aragón (en Calatayud y más lejos) los productos destinados al abastecimiento de Madrid, entre ellos la cera, que llevan a purificar en su propia localidad; sus desplazamientos están documentados para el siglo xviii (De Asso, 1798). Estas actividades incluso parecen haberse intensificado en la siguiente centuria: Miñano les atribuye dos prensas y Madoz, cuatro prensas veinte años después. Es de gran interés que una de ellas o, más exactamente, la que las sustituyó a partir de 1870 y hasta 198411, haya sido transportada hasta Azuqueca de Henares y reparada allí donde se ha convertido en la pieza maestra del museo de apicultura.
Guy Lemeunier (París, 1943 — Murcia, 2010). El 28 de mayo de 2010, falleció Guy Lemeunier a la edad de 67 años. La AEHE desea hacer un pequeño homenaje a la figura de Guy Lemeunier editando la ponencia presentada en la Sesión de otoño de Apistoria en Azuqueca de Henares (Guadalajara), celebrada en los días 10-14 de noviembre de 2006.
Archivos del Arzobispado de París, libros de la fábrica parroquial de San Sulpicio y Archivo catedralicio de Murcia, libros de fábrica y libros de la Cofradía de Ánimas.
Archivo General de Simancas, Catastro, libros 463 y 465; Archivo Histórico Provincial de Murcia, Hacienda, Catastro, libros 167 y 176; Archivo Histórico Municipal de Lorca, Catastro, Respuestas Generales, armario I, leja 1; Archives Départementales (AD) de Puy-de-Dôme, referencia no encontrada; Masson de Saint-Amand, 1802; Peuchet et Chanlaire, 1810, artículos Sarthe y Seine-Inférieure.
Archives Départementales de la Corrèze, 6 M 54 ; A.D. de la Haute Vienne, 5 M 58, 6 M 405 y 503, 9 M 36; Delmas, 1994; Peuchet y Chanlaire, 1810.