Jay W. Richards es un autor interesado en integrar la religión cristiana en las principales coordenadas culturales de Occidente. Su principal foco de atención son las ciencias sociales y, particularmente, la economía y la ciencia política. Miembro destacado del Discovery Institute, su pensamiento se halla en consonancia con las campañas de esta organización a favor de las tesis del diseño inteligente. Así, Richards se propone revitalizar la ciencia desde los principios fundamentales de una determinada visión del cristianismo: una especie de neoescolástica hermanada con el pensamiento neocon que, pensamos, conduce a un discurso pseudocientífico al estilo de las pretensiones (paganas) de la New Age.
En el libro el autor se plantea contestar a la pregunta de si un cristiano de nuestro tiempo puede vivir con la conciencia tranquila practicando un estilo de vida típicamente capitalista. Su conclusión es afirmativa. Para llegar a ella Richards procede, en primer lugar, a glosar una defensa a ultranza de la economía como disciplina científica y del capitalismo como modelo de sociedad, dentro de un ambiente cultural en el que —según su punto de vista— la economía y lo económico son impopulares y políticamente incorrectos: «si queremos saber la verdad, si queremos crear un orden justo para nuestra vida económica y social, si queremos ayudar a la gente y no simplemente sentirnos como si la ayudásemos, tenemos que estudiar economía» (p. 20). El segundo eje argumental es la fundamentación teológica del capitalismo como parte del orden cósmico diseñado por un Dios creador, cuyo testimonio se halla en la Biblia, y que se replica a sí mismo en un arquetipo antropológico que es el homo oeconomicus. Es decir, dado que el ser humano por principio está creado por Dios («a su imagen y semejanza»), y aun admitiendo su naturaleza viciada, la providencia divina utiliza la complejidad para extraer el bien tanto de lo bueno como de las bajas pasiones humanas: «En vez de despreciar el orden del mercado, los cristianos deberían verlo como la forma en que Dios, mediante su providencia, gobierna las acciones de billones de agentes libres en un mundo caído» (p. 299).
En el despliegue de su estrategia argumental Richards se concentra en analizar importantes problemas contemporáneos, tales como los desastrosos efectos del comunismo y la socialdemocracia, la lucha contra la pobreza, la moralidad del capitalismo, la globalización, la sociedad de consumo y sus efectos medioambientales. La metodología que utiliza en todo el ensayo consiste en la exposición de un problema, descripción de las posturas acusatorias críticas con el capitalismo (como son las procedentes del propio cristianismo), refutación con datos empíricos y argumentos económicos, y fundamentación de sus conclusiones basándose en citas de la Biblia a través de una exégesis muchas veces cuestionable. Aun admitiendo que habitamos un mundo imperfecto, Richards utiliza el argumento transversal de que la correcta aplicación de las recetas económicas a todos los problemas sociales es la única manera eficaz de aliviar el sufrimiento (presente y futuro) de buena parte de la humanidad. Si Dios parece haber diseñado una naturaleza y sociedad humanas con la cosmovisión de un economista neoclásico, ergo utilicemos la teoría económica estándar para el bien de la humanidad, igual que hacemos con las leyes de la física y de la química. Cita Richards al teólogo calvinista holandés del s. XIX Abraham Kuyper: «no hay una sola pulgada cuadrada en todo el terreno de nuestra existencia humana sobre la que Cristo, que es el soberano de todo, no declare ¡Mía! (…). Las verdades económicas (…) no están fuera del dominio de Dios» (p. 23).
Uno de los puntos más interesantes del ensayo es la fundamentación del capitalismo, no en los estereotipos de la codicia, el interés propio o la competencia, sino en el principio de la creación de innovaciones que se traducen en riqueza. En efecto, según Richards, puesto que la humanidad es una imago dei, el hombre (y la mujer) es por naturaleza un ser creativo y creador, que en un ambiente de libertad de acción es capaz de expandir, a través de su ingenio, la capacidad de generación de novedades útiles con valor de cambio hasta un límite desconocido. La consecuencia es que el capitalismo es el único sistema económico coherente con la naturaleza humana y, además, es el único capaz de generar riqueza abundante y de forma sostenida. Esta conclusión lleva el discurso hacia la teoría de la innovación, pero el autor no dedica ni un solo párrafo a situar la innovación en sus coordenadas teóricas, ni a analizar su relación con la creación social del conocimiento (a través de procesos ajenos al sistema de precios). Confía en el capítulo 8 la supervivencia de la humanidad —en un mundo de recursos escasos y un medio ambiente degradado— a la eficiencia del mercado y las innovaciones venideras, pero esta fe en la providencia no deja de ser una versión del cuento de la lechera para aquellos que han estudiado el concepto teórico del «colapso».
La capacidad creadora ha expandido la frontera de posibilidades de producción de forma exponencial desde la aparición del capitalismo, y más aún con la globalización, y toda la población de las sociedades con instituciones capitalistas se ha beneficiado de ello. Sin embargo, Richards no se ruboriza (como analista económico, ni como cristiano) de que el ejecutivo medio de las empresas de Standard & Poor's 500 ganara recientemente en EE. UU. casi 1.300 veces más al año que el obrero con salario mínimo (p. 103). La indignidad de esta monstruosa desigualdad que produce el capitalismo es que no puede explicarse rigurosamente por el especial mérito o capacidad personal (de producir o innovar) de los individuos agraciados, o sea, de su productividad diferencial. Más bien la explicación estriba en la habilidad para manejar variables y tomar decisiones en ambientes de poder, y en un mundo de información imperfecta. En este aspecto el capitalismo, como la codicia que impulsa dichos resultados, no se diferencia de otros sistemas económicos alternativos, y el que la desigualdad sea compatible con una reducción de la pobreza objetiva no constituye condición necesaria ni suficiente para acallar la contestación social al sistema (política, filosófica, moral, religiosa y científica), que Richards considera fruto de la ignorancia bienintencionada y no de una naturaleza humana dotada de emociones (como la indignación, la ira, el amor o la simpatía altruista por quienes sufren calamidades o injusticias) que tienen valor de supervivencia para la especie.
En definitiva, Dinero, codicia y Dios puede considerarse un libro de introducción a los principios de la economía que puede resultar entretenido para quien no dispone de un conocimiento previo de la teoría económica. El ensayo defiende el compendio principal de ideas políticamente incorrectas sin exaltar los ánimos del lector que se identifica con lo políticamente correcto. Sin embargo, no aporta nada nuevo a la teoría económica ni a la defensa política del capitalismo y resulta muy limitado en cuanto al análisis teológico y la interpretación aplicada de los textos sagrados del cristianismo.