False Economy no es un libro académico al uso. Y no es extraño, ya que Alan Beattie no es un historiador académico: es editor de la sección de comercio internacional del Financial Times. Pero Beattie no tiene por ello ningún complejo de inferioridad, pues aun siendo este su primer libro no duda en subtitularlo «a lo grande», declarando explícitamente que en él se proporciona al lector «Una sorprendente historia económica del mundo». Cierto que su historia es sorprendente, pues por fuerza a cualquiera que se dedique algo a estos asuntos le ha de sorprender que alguien pretenda satisfacer tamaño objetivo —contar la historia económica mundial, ¡nada más y nada menos!—, en poco más de 300 páginas.
Lo que Beattie hace es lanzar desde diferentes ángulos miradas sobre fenómenos económicos sin respetar una cronografía o una geografía. La historia económica que le interesa no es la de las formas o sistemas de organización económica o de la evolución de la actividad económica, es decir, la historia de la economía, sino las historias de cómo los distintos países se han posicionado en esa historia de la economía. Más concretamente, su objetivo declarado es utilizar las historias económicas que cuenta para hacer frente a lo que denomina «mitos fatalistas», que serían básicamente tres: 1) que algunas economías estaban predestinadas a ser ricas y otras a ser pobres por cualesquiera razones geográficas, climáticas, raciales, etc.; 2) que ciertas religiones son intrínsecamente incongruentes con el crecimiento económico; y 3) que las fuerzas del mercado y la globalización son imparables. «La historia no está determinada por el destino, la religión, la geología, o la hidrología o la cultura nacional. Está determinada por la gente». Son las decisiones que se toman las que determinan el éxito o fracaso de los países. Ese sería el contenido «maravillosamente liberador» que en opinión de Dani Rodrik tiene False Economy. En suma, puede decirse que False Economy es un libro de historia económica «especial», por su forma y por sus objetivos.
Beattie comienza a desgranar sus historias siempre estructuradas como respuestas a un interrogante. Parte en un primer capítulo de un caso paradigmático: el de por qué las trayectorias de dos países como Argentina y los Estados Unidos, que hace un siglo tenían posiciones económicas similares, han sido tan divergentes. Para Beattie la respuesta está en las distintas decisiones que se tomaron en estos dos países desde el principio de su colonización interna. En Argentina, esa colonización llevó a la constitución de una oligarquía agraria, que controló la política económica en defensa de sus intereses ganaderos olvidando los industriales. Como resultado, Argentina se encontró progresivamente ligada a un sector primario exportador poco diversificado y dependiente de la marcha del resto de las economías. Ya avanzado el siglo xx, se intentó superar esa situación mediante el populismo peronista, la nacionalización y las políticas de sustitución de importaciones, lo que llevó al desarrollo de un sector industrial ineficiente. Fue el encadenamiento de malas decisiones lo que puso a Argentina contra las cuerdas económicas.
En el segundo capítulo analiza los fenómenos de urbanización, lo que le obliga a plantearse la cuestión de las relaciones económicas entre campo y ciudad, los tipos de ciudades y las políticas de control de los precios agrarios para favorecer a la industria. De nuevo habría dos tipos de procesos de urbanización, los dirigidos desde arriba, ineficientes y costosos en el largo plazo, y los espontáneos o «naturales», que responden a las necesidades de los mercados.
El tercer capítulo se dedica a cuestiones de comercio internacional. En respuesta a la pregunta de por qué Egipto pasó de ser suministrador de grano a ser hoy importador de alimentos básicos, Beattie nos indica que al importar trigo, lo que hace Egipto es importar el «agua» incorporada en el grano, el recurso natural que le es relativamente más escaso. Y eso es lo que permite el comercio internacional, redistribuir indirectamente los recursos que están repartidos no uniformemente por el mundo. Pero tal reasignación requiere que los movimientos comerciales no estén dirigidos o controlados para satisfacer intereses de grupos particulares y sus posiciones de privilegio, como ha ocurrido en multitud de ejemplos históricos.
En el capítulo cuarto se analiza el papel de los recursos naturales en la historia, estudiando las condiciones que llevan a que un territorio favorecido por un stock abundante de algún recurso natural, como el petróleo o los diamantes, se convierta en un desastre, la denominada «maldición de los recursos». De nuevo, no es el mercado el responsable de tal transmutación negativa, sino las decisiones de quienes ocupan el poder político.
En el capítulo quinto, al responder a la pregunta de por qué (muchos de) los países islámicos no se han hecho ricos, Beattie cuestiona la tesis weberiana de la influencia diferencial de las religiones en el crecimiento económico. Este capítulo es para mí uno de los mejores, pues en pocas páginas consigue clarificar de modo impecable el debate sobre el papel de la cultura y de la religión en la economía. Una vez más, la conclusión de Beattie responde a su tesis: las distintas religiones no determinan per se el destino económico de los países, sí que pueden afectar sin embargo si son utilizadas para defender posiciones de privilegio.
El siguiente capítulo, el sexto, está dedicado a las políticas de desarrollo. Aquí se pregunta por qué los espárragos que se consumen en EE. UU. vienen en gran medida del Perú. Según su explicación, es el resultado de las políticas contra el cultivo de coca en las regiones andinas y favorecedoras de cultivos alternativos. Beattie analiza seguidamente el efecto de las políticas proteccionistas, sus inconsistencias y sus ineficiencias. Este es el capítulo más convencional del libro.
El capítulo séptimo estudia el importante papel de las cadenas de oferta y las rutas comerciales en el desarrollo económico, papel que explica el por qué no se produce en África cocaína. La conexión a las redes del comercio internacional requiere unos bajos costes de transporte, y sin ellas las posibilidades de desarrollo económico de muchos países atrasados son escasas. Ahora bien, «crear las condiciones que alarguen las cadenas de oferta y establecer rutas comerciales no es fácil, pero puede hacerse», concluye Beattie. Según el autor, «que África no produzca cocaína o no haga mucho chocolate o café debe algo a la geografía y a la historia; pero debe hoy más a la incapacidad de los gobiernos» (pp. 221-2).
El capítulo 8 aborda uno de los problemas a los que hoy más se culpa del atraso económico: la corrupción, en la medida que impide que se acumule el capital social necesario para situar a una economía en una senda de expansión. Se pregunta por qué Indonesia, regida por un dictador corrupto (Suharto), ha prosperado en tanto que Tanzania no lo ha hecho en similar medida aún regido por un dirigente honesto como lo era Julius Nyerere. La respuesta de Beattie es clara: no basta con defender la honradez para que esta se imponga, en tanto que una burocracia corrupta pero controlada con «mordidas estables y predecibles» es semejante a un sistema fiscal. Beattie concluye que «no siendo la corrupción buena cosa, dependiendo de su naturaleza y de cómo ha surgido y se lleva adelante puede ser menos dañina de lo que parece a primera vista» (p. 253).
En el capítulo noveno, Beattie analiza los procesos de transición del socialismo real al capitalismo de los últimos dos decenios en el este de Europa y en Asia. Para explicar las grandes diferencias entre unos y otros, el autor recurre a la dependencia de la trayectoria. Se trata de un capítulo algo sorprendente. En cierto sentido, cuestiona la «tesis liberadora» que ha venido defendiendo a lo largo del libro, pues en tanto que el destino económico no estaría escrito por la geografía o la religión, sí que lo estaría en buena medida por la propia historia. Las «malas» o «buenas» decisiones tomadas en el pasado gravitarían sobre el presente en la medida que habrían puesto a las distintas economías sobre trayectorias de las que es muy difícil salir.
Llega el capítulo final de conclusiones, y nos damos cuenta de que False Economy ha ido creciendo casi sin enterarnos, pues goza del mismo «raro» privilegio del que disfrutaba la ciudad de Lalage, según contaba Italo Calvino en Las ciudades invisibles(Calvino, 1993), el de «crecer en ligereza». Se nota y mucho que Beattie es un buen periodista. Sabe muy bien cómo contar sus historias atrapando al lector. Y así, cuando llega el final, uno se queda queriendo más. Pero, cuando «despertamos» del embrujo creado por la brillantez de la exposición descubrimos las inevitables debilidades. El libro se debilita cuando de los casos particulares Beattie se lanza a extraer conclusiones generales y recetas prácticas.
En su libro, Alan Beattie no hace una declaración explícita acerca de cuál es su filosofía de la historia, pero creo que es fácilmente detectable. Tiene un cierto regusto hegeliano. En tanto que para Hegel la historia mostraba el desenvolvimiento del Espíritu Universal en el progresivo ascenso en la conciencia de libertad dado que «todo lo racional es efectivamente real y todo lo efectivamente real es racional», para Beattie la historia económica no es sino el paulatino desenvolvimiento del Mercado Universal asociado a la expansión en la conciencia de la libertad económica, puesto que, a la larga, se cumple lo que Jack Hirshleifer denominó el Principio de Coase, que «todo lo eficiente es efectivamente real y todo lo efectivamente real es eficiente». El devenir histórico es problemático y no lineal, y la historia de los hechos económicos de las historias de los distintos países no nos enseña sino los impedimentos que los intereses especiales de los grupos particulares ponen a los mercados libres y a las instituciones y patrones culturales que los apuntalan y fomentan.
Y esta es la mayor debilidad de False Economy, el olvido de otros puntos de vista, de otros temas y perspectivas, de otros ejemplos históricos que exigirían cualificar un tanto la filosofía de la historia económica de corte smithiano que profesa Beattie. Por ejemplo, la posición previa de tipo filosófico de Beattie le aumenta la agudeza visual cuando se trata de detectar los fallos históricos del intervencionismo económico, pero le vuelve miope a la historia de los fallos del mercado. Y, se echa de menos que hubiese dedicado un capítulo a la historia de las debacles financieras y las depresiones económicas o a la desigualdad y la distribución de la riqueza y de la renta. En la misma línea, falta un capítulo dedicado a la historia de las consecuencias ecológicas de la actividad económica. Finalmente, tampoco Beattie se atreve con el «lado oscuro» (Hirshleifer dixit) de la economía y por extensión de la historia económica; no asoma en su libro ni la violencia económica ni el uso económico de la violencia, por lo que también quedan como enigma las razones de la existencia y evolución de las mismas naciones cuya historia económica se cuenta. Se diría, en suma, que ni la explotación, ni el imperialismo y el colonialismo, ni los costes sociales de la expansión del mercado merecen formar parte de la historia económica, que esta consiste solamente en la narración de las oposiciones que han enfrentado a los partidarios de la eficiencia y el libre mercado con los que desde el poder del Estado han buscado defender sus privilegios.
Pero dicho esto, hay que señalar que pese a sus carencias y deficiencias, al cuestionamiento que puede hacerse de algunas de sus tesis y puntos de vista concretos, a la sensación de prepotente suficiencia que transmite en sus explicaciones, el libro de Beattie mantiene todo su poder de seducción intelectual. Y por ello es una obra productiva al menos indirectamente ya que, si bien es evidente que Beattie no ha «producido» de modo directo más o nueva historia económica, sí que con su libro hará que aumente el número de amantes de la historia económica, y con ello «producirá» en el futuro más historiadores económicos, más y nueva historia económica.